lunes, 22 de abril de 2013

Fauces de alambre, ojos de abismo


La mente humana conforma una auténtica red de cuevas inexploradas, un laberinto en tinieblas. La poderosa nave sin timonel que es el sueño explora esos espacios, terribles o no, a expensas del durmiente. Es cuestión de suerte, pues los brazos de Morfeo pueden depositarte alto en el cielo, donde tu corazón roza las estrellas, con lo que la experiencia será cálida, alegre, liviana…una bendición; o sumirlo en una espiral de dentelladas, una maldita cuna de angustias y turbaciones. Una pesadilla. Quiso la suerte, conchabada con mi subconsciente, que se diera esta última posibilidad.

Así pues, y por matar a la bestia, voy a escribir esto. Espero que algún valiente se ría, y provoque así que mi orgullo tape la desazón que esas visiones me produjeron. O mejor, que algún alma medrosa comparta por un segundo la turbación que me aconteció en el momento. Sin más, procedo a narrar.

No empezó como un sueño especialmente peculiar, nada del otro mundo. Mi persona y la de mi padre, sentados en el sofá, tranquilamente. Viendo la televisión. En pantalla un enfoque de cerca mostraba, comenzando por los pies, a una hermosa joven.

Recuerdo una minifalda vaquera, un top rojo ajustado y unos tacones de vértigo, a juego con la voluptuosidad apabullante de su figura. Pintaba bien el sueño. La cámara ascendía, andaba ya a la altura del escote y comenzaba a verse un pelo negro zaíno, ondulado. Una melena excelente, en principio. Y sobrevino el mal.

Se enfocó al rostro, y no me habré arrepentido nunca jamás de contemplar algo tan horripilante. Un hocico largo apuntaba hacia mí, buscando mi rastro. Enorme, como el de un cerdo viejo. Viejo y muerto, pues tenía el color y textura de un cirio centenario que hubiera sido desecho y hecho varias veces. Cada olfateo provocaba un ronquido gutural, bestial. La mirada inerte, o inexistente, pues los ojos eran dos pozos de desesperanza en los que un alma voluntariosa encontraría el más trágico de los finales; lloraba un líquido negro y purulento que confería a la temible criatura un hedor miasmático y de ultratumba. Las orejas desechas, como masticadas por un ser mayor y más terrible; enterradas en la melena negra salvaje. Y la más terrible de sus cualidades: la dentadura.

La mandíbula desencajada, coja. Sin ton ni son, una serie de dientes antinaturales asomaban por los labios torcidos. Eran largos y puntiagudos, o romos y podridos. Los había serrados o afilados, alguno roto. Todos terribles. Un arsenal dispuesto a desmembrar cualquier carne y a devorar aquello con suficiente mala estrella como para ponerse a su alcance. Y dentro de esto, lo peor: para mantener unido a las podridas encías este surtido de armas diabólicas, un hilo de alambre espinado se hundía profundo en su carne y rodeaba los dientes. Un entramado metálico que zigzagueaba y anudaba cada colmillo, cada puñal, provocando un babeo rojizo y purpúreo constante.

Semejante visión me tuvo obnubilado un instante. Era tal el pavor, hasta en sueños, que me asaltó que no pude más que contemplarlo. La criatura se encaró conmigo, desde dentro del televisor. En un instante, todas las luces se apagaron, mi padre desapareció. Mi valor comenzó a recular. El sillón me absorbía, me atrapaba. Inmóvil. Seguía queriendo creer que era todo fruto de una película oscura y maldita, idea de algún cineasta lunático.

Pero no. Con mis ojos fijos donde alguna vez estuvieron los suyos, permanecí estático, a la espera del final. De la mortal dentellada que me arrastraría a los infiernos. La criatura se aproximaba más y más al borde de la pantalla. Mascullaba algo ilegible, mi último adiós. Sus dientes rechinaban y crujían. Deseaba que sonara un golpe seco, que se diera con el cristal. Necesitaba frustrar al monstruo. Seguía inmóvil, mis extremidades no respondían. Sólo podía mirar.

La estancia a oscuras, solo el televisor proyectaba un espectro de luz reducido sobre las baldosas del suelo. No lo soportaba más, tenía que irme. Lo necesitaba. Esa criatura me iba a devorar, me convertiría en trizas. Lamería mis huesos con una lengua turbia y bífida, recreándose con cada horrible mordida. Abrió la mandíbula. Hilillos de saliva tóxica conectaban los dientes superiores e inferiores, como puentes de veneno mortal entre estalactitas y estalagmitas.

Con el rechinar de dientes, uno se desprendió. Un garrafal colmillo puntiagudo, como una daga lacada, y con un nudo de alambre. Ocurrió lo peor: el diente calló fuera de la pantalla, pasó repiqueteando por las losas vagamente iluminadas y se fue a perder en la penumbra a mis pies. La puerta estaba abierta. Quedó claro, llegaba mi fin.

Y con la frente perlada en sudor y la respiración inquieta, desperté. Hacía calor, pero necesitaba taparme con una sábana. Abrí los ojos. Mi habitación era una colección de sombras, pero ninguna desconocida o alarmante. No había ningún par de ojos negros entre lo negro. Consulté el reloj en el móvil. Agradecí la luz. Maldije la hora. 04:36. Debía levantarme temprano para ir a la universidad. Entonces, pensé: qué es peor, esa pesadilla adalid de un trágico fin, o un estado de vigilia fatigosa e impuesta.

Agradecí perderme en mis pensamientos, alejándome de otro posible mal sueño. Me dije, ¿qué hace más daño al hombre? ¿Un error del destino, un mal inconsciente? ¿La desgracia fruto del mismo? O, en vez de eso…¿tal vez la pesadumbre, la condena de la memoria? El tropiezo, la herida o la cicatriz.

En fin, buenas noches.

1 comentario:

  1. Exquisito. Lo leí anoche acostado ya en la cama, y en varias ocasiones me recorrió un escalofrío al leer la forma tan sutil de narrar que tienes, amigo. Espectacular.

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