miércoles, 13 de febrero de 2013

Descalabro bajo santa mirada

     A los que la presente vieren y entendieren:

     Espero disfruten de otra desventura del buen Don Hernán Ramírez Salazar, sabueso de las Españas. 

     Para aquel que estuviera distraído, en el episodio de Lances por Triana y el Rey pueden observar el comienzo de todo.

     Sin más, buen provecho.

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Golpeó  otra vez la persiana de esparto a la ventana, movida por el viento. Producía esto un soniquete que Hernán no quiso aguantar más, y lo tomó como señal para levantarse del catre, cuyos maderos crujieron. Se puso en pié, en calzones y camisa, y se estiró para desperezarse. Antes de terminar la maniobra se contrajo bruscamente, pues aún le dolía la herida del costado. “Maldito austriaco, así se ahogue en azufre”, espetó para sus adentros. Se dio la vuelta para abrir la ventana y tirar de la persiana, con lo que tuvo una honda bocanada de aire fresco y un Sol matutino por primer desayuno.

La estancia, amén de catre y ventana, tenía poco más: baúl con cerrojo, silla y mesa. Se fue para la mesa, que junto con la silla bien podían hacer las veces de esqueleto de rama, pues eran las dos de modesta figura. Hizo uso del agua de la jofaina, limpiándose a conciencia rostro y orejas, barbas y zonas de pudor además la herida. No era gran esta cosa, pero daba ruido. Echó mano del ungüento del boticario. “Me he de estar untando las savias de la zarza de Moisés, pues un poco más y dejo los hígados por pagarla”. Se puso vendas limpias y se vistió, salvo por el sombrero y el capote. Echó mano del coleto, pasando la mano sobre el remiendo. “Sálveme Santiago de otro mal fierro”. Y como en él era rutina, revisó su cofre.

Este, como bestia dormida, se quejó con el crujir de la cerradura y se desperezó chirriando las bisagras. Todo en su sitio: el uniforme de los Morados Viejos, un par de copas y tazas de plata (que no vendía por no verse con monedas de fácil gasto en la mano) y cacharros varios propios de un soldado. A pesar de ser coselete, (poseía buena armadura que le cubría desde la cabeza a las rodillas) prefería dejar el caparazón en el cuartel, donde pagaba a un mozo por tenerla limpia y a buen ojo.

Se despidió el cofre, con un chirriar y un crujir. Hernán tomó sombrero, capote y la espada nueva. Una ropera como todas, que siendo española era de mejor factura que otras en Europa, pues sus buenos escudos le costó. “Espero que a ti no te tenga que soltar en carnes ajenas y duermas en la vaina”, musitó acordándose de la que tuvo hasta hace dos noches, que quedó hincada, aún rota, en la cara de un austriaco vocinglero.

Y ya sin más, echó mano de la puerta para bajar a las dependencias comunes de la posada en busca de algo con lo que engañar al hambre. Antes de dar el último paso dedicó una mirada y un pensamiento a la estancia: “Sea esto bendición para un mendigo y terrible ultraje para un rey, mas para mí que velo por ambos y todo lo que corre entre medias es pan de cada día”. Cerró la puerta y fue bajando escaleras.

Era un establecimiento hecho por y para el pueblo. Vaya, que no salía de austero. Mesas y sillas de madera de olivo, suelo de loza, techo de madera y paredes encaladas. Algún azulejo bien colocado, flores…pero por mejores adornos había jamones, chorizos y quesos bien guardados en la despensa, en compañía de caldos espirituosos.

-Buen día tenga, Don Hernán –dijo la tabernera. Mujer mayor, hecha en el trabajo.

-Buen día, buen día, Doña Eusebia –y sonrió. Porque Hernán era tan perro viejo como buen samaritano- Tráigame usted algo para engañar el hambre, que parto en poco.

Así dio cuenta de pan frito para abrigar las tripas, queso viejo para reponer la sangre y un trinqui de aguardiente para calentar el ánima.

Y salió, camino abajo por la Calle Feria, que no poco había de andar, hasta llegar a San Pedro, y otros Santos y Santas más que habría de pisar (en caso de ser calle) o rodear (en caso de ser edificio) hasta llegar a lo que antes fue judería. Concretamente, iba hacia la Plaza de Curtidores. El asunto era que, en pos de darle matarile al tal Waltz, había encontrado a una alcahueta que le habría de ser útil.

Vio por el camino a la típica fauna: Tenderos con brillo de avaricia en los ojos, mujeres temerosas de Dios, multitud de mendigos a expensas de la poca caridad…pero sobre todo, destacaban los que pretendiendo ser hidalgos, siendo poco más que hijos de algo, andaban por la calle tiesos como si tuvieran dentro un espetón y a un salto de decir que son más godos que nadie; siempre con buenos capotes para tapar los remiendos en la ropa y exhibiendo manchas de guisados y migas en las pecheras como si fueran medallas. Porque en esta época de hambre y pícaros, poco faltaba para por poner cadenas hasta a los agujeros.

Pasó la parroquia de San Nicolás y torció finalmente hacia la plaza, llegando al poco. El tufo fruto del curtir de cueros era signo inequívoco de hallarse en la mentada plaza. En estas que Hernán, esquivando a los mozos cargados con fardos de pieles crudas, se metió en un callejón limítrofe para dar con una puerta vieja. Dio dos golpes fuertes y separados y dos más suaves y seguidos.

-Somos pobres y nada tenemos –musitó una voz anciana desde dentro.

-A ponerle solución vengo –respondió, pues era la contraseña, Hernán.

Sonó el batir de pestillos y tablas, y la puerta se abrió. Apareció entonces la anciana más jorobada y nariguda que Hernán conocía, Juana la Costurera. Le sonrió la vieja con los pocos dientes que tenía, y lo hizo pasar. Esta mujer tenía por oficio remendar los pesares de corazones de varón lampantes de fémina, urdiendo encuentros. Pues en su cajón de sastre tenía por herramientas los años de la experiencia y un arsenal de coimas, barraganas y alguna que otra mesalina.

-Tome asiento vuesa merced, que en seguida le traigo un refrigerio –la voz, lejos de confortable, era de hurraca rancia.

Se sentó Hernán en una silla desvencijada, desembarazándose únicamente del sombrero. La estancia era pobre hasta para las ratas. Poco más que mesa y sillas, amén de unos cestos con trapos en una esquina. La vieja se perdió tras una puerta con cortinas que daría a una lacena, situada junto a una escalera sin barandas que llevaba a un piso superior. “Algún hoyo lleno de platas tendrá la vieja zorra”, se decía Hernán, que ya había estado allí un par de veces. Volvió la vieja con jarra y vasos de barro.

-Ah, cuenta vuecencia hoy con un aura guerrera soberbia –dijo la vieja mientras servía el vino, muy zalamera. Hernán la miró con ojos indiferentes.

-Hállome como me he de hallar –dijo, lapidario- venía a…

-¡Oh! ¿Pero acaso corre mala suerte semejante mozo de tan galantes dimensiones? –saltó pronto la anciana cuca. Estaba Hernán con la palabra en los labios cuando la vieja raposa saltó de nuevo- No ha vos de preocuparse, pues tengo yo mozas como Pepita Candores, o la salerosa de Jazmina, que pese a ser…-le quería enredar la anciana en sus trajines, como era costumbre. No paraba ni para beber. Al contrario que Hernán, que mantenía los buches lentos en la boca, como si los fuera a escupir.

-A ver si me atiende, Doña Juana…

-¡Por supuesto! ¿Acaso he descuidado yo alguna vez cualquiera de los favores que me haya de haber pedido vuecencia, capitán de las Españas? ¡Porque en esta mi casa…


-¡Está bien ya! –arrancó a decir Hernán con un golpe en la mesa que hizo saltar los vasos- ¡Como me trate de vuecencia otra vez y siga con semejantes jerigonzas, no va a haber boticario en la Castilla ni doctore en la Génova que rehaga sus carnes, de la estacadera que le meto! ¡Oiga ya, comadre! – y finalizó. La vieja vació su vaso de un buche.

-Oigo pues.

-Está bien. Como ya le hube de contar en otra ocasión, por azares de la vida he de encontrarme con un penco austriaco. Y como sus tórtolas trajinan en el puerto, porque lo sé y lo he vivido, habrá usted de buscar hasta bajo los adoquines a un tal Walz.

Y le explicó Hernán todas las señas.

-Pero, buen soldado, las muchachas con las que opero no son ratas de calle, sino gatas de alcoba. Su costumbre es salir a tiro hecho y no ponerse a pescar.

-Mire, Juana, me trae sin cuidado qué diantres verdes haga o deshaga el atajo de fulanas que tiene debajo la alpargata, pero voto a Satán, a Belcebú y a todos los judíos que dieron la última voz en el Quemadero de Tablada que usted me trae a ese Waltz, o va a tener por santa sepultura una acequia y por inri un puñal en el cogote –y dicho esto, unió Hernán índice y corazón con la mano diestra para trazar una cruz en el aire.

Quedó la vieja espantada, con los ojos glaucos clavados en los pardos de Hernán, con la boca mal abierta de tal manera que los anecdóticos dientes parecían estar asomados con curiosidad. Se puso en pié Hernán y soltó diez monedas en la mesa.

-No sea que le falte forraje a la mula –dijo, lapidario. Apuró su vaso, se caló el sombrero y salió a la calle. Esputó al comparar el olor del cubil de la anciana con el de las curtidurías y no saber atinar a cual era peor. Marchó de nuevo a la posada de Doña Eusebia, para dejar que se hiciera la vieja a la idea. Ya se encargaría la hurraca de hacerle llegar su decisión final.

Y, en efecto, al medio día siguiente estaba casi todo dispuesto. Según urdió la anciana en función a las exigencias del buen Hernán, al tan requerido Waltz lo habría de enganchar una de las fulanas que trabajaban para la alcahueta. Esta meretriz, con aspecto de buen postín, habría de pasear al austriaco por cierto lugar que convendrían casi a última hora. La culminación del plan sería que, por fingida desgracia, saldría un matasiete al encuentro de la pareja que en desdichado lance terminaría con la vida del extranjero; Hernán sería ese salteador.

Quedó la cosa en aguardar rondando la vieja parroquia de Omnium Sanctorum; reconocería al sujeto por ir acompañado de una meretriz con un mantón rojo de flecos sobre los hombros. Así que se hubo de preparar bien el buen Hernán. Para prevenir, iría embozado, no fuera que saliera mal la cosa y se quedara con su cara quien no debía. Decidió no catar vino, más que un vaso corto de aguardiente por entonar el cuerpo, además de comer pan solo como era costumbre antes de los lances en el ejército. Por previsión última, añadió a su equipo un buen argumento mayor de entre su panoplia personal: Una pistola de llave de rueda. Más que pistola era un pistolón, antaño de un viejo reitre alemán, que ganó jugando a las naipes en Génova; pese a tener que poner tierras y aguas por medio debido a lo trucado de estas.

Así, hecho un sicario de las Españas, comenzó a rondar la santa casa. Iba escondiéndose en soportales y postigos, huyendo de los noctívagos transeúntes. Borrachos, mujeres de la calle y mendigos, amén de otros con las mismas o peores pintas que él. Y es que de noche y a solas, por aquella España de falsas honras y tripas locuaces, un fulano embozado de cuerpo entero era de lo último que uno quería encontrarse. Pero si algo le puso a Hernán los pelos de punta fue una pareja de corchetes, que vestidos de negro y con chuzos y espadas, caminaban regando los adoquines con la luz de un farol.

Conque en estas estaba, escudriñando las esquinas, nuestro buen Hernán. El capote tapándole el medio cuerpo derecho, con la mano diestra sobre la pistola. Espada y daga en sus fundas. Sombrero calado y lienzo oscuro tapando el hocico de sabueso. Hasta que sonó la flauta. Venía una voluptuosa y alegre mujer de moral dislocada, colgando de los brazos de dos hombres. Ella, con un llamativo mantón rojo con flecos. Estaba a parte muy maquillada y repeinada, natural en mujeres de tal condición. Ellos, de pintorescos ropajes: jubones de mangas acuchilladas, calzas dispares…y prominente barba en uno de ellos, que era alto y fuerte. Algo raro le vio Hernán a la barba, parecía especialmente áspera. “Será que por hereje se cría pelo de bestia animal” discurrió Hernán, pero lo borroso de la noche no le daba para ver como quisiera. Así pues, se agazapó como raposa ante conejera para asaltar los por detrás. Al verlos pasar, oyó a la mujer cantar una copla alegre. Tenía buena voz y los dos hombres no decían más palabra que la risa. Se aseguró Hernán de que no pasara nadie por la calle para pasar a la acción.

Y frente a la entrada principal a la Parroquia de Todos los Santos, les saltó Hernán a la retaguardia.

-¡A plomo te convido, hereje! –y esperó Hernán a que el tipo no barbado se diera la vuelta con tal de no darle muerte a traición. Cuando creyó oportuno, apretó el gatillo y accionó la pistola. Primero un silbido suave y luego un fogonazo prolongado. Salió una corta llamarada por la punta, una nube de pólvora quemada y un proyectil que hendió la frente del sorprendido.

La mujer respondió chillando y tirándose al suelo. El otro, el barbado, se encogió bruscamente de hombros y levantó torpemente las manos. Hernán sacó su daga con la zurda y la hundió hondo en las entrañas, buscando el estómago.

-¡Sean los santos testigos de tu capitulación! –exclamó Hernán con destellos de virulenta ira en los espejos del alma.

-¡Guárdeme San Ginés! ¡Piedad! –dijo el herido, al caer desfallecido. Salió el fierro de las tripas seguido de un borboteo lento.

Y estas palabras dejaron a Hernán clavado en el sitio. ¿San Ginés? O peor, ¡¿En castellano?! “Así ha debido de quedar, que del susto ha aprendido idioma y hasta la barba se le ha torcido”. Efectivamente, la barba torcida. Se agachó nuestro soldado y con la diestra (había enfundado la pistola)  le tiro de la barba. Se quedó con esta en la mano. ¡Un postizo!

-¡Asesino! –gritó la mujer, despechada y llorando- ¡Qué mundo este, que unos actores reciben muerte en la calle! ¡Asesino! ¡Habré yo de ser la siguiente!

Hernán dio un paso atrás, con los ojos abiertos como platos. No podía ser. El destino se burló de él. ¡La mujer tenía un mantón rojo de flecos! ¡Imposible! ¿Acaso serían todos los Santos de la parroquia testigos de la siniestra broma que el destino se acababa de cobrar? Veloces pasos sobre los adoquines lo pusieron sobre aviso, y la poco nítida figura de los dos corchetes hizo presencia en el principio de la calle precedidos de la luz del candil.

-¡Alto a la orden! ¡Alto! –gritó uno. Emprendían la carrera hasta la escena.

-¡Que me ardan las tripas! –maldijo Hernán, y se enfundo tan pronto la daga sucia de sangre como echó a correr.

Y durante esa frenética carrera con la mente hirviendo y el corazón acelerado, poco antes de torcer para entrar en un callejón, una pintoresca pareja se le quedó mirando perpleja: Eran una mujer con un mantón rojo de flecos, y un tipo alto, fornido, rubio y barbado, ataviado con unos coloridos ropajes de soldado extravagante.

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