viernes, 7 de diciembre de 2012

Ultramar

Escarbando entre viejos retales, dí con esto. Es un nimio capítulo de una vieja novela que me quedó en el tintero. Disfruten.

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Un banco de bacalaos rondaba tranquilamente en torno a una sima marina, como una manada de vacas pastando en el espacio. Pero, de repente, algo hizo que sus ojos redondos y gelatinosos se movieran con nerviosismo y sus lomos se estremecieran.

Toda suerte de criaturas abismales, con sus bocas amorfas provistas de colmillos sobresalientes, unos costados iluminados por escamas incandescentes y sus aletas fantasmagóricas salió disparada hacia arriba. Los bacalaos intentaron huir, pero las criaturas calvaron sus colmillos en las panzas, vaciaron de huevas a las hembras y engulleron a los más pequeños, todo esto para luego continuar su camino, en furibundo frenesí devorador, atacando a toda criatura marina.

De la sima emergían corrientes de agua caliente, hirviendo. La grieta vomitaba un vapor burbujeante y luces verdosas. Si algún desgraciado hubiera soportado la presión del mar en su caja torácica y el ardiente vapor que emergía de los abismales fondos oceánicos, se habría percatado, con esfuerzo, de que un viejo velero, hecho trizas, estaba encajado en las paredes de la gruta.

Sus velas, antaño blancas, flotaban hechas jirones como unas novias sin prometido en una eterna danza tranquila y sosegada. Aunque sea de extrañar, ningún molusco marino, amén de algas o corales, osó en todos los años aferrarse a la extensa superficie del barco, por lo cual estaba limpio, aunque claramente no intacto.

Pero, y he aquí el misterio, era este barco y no una convulsión terrestre lo que originaba esas subidas de temperatura y luces. Los rayos verdes emergían de las cañoneras, los ventanales y las grietas. Muchos hombres ensuciarían sus calzones e invocarían a sus antepasados de ver lo siguiente, pues varias figuras, con ropajes hechos jirones, recorrían la cubierta, o subían a los palos, sino afianzaban cabos sueltos; su caminar ignoraba que el barco estaba escorado con casi una máxima pendiente.

Las almas mártires estaban pertrechadas como marinos, pero sus pieles eran blancas y enfermizas, sus ojos carecían de pupila e iris y sus cabellos flotaban lánguidos en el agua, como una anémona raquítica. Sin embargo, ningún objeto que pudieran portar estaba dañado y oxidado, al menos más de lo común en alta mar. Sus ropajes permanecían intactos, salvo algún agujero de bala o corte.

La única dependencia intacta era la del capitán. Su entrada era una puerta de madera, enmarcada con dos columnas de madera finas y un dintel con dos querubines sujetando una cinta con motivos navales bordados, todo ello tallado.

Una figura alta, grande, con una melena gris alterada por la corriente y un espeso bigote permanecía en pie, calzado en botas de mar y una casaca, esperando que la puerta se abriese. Su inerte mirada permanecía fija en el vacío, con sus ojos blancos, muertos, y sus manos callosas de trabajar con aparejos y redes señalaban al suelo con sus dedos flácidos. Los goznes restañaron quejumbrosos.

La puerta dejó ver el interior del camarote del Capitán. Los laterales de las paredes estaban recubiertos de soportes para armas vacíos o no, y retazos de finas telas y mapas flotaban por el agua retorciéndose con dulzura, y antiguos sables, compases y cabestrantes se mecían con calma en el impoluto suelo de la estancia. Alguna botella de ron destapada recorría la sala rodando. El caminante de blanca faz apartó un pliego de un gran mapa de todo el archipiélago de Nipan. Una mirada le dio la bienvenida.

Al otro lado de una delgada mesa de fina madera con patas bien elaboradas yacía, entronado, un Capitán. Portaba una casaca de azul ultramar con unos deliciosos bordados en plata que representaban en todo su haber un mapa global. Debajo de esta, solo vestía unos pantalones con un cómodo fajín y unas finas botas, pues el fortachón torso estaba descubierto, y en verdad diré que era sobrenatural, pues en el lugar del corazón había un grotesco socavón cosido con tripas de pescado en forma de mordedura. Su ancho espaldar portaba un cuello bovino, del cual estandarte era una cabeza de tenaz rostro. Sus ojos, blancos, no miraban en ninguna dirección, y su expresión de eterno odio estaba esculpida en su entrecejo. Sus cabellos, barba larga y melena, flotaban en el líquido elemento, en todas direcciones, dando la impresión de hallarse en una extrema calma en el vacío. Sus manos, zarpas agarrotadas, se aferraban a los reposabrazos de su sillón de nácar, manos limpias libres de anillos. A su lado, clavado en el suelo de madera y con una docena de muescas más a su alrededor, un sable torcido y serrado, atroz, yacía, cual Excalibur marina; la guarda era una ola espumosa esculpida en una lámina curva de algún metal plateado, y el pomo era el diente serrado de un tiburón. Abrió la boca para dejar escapar un sonido grave y sereno, que no despidió ninguna burbuja.

-Sé bienvenido al Godendag, sargento de armas McAllistair…

-A su servicio, Capitán-y el zombi marino de McAllistair practicó un saludo marinero.

-Un momento…-el señor de los piratas se levantó de su trono blanco y bordeó la mesa. Era más alto que Arthur y en apenas dos zancadas y estaba frente a él.

-Tú…no has muerto solo-lo miró fijamente con sus globos oculares blanquecinos-¡Tienes descendencia!

El Capitán se irritó sobremanera, y cogió a McAllistair por las solapas de su casaca y lo arrojó al otro lado de la habitación como si nada, desplazando agua en su trayectoria y agitando así los objetos de la sala. Se estampó con un golpe sordo contra la pared y descendió hasta el suelo. Permanecía impasible, como un muñeco de trapo.

-¡Maldito descerebrado!-en un abrir y cerrar de ojos el Capitán estaba frente a él.

-¡Sabías que iría a por vosotros!-extendió sus brazos y arcos de luz verde le recorrieron sus extremidades. El barco comenzó a zozobrar-¡Necesito a la tripulación y sus herederos!

-Sí, mi Capitán-dijo obedientemente Arthur “Algas Verdes” McAllistair-a sus órdenes.

-¡Waaaaaaargh!-el capitán emitió un gañido garrafal, y extendió su brazo en la dirección de su sable fantasmagórico, que se deshizo en polvo y acudió a su mano a una velocidad inusitada, para materializarse en ella otra vez-¡Desaparece, perro!-y se lo clavó en el torso. De la herida empezó a emanar una luz dorada que la espada fue absorbiendo hasta ponerse al rojo vivo. Mientras esto ocurría, McAllistair se iba consumiendo, como una bola de papel que arde y acaba hecha unas cenizas ínfimas. Pronto no fue más que una mancha de polvo que desapareció en el agua como una turbia acumulación de porquería.

El Capitán desmaterializó su espada, la cual volvió junto al trono. Fue caminando hacia la puerta de su camarote y sin inmutarse la atravesó como si no existiera. Todos los marinos fantasmales se volvieron hacia él y practicaron el saludo marinero.

-¡Pongámonos en marcha! ¡Preparaos para emerger, porquerías del inframundo!-y dicho esto, estiró sus brazos y dio una sonora palmada.

El barco comenzó a comprimirse y expandirse, como si fuera un pulmón de madera enorme, crujiendo y restañando, y sus mástiles se articularon como si fueran las gigantes patas de un cangrejo. Comenzó a trepar hacia el exterior de la sima mientras despedía rayos de luz verdosa.

Trinity Jones alzó los brazos y bramó en el agua. Su casaca ondeaba como si quisiera escapar del contacto de su portador, y sus cabellos se agitaban como víboras en trance. Mientras, el barco terminó su inverosímil escalada y pronto remó hacia la superficie. Mientras esto tenía lugar, su quilla se iba formando y su corpachón se iba estrechando, se iba definiendo la proa y la popa. Los marinos corrían de una dirección a otra, como si todo esto no les afectase, sin perder el equilibrio. Entraban en camarotes que se acababan de formar o emergían de socavones que se iban a cerrar.

Las escalofriantes criaturas del fondo marino rodeaban el barco, nadaban a su alrededor, se colaban dentro y volvían a salir. Algunas, las más grotescas, amorfas y grandes rodeaban a Joones y este las acariciaba con la punta de los amarfilados dedos, mientras les susurraba cosas inteligibles.

Finalmente, antes de rozar la superficie marina, el mascarón de proa quedó definido. Era un grotesco ser del submundo, un sátiro gordo y con una sonrisa lasciva, de larga perilla, tallado en madera de ébano. Entre sus pezuñas portaba, inmóvil, una cruenta maza con pinchos, a juego con la mitad inferior del fauno, que era la cola de una serpiente llena de púas.

Y fue esta talladura la que asomó primero mancillando los rayos solares. El barco salió disparado hacia arriba como un corcho. A medida que el aire iba acariciando sus grotescos costados con unas maderas dispuestas como escamas, iban brotando multitud de lapas, conchas y concentraciones de dañinas algas rojizas. En cubierta, los marinos tomaban un tono verdoso y se encorvaban. De sus poros rezumaba agua marina y sus espaldas se encorvaron. Sus ojos blanquecinos se recubrieron de láminas acuosas para tornarse amarillentos, y desarrollaron aversión al sol. Toda la cubierta estaba llena de algas, corales y porquerías del fondo marino, y las velas, antes blancas, ahora eran andrajos quejumbrosos que hondeaban al viento como fantasmas agarrados a un asta.

Desde el castillo de popa el capitán los observaba. Su piel se tornó de un verde enfermizo, y su barba y cabellera eran ahora un conjunto de algas estropajosas y azulonas. Sus ojos, vidriosos, reflejaban dos haces de luz esmeralda con intensidad. En cubierta, algunos de los aberrantes peces abismales se retorcían de dolor mientras sus lomos se arqueaban ante la luz solar y sus acuosos ojos grises lagrimeaban una sustancia pegajosa, mientras de sus columnas y costados emergieron patas y aletas musculosas, algunas incluso con tenazas o tentáculos, que emplearon para arrastrarse hacia las bodegas del barco. Todas menos una.

Era como un gran tiburón panzudo, más grande que un buey. Poseía cinto patas de cangrejo recién estrenadas, dispares, que la sujetaban sobre las maderas de cubierta. Caminaba pesadamente, arrastrando su cola de escualo por el suelo, y con su boca a medio cerrar, pues sus astillados dientes se lo impedían por completo. Su piel antaño fina y gelatinosa de criatura abismal ahora se recubrió de escamas, como un cocodrilo, mientras los retazos de su piel de antaño hervían al contacto con el sol. Se dirigió a la diestra del Capitán y dejó caer su corpachón monstruoso a su lado, y rezongó al respirar.

El navío del averno comenzó a devorar olas, rodeado en la mar de una nube de criaturas negras y brillantes que intentaban saltar a bordo. El capitán se asomó por la proa, acariciando los cuernos del sátiro de madera, y señaló al frente mientras miraban al horizonte.

La gran criatura se arrojó al agua con pesadez. Una vez allí, abrió su bocaza y absorbió a cuatro o cinco de sus congéneres, cuya sangre hizo hervir de hambre al resto, originando un festín de canibalismo contra natura.

-¡Traedme sus almas, mis fieles sabuesos, mis criaturas, mis hijos!-bramó el Capitán. Con cada palabra su boca se vaciaba de un buche de agua salada.

Las criaturas se sumergieron hasta que se les dejó de ver por completo, con la gran bestia a la cabeza, y fueron devorando bancos enteros de peces hasta llegar a sabe quién donde.

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