El
cálido Sol, una brisa fresca, una mañana clara o una noche estrellada. No
existen. En la Selva Tenebrosa la frondosidad de los árboles no permitía
discernir más que algunos destellos de luz si mirabas muy arriba justo a
mediodía o la total negrura durante la noche. En esta selva se llama horizonte
al árbol más lejano que ves y se tiene por espacio abierto el hueco que queda
si levantas una de las pocas piedras que verás en el tupido suelo de hojas
marrones.
Los
árboles, que parecían milenarias columnas con arrugas de veteranía, se
extendían hasta el cielo, donde chocaban con el techo que suponían sus propias
copas, como si sustentaran un inmenso artesonado de hojas verdes. Estos titanes
del vegetal emergían de la tierra provocando bultos en el suelo, rebosantes de
raíces las cuales tenían por oficio acunar entre sus huecos toda suerte de
setas, hongos y champiñones.
El
canto de los pájaros podía resultar ensordecedor a tempranas horas del día o
cuando se reúnen en sus ramas preferidas antes de dormir. Toda clase de
animales podían verse reposar en los árboles durante sus inquietos sueños y si
se miraba con buen ojo, desde divinidades de plumaje dorado y rojo a
caricaturescos monos de cola larga y velluda, pasando por tenebrosos
murciélagos del tamaño de un lobo si uno se aventuraba a los más oscuros
rincones del lugar.
Solo
una criatura, en esta tarde bochornosa, se atrevía a perturbar la escandalosa
tranquilidad de la jungla. Era una muchacha.
Tez
y piel morenos, de un tono suave, como si fuera azúcar tostado. Su melena,
alborotada, le caía hasta casi la cintura, desparramada en torno a su cuerpo
como si fuera una cascada zaína, negra. Como vestiduras, unos pellejos de
capibara cosidos con esparto, dejándole libres brazos desde el hombro y piernas
a partir del muslo. Descalza, sus dedos finos se clavaban en la hojarasca al
caminar de puntillas y despacio. Como único equipo una lanza de bambú, fina y
larga, más que ella, lo cual se situaba en aproximadamente la estatura de un
hombre adulto para el objeto. En la punta, un hasta de ciervo afilada y unida
con más esparto y algo de resina quemada. Un arma ligera para alguien más
ligero.
Esta
muchacha, de ojos negros profundos, era una Ma’gal, la tribu habitante del
extremo oriental de la Selva Tenebrosa. Era una tribu guerrera y cazadora,
experta en los combates entre los árboles, sobre ellos o en emboscadas.
Habitaban cabañas de bambú, que situaban sobre un río bien adentro de la
jungla.
Esta
tribu, los Ma’gal, se dividían en tres castas: La guerrera, la chamánica, y la
recolectora. La casta chamánica, líder de la tribu, era separada del resto por
el patriarca chamán nada más nacer: Solo eran chamanes los albinos, lo cual
conseguía que apenas apareciese uno cada veinte o treinta años. Se les instruía
en las enseñanzas de la jungla y los poderes místicos de la selva desde
retoños, y a la edad de dieciséis periodos estacionales, eran soltados en la
jungla, donde debían rastrear algún Lagarto Rojo, una fiera criatura del tamaño
de un perro, con una piel escamosa de color escarlata rugiente y temidos por su
capacidad para escupir fuego por sus orificios nasales. Cuando derrotase a esta
criatura sin par, debería de sustraerle su apreciada piel. Esta es la
característica seña de los chamanes Ma’gal, o Mu’lashe como se les conoce; sus
atavíos rojos fuego conjugado con su cabello los distingue del resto, además de
protegerlos del mismo elemento.
Pero
también a esa edad, aunque siempre durante la estación veraniega, los demás
niños con dieciséis periodos estacionales a sus jóvenes espaldas, eran
dispuestos a orden de la naturaleza para decidir su suerte como recolector o
guerrero. Su tarea consistía en conseguir una pieza de caza impresionante, y
las mejores de estas serían escogidas por los chamanes de la tribu para hacer a
sus dueños guerreros, fueran hombres o mujeres; si no traían pieza alguna o
algo de menos valor, como alguna planta medicinal, una roca preciada o demás
cosas de utilidad, pasaban inmediatamente a ser recolectores. El premio de ser
guerrero consistía en rapar la cabeza del sujeto, dejando una cresta en medio y
una coleta por detrás, pues la melena, ya sea en un hombre o mujer, es signo de
bajo nivel social; a esta casta se la llamaba, según su idioma, Mu’Lakak y solo
estos portaban la armadura de cuero de cocodrilo y tenían el derecho de empuñar
y fabricar armas. Los recolectores, por su parte, pasaban a dedicarse a las
demás labores necesarias en un campamento sin distinción de si eran hombres o
mujeres; se les reconocía por tres o más trenzas en las mujeres y una sola en los
hombres, y se les llamaba Mu’Lamar.
Las
criaturas víctimas de esta tradición solían ser tres, normalmente. La primera,
más fácil de encontrar, es la serpiente martillo o titán. Su piel es buena y con
ella se confecciona la ropa de los guerreros, además de tener una carne
sabrosa. Al carecer de veneno, esta serpiente de enormes proporciones (un largo
tal como cinco hombres son en alto uno sobre otro) se defiende empleando su
gran cabeza para asestar mortíferos golpes, pues se lanza a toda velocidad y
con el espolón en que acaba su faz puede partir en dos a un caballo adulto. Son
muy territoriales, y solo se encuentran en zonas pantanosas, donde acechan a
venados. Para matarla, lo mejor es asestarle un lanzazo en su vientre cuando se
alce antes de atacar o conseguir calvarle el arma en un ojo cuando están
dormidas y abotargadas por una copiosa comida.
La
segunda criatura es el jabalí dientes de sable. De vez en cuando, un jabalí
nace especialmente grande, y si consigue una buena alimentación, en su primer
celo puede desarrollar colmillos comparables a alfanjes del tamaño de un
antebrazo. Estos se encuentran muy separados unos de otros, solitarios,
buscando trufas al pie de los grandes árboles o retozando en el lodo a la
horilla de los ríos. Son peligrosos en extremo si vas a pie, por ello la forma
usada por los Ma’gal para enfrentarse a ellos es subirse a un árbol no muy
alto, que han de localizar antes de ver a la criatura. La artimaña consiste en
provocar al animal, muy temperamental, para que ataque. Cuando intente morder,
usando como cebo un pie o una mano, se le debe asestar un golpe certero en el
paladar o la garganta. Son acogidos con grandes honores aquellos que traen
estos trofeos pues sus férreos colmillos de marfil son muy apreciados para
confeccionar los famosos garrotes magalitas.
Pero
el oro de la competición, el gran orgullo y pie hacia el colectivo guerrero por
excelencia, son los babuks. Los babuks son una especie de mono que roza lo simiesco.
Tienen grandes y largos brazos sobre los que se apoyan al caminar a cuatro
patas. Su pelo, rudo y tieso, es de color gris, muy enervado en la espalda
donde se vuelve azul negruzco. Poseen garras fenomenales en sus zarpas. Su
cabeza, con un largo morro donde no les crece el pelo y es de color turquesa,
termina en unos pronunciados orificios nasales y una boca que muestra
permanentemente unos grandes y afilados colmillos. El peso de estos animales,
de proporciones que casi doblan a un hombre adulto, les impide subirse a los
árboles cuando son adultos, por ellos suelen vivir en las montañas que limitan
la pared occidental de la Selva Tenebrosa, donde compiten con aún peores
criaturas desconocidas por las gentes de bien. Son temibles en combate, pues atacan
a zarpazos y mordiscos capaces de destripar a cualquiera protegido con menos de
una coraza de cuero. Su furia es apabullante, y sus gritos infernales, gañidos
sobrenaturales, hacen que el más ferviente corazón se vuelva de hielo frío.
Para derrotarlos se les debe hacer frente en combate cuerpo a cuerpo a no ser
que te acompañe un cazador semigigante o seas hechicero. Las trampas son
inútiles porque nunca se sabe cuando te encontrarás con uno, y llenar el lugar
de artefactos o dispositivos dañinos solo servirá para que mientras huyas, un
lazo te ate a tu final en manos de su furia primitiva, pues cuando un babuks ve
algo vivo en su ruta o territorio, si no lo mata, es porque él mismo está
muerto.
Caminando
lentamente y enervada, la cazadora avanza entre los matojos y helechos,
observando con sus ojos negros cada hoja, oliendo cada brizna de brisa y
atendiendo a cada susurro. Unos pájaros cantores chismorreaban en la copa de
los árboles mientras algunos monos de cola larga se desparasitaban los unos a
los otros, en tranquilidad. De estos dedujo la joven que no había ningún
carnívoro en las inmediaciones. Viendo que sus ojos nada veían, su nariz nada
olía y sus oídos nada oían, se detuvo un momento a sentir. Sí, a sentir. Los
Ma’gal llevan milenios habitando la naturaleza, viviendo en consonancia con
ella y defendiéndola de invasores malévolos. De esta manera, los Espíritus del
Bosque, según la leyenda, les concedieron un sexto sentido para su alma,
mediante el cual pudieran guiarse y rastrear en la jungla.
La
muchacha se concentró, en armonía con su entorno, y dejó fluir su aliento con
parsimonia. Pronto, en la oscuridad de su mirada, se reflejaron senderos
invisibles, y tras un leve rastreo, encontró lo que buscaba. Un jabalí dientes
de sable. No supo porqué, pero le costó centrarse en la criatura, parecía que
algo atraía su atención también, pero es difícil no prestarle atención a un
animal tan ruidoso, maloliente y grande como un jabalí adulto, incluso en el
plano del alma.
La
muchacha cambió de rumbo hasta un pequeño desnivel que terminaba en un arroyo.
Agazapada entre los arbustos, fue deslizándose sibilinamente hasta la orilla, y
allí observó a su presa. Un gran jabalí dientes de sable, con un lomo enorme y
unos colmillos largos y astillados, cicatrices perennes de su edad. Hundía una
y otra vez su morro en el suelo de guijarros del río buscando crustáceos. Sus
enormes colmillos apartaban rocas con total tranquilidad, todo ello mientras
emitía un sonido gorrino y chascaba de vez en cuando algún molusco.
La
chica pronto divisó un árbol que le serviría de utilidad, con una bifurcación a
la altura de sus hombros que le serviría para la estratagema que le enseñaron
antes de partir. Una vez lo dispuso todo y calculó su ruta de huida al árbol,
esquivando alguna raíz especialmente nudosa o alguna roca húmeda y resbaladiza
del río, se arrastró hasta el arbusto más cercano a la corriente, y se preparó
para lanzarle una piedra al animal. Cuando iba a estirar el brazo para
tirársela, escuchó un crujir de ramas en la orilla de enfrente. Maldiciendo,
observó cómo reaccionaba el jabalí.
De
un rápido movimiento, el animal levantó su pesada cabeza y se encaró al otro
linde del río, el opuesto a la chica. Bufó un poco y separó las piernas,
naturalmente preparado para el combate. Justo cuando iba a volver a aplicarse a
los moluscos, algo grande y peludo saltó desde la otra orilla para aterrizarle
encima. Una silueta simiesca, de largos brazos, con una gran cresta peluda azul
en su espalda, se abalanzó sobre el jabalí. Con una gran zarpa provista de
pulgar se aferró a un colmillo, y con la otra le rodeó el cuello. Un salto pudo
dar el cerdo gigante antes de que dos afilados incisivos se le clavaran en la
garganta y no se oyera más que un lastimero chillido coreado por un gorgoteo de
sangre. La faz de piel azul del atacante se manchó de rojo y su morro se hundió
en la herida para comenzar a devorar a su presa. Este animal era un babuk, uno
enorme, con canas en su pelo gris y un azul oscuro en los mechones de su
espalda. Uno de sus frontales ojos de cazador estaba vacío y le faltaban dos
dedos de la zarpa derecha.
Cuando
hubo saciado parte de su apetito con la garganta y parte de una pierna, emitió
un sonido ronco hacia la orilla, e increíblemente, un grupo de congéneres emergieron
de la espesura. Se contaron al menos cuatro machos más, ninguna hembra ni cría:
era una partida de caza. Uno de ellos traía un capibara en la boca y otro
arrastraba un gran racimo de plátanos.
Se
revolcaron en el agua del río, sucia de sangre, mientras mostraban sus dientes
y agitaban la cabeza, felices. La chica, anonadada, cometió el error de pisar
un arbusto espinoso en su retirada. Casi se le escapa el alma cuando vio cómo
el más veterano de los cazadores miraba en su dirección. A una orden bramada en
forma de chillido grave y ahogado, todos saltaron al bosque, rodeando a la
chica en un instante. Esta, con la espalda apoyada a en un árbol, observó de
qué forma se presentaron en semicírculo a su alrededor, con el gran simio en
medio. Todos bufaban, menos él. Este la miró, y se percató de la lanza en su
mano. Con un chillido, se la arrebató de entre sus dedos y la partió
golpeándola contra un árbol. Golpeó el suelo varias veces con el resto del
mango que le quedaba y luego lo lanzó por la espalda. Todos los babuks
cabriolaron a su alrededor y le practicaron rudimentarias reverencias. En medio
de esta algarabía monstruosa, le arrancó a la niña su pelliza de un zarpazo,
dejándola desnuda, sin ningún otro abalorio. Destrozó la pelliza de un bocado y
arrojó los restos a sus tropas, que tironearon de ellos para luego restregarlas
por el suelo y diseminarlas por ahí. Finalmente, el Gran Babuk se puso sobre
dos piernas, y alzando los brazos al cielo, chilló ante la cría, salpicándola
con sus babas y restos de la sangre del jabalí. Cuando cesó, dio media vuelta y
todos los babuk salieron corriendo, arrastrando al jabalí y recogiendo al
capibara y los plátanos. La chica, confusa, pero no asustada, corrió a
recuperar la valiosa punta de su lanza y a buscar algún junco de tallo fino
para remendar lo que quedaba de su ropa. Ya sabía dónde podía encontrar los
mayores trofeos para su aldea.
Buena historia, me gustó mucho y como siempre, gran dominio del vocabulario.
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