domingo, 23 de diciembre de 2012

El Daño de Fa Khang



Hay muchas formas de llegar a las tierras de los Norvingos. Estos hombres del norte habitan  la península homónima, rodeados de agua y unidos al Lejano Continente por un tramo de tierra montañoso coronado por un cráter, conocido como La Prisión de Zog. Su tierra es fría y dura, y esto se refleja en su fauna, flora y gentes.

Recios, la mayoría dedicados al pastoreo, la caza, el comercio y la guerra. Esta última en todas sus variantes: Pillaje, tareas mercenarias, caza de esclavos y todo en lo que derive el manejo de las armas.

Unidos en clanes y a veces bajo el estandarte de un reyezuelo, se distinguen varias tribus. La que nos importa ahora, es la tribu dirigida por el Clan Leiftak, la de los Hruk Ama, habitantes del extremo occidental de la península, señores de su mar próximo y duchos en la caza de animales marinos.

A esta tarea se consagraban, precisamente, el viejo Vinei Leiftak (tío lejano de Parr Leiftak, jefe del Clan y caudillo de la tribu) y varios jóvenes que ahora echaban al mar tres barcolongos. Aún era de noche, a punto de amanecer. Hacía frío. La playa era de piedras y al fondo tenían los acantilados, fundidos con unas montañas bajas. Al pie de estas, su pequeña aldea, de la que Vinei era jarl (jefe) llamada Aldea de Jhor, o De los Hombres de Jhor.

-Más rápido, que el sol nos vea en el agua –increpó el anciano a los muchachos. Ya había un barcolongo en el agua, ahora estaban empujando a los otros dos. Como es tradición, el jefe monta en el último en señal de que está conforme de toda la operación- Mi arpón tiene hambre, y no distingue entre peces y hombres –andaba sujetándolo como un cayado. Sus ojos eran glaucos, su barba y melena, blancas y ambas las llevaba sueltas. Su piel, cuarteada.

Estas gentes visten de lana, tanto las gruesas calzas como los ropones, casi siempre manteniendo el color natural del material. Botas de piel y forradas de pelo de animal, normalmente oveja. Como primera frontera contra el frío, unos chalecos sin mangas (para trabajar bien) sobre las mentadas vestiduras. Los muchachos lo llevaban de piel de alimañas u oveja. Vinei lo llevaba de oso. En el primer barcolongo en tomar agua, junto a doce muchachos y el timonel, estaba Vanierr de los Jikier, primos de los Leiftak y habitantes también de la aldea de Vinei. Ancho y bajo, ojos claros de mirada severa y barba corta pero densa. Este llevaba un chaleco de piel de oso también. Adornaba su pelo bien cuidado con aros de bronce.

Finalmente todos los barcolongos estuvieron en el agua, y sin mucho trabajo por parte de Vinei, empezaron a maniobrar justamente. Ahora la embarcación del jarl iba en cabeza (con él, dieciséis efectivos, todos remando salvo él y el timonel), flanqueada por la de Vanierr (catorce efectivos, con él y el timonel) y la más modesta, pero igualmente funcional, la de Hiekrei de los Gikari (un Clan menor, aliado y vecino de la aldea de Vinei) apodado Murmullo.

Estos barcolongos, siendo poco más que largas y anchas barcas de remo con vela cuadrada, se dirigían al norte de la Bahía de Jhor, (que comparte nombre con la aldea) y de la que partieron, en busca de aproximarse al Cabo de Hielo Azul, donde se cazan bien los peces leviatán (conocidos por las gentes de Karogundia como “ballenas”).

El viaje iba a ser largo, de cuatro días. Iban bien pertrechados de todo lo que fuera útil. Ahora remaban todos por tener el soplo de costado, pero pronto situarían bien las naves, pondrían las velas a cazar viento y se podrían permitir el lujo de no hacer mucho más que controlar el timón.

Así, en la nave de Vinei, varios de los jóvenes (es natural que estos se dediquen a la caza, pues los más adultos andan siempre preocupados del comercio y las armas) se comenzaron a acomodar alrededor del venerable, pues este comenzó a fumar de su pipa de marfil marino (diente de morsa) y eso solo podía significar que tenía algo que contar.

-Por lo que veo en vuestras jóvenes caras –comenzó a decir el viejo, recreándose, pues le gustaba ser el centro de atención y hacerse de rogar- venís buscando una historia. ¿Cierto?

“¡Una buena, como siempre!” “¡Sí, sí!” “¡Sí, la del trol azul, la del trol azul!” y otras respuestas del mismo talante convencieron al viejo.


-Bien, bien. Veo dos caras nuevas… -guiñó el ojo a dos hermanos gemelos, sobrinos suyos, que por primera vez emprendían una caza de peces leviatán- La de hoy será especial. Una de las antiguas. Así que preparad vuestros oídos…

De todos es sabido que los hombres del norte han sufrido mucho a lo largo de su historia. No obstante, es de sabios reconocer que no somos únicos. Y como muestra de ello, narraré la historia de la última batalla de Ki Hon Yan, el Emperador Dragón, según cuentan, actual señor del mayor reino de los hombres del este y sobre el mundo conocido: el Imperio de Kihan, en el Archipiélago Dorado y la gran isla de Tze’Kong.

Ki Hon Yan no era más que un guerrero itinerante, un héroe en ciernes, según cuentan. También dicen que era hijo de siete brujas marinas, pero eso no me lo creo. Simplemente, vivía en la isla más pobre de todas las que ahora componen lo que llamamos Archipiélago Dorado.

Pues este joven hombre, Ki Hon Yan, ansioso de que sus hazañas se narrasen por siglos, emprendió el viaje hacia el encuentro del más terrible enemigo conocido por su gente, y probablemente el mayor en su época: Fa Khang, El Infierno Dorado.

Según me contaron, era un dragón dorado, el último de estos. Todo en él era fino y estilizado, desde la punta de la cola a los agujeros en el hocico: garras delicadas como estiletes (no por ello menos mortíferas), patas de garza, un cuerpo de sierpe y una cabeza alargada, como de caballo terrible, adornada por una corona de cuernos. Era tal su belleza, que el mismo viento los transportaba sin necesidad de alas, y se iba contorneando velozmente también por el agua. Sus escamas formaban el más espectacular mosaico, incapaz de emular ni por los joyeros enanos de la Antigua Raza. Su fuerza y peligro residía, no obstante, en el terrible poder de su aliento: Todo aquel cuerpo vivo que tocase, fuera animal, planta u hombre, sería convertido de forma instantánea en una inerte figura de oro macizo. Y esta era la trampa: Su isla, en el centro del archipiélago, poseía tal cantidad del valioso mineral, que no cesaba de atraer más aventureros y gentes aguerridas, que pasarían a engrosar las filas de estatuas doradas.

Ki Hon Yan no quiso ser menos, pero yendo hacia la trampa, fue prevenido por una de las más maravillosas criaturas que un marino puede encontrar: Un hada de los mares.

-¡Pero tio Vinei! ¡Las hadas embaucan a los marinos, y luego los arrastran hasta sus guaridas para devorarles el hígado!

-¡Calla ya! –y el viejo pateó el costado del muchacho- ¡Hablas de las sirenas, inepto! Las hadas son gentiles criaturas, raras de encontrar. Ahora, dejadme seguir, u os emplearé de cebo. Mhm…

Esta hada le advirtió del peligro que corría en la gesta: El dragón nunca dormía, y siempre vigilaba desde el cielo o bajo las aguas. No obstante, el joven Ki, que según cuentan era de muy buen ver, le prometió al hada lo siguiente: Si le ayudaba a vencer al dragón, luego iría a buscarla y la convertiría en su esposa. Las hadas, adalides del amor y el bien entre las gentes, no se pueden negar a una promesa similar. No obstante y como todo en la vida, tiene un inconveniente. Si se diera el caso de que el sujeto no emprendiera la búsqueda de su prometida, un terrible mal se haría con él hasta el fin de sus días: Los más sabrosos manjares le sabrían a cenizas, las más abundantes riquezas se le antojarían un montón de basura, y las mejores compañías le producirían una desazón sin par en el corazón. Pero esto era desconocido por el joven, y las hadas nunca lo revelan por miedo a que no se les prometan un amor, así que Ki Hon Yan habló, y el hada aceptó.

Solo había un momento en el que el dragón no estaría vigilante, según le dijo el hada. Cuando el Sol está más alto, el dragón, furioso por no ser lo más reluciente y hermoso en el cielo, se esconde en su gruta, donde permanece observándose en un estanque hasta que el sol siga su recorrido.

Así pues, Ki Hon Yan se acercó en una barca diminuta a la isla, y vio en el cielo que ya era medio día. Ni corto ni perezoso, tomó tierra, y corrió a atravesar el jardín de oro. Había gentes de toda clase allí aurificadas, desde inmensos ogros a cuadrillas enteras de trasgos, hasta varios caballeros con montura.

Encontró la gruta, por ser esta también de oro y brillar desde lejos. En silencio, se adentró en ella, y observó a la presumida bestia totalmente embelesada con su reflejo. Con sumo sigilo, y armado con una simple espada, saltó sobre la criatura. Clavó la espada hasta la empuñadura en el cuello del enemigo, grueso como un buey.

Fa Kang emitió un chillido agudo y abismal que hizo caer a Ki Hon Yan, aturdido y mareado. El Dragón se estaba contorsionando violentamente en el aire, como una serpiente furiosa. Tal era el espectáculo que el mismo Ki temió por su vida, pero de repente, desaparecieron la cueva, el dragón, el sonido, y todo se sumió en la más insondable de las oscuridades.

-¿Murió Ki Hon Yan? –preguntó uno de los jóvenes.

-¡No! Es que el hada lo engañó, y ahora el dragón lo ha convertido en una estatua –pronunció un compañero del primero.

-¡Silencio, por los dientes rotos de mi vieja mula! –Vinei no soportaba que le interrumpieran una narración, y esta era la segunda vez. Se había hecho ya de día y el Sol calentaba sus rostros- Lo que ocurrió fue peor que todo eso junto…

Ki Hon Yan despertó, no se supo cuando, aunque era de día. Se alegró de no ver al dragón por ningún lado. ¡Fa Khang había sido derrotado! Cuando hizo fuerza para levantarse, salió despedido y se golpeó con el techo. Para aumento de su sorpresa, permaneció en el aire sin caer. ¡Estaba flotando! Instintivamente movió brazos y piernas para agarrarse al relieve. Algo no funcionaba, pues en lugar de sujetarse a la dorada caverna, arrancó un trozo de minera de un zarpazo. ¡Un zarpazo!

De repente comprobó que sus manos eran unas estilizadas garras y sus extremidades estaban compuestas ahora por dorados miembros de reptil. Se sorprendió al ver cuán grácil era, y como podía contorsionar su cuerpo libremente. Salió disparado, cual rayo solar, hacia la salida, estrellándose y haciendo añicos cualquier estalactita o estalagmita con la que se cruzara. ¡Ahora era él el Dragón Dorado!

-¿Y? –dijo uno de los muchachos, recién salido del embeleso.

-¡Eso! ¿Y cómo se convirtió en emperador? –Otro.

-¿Eh? Ah, bueno. Ya es la hora de almorzar. El viento está vago, así que comeos una torta más de la cuenta, y bebed hidromiel. Vais a estar remando hasta que se haga de noche.

Con conocida resignación, hicieron caso de su mayor. El cuento del viejo tuvo como resultado que hasta el timonel se distrajera, causando que el barcolongo de Vinei se rezagara. Tras unas amonestaciones del anciano, esto se solucionó. Hasta el anochecer.

De nuevo, algunos muchachos se reunieron alrededor del viejo, acomodado este sobre unas cajas vacías y con una manta gruesa de lana por los hombros. Habían dejado al timonel y a otro más pendiente de la navegación. En los tres barcos había candiles encendidos.

-Mhm, bien…¿dónde lo dejé? –dijo Vinei.

-En que Ki Hon Yan era el nuevo Dragón Dorando –pronunció uno de sus sobrinos.

-Ahá, pues…

Uno no vence a un dragón y se olvida del asunto. Nunca. Los dragones son criaturas que llevan en Idnagar desde el albor de los tiempos. Algunos son crueles, otros sabios, todos poseen cualidades extraordinarias. Este dragón, Fa Khang, era realmente la criatura más hermosa sobre la faz del mundo conocido. Hay fuerzas, y esto es bien cierto, que escapan a nuestro entendimiento y razón y que operan desde el firmamento ordenando nuestro destino y equilibrando nuestros actos. Tal vez alguna vez confluyan erróneamente y se den desgracias, golpes de suerte, infortunios o simplemente una día muy soleado y alegre. En esta ocasión, para Ki Hon Yan no fue distinto.

El Dragón, antes de morir, lanzó una terrible maldición. Leyendo en el alma de Ki Hon Yan (es una cualidad habitual en los dragones) que estaba comprometido con un hada de los mares, castigó al hombre de la peor manera: Le dio los Dones del Dragón.

Al ser Ki Hon Yan ahora el nuevo Dragón Dorado, de seguro abusaría de sus capacidades, como es natural en los hombres cuando reciben un poder absoluto. Eso se puede soportar con un alma de dragón, pero no con una humana. Así, mientras más velozmente se transportase, más cerca estaría de su fin. Mientras más aliento de oro insuflase, más rápido llegaría el momento de respirar por última vez. De esta manera el castigo sería doble: Su energía vital se iría consumiendo a medida que disfrutara de sus nuevos poderes y su alma se sumiría en una apatía creciente, pues olvidaría la promesa hecha al hada.

-¿Entonces está muerto? –nuevamente, una interrupción.

-No, no –el anciano daba ya por imposibles a los muchachos, se limitaba a responder rápido para que se callasen pronto.

Esto ocurrió hace varios siglos, no se sabe exactamente cuántos, pues por aquel entonces nosotros, los Hombres del Norte, éramos bien distintos, y Fhir nos perdone, pero usábamos las armas de la peor manera y con los peores fines, al igual que hoy lo hacen nuestros vecinos, los Volkarr.

Ki Hon Yan, por suerte para él, no tardó demasiado en darse cuenta de que no sería eterno. Pronto volvió a su aldea, varias generaciones después de la que él conocía. Así tomó el mando de sus gentes, que no se negaban a nada de lo que decía, pues su corazón era cálido y su mente despierta. No abusando de su poder, volvió ricas a sus gentes, y así puso en marcha una campaña que terminó unificando a todo el Archipiélago Dorado. Pero estos territorios, que comprendían un mar e infinidad de islas, no le parecieron bastante. Ahora ansiaba lo que hoy conocemos por Isla de Tze’Kong.

Sin dudar, condujo a su gente hasta ella, ahora un auténtico ejército. En la isla había bosques verdes, prados fértiles y cerros bajos repletos de hierro para trabajar. Estaba habitada por gentes pacíficas que no se opusieron subyugarse a su mandato, pues se le conocía por un rey bondadoso, y sus arcas jamás estuvieron vacías.

Así fue, y su naciente imperio prosperó en el Oriente. No obstante, su condición le seguía pasando factura. En las guerras era incapaz de verse inmóvil, y siempre hacía alarde de sus poderes para darle la victoria a su gente. Y convertir en oro macizo a ejércitos de enemigos lo consumía por dentro, además de darle una fama que espantaba a tantos temerosos como a codiciosos enemigos atraía. No obstante, su ejército era respetado debido a que poseía grandes estrategas que él mismo instruía, pues sus siglos de existencia le habían permitido conocer bien el mundo y lo que le rodeaba. Así mismo, se convirtió en cuna de nuevas generaciones de sabios: médicos, filósofos, astrólogos, geólogos…

Pero el Emperador seguía enfermando. Reclutó a una corte de hechiceros del agua, duchos en el arte de la sanación y cura del alma. Y estos pronto dieron con la clave de su mal: había olvidado la promesa del hada. Ki Hon Yan, cuando era humano, olvidó preguntar el nombre de la criatura, y ahora sería imposible encontrarla. Aún así, viendo el Emperador una cura en el triunfo de la búsqueda, emprendió un viaje, en solitario, por todos los mares del mundo. Dicen que estuvo fuera diez años, y al decimo primero, volvió, sin frutos.

Pese a que dejó a buenos hombres al cargo del Imperio, el mal se hizo sobre sus gentes. Habían perdido la Isla de Tze’Kong. Esta había sido tomada por una brutal horda venida del norte, formada por una terrible alianza.

Aquí se da uno de los más tristes episodios de la historia de los Hombres del Norte. Antes de que los Volkarr y nuestro pueblo se separasen, éramos gentes crueles y al servicio de señores de la guerra. Por aquél entonces eran liderados por Orvinlad, el Gran Caudillo, un hombre de cabellos y barbas negros como la noche y con una armadura de escamas de piedra (robada a los enanos) que adornaba con la piel de sus últimas víctimas. Dicen que portaba un hacha tan terrible, que él fue quien convirtió en lo que es a la Tundra del Este, talando docenas de árboles de un solo tajo, para construir barcos con los que asaltar Tze’Kong.

Pero más terrible era la otra parte de la alianza. Los ogros. Sí, ogros. Aún quedan algunos muy perdidos al sur, y se cuenta de que otros presentan batalla a los nobles gigantes, lejos al Este. Como os habré contado ya, estos ogros y gigantes descienden de los Trols, cuyo padre, Zog, está encerrado en esa cadena montañosa coronada por un cráter que separa nuestras tierras del resto de tierras del Este. Según dicen, sigue engendrando criaturas este Zog, aunque eso no nos atañe en estos momentos.

Aquellos ogros eran de la peor estirpe, eran hijos de Fangruel, pues es común entre estas bestias que un padre dé lugar a muchos hijos y estos a su vez den lugar a más prole en la familia, y así  hasta que haya tantos como para que agoten sus recursos y se vean obligados a cambiar de tierra. Y eran grandes los ogros, más que los que conocemos hoy. Dicen que uno podía destruir una aldea, diez eran suficientes para tomar plaza fortificada, y cien podrían devorar los caballos de todo un reino. No se sabe bien cuantos eran, pero seguro que se contaban más de trescientos.

Pero Ki Hon Yan estaba realmente debilitado tras su viaje. Ya apenas se atrevía flotar por el aire y se desplazaba reptando. Sus articulaciones crujían y sus costillas se marcaban, deformando el bello tapiz de escamas doradas que cubría su lomo, perdiendo también estas su lustre.

Pero enseñó bien a sus gobernadores, y estos supieron organizar un poderoso ejército. Miles de hombres marcharon a reconquistar la isla de Tse’Kong. Se reclutaron jinetes, se formaron inmensos regimientos de soldados piqueros y había tantos ballesteros que podrían terminar con las aves de una región con solo acertar a un pájaro cada uno.

Los piqueros eran útiles contra los salvajes jinetes de Orvinlad, y los mismos caballeros del Emperador eran diestros en dar caza a la infantería ligera y tropas en retirada. Además, sus numerosísimos ballesteros daban muerte a placer, pues al disparar estos, eran tal la cantidad de proyectiles, que estos no llovían, sino que formaban un auténtico aguacero de puntas aceradas que fulminaba a los salvajes servidores del señor de la guerra.

Y Fangruel disfrutaba con todo ello. Se reía cuando los hombres de su aliado caían en combate. Llegó el momento en que él mismo ordenó a sus ogros que devorasen a los humanos caídos y se divirtieran cazando a los que huían. Cuentan que cuando Orvinlad, herido en el orgullo, quiso montar en sus barcazas para retirarse, Fangruel levantó el barcolongo del Gran Caudillo, haciendo alarde de su constitución de titán embrutecido, y lo arrojó encima del humano dándole muerte. Cuentan que fueron lanzados tantos hombres al mar por mofa de los ogros, habiéndolos rajado y llenado de piedras, que el mar subió, y ahora en alguna cala sumergida en la isla de Tse’Kong espera la famosa hacha de Grundalir de Orvinlad, “Hierro Talador”, esperando a ser recuperada para vengar a su amo. Pero eso es otra historia.

De esa manera, los inmensos ogros, con sus orondas barrigas repletas de hombres del norte, decidieron que era hora de atacar. Ya habían sido vistos en combate por los hombres del Emperador, pero nunca más de tres o cuatro a la vez, que cayeron bajo las ballestas o se retiraron, no se sabe si llorando o riendo.

De esta manera una noche los ogros presentaron batalla en unas praderas situadas junto al mayor campamento del Emperador. Era tal la alta estima en que Fangruel se tenía que mandó un emisario al campamento, que podrían haber tomado por sorpresa, diciendo a qué hora y dónde querían enfrentarse. Así, en una noche de luna llena, los dos grandes ejércitos chocaron.

Era el espectáculo más cruento jamás acontecido en la isla de Tse’Kong. Los ogros, ataviados con pieles de animales y trozos de metal dispares y esgrimiendo temibles garrotes, tronchaban al jinete y doblaban al caballo de un solo y mortal golpe. Las ballestas apenas surtían efecto: Las gruesas pieles de los ogros les servían bien, tanto las propias como las de sus vestiduras, apenas consiguiendo que muriera alguno abrumado por las heridas. Cuando chocaron con la infantería, los humanos perdieron la esperanza.

Algunos no empleaban ni siquiera las armas ya, y se limitaban a estrujar las cabezas de los hombres, a arrancarles los miembros, a devorarlos en el sitio. Todos los ogros se daban un festín diabólico, sembrando el caos. Incluso algunos comenzaron a pelearse entre sí, matándose incluso. Eran criaturas maléficas, paladines de la destrucción y señores de lo brutal. Todos, salvo uno. Fangruel permanecía en silencio, observando el cielo, con su enorme garrote de púas, hecho con el metal de cien escudos humanos sujeto firmemente entre sus poderosas manos.

Y lo que esperaba el ogro, ocurrió al amanecer. Como un destello del alba, como la aurora que se observa en las gélidas tundras crepusculares, como un dorado rayo de esperanza, apareció. El Emperador Ki Hon Yan acudió a socorrer a su pueblo, a expensas de su salud. A tremenda velocidad, dejando tras de sí un torbellino inigualable, surcó las filas enemigas, y con las mortales garras de sus cuatro patas y su precisión apabullante, fue amputando, desmembrando y destripando a todos los ogros con los que se cruzó. Era un verdadero terror, un Infierno Dorado, tal cual fue el anterior poseedor de su cuerpo. Los hombres recuperaron la moral, y se lanzaron detrás de su señor, como enfurecidas hormigas, derribando a los ogros heridos con ganchos y cuerdas, acuchillándolos con sus espadas, aún así perdiendo muchos soldados en la gesta.

Y se encontraron. Ki Hon yan y Fangruel. El primero seguía reluciente, prístino, impoluto. El segundo era el estandarte de la mugre, la corrupción y el sufrimiento. Cargaron el uno contra el otro.

Fangruel alzó su mazo con una sola mano, y comenzó a girar sobre sí mismo. Ki Hon Yan hizo una finta, cegándolo momentáneamente con el candor del alba en sus escamas, y lo atacó desde arriba, produciendo una herida garrafal en el lomo del ogro. Este emitió semejante gañido que dejó paralizados a todos sus congéneres, momento que no desaprovecharon los hombres. Pero los ogros no tardaron en recomponerse y la batalla se recrudeció.

Ki Hon Yan no había sido tocado aún, y Fangruel tenía ya varias heridas. Ki Hon Yan quiso terminar con la existencia de su oponente, y salió disparado hacia él como una estrella fugaz. Para su desdicha, este fue el momento escogido por su maldición para minar su vitalidad, y Ki Hon Yan erró el golpe, se dirigió mal, y se estrelló contra una loma, haciendo un surco en la tierra y quedando mal contorsionado y boca arriba. El bestial enemigo se acercó, mostrando sus dientes rotos y serrados en una sonrisa caníbal, y alzó el gran mazo en silencio.

Hubo un duelo de miradas. Los pozos negros del ogro se dejaron deslumbrar por los soles del dragón, y sus almas se comunicaron. “No volverás a crear el mal nunca más”, dicen que fue lo que el Dragón le hizo saber.

Y justo antes de que la inmensa arma quebrara, en un golpe mortal, los huesos del dragón, este bufó, volcando el alma en el intento, y convirtió al temible Fangruel en una titánica estatua.

La expresión de odio quedó por siempre en el rostro del ogro, y Ki Hon Yan, el Emperador Dragón, fué sumido en un sueño del que aún hoy no ha despertado.

-¿Y cómo dirige entonces su Imperio? –preguntó uno de los jóvenes.

-Eso, porque aún se habla del Emperador Dragón –corroboró un compañero del primero.

-Sus magos del agua llegaron a tiempo, y al parecer se comunican con él en el plano del alma, pero no sé como lo mantendrán vivo, ni si es así. Tal vez es un engaño, y el Emperador murió hace mucho. También es verdad que el Imperio Dorado de Kihan, aunque aún existe, no es muy activo salvo por sus famosas rutas comerciales. Lo que es cierto es que nunca jamás sufrió invasión alguna después de todo esto. Y de esta batalla hacen más de doscientos años.

-¿Y volverá a la vida? –inquirió el más próximo a Vinei, sentado a su derecha.

-No escuchaste, ¡solo duerme! –le respondió el más joven, que estaba sentado detrás.

-¡Eso es lo de menos! Lo más espectacular es que esos magos se hablen por el alma, ¿y si nos hablan, como lo sabremos? –dijo, nervioso, otro.

-¡Nada, nada! Historias todo. Ya os contaré otra mañana. ¡Ahora, a dormir! Mañana necesito jóvenes fuertes al remo, no ancianas cluecas –pronunció el viejo Vinei, y el silencio se hizo en el barcolongo y el mar. Las tres embarcaciones continuaron su viaje al norte.

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