domingo, 3 de febrero de 2013

Lances por Triana y el Rey


Anno domini 1627. Un aguacero de mil diablos en la noche oscura y un coro de fieros vientos azotaban la vieja Sevilla. Con una mano sujetando el capote encerado y con la otra agarrando el sombrero de ancha ala, Hernán maldecía su suerte. Caminaba, encorvado contra el viento, sobre el Puente de Barcas rumbo al viejo barrio de Triana. Los maderos crujían con el movimiento del agua, y los pesados garfios de metal hacían golpeteo sordo allá en el lecho de río, como si una bestia de titánicas proporciones se agitara en un inquieto sueño.

Repasaba mentalmente las órdenes del Sargento Olivares. “Un austriaco de talla soberbia, con barba rubia. De esos que vinieron por el rey y se quedan por la paga. No irá solo, y por uniforme lleva mil colores. Atiende por Waltz. Llevan en la ciudad desde hace tres días, llegaron por mar”. Hernán era soldado del Tercio de los Morados Viejos de Sevilla, ocupando la posición de piquero coselete en primera línea. Esto se traduce en la armadura de tres cuartos de yelmo, gola de malla y coselete (un peto de metal, de ahí el nombre con que referrise al soldado), con los brazos guarnecidos también y faldones hasta la rodilla. Era fiero, leal y católico, como todos en los Tercios Españoles. Pero Felipe IV era rey de muchas gentes, y así pues sus tropas habían gastado suela en casi todos los confines de Europa.

Nada tenía esto de malo, pero en el contexto de la que sería conocida como la Guerra de los Treinta Años, se tenía buen ojo en observar a la tropa. Y al parecer, de entre estos soldados extranjeros momentáneamente en Sevilla a la espera de tomar un navío, había alguno que otro más protestante que el clavo que usó Lutero para colgar sus ideas de la puerta de Wittenberg. ¿Y a santo de qué había traidores entre las filas? Pues para espiar, preparar un sabotaje, o sepa Dios qué. Pero como tampoco interesaba que se hiciese voz popular sobre que en el ejército se podía colar cualquiera, tuvieron los entendidos buen cuidado de solucionar el asunto.

Así que en estas un eclesiástico de actitud inquisitorial puso en aviso a un sargento del tercio español, que advirtió a sus mejores hombres. Con el olfato a punto y la bolsa pidiendo platas, el soldado Hernán Ramírez Salazar buscaba hincar el fierro en carne con precio. Contaba claro con una espada ropera y una daga de vela, sendas de acero castellano. Por lo demás, iba ataviado de pardos y cueros, salvo la camisa blanca. Evidentemente, no iba a pasearse por Sevilla, de taberna en taberna, con su equipo de soldado; amén de que estaba prohibido. Para la ocasión y por prevenir llevaba puesto un coleto de cuero grueso, remendado del uso.

Antes de que sonaran las diez de la noche, nuestro bravo estaba ya pisando adoquines trianeros. Se detuvo en todas las tabernas que fue encontrando, que no eran pocas, atendiendo en dar con los soldados extranjeros. Llegó así a la tasca “Tio Gila”. Entró y sonrió para sus adentros. Hoy, por lo que fuese, había soldados varios.

La taberna era casi un callejón con techo: mesas a un lado y otro y al fondo una escalera a la planta de arriba junto a la modesta barra, y tras esta ya la cocina y despensas. Suelo y techo de madera, y las paredes encaladas. Adornos humildes, como ramas de olivo, algún apero viejo y unos azulejos pintados con solera de vez en cuando.

En las mesas, por fauna, había un par de grupos de rufianería popular. Destacaban unos arcabuceros vocingleros, reconocidos por Hernán debido a que la piel y ropas estaban sucias de pólvora quemada y sudor, sazonado todo con lamparones de vino. Más recogidos, en una esquina, vio unos soldados extranjeros. Eran  lansquenetes, sin duda: calzas desparejadas, zapatos de charol negro, jubones de mangas acuchilladas y cintas varias, todo en colores vivos y sin ninguna uniformidad entre unos y otros; dos eran especialmente grandes y corpulentos, de barba rubia. Eran pues tres los arcabuceros y cinco los alemanes. Mal lance si se terciaba cruzar aceros.

Se descubrió Hernán: cara morena, pelo rizado corto, barba zaína. Sombrero y capote en un brazo, sendos chorreando. Con la espada inquieta en la vaina, echó a andar hasta la barra. Le atendió el tal Gila, un gitano viejo y gordo, casi calvo. Pidió y pagó una jarra de vino, y se fue con los arcabuceros.

-¡Buenas tengan! –dijo, alegre. Soltó sombrero y capote en un banco libre.

-¡Sean así para todos! –respondió uno de los fulanos.

-Espero no importune a sus mercedes que un camarada se siente a compartir el vino –dijo Hernán, ocupando un taburete.

-¡Claro, tome asiento! –Dijo un segundo- Siempre y cuando se presente, claro.

-Sea. Soy Hernán Ramírez, de los Morados Viejos. Coselete a órdenes del sargento Olivares.

-Aquí estamos Jaime de la Rosa  –dijo el que habló primero. Bastante delgado, castaño y bien afeitado.

-Jesús Granada, a lo que sirva –siguió el segundo. Pelo especialmente corto, y con entradas. El más maduro.

-Luis Vallejo –el tercero, y que aún no habló. Era taciturno, tenía ojeras y un tajo viejo en la oreja derecha.

-Y todos nos hemos alistado hoy en los Morados Viejos. Hemos andado de tiros en el Campo de las Calaveras, saliendo por la Puerta de Jerez -apuntó Jaime.

El Capitán lo dispuso como campo de tiro provisional. Al parecer los cuarteles están llenos últimamente. –corroboró Jesús.

-¡Estupendo pues! ¡Brindemos por las futuras gestas! ¡Muerte al flamenco! –Dijo Hernán, siguiendo la corriente de los arcabuceros.

-¡Por España y el Rey! –le siguió Jaime.

-¡Por Santiago! –bramó Jesús.

Y Luis apenas torció meda boca para reír, pero los cuatros dieron a la par un buen buche de vino tinto. Era el primer trago de Hernán, y cayó al instante de que el vino del tal Gila estaba más bautizado que el sobrino de un cardenal.

-Bien, compadres. Si no es molestia, ahora que estamos entre buenas gentes, ¿Qué me cuentan de los rubios de allí?

-Qué va a ser, que parecen teatreros afrancesados, con esas ropas de ramera rica –dijo riendo el veterano Jesús.

-Ciertamente –Hernán sonrió, siguiendo la broma- Pues resulta que ando yo buscando a uno que tienen por Waltz, o algo así. Arrastra deudas y faltas de honor.

-¿Faltas de honor? –Jesús se cruzó de brazos sobre la mesa, para atender.

-Explícate, amigo –Jaime dio un buche, se secó el hocico con la camisa sucia, y se arrimó.

Luis los imitó. Hernán se acercó a ellos, arrimándose más a la mesa y en clave de misterio.

-Sí sí. Al parecer, allá al norte en Flandes, su gente y la nuestra tenían que cercar una hacienda flamenca para hacerse con un gobernador. Pero al jefe de los muy germanos le dieron soberano tiro y cayó con los sesos para afuera. Este, el Waltz, según se ve era el lugarteniente, y en vez de echar hígados y seguir, votó retirada y dejó a los nuestros allí en medio, más solos que un galgo cojo. Se juntaron tres viudas de esos soldados, sevillanas, para darme paga y que terminase yo con el tal Waltz. A lo que voy ahora, es a saber si el puñetero Waltz está ahí, y si vuecencias gustan de echarme una mano amiga. So recompensa en plata, claro –y nada mas callar, para sus adentros pidió perdón a Dios por la mentira que acababa de soltar. Atacó al vino en busca de sosiego.

-¡Serán puercos! –dijo Jesús.

-¡Claro! ¡Y con mi parte te puedes quedar! –dijo Jaime.

Luis frunció el ceño, y asintió.

-Sea pues, compañeros. Ahora, iré a comprobar si está el fulano.

Echó Hernán dos vistazos a los soldados extranjeros antes de levantarse. No vio espadas roperas ni aceros típicos. Tenían una especie de espada corta y ancha, con los gavilanes de la guardia haciendo un ocho y la empuñadura ensanchándose hasta el pomo. Significativamente más cortas que su ropera, pero de poco le valdría hasta una pica, si se le tiran encima las cinco fieras. Terminó la jarra de tinto y se puso en pié. Se acercó a los germanos, y alegremente dijo:

Aló, amigos! –igual que todo buen soldado de los Tercios, en más de una lengua chapurreaba algo- ¡Vino bueno! –se hacía más el borracho de lo que estaba. Los lansquenetes tenían la cara roja de beber y se lo tomaron como un chiste.

-¡Es ist lächerlich! Ja ja –dijo uno de ellos.

-¡Block stinkt! Ja ja ja –comentó uno, y los demás empezaron a reír más.

-¿Waltz? ¿Es alguno Waltz? –dijo Hernán. Aún mantenía el papel de cómico borracho. Giró la cara un momento a sus compañeros, que habían vaciado las jarras y estaban serios. Listos.

-¡Sic her ist der sohn eines esels! –y ya los austriacos empezaron a reír a carcajada limpia.

Hernán comenzó a perder los nervios. Una cosa era hacer el lelo un momento, pero no responder a una pregunta y reírse en su misma cara, era otra muy distinta.

-¡Así que nadie conoce a Waltz eh! ¡Pues ahora van a conocer a Hernán Ramírez Salazar! –y echó mano de la jarra de vino más grande que había en la mesa, y se la estampó en toda la cara al que más fuerte se reía.

Jarra y cara se hicieron añicos. El sujeto se llevó las manos al rostro, que le escocía por el sudor y el vino en los cortes.

Los otros rubios, que vieron al amigo con la cara hecha polvo, reaccionaron tarde. Hernán, pese a no ser especialmente fuerte, sacudió un golpe en la bulbosa nariz de un austriaco con un jubón amarillo y celeste especialmente llamativo. Crujió el hocico y comenzó a salir sangre.

Se pusieron en pie los otros tres, y antes de que sacaran sus espadas, que para el que le interese se llamaban “katzbalger”, los arcabuceros del rey brincaron desde su mesa.

-¡Santiago y cierra! –Luis, que era el más callado, echó mano de la daga de vela que tenía en el cinturón, detrás de los riñones. Se tiró a por uno de los dos barbudos, el cual tuvo la espada en la mano lo que tardó Luis en perforarle los riñones.

Aquí ya el follón era mayúsculo. Con espadas y dagas los cuatro españoles y los cuatro austriacos (estaba el atravesado por Luis ya boca abajo y soltando el último aliento) se repartían estopa brava. Las gentes huían de la taberna, agolpadas y para sus casas, pese a que algún borracho se quedó frito sobre la mesa. Gila escondió a sus hijas (que servían las mesas con alegría) en la despensa, y salió a la puerta con un candil, llamando a gritos a la guardia.

Esto era señal de que había que terminar pronto. Porque por muy soldado español que se fuese, a cualquiera lo meten en el calabozo. Y en este caso de Hernán, que no estaba seguro de si el Waltz estaba allí o no, no interesaba dar más explicaciones de las justas al alguacil de turno.

Así pues, intentó parar el espadazo del teutón que tenía delante. Estaba peleando con el restante barbado con vida (eran dos y el primero cayó, factura de Luis ante San Pedro). Y así sería el espadazo que le arrease el bruto de colores, que la ropera, muy usada ya, se partió por la mitad. Y el tajo, que seguía en el aire, le hizo un mal roce en el coleto, provocando una raja seria en la prenda y una herida leve en el hombre.

Hernán, perro viejo en mordidas, enganchó la espada enemiga por la guarda con su daga, y aunque estaba su espada rota a la mitad, le dio un centellazo al contrario, que le entró por el ojo y topó con el hueso.

Chorreando sangre y otros caldos, el barbado bravo calló de rodillas. Le dejó Hernán la espada puesta, “no fuera que cogiera frío”. Poco le servía la espada rota, y llevándola a un herrero, dineros aparte, sabe Dios qué remiendo le harían. Cuando echó ojo de la situación, no le gustó mucho.
Jesús se hacía cargo, esgrimiendo una daga con la diestra y una estaca con la siniestra, de dos tipos, a cada cual más estrafalario; uno de ellos era el de la nariz rota. Luis seguía, aunque sangraba de un costado, forcejeando con un tercero. Jaime, no obstante, tenía una mano sobre el estómago, tiñendo las ropas de tinto. Estaba sentado en un taburete y respiraba como un fuelle roto. Hernán dudó un momento.

-¡Llévate a Jaime al boticario, calle abajo! ¡Nosotros nos encargamos de esto, voto a Satán! –bramó Jesús, que acababa de dar un estacazo a uno de los rubios, a costa casi de recibir un espadazo.

A Hernán le faltó tiempo para incorporar a Jaime y salir por la puerta. Antes de darse cuenta, ya estaban dando taconazos por el adoquinado trianero. La lluvia amainó sobremanera, ahora apenas caía polvo de agua.

-Mal lance, voto a mil- Dijo Hernán.

-¡Ah! ¡Cierto! –se quejó Jaime.

-Eran diestros. Pero me he cobrado sus carcajadas, maldición.

-¡Sí! –continuó Jaime, y volvió a resoplar. Estaba perdiendo sangre- No parecían tan irrespetuosos cuando veníamos desde Toledo.

Hernán trastabilló al oír eso, a lo que Jaime respondió con un sonoro “ay”. Siguió, andando, más con paso nervioso que apresurado.

-¿Desde Toledo?

-Sí. A Luis, Jesús y a mí, junto a unos varios, nos dieron permiso para cambiar de compañía. Decidimos bajar al sur. Nos encontramos con estos austriacos, alguna que otra vez, en posadas. Incluso cruzamos el Despeña Perros juntos.

-¿Y cuánto hace de eso, amigo? –Inquirió Hernán.

-Hará cosa de dos semanas, aunque ellos probablemente llegaran antes que nosotros.

-Pues mal rayo los parta hoy –concluyó nuestro protagonista.

Realmente estaba frustrado. Había albergado la esperanza de que alguno de esos puñeteros barbados fuera el que andaba buscando. Pero era imposible: los que él buscaba llevaban escasos días, y llegaron en barco. Igualmente, fue precipitado por su parte. Además le había costado una espada, por barata que fuese.

Llegó a la puerta del boticario, y con Jaime mal puesto en el poyete, sacudió dos patadas al portón. Cuando sonó el crujir de la cerradura vieja y antes de que se asomara el boticario, deseó buena ventura al maltrecho Jaime y echó a correr por las calles, no fuera que el matasanos se quedara con su cara para mal. Deseando perderse o que lo fulminara Dios de un centellazo por la mala suerte, se sumergió en la noche de Sevilla.

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