La mente humana
conforma una auténtica red de cuevas inexploradas, un laberinto en tinieblas. La
poderosa nave sin timonel que es el sueño explora esos espacios, terribles o
no, a expensas del durmiente. Es cuestión de suerte, pues los brazos de Morfeo
pueden depositarte alto en el cielo, donde tu corazón roza las estrellas, con
lo que la experiencia será cálida, alegre, liviana…una bendición; o sumirlo en
una espiral de dentelladas, una maldita cuna de angustias y turbaciones. Una
pesadilla. Quiso la suerte, conchabada con mi subconsciente, que se diera esta
última posibilidad.
Así pues, y por
matar a la bestia, voy a escribir esto. Espero que algún valiente se ría, y provoque
así que mi orgullo tape la desazón que esas visiones me produjeron. O mejor,
que algún alma medrosa comparta por un segundo la turbación que me aconteció en
el momento. Sin más, procedo a narrar.
No empezó como
un sueño especialmente peculiar, nada del otro mundo. Mi persona y la de mi
padre, sentados en el sofá, tranquilamente. Viendo la televisión. En pantalla
un enfoque de cerca mostraba, comenzando por los pies, a una hermosa joven.
Recuerdo una
minifalda vaquera, un top rojo ajustado y unos tacones de vértigo, a juego con
la voluptuosidad apabullante de su figura. Pintaba bien el sueño. La cámara
ascendía, andaba ya a la altura del escote y comenzaba a verse un pelo negro
zaíno, ondulado. Una melena excelente, en principio. Y sobrevino el mal.
Se enfocó al
rostro, y no me habré arrepentido nunca jamás de contemplar algo tan
horripilante. Un hocico largo apuntaba hacia mí, buscando mi rastro. Enorme,
como el de un cerdo viejo. Viejo y muerto, pues tenía el color y textura de un
cirio centenario que hubiera sido desecho y hecho varias veces. Cada olfateo
provocaba un ronquido gutural, bestial. La mirada inerte, o inexistente, pues
los ojos eran dos pozos de desesperanza en los que un alma voluntariosa encontraría
el más trágico de los finales; lloraba un líquido negro y purulento que
confería a la temible criatura un hedor miasmático y de ultratumba. Las orejas
desechas, como masticadas por un ser mayor y más terrible; enterradas en la
melena negra salvaje. Y la más terrible de sus cualidades: la dentadura.
La mandíbula
desencajada, coja. Sin ton ni son, una serie de dientes antinaturales asomaban
por los labios torcidos. Eran largos y puntiagudos, o romos y podridos. Los
había serrados o afilados, alguno roto. Todos terribles. Un arsenal dispuesto a
desmembrar cualquier carne y a devorar aquello con suficiente mala estrella
como para ponerse a su alcance. Y dentro de esto, lo peor: para mantener unido
a las podridas encías este surtido de armas diabólicas, un hilo de alambre
espinado se hundía profundo en su carne y rodeaba los dientes. Un entramado metálico
que zigzagueaba y anudaba cada colmillo, cada puñal, provocando un babeo rojizo
y purpúreo constante.
Semejante
visión me tuvo obnubilado un instante. Era tal el pavor, hasta en sueños, que
me asaltó que no pude más que contemplarlo. La criatura se encaró conmigo,
desde dentro del televisor. En un instante, todas las luces se apagaron, mi
padre desapareció. Mi valor comenzó a recular. El sillón me absorbía, me
atrapaba. Inmóvil. Seguía queriendo creer que era todo fruto de una película
oscura y maldita, idea de algún cineasta lunático.
Pero no. Con
mis ojos fijos donde alguna vez estuvieron los suyos, permanecí estático, a la
espera del final. De la mortal dentellada que me arrastraría a los infiernos.
La criatura se aproximaba más y más al borde de la pantalla. Mascullaba algo
ilegible, mi último adiós. Sus dientes rechinaban y crujían. Deseaba que sonara
un golpe seco, que se diera con el cristal. Necesitaba frustrar al monstruo.
Seguía inmóvil, mis extremidades no respondían. Sólo podía mirar.
La estancia a
oscuras, solo el televisor proyectaba un espectro de luz reducido sobre las
baldosas del suelo. No lo soportaba más, tenía que irme. Lo necesitaba. Esa
criatura me iba a devorar, me convertiría en trizas. Lamería mis huesos con una
lengua turbia y bífida, recreándose con cada horrible mordida. Abrió la
mandíbula. Hilillos de saliva tóxica conectaban los dientes superiores e
inferiores, como puentes de veneno mortal entre estalactitas y estalagmitas.
Con el rechinar
de dientes, uno se desprendió. Un garrafal colmillo puntiagudo, como una daga
lacada, y con un nudo de alambre. Ocurrió lo peor: el diente calló fuera de la
pantalla, pasó repiqueteando por las losas vagamente iluminadas y se fue a
perder en la penumbra a mis pies. La puerta estaba abierta. Quedó claro, llegaba
mi fin.
Y con la frente
perlada en sudor y la respiración inquieta, desperté. Hacía calor, pero
necesitaba taparme con una sábana. Abrí los ojos. Mi habitación era una
colección de sombras, pero ninguna desconocida o alarmante. No había ningún par
de ojos negros entre lo negro. Consulté el reloj en el móvil. Agradecí la luz.
Maldije la hora. 04:36. Debía levantarme temprano para ir a la universidad.
Entonces, pensé: qué es peor, esa pesadilla adalid de un trágico fin, o un
estado de vigilia fatigosa e impuesta.
Agradecí
perderme en mis pensamientos, alejándome de otro posible mal sueño. Me dije,
¿qué hace más daño al hombre? ¿Un error del destino, un mal inconsciente? ¿La
desgracia fruto del mismo? O, en vez de eso…¿tal vez la pesadumbre, la condena de
la memoria? El tropiezo, la herida o la cicatriz.
En fin, buenas
noches.
Exquisito. Lo leí anoche acostado ya en la cama, y en varias ocasiones me recorrió un escalofrío al leer la forma tan sutil de narrar que tienes, amigo. Espectacular.
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