sábado, 16 de marzo de 2013

El mal día de Rimbó Miherd


Hoy ha sido uno de esos puñeteros días que, sin venir a cuento, arrojan virulentamente una lápida contra la maldita de tu conciencia. Uno de esos días en los que deseas ser uno de esos felices prototipos bienolientes en lugar de un patán de cuarta categoría. Porque a lo más que aspira el hideputa presente es a sentir una especie de orgullo pútrido. Por si fuera poco, salvo grandes momentos de brillante felicidad, la semana ha estado cuajada de funestos instantes de vida, harto de rascar las entrañas del cráneo. Así que como maldito narrador y Dios en los universos que de mi coja mente vierte sobre estos vehículos virtuales, narraré una historia de violencia, odio, asco y ganas de destruir. Ala, lean o no. ¡Al diablo!

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El joven Rimbó había tenido un día de perros. Llegó de buenas a la oficina. Su sonrisa, ese “¡buenos días!” predispuesto, la camisa bien abrochada. Llegó a su puesto y comenzó la tarea. Estaba haciendo voluntariamente una tabla de contabilidad que en un principio competía a un compañero, pero qué más le daba a él hacerle algo de trabajo a un amigo. Total, él iba al día.

Todo empezó a torcerse cuando su autoritario jefe llegó para recriminarle su incompetencia en un informe. Realmente no estaba tan mal hecho, pero ese tipo vocinglero tendría sabe Dios qué motivo para estar enfadado, y decidió pagarlo con el único honesto y responsable: el joven Rimbó Miherd. Incluso se mofó de la nariz torcida de Rimbó (lo golpearon en la adolescencia con una botella mientras intentaba sacar a su hermana de un altercado). Simplemente decidió tomarse las quejas de la forma más constructiva posible, asentir y sonreír. Total, un mal día lo tenía cualquiera.

Después recibió una carta, por mensajería, del banco. Le era denegado un préstamo. Vaya. Ahora no podría pagar el alquiler del piso, y eso que solo debía dos meses. Había prestado dinero a su primo, que andaba pasando apuros o algo así: qué más daba, era familia. A media mañana decidió tomarse un café. Normalmente no abandonaba el puesto, pero necesitaba despejarse. Yendo a la máquina, se cruzó con ese compañero al que le hacía la tabla de contabilidad. El tipo en cuestión tenía entre brazos a una señorita. Una de las secretarias. Concretamente, esa a la que Rimbó había confesado precisamente a su compañero que le gustaba especialmente. Mecachis, hoy estaba siendo un día duro para el buen Miherd.

Se tomó el café casi inconscientemente, sumido en sus pensamientos. Todo se volvió bastante radical: ¿Y si su jefe era un hijo de puta? ¿Y si su primo se había aprovechado de su buen hacer? ¿Por qué el puto banco del diablo no le concedía el crédito? ¿Sería esa secretaria una fulana de cuidado? Comenzó a pensar que su compañero era un auténtico cabronazo. Estaba siendo un día realmente desagradable.

De vuelta a su puesto de trabajo, se desprendió de la corbata. La echó a la máquina trituradora de papel, que tras un sonido de quejumbroso motor eléctrico incapaz, la dejó a medio devorar. Por primera vez en…no supo si toda su vida, el lila de Rimbó frunció el ceño. Y simplemente, se fue.

Varias horas después, y muchas pintas más tarde, Rimbó Miherd salía dando tumbos de una taberna de mala muerte. No paraba de recriminarse lo desgraciado que era. Su vida no era más que la única licencia concedida al mamarracho que habitaba en su cuerpo. El único préstamo. Ahora odiaba a todo el mundo y se daba tirones de su nariz torcida. Iba encorvado, arropado en su traje sin corbata. Caminaba perdido por calles oscuras, solo. ¿Sólo? No tanto como debería.

-Eh, eh, colega, ¿me das unas pelas? –le soltó un yonqui en pésimas condiciones. Chanclas, pantalón de chándal, chaleco de lana y gorra de visera plana. Muy delgado y mal peinado. Todo cubierto de una pátina de mugre y con menos dientes que un anciano recién nacido.

-¿Mhm? ¡No, déjeme usted en paz! –espetó Rimbó, sorprendido. Estaba ciertamente ebrio.

-¡Que no cómo! –el yonqui se mostró molesto- ¡que me des el dinero ya, cabrón! –y sacó una navaja de pequeño tamaño de entre sus pútridos ropajes. Se abalanzó sobre Miherd, que estaba bastante perjudicado por el alcohol.

-¡Ah! ¡Ah! –exclamó el joven, forcejeando con el yonqui. Se llevó un inesperado corte en el reverso de la mano zurda.

El yonqui dio un salto atrás, y gritó satisfecho:

-¡Ja! ¡Jajaja! ¡Tengo el sida! ¡Que me des el dinero, cabrón! –y le escupió a Rimbó en la cara.

Lo que bulló dentro de Rimbó Miherd se podría describir en dos palabras: furia salvaje. De repente le dio igual todo. Su trabajo, la secretaria, las cervezas de más, el sida y su vida. Saltó salvajemente sobre el maldito yonqui. Este último trastabilló y cayó de espaldas, con Rimbó encima. El beodo Miherd empezó a propinarle golpes a diestro y siniestro al yonqui: en la cara, el cuello, el huesudo lomo…a lo que el pútrido drogata respondió clavandole la navaja en un costado. Entre las costillas.

Sólo provocó que Rimbó perdiera aún más la cabeza. Agarró al yonqui por las orejas:

-¡Mira lo que hago con tu jodido sida! ¡Mira, basura! –bramó. Acto seguido mordió al yonqui en la nariz, arrancándole la punta y uniendo los dos orificios en uno solo. Tal fue el garrafal bocado, corroborado por un borboteo de sangre y un chillido animal del cocainómano vencido. Rimbó no tuvo suficiente.

Se arrancó la navaja de un costado y la emprendió a puñaladas con el yonqui. Un completo espectáculo de violencia innecesaria. Hincó y sacó varias veces la navaja del tórax del malnacido. Se puso en pié, jadeando. De su costado chorreaba sangre y su mano casi igual. A parte, tenía varias salpicaduras por la ropa arrugada de los forcejeos. Observó al muerto. Escupió sangre sobre el mismo, o se la devolvió. Se tragó el trozo de nariz durante el altercado. Jadeando, la emprendió a patadas con el cadáver. Algo errático, no apuntaba a nada en particular. Sólo descargaba sus múltiples frustraciones. Incluso perdió el equilibro, recordemos que había bebido bastante, y cayó de culo. Se levantó torcido y atinó lo justo para orinar sobre el muerto.

Con la bragueta abierta y sujetándose el costado, se marchó. No sabía a dónde llegaría, ni a qué vería antes: un médico, un enterrador, un policía o un loquero. Tampoco le importaba, a saber qué le habría pegado ese puñetero despojo. Estaba harto de la existencia. Sólo tenía una cosa clara: si salía de esta se daría un buen rapado y se echaría amigos nuevos.

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PD: Todos tenemos, o tendremos, un mal día.

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