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Un
banco de bacalaos rondaba tranquilamente en torno a una sima marina, como una
manada de vacas pastando en el espacio. Pero, de repente, algo hizo que sus
ojos redondos y gelatinosos se movieran con nerviosismo y sus lomos se
estremecieran.
Toda
suerte de criaturas abismales, con sus bocas amorfas provistas de colmillos
sobresalientes, unos costados iluminados por escamas incandescentes y sus
aletas fantasmagóricas salió disparada hacia arriba. Los bacalaos intentaron
huir, pero las criaturas calvaron sus colmillos en las panzas, vaciaron de
huevas a las hembras y engulleron a los más pequeños, todo esto para luego
continuar su camino, en furibundo frenesí devorador, atacando a toda criatura
marina.
De
la sima emergían corrientes de agua caliente, hirviendo. La grieta vomitaba un
vapor burbujeante y luces verdosas. Si algún desgraciado hubiera soportado la
presión del mar en su caja torácica y el ardiente vapor que emergía de los
abismales fondos oceánicos, se habría percatado, con esfuerzo, de que un viejo
velero, hecho trizas, estaba encajado en las paredes de la gruta.
Sus
velas, antaño blancas, flotaban hechas jirones como unas novias sin prometido en
una eterna danza tranquila y sosegada. Aunque sea de extrañar, ningún molusco
marino, amén de algas o corales, osó en todos los años aferrarse a la extensa
superficie del barco, por lo cual estaba limpio, aunque claramente no intacto.
Pero,
y he aquí el misterio, era este barco y no una convulsión terrestre lo que
originaba esas subidas de temperatura y luces. Los rayos verdes emergían de las
cañoneras, los ventanales y las grietas. Muchos hombres ensuciarían sus
calzones e invocarían a sus antepasados de ver lo siguiente, pues varias
figuras, con ropajes hechos jirones, recorrían la cubierta, o subían a los
palos, sino afianzaban cabos sueltos; su caminar ignoraba que el barco estaba
escorado con casi una máxima pendiente.
Las
almas mártires estaban pertrechadas como marinos, pero sus pieles eran blancas
y enfermizas, sus ojos carecían de pupila e iris y sus cabellos flotaban
lánguidos en el agua, como una anémona raquítica. Sin embargo, ningún objeto que
pudieran portar estaba dañado y oxidado, al menos más de lo común en alta mar.
Sus ropajes permanecían intactos, salvo algún agujero de bala o corte.
La
única dependencia intacta era la del capitán. Su entrada era una puerta de
madera, enmarcada con dos columnas de madera finas y un dintel con dos
querubines sujetando una cinta con motivos navales bordados, todo ello tallado.
Una
figura alta, grande, con una melena gris alterada por la corriente y un espeso
bigote permanecía en pie, calzado en botas de mar y una casaca, esperando que
la puerta se abriese. Su inerte mirada permanecía fija en el vacío, con sus
ojos blancos, muertos, y sus manos callosas de trabajar con aparejos y redes
señalaban al suelo con sus dedos flácidos. Los goznes restañaron quejumbrosos.
La
puerta dejó ver el interior del camarote del Capitán. Los laterales de las
paredes estaban recubiertos de soportes para armas vacíos o no, y retazos de
finas telas y mapas flotaban por el agua retorciéndose con dulzura, y antiguos
sables, compases y cabestrantes se mecían con calma en el impoluto suelo de la
estancia. Alguna botella de ron destapada recorría la sala rodando. El
caminante de blanca faz apartó un pliego de un gran mapa de todo el
archipiélago de Nipan. Una mirada le dio la bienvenida.
Al
otro lado de una delgada mesa de fina madera con patas bien elaboradas yacía,
entronado, un Capitán. Portaba una casaca de azul ultramar con unos deliciosos
bordados en plata que representaban en todo su haber un mapa global. Debajo de
esta, solo vestía unos pantalones con un cómodo fajín y unas finas botas, pues
el fortachón torso estaba descubierto, y en verdad diré que era sobrenatural,
pues en el lugar del corazón había un grotesco socavón cosido con tripas de
pescado en forma de mordedura. Su ancho espaldar portaba un cuello bovino, del
cual estandarte era una cabeza de tenaz rostro. Sus ojos, blancos, no miraban
en ninguna dirección, y su expresión de eterno odio estaba esculpida en su entrecejo.
Sus cabellos, barba larga y melena, flotaban en el líquido elemento, en todas
direcciones, dando la impresión de hallarse en una extrema calma en el vacío.
Sus manos, zarpas agarrotadas, se aferraban a los reposabrazos de su sillón de
nácar, manos limpias libres de anillos. A su lado, clavado en el suelo de
madera y con una docena de muescas más a su alrededor, un sable torcido y
serrado, atroz, yacía, cual Excalibur marina; la guarda era una ola espumosa
esculpida en una lámina curva de algún metal plateado, y el pomo era el diente
serrado de un tiburón. Abrió la boca para dejar escapar un sonido grave y
sereno, que no despidió ninguna burbuja.
-Sé
bienvenido al Godendag, sargento de armas McAllistair…
-A
su servicio, Capitán-y el zombi marino de McAllistair practicó un saludo
marinero.
-Un
momento…-el señor de los piratas se levantó de su trono blanco y bordeó la
mesa. Era más alto que Arthur y en apenas dos zancadas y estaba frente a él.
-Tú…no
has muerto solo-lo miró fijamente con sus globos oculares blanquecinos-¡Tienes
descendencia!
El
Capitán se irritó sobremanera, y cogió a McAllistair por las solapas de su
casaca y lo arrojó al otro lado de la habitación como si nada, desplazando agua
en su trayectoria y agitando así los objetos de la sala. Se estampó con un
golpe sordo contra la pared y descendió hasta el suelo. Permanecía impasible,
como un muñeco de trapo.
-¡Maldito
descerebrado!-en un abrir y cerrar de ojos el Capitán estaba frente a él.
-¡Sabías
que iría a por vosotros!-extendió sus brazos y arcos de luz verde le
recorrieron sus extremidades. El barco comenzó a zozobrar-¡Necesito a la
tripulación y sus herederos!
-Sí,
mi Capitán-dijo obedientemente Arthur “Algas Verdes” McAllistair-a sus órdenes.
-¡Waaaaaaargh!-el
capitán emitió un gañido garrafal, y extendió su brazo en la dirección de su
sable fantasmagórico, que se deshizo en polvo y acudió a su mano a una
velocidad inusitada, para materializarse en ella otra vez-¡Desaparece, perro!-y
se lo clavó en el torso. De la herida empezó a emanar una luz dorada que la
espada fue absorbiendo hasta ponerse al rojo vivo. Mientras esto ocurría,
McAllistair se iba consumiendo, como una bola de papel que arde y acaba hecha
unas cenizas ínfimas. Pronto no fue más que una mancha de polvo que desapareció
en el agua como una turbia acumulación de porquería.
El
Capitán desmaterializó su espada, la cual volvió junto al trono. Fue caminando
hacia la puerta de su camarote y sin inmutarse la atravesó como si no
existiera. Todos los marinos fantasmales se volvieron hacia él y practicaron el
saludo marinero.
-¡Pongámonos
en marcha! ¡Preparaos para emerger, porquerías del inframundo!-y dicho esto,
estiró sus brazos y dio una sonora palmada.
El
barco comenzó a comprimirse y expandirse, como si fuera un pulmón de madera
enorme, crujiendo y restañando, y sus mástiles se articularon como si fueran
las gigantes patas de un cangrejo. Comenzó a trepar hacia el exterior de la
sima mientras despedía rayos de luz verdosa.
Trinity
Jones alzó los brazos y bramó en el agua. Su casaca ondeaba como si quisiera
escapar del contacto de su portador, y sus cabellos se agitaban como víboras en
trance. Mientras, el barco terminó su inverosímil escalada y pronto remó hacia
la superficie. Mientras esto tenía lugar, su quilla se iba formando y su
corpachón se iba estrechando, se iba definiendo la proa y la popa. Los marinos
corrían de una dirección a otra, como si todo esto no les afectase, sin perder
el equilibrio. Entraban en camarotes que se acababan de formar o emergían de
socavones que se iban a cerrar.
Las
escalofriantes criaturas del fondo marino rodeaban el barco, nadaban a su
alrededor, se colaban dentro y volvían a salir. Algunas, las más grotescas,
amorfas y grandes rodeaban a Joones y este las acariciaba con la punta de los
amarfilados dedos, mientras les susurraba cosas inteligibles.
Finalmente,
antes de rozar la superficie marina, el mascarón de proa quedó definido. Era un
grotesco ser del submundo, un sátiro gordo y con una sonrisa lasciva, de larga
perilla, tallado en madera de ébano. Entre sus pezuñas portaba, inmóvil, una
cruenta maza con pinchos, a juego con la mitad inferior del fauno, que era la
cola de una serpiente llena de púas.
Y fue esta talladura la que asomó primero
mancillando los rayos solares. El barco salió disparado hacia arriba como un
corcho. A medida que el aire iba acariciando sus grotescos costados con unas
maderas dispuestas como escamas, iban brotando multitud de lapas, conchas y
concentraciones de dañinas algas rojizas. En cubierta, los marinos tomaban un
tono verdoso y se encorvaban. De sus poros rezumaba agua marina y sus espaldas
se encorvaron. Sus ojos blanquecinos se recubrieron de láminas acuosas para
tornarse amarillentos, y desarrollaron aversión al sol. Toda la cubierta estaba
llena de algas, corales y porquerías del fondo marino, y las velas, antes
blancas, ahora eran andrajos quejumbrosos que hondeaban al viento como
fantasmas agarrados a un asta.
Desde
el castillo de popa el capitán los observaba. Su piel se tornó de un verde
enfermizo, y su barba y cabellera eran ahora un conjunto de algas estropajosas
y azulonas. Sus ojos, vidriosos, reflejaban dos haces de luz esmeralda con
intensidad. En cubierta, algunos de los aberrantes peces abismales se retorcían
de dolor mientras sus lomos se arqueaban ante la luz solar y sus acuosos ojos
grises lagrimeaban una sustancia pegajosa, mientras de sus columnas y costados
emergieron patas y aletas musculosas, algunas incluso con tenazas o tentáculos,
que emplearon para arrastrarse hacia las bodegas del barco. Todas menos una.
Era
como un gran tiburón panzudo, más grande que un buey. Poseía cinto patas de
cangrejo recién estrenadas, dispares, que la sujetaban sobre las maderas de
cubierta. Caminaba pesadamente, arrastrando su cola de escualo por el suelo, y
con su boca a medio cerrar, pues sus astillados dientes se lo impedían por
completo. Su piel antaño fina y gelatinosa de criatura abismal ahora se
recubrió de escamas, como un cocodrilo, mientras los retazos de su piel de
antaño hervían al contacto con el sol. Se dirigió a la diestra del Capitán y
dejó caer su corpachón monstruoso a su lado, y rezongó al respirar.
El
navío del averno comenzó a devorar olas, rodeado en la mar de una nube de criaturas
negras y brillantes que intentaban saltar a bordo. El capitán se asomó por la
proa, acariciando los cuernos del sátiro de madera, y señaló al frente mientras
miraban al horizonte.
La
gran criatura se arrojó al agua con pesadez. Una vez allí, abrió su bocaza y
absorbió a cuatro o cinco de sus congéneres, cuya sangre hizo hervir de hambre
al resto, originando un festín de canibalismo contra natura.
-¡Traedme
sus almas, mis fieles sabuesos, mis criaturas, mis hijos!-bramó el Capitán. Con
cada palabra su boca se vaciaba de un buche de agua salada.
Las
criaturas se sumergieron hasta que se les dejó de ver por completo, con la gran
bestia a la cabeza, y fueron devorando bancos enteros de peces hasta llegar a
sabe quién donde.
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