domingo, 23 de diciembre de 2012

El Daño de Fa Khang



Hay muchas formas de llegar a las tierras de los Norvingos. Estos hombres del norte habitan  la península homónima, rodeados de agua y unidos al Lejano Continente por un tramo de tierra montañoso coronado por un cráter, conocido como La Prisión de Zog. Su tierra es fría y dura, y esto se refleja en su fauna, flora y gentes.

Recios, la mayoría dedicados al pastoreo, la caza, el comercio y la guerra. Esta última en todas sus variantes: Pillaje, tareas mercenarias, caza de esclavos y todo en lo que derive el manejo de las armas.

Unidos en clanes y a veces bajo el estandarte de un reyezuelo, se distinguen varias tribus. La que nos importa ahora, es la tribu dirigida por el Clan Leiftak, la de los Hruk Ama, habitantes del extremo occidental de la península, señores de su mar próximo y duchos en la caza de animales marinos.

A esta tarea se consagraban, precisamente, el viejo Vinei Leiftak (tío lejano de Parr Leiftak, jefe del Clan y caudillo de la tribu) y varios jóvenes que ahora echaban al mar tres barcolongos. Aún era de noche, a punto de amanecer. Hacía frío. La playa era de piedras y al fondo tenían los acantilados, fundidos con unas montañas bajas. Al pie de estas, su pequeña aldea, de la que Vinei era jarl (jefe) llamada Aldea de Jhor, o De los Hombres de Jhor.

-Más rápido, que el sol nos vea en el agua –increpó el anciano a los muchachos. Ya había un barcolongo en el agua, ahora estaban empujando a los otros dos. Como es tradición, el jefe monta en el último en señal de que está conforme de toda la operación- Mi arpón tiene hambre, y no distingue entre peces y hombres –andaba sujetándolo como un cayado. Sus ojos eran glaucos, su barba y melena, blancas y ambas las llevaba sueltas. Su piel, cuarteada.

Estas gentes visten de lana, tanto las gruesas calzas como los ropones, casi siempre manteniendo el color natural del material. Botas de piel y forradas de pelo de animal, normalmente oveja. Como primera frontera contra el frío, unos chalecos sin mangas (para trabajar bien) sobre las mentadas vestiduras. Los muchachos lo llevaban de piel de alimañas u oveja. Vinei lo llevaba de oso. En el primer barcolongo en tomar agua, junto a doce muchachos y el timonel, estaba Vanierr de los Jikier, primos de los Leiftak y habitantes también de la aldea de Vinei. Ancho y bajo, ojos claros de mirada severa y barba corta pero densa. Este llevaba un chaleco de piel de oso también. Adornaba su pelo bien cuidado con aros de bronce.

Finalmente todos los barcolongos estuvieron en el agua, y sin mucho trabajo por parte de Vinei, empezaron a maniobrar justamente. Ahora la embarcación del jarl iba en cabeza (con él, dieciséis efectivos, todos remando salvo él y el timonel), flanqueada por la de Vanierr (catorce efectivos, con él y el timonel) y la más modesta, pero igualmente funcional, la de Hiekrei de los Gikari (un Clan menor, aliado y vecino de la aldea de Vinei) apodado Murmullo.

Estos barcolongos, siendo poco más que largas y anchas barcas de remo con vela cuadrada, se dirigían al norte de la Bahía de Jhor, (que comparte nombre con la aldea) y de la que partieron, en busca de aproximarse al Cabo de Hielo Azul, donde se cazan bien los peces leviatán (conocidos por las gentes de Karogundia como “ballenas”).

El viaje iba a ser largo, de cuatro días. Iban bien pertrechados de todo lo que fuera útil. Ahora remaban todos por tener el soplo de costado, pero pronto situarían bien las naves, pondrían las velas a cazar viento y se podrían permitir el lujo de no hacer mucho más que controlar el timón.

Así, en la nave de Vinei, varios de los jóvenes (es natural que estos se dediquen a la caza, pues los más adultos andan siempre preocupados del comercio y las armas) se comenzaron a acomodar alrededor del venerable, pues este comenzó a fumar de su pipa de marfil marino (diente de morsa) y eso solo podía significar que tenía algo que contar.

-Por lo que veo en vuestras jóvenes caras –comenzó a decir el viejo, recreándose, pues le gustaba ser el centro de atención y hacerse de rogar- venís buscando una historia. ¿Cierto?

“¡Una buena, como siempre!” “¡Sí, sí!” “¡Sí, la del trol azul, la del trol azul!” y otras respuestas del mismo talante convencieron al viejo.


-Bien, bien. Veo dos caras nuevas… -guiñó el ojo a dos hermanos gemelos, sobrinos suyos, que por primera vez emprendían una caza de peces leviatán- La de hoy será especial. Una de las antiguas. Así que preparad vuestros oídos…

De todos es sabido que los hombres del norte han sufrido mucho a lo largo de su historia. No obstante, es de sabios reconocer que no somos únicos. Y como muestra de ello, narraré la historia de la última batalla de Ki Hon Yan, el Emperador Dragón, según cuentan, actual señor del mayor reino de los hombres del este y sobre el mundo conocido: el Imperio de Kihan, en el Archipiélago Dorado y la gran isla de Tze’Kong.

Ki Hon Yan no era más que un guerrero itinerante, un héroe en ciernes, según cuentan. También dicen que era hijo de siete brujas marinas, pero eso no me lo creo. Simplemente, vivía en la isla más pobre de todas las que ahora componen lo que llamamos Archipiélago Dorado.

Pues este joven hombre, Ki Hon Yan, ansioso de que sus hazañas se narrasen por siglos, emprendió el viaje hacia el encuentro del más terrible enemigo conocido por su gente, y probablemente el mayor en su época: Fa Khang, El Infierno Dorado.

Según me contaron, era un dragón dorado, el último de estos. Todo en él era fino y estilizado, desde la punta de la cola a los agujeros en el hocico: garras delicadas como estiletes (no por ello menos mortíferas), patas de garza, un cuerpo de sierpe y una cabeza alargada, como de caballo terrible, adornada por una corona de cuernos. Era tal su belleza, que el mismo viento los transportaba sin necesidad de alas, y se iba contorneando velozmente también por el agua. Sus escamas formaban el más espectacular mosaico, incapaz de emular ni por los joyeros enanos de la Antigua Raza. Su fuerza y peligro residía, no obstante, en el terrible poder de su aliento: Todo aquel cuerpo vivo que tocase, fuera animal, planta u hombre, sería convertido de forma instantánea en una inerte figura de oro macizo. Y esta era la trampa: Su isla, en el centro del archipiélago, poseía tal cantidad del valioso mineral, que no cesaba de atraer más aventureros y gentes aguerridas, que pasarían a engrosar las filas de estatuas doradas.

Ki Hon Yan no quiso ser menos, pero yendo hacia la trampa, fue prevenido por una de las más maravillosas criaturas que un marino puede encontrar: Un hada de los mares.

-¡Pero tio Vinei! ¡Las hadas embaucan a los marinos, y luego los arrastran hasta sus guaridas para devorarles el hígado!

-¡Calla ya! –y el viejo pateó el costado del muchacho- ¡Hablas de las sirenas, inepto! Las hadas son gentiles criaturas, raras de encontrar. Ahora, dejadme seguir, u os emplearé de cebo. Mhm…

Esta hada le advirtió del peligro que corría en la gesta: El dragón nunca dormía, y siempre vigilaba desde el cielo o bajo las aguas. No obstante, el joven Ki, que según cuentan era de muy buen ver, le prometió al hada lo siguiente: Si le ayudaba a vencer al dragón, luego iría a buscarla y la convertiría en su esposa. Las hadas, adalides del amor y el bien entre las gentes, no se pueden negar a una promesa similar. No obstante y como todo en la vida, tiene un inconveniente. Si se diera el caso de que el sujeto no emprendiera la búsqueda de su prometida, un terrible mal se haría con él hasta el fin de sus días: Los más sabrosos manjares le sabrían a cenizas, las más abundantes riquezas se le antojarían un montón de basura, y las mejores compañías le producirían una desazón sin par en el corazón. Pero esto era desconocido por el joven, y las hadas nunca lo revelan por miedo a que no se les prometan un amor, así que Ki Hon Yan habló, y el hada aceptó.

Solo había un momento en el que el dragón no estaría vigilante, según le dijo el hada. Cuando el Sol está más alto, el dragón, furioso por no ser lo más reluciente y hermoso en el cielo, se esconde en su gruta, donde permanece observándose en un estanque hasta que el sol siga su recorrido.

Así pues, Ki Hon Yan se acercó en una barca diminuta a la isla, y vio en el cielo que ya era medio día. Ni corto ni perezoso, tomó tierra, y corrió a atravesar el jardín de oro. Había gentes de toda clase allí aurificadas, desde inmensos ogros a cuadrillas enteras de trasgos, hasta varios caballeros con montura.

Encontró la gruta, por ser esta también de oro y brillar desde lejos. En silencio, se adentró en ella, y observó a la presumida bestia totalmente embelesada con su reflejo. Con sumo sigilo, y armado con una simple espada, saltó sobre la criatura. Clavó la espada hasta la empuñadura en el cuello del enemigo, grueso como un buey.

Fa Kang emitió un chillido agudo y abismal que hizo caer a Ki Hon Yan, aturdido y mareado. El Dragón se estaba contorsionando violentamente en el aire, como una serpiente furiosa. Tal era el espectáculo que el mismo Ki temió por su vida, pero de repente, desaparecieron la cueva, el dragón, el sonido, y todo se sumió en la más insondable de las oscuridades.

-¿Murió Ki Hon Yan? –preguntó uno de los jóvenes.

-¡No! Es que el hada lo engañó, y ahora el dragón lo ha convertido en una estatua –pronunció un compañero del primero.

-¡Silencio, por los dientes rotos de mi vieja mula! –Vinei no soportaba que le interrumpieran una narración, y esta era la segunda vez. Se había hecho ya de día y el Sol calentaba sus rostros- Lo que ocurrió fue peor que todo eso junto…

Ki Hon Yan despertó, no se supo cuando, aunque era de día. Se alegró de no ver al dragón por ningún lado. ¡Fa Khang había sido derrotado! Cuando hizo fuerza para levantarse, salió despedido y se golpeó con el techo. Para aumento de su sorpresa, permaneció en el aire sin caer. ¡Estaba flotando! Instintivamente movió brazos y piernas para agarrarse al relieve. Algo no funcionaba, pues en lugar de sujetarse a la dorada caverna, arrancó un trozo de minera de un zarpazo. ¡Un zarpazo!

De repente comprobó que sus manos eran unas estilizadas garras y sus extremidades estaban compuestas ahora por dorados miembros de reptil. Se sorprendió al ver cuán grácil era, y como podía contorsionar su cuerpo libremente. Salió disparado, cual rayo solar, hacia la salida, estrellándose y haciendo añicos cualquier estalactita o estalagmita con la que se cruzara. ¡Ahora era él el Dragón Dorado!

-¿Y? –dijo uno de los muchachos, recién salido del embeleso.

-¡Eso! ¿Y cómo se convirtió en emperador? –Otro.

-¿Eh? Ah, bueno. Ya es la hora de almorzar. El viento está vago, así que comeos una torta más de la cuenta, y bebed hidromiel. Vais a estar remando hasta que se haga de noche.

Con conocida resignación, hicieron caso de su mayor. El cuento del viejo tuvo como resultado que hasta el timonel se distrajera, causando que el barcolongo de Vinei se rezagara. Tras unas amonestaciones del anciano, esto se solucionó. Hasta el anochecer.

De nuevo, algunos muchachos se reunieron alrededor del viejo, acomodado este sobre unas cajas vacías y con una manta gruesa de lana por los hombros. Habían dejado al timonel y a otro más pendiente de la navegación. En los tres barcos había candiles encendidos.

-Mhm, bien…¿dónde lo dejé? –dijo Vinei.

-En que Ki Hon Yan era el nuevo Dragón Dorando –pronunció uno de sus sobrinos.

-Ahá, pues…

Uno no vence a un dragón y se olvida del asunto. Nunca. Los dragones son criaturas que llevan en Idnagar desde el albor de los tiempos. Algunos son crueles, otros sabios, todos poseen cualidades extraordinarias. Este dragón, Fa Khang, era realmente la criatura más hermosa sobre la faz del mundo conocido. Hay fuerzas, y esto es bien cierto, que escapan a nuestro entendimiento y razón y que operan desde el firmamento ordenando nuestro destino y equilibrando nuestros actos. Tal vez alguna vez confluyan erróneamente y se den desgracias, golpes de suerte, infortunios o simplemente una día muy soleado y alegre. En esta ocasión, para Ki Hon Yan no fue distinto.

El Dragón, antes de morir, lanzó una terrible maldición. Leyendo en el alma de Ki Hon Yan (es una cualidad habitual en los dragones) que estaba comprometido con un hada de los mares, castigó al hombre de la peor manera: Le dio los Dones del Dragón.

Al ser Ki Hon Yan ahora el nuevo Dragón Dorado, de seguro abusaría de sus capacidades, como es natural en los hombres cuando reciben un poder absoluto. Eso se puede soportar con un alma de dragón, pero no con una humana. Así, mientras más velozmente se transportase, más cerca estaría de su fin. Mientras más aliento de oro insuflase, más rápido llegaría el momento de respirar por última vez. De esta manera el castigo sería doble: Su energía vital se iría consumiendo a medida que disfrutara de sus nuevos poderes y su alma se sumiría en una apatía creciente, pues olvidaría la promesa hecha al hada.

-¿Entonces está muerto? –nuevamente, una interrupción.

-No, no –el anciano daba ya por imposibles a los muchachos, se limitaba a responder rápido para que se callasen pronto.

Esto ocurrió hace varios siglos, no se sabe exactamente cuántos, pues por aquel entonces nosotros, los Hombres del Norte, éramos bien distintos, y Fhir nos perdone, pero usábamos las armas de la peor manera y con los peores fines, al igual que hoy lo hacen nuestros vecinos, los Volkarr.

Ki Hon Yan, por suerte para él, no tardó demasiado en darse cuenta de que no sería eterno. Pronto volvió a su aldea, varias generaciones después de la que él conocía. Así tomó el mando de sus gentes, que no se negaban a nada de lo que decía, pues su corazón era cálido y su mente despierta. No abusando de su poder, volvió ricas a sus gentes, y así puso en marcha una campaña que terminó unificando a todo el Archipiélago Dorado. Pero estos territorios, que comprendían un mar e infinidad de islas, no le parecieron bastante. Ahora ansiaba lo que hoy conocemos por Isla de Tze’Kong.

Sin dudar, condujo a su gente hasta ella, ahora un auténtico ejército. En la isla había bosques verdes, prados fértiles y cerros bajos repletos de hierro para trabajar. Estaba habitada por gentes pacíficas que no se opusieron subyugarse a su mandato, pues se le conocía por un rey bondadoso, y sus arcas jamás estuvieron vacías.

Así fue, y su naciente imperio prosperó en el Oriente. No obstante, su condición le seguía pasando factura. En las guerras era incapaz de verse inmóvil, y siempre hacía alarde de sus poderes para darle la victoria a su gente. Y convertir en oro macizo a ejércitos de enemigos lo consumía por dentro, además de darle una fama que espantaba a tantos temerosos como a codiciosos enemigos atraía. No obstante, su ejército era respetado debido a que poseía grandes estrategas que él mismo instruía, pues sus siglos de existencia le habían permitido conocer bien el mundo y lo que le rodeaba. Así mismo, se convirtió en cuna de nuevas generaciones de sabios: médicos, filósofos, astrólogos, geólogos…

Pero el Emperador seguía enfermando. Reclutó a una corte de hechiceros del agua, duchos en el arte de la sanación y cura del alma. Y estos pronto dieron con la clave de su mal: había olvidado la promesa del hada. Ki Hon Yan, cuando era humano, olvidó preguntar el nombre de la criatura, y ahora sería imposible encontrarla. Aún así, viendo el Emperador una cura en el triunfo de la búsqueda, emprendió un viaje, en solitario, por todos los mares del mundo. Dicen que estuvo fuera diez años, y al decimo primero, volvió, sin frutos.

Pese a que dejó a buenos hombres al cargo del Imperio, el mal se hizo sobre sus gentes. Habían perdido la Isla de Tze’Kong. Esta había sido tomada por una brutal horda venida del norte, formada por una terrible alianza.

Aquí se da uno de los más tristes episodios de la historia de los Hombres del Norte. Antes de que los Volkarr y nuestro pueblo se separasen, éramos gentes crueles y al servicio de señores de la guerra. Por aquél entonces eran liderados por Orvinlad, el Gran Caudillo, un hombre de cabellos y barbas negros como la noche y con una armadura de escamas de piedra (robada a los enanos) que adornaba con la piel de sus últimas víctimas. Dicen que portaba un hacha tan terrible, que él fue quien convirtió en lo que es a la Tundra del Este, talando docenas de árboles de un solo tajo, para construir barcos con los que asaltar Tze’Kong.

Pero más terrible era la otra parte de la alianza. Los ogros. Sí, ogros. Aún quedan algunos muy perdidos al sur, y se cuenta de que otros presentan batalla a los nobles gigantes, lejos al Este. Como os habré contado ya, estos ogros y gigantes descienden de los Trols, cuyo padre, Zog, está encerrado en esa cadena montañosa coronada por un cráter que separa nuestras tierras del resto de tierras del Este. Según dicen, sigue engendrando criaturas este Zog, aunque eso no nos atañe en estos momentos.

Aquellos ogros eran de la peor estirpe, eran hijos de Fangruel, pues es común entre estas bestias que un padre dé lugar a muchos hijos y estos a su vez den lugar a más prole en la familia, y así  hasta que haya tantos como para que agoten sus recursos y se vean obligados a cambiar de tierra. Y eran grandes los ogros, más que los que conocemos hoy. Dicen que uno podía destruir una aldea, diez eran suficientes para tomar plaza fortificada, y cien podrían devorar los caballos de todo un reino. No se sabe bien cuantos eran, pero seguro que se contaban más de trescientos.

Pero Ki Hon Yan estaba realmente debilitado tras su viaje. Ya apenas se atrevía flotar por el aire y se desplazaba reptando. Sus articulaciones crujían y sus costillas se marcaban, deformando el bello tapiz de escamas doradas que cubría su lomo, perdiendo también estas su lustre.

Pero enseñó bien a sus gobernadores, y estos supieron organizar un poderoso ejército. Miles de hombres marcharon a reconquistar la isla de Tse’Kong. Se reclutaron jinetes, se formaron inmensos regimientos de soldados piqueros y había tantos ballesteros que podrían terminar con las aves de una región con solo acertar a un pájaro cada uno.

Los piqueros eran útiles contra los salvajes jinetes de Orvinlad, y los mismos caballeros del Emperador eran diestros en dar caza a la infantería ligera y tropas en retirada. Además, sus numerosísimos ballesteros daban muerte a placer, pues al disparar estos, eran tal la cantidad de proyectiles, que estos no llovían, sino que formaban un auténtico aguacero de puntas aceradas que fulminaba a los salvajes servidores del señor de la guerra.

Y Fangruel disfrutaba con todo ello. Se reía cuando los hombres de su aliado caían en combate. Llegó el momento en que él mismo ordenó a sus ogros que devorasen a los humanos caídos y se divirtieran cazando a los que huían. Cuentan que cuando Orvinlad, herido en el orgullo, quiso montar en sus barcazas para retirarse, Fangruel levantó el barcolongo del Gran Caudillo, haciendo alarde de su constitución de titán embrutecido, y lo arrojó encima del humano dándole muerte. Cuentan que fueron lanzados tantos hombres al mar por mofa de los ogros, habiéndolos rajado y llenado de piedras, que el mar subió, y ahora en alguna cala sumergida en la isla de Tse’Kong espera la famosa hacha de Grundalir de Orvinlad, “Hierro Talador”, esperando a ser recuperada para vengar a su amo. Pero eso es otra historia.

De esa manera, los inmensos ogros, con sus orondas barrigas repletas de hombres del norte, decidieron que era hora de atacar. Ya habían sido vistos en combate por los hombres del Emperador, pero nunca más de tres o cuatro a la vez, que cayeron bajo las ballestas o se retiraron, no se sabe si llorando o riendo.

De esta manera una noche los ogros presentaron batalla en unas praderas situadas junto al mayor campamento del Emperador. Era tal la alta estima en que Fangruel se tenía que mandó un emisario al campamento, que podrían haber tomado por sorpresa, diciendo a qué hora y dónde querían enfrentarse. Así, en una noche de luna llena, los dos grandes ejércitos chocaron.

Era el espectáculo más cruento jamás acontecido en la isla de Tse’Kong. Los ogros, ataviados con pieles de animales y trozos de metal dispares y esgrimiendo temibles garrotes, tronchaban al jinete y doblaban al caballo de un solo y mortal golpe. Las ballestas apenas surtían efecto: Las gruesas pieles de los ogros les servían bien, tanto las propias como las de sus vestiduras, apenas consiguiendo que muriera alguno abrumado por las heridas. Cuando chocaron con la infantería, los humanos perdieron la esperanza.

Algunos no empleaban ni siquiera las armas ya, y se limitaban a estrujar las cabezas de los hombres, a arrancarles los miembros, a devorarlos en el sitio. Todos los ogros se daban un festín diabólico, sembrando el caos. Incluso algunos comenzaron a pelearse entre sí, matándose incluso. Eran criaturas maléficas, paladines de la destrucción y señores de lo brutal. Todos, salvo uno. Fangruel permanecía en silencio, observando el cielo, con su enorme garrote de púas, hecho con el metal de cien escudos humanos sujeto firmemente entre sus poderosas manos.

Y lo que esperaba el ogro, ocurrió al amanecer. Como un destello del alba, como la aurora que se observa en las gélidas tundras crepusculares, como un dorado rayo de esperanza, apareció. El Emperador Ki Hon Yan acudió a socorrer a su pueblo, a expensas de su salud. A tremenda velocidad, dejando tras de sí un torbellino inigualable, surcó las filas enemigas, y con las mortales garras de sus cuatro patas y su precisión apabullante, fue amputando, desmembrando y destripando a todos los ogros con los que se cruzó. Era un verdadero terror, un Infierno Dorado, tal cual fue el anterior poseedor de su cuerpo. Los hombres recuperaron la moral, y se lanzaron detrás de su señor, como enfurecidas hormigas, derribando a los ogros heridos con ganchos y cuerdas, acuchillándolos con sus espadas, aún así perdiendo muchos soldados en la gesta.

Y se encontraron. Ki Hon yan y Fangruel. El primero seguía reluciente, prístino, impoluto. El segundo era el estandarte de la mugre, la corrupción y el sufrimiento. Cargaron el uno contra el otro.

Fangruel alzó su mazo con una sola mano, y comenzó a girar sobre sí mismo. Ki Hon Yan hizo una finta, cegándolo momentáneamente con el candor del alba en sus escamas, y lo atacó desde arriba, produciendo una herida garrafal en el lomo del ogro. Este emitió semejante gañido que dejó paralizados a todos sus congéneres, momento que no desaprovecharon los hombres. Pero los ogros no tardaron en recomponerse y la batalla se recrudeció.

Ki Hon Yan no había sido tocado aún, y Fangruel tenía ya varias heridas. Ki Hon Yan quiso terminar con la existencia de su oponente, y salió disparado hacia él como una estrella fugaz. Para su desdicha, este fue el momento escogido por su maldición para minar su vitalidad, y Ki Hon Yan erró el golpe, se dirigió mal, y se estrelló contra una loma, haciendo un surco en la tierra y quedando mal contorsionado y boca arriba. El bestial enemigo se acercó, mostrando sus dientes rotos y serrados en una sonrisa caníbal, y alzó el gran mazo en silencio.

Hubo un duelo de miradas. Los pozos negros del ogro se dejaron deslumbrar por los soles del dragón, y sus almas se comunicaron. “No volverás a crear el mal nunca más”, dicen que fue lo que el Dragón le hizo saber.

Y justo antes de que la inmensa arma quebrara, en un golpe mortal, los huesos del dragón, este bufó, volcando el alma en el intento, y convirtió al temible Fangruel en una titánica estatua.

La expresión de odio quedó por siempre en el rostro del ogro, y Ki Hon Yan, el Emperador Dragón, fué sumido en un sueño del que aún hoy no ha despertado.

-¿Y cómo dirige entonces su Imperio? –preguntó uno de los jóvenes.

-Eso, porque aún se habla del Emperador Dragón –corroboró un compañero del primero.

-Sus magos del agua llegaron a tiempo, y al parecer se comunican con él en el plano del alma, pero no sé como lo mantendrán vivo, ni si es así. Tal vez es un engaño, y el Emperador murió hace mucho. También es verdad que el Imperio Dorado de Kihan, aunque aún existe, no es muy activo salvo por sus famosas rutas comerciales. Lo que es cierto es que nunca jamás sufrió invasión alguna después de todo esto. Y de esta batalla hacen más de doscientos años.

-¿Y volverá a la vida? –inquirió el más próximo a Vinei, sentado a su derecha.

-No escuchaste, ¡solo duerme! –le respondió el más joven, que estaba sentado detrás.

-¡Eso es lo de menos! Lo más espectacular es que esos magos se hablen por el alma, ¿y si nos hablan, como lo sabremos? –dijo, nervioso, otro.

-¡Nada, nada! Historias todo. Ya os contaré otra mañana. ¡Ahora, a dormir! Mañana necesito jóvenes fuertes al remo, no ancianas cluecas –pronunció el viejo Vinei, y el silencio se hizo en el barcolongo y el mar. Las tres embarcaciones continuaron su viaje al norte.

viernes, 7 de diciembre de 2012

Ultramar

Escarbando entre viejos retales, dí con esto. Es un nimio capítulo de una vieja novela que me quedó en el tintero. Disfruten.

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Un banco de bacalaos rondaba tranquilamente en torno a una sima marina, como una manada de vacas pastando en el espacio. Pero, de repente, algo hizo que sus ojos redondos y gelatinosos se movieran con nerviosismo y sus lomos se estremecieran.

Toda suerte de criaturas abismales, con sus bocas amorfas provistas de colmillos sobresalientes, unos costados iluminados por escamas incandescentes y sus aletas fantasmagóricas salió disparada hacia arriba. Los bacalaos intentaron huir, pero las criaturas calvaron sus colmillos en las panzas, vaciaron de huevas a las hembras y engulleron a los más pequeños, todo esto para luego continuar su camino, en furibundo frenesí devorador, atacando a toda criatura marina.

De la sima emergían corrientes de agua caliente, hirviendo. La grieta vomitaba un vapor burbujeante y luces verdosas. Si algún desgraciado hubiera soportado la presión del mar en su caja torácica y el ardiente vapor que emergía de los abismales fondos oceánicos, se habría percatado, con esfuerzo, de que un viejo velero, hecho trizas, estaba encajado en las paredes de la gruta.

Sus velas, antaño blancas, flotaban hechas jirones como unas novias sin prometido en una eterna danza tranquila y sosegada. Aunque sea de extrañar, ningún molusco marino, amén de algas o corales, osó en todos los años aferrarse a la extensa superficie del barco, por lo cual estaba limpio, aunque claramente no intacto.

Pero, y he aquí el misterio, era este barco y no una convulsión terrestre lo que originaba esas subidas de temperatura y luces. Los rayos verdes emergían de las cañoneras, los ventanales y las grietas. Muchos hombres ensuciarían sus calzones e invocarían a sus antepasados de ver lo siguiente, pues varias figuras, con ropajes hechos jirones, recorrían la cubierta, o subían a los palos, sino afianzaban cabos sueltos; su caminar ignoraba que el barco estaba escorado con casi una máxima pendiente.

Las almas mártires estaban pertrechadas como marinos, pero sus pieles eran blancas y enfermizas, sus ojos carecían de pupila e iris y sus cabellos flotaban lánguidos en el agua, como una anémona raquítica. Sin embargo, ningún objeto que pudieran portar estaba dañado y oxidado, al menos más de lo común en alta mar. Sus ropajes permanecían intactos, salvo algún agujero de bala o corte.

La única dependencia intacta era la del capitán. Su entrada era una puerta de madera, enmarcada con dos columnas de madera finas y un dintel con dos querubines sujetando una cinta con motivos navales bordados, todo ello tallado.

Una figura alta, grande, con una melena gris alterada por la corriente y un espeso bigote permanecía en pie, calzado en botas de mar y una casaca, esperando que la puerta se abriese. Su inerte mirada permanecía fija en el vacío, con sus ojos blancos, muertos, y sus manos callosas de trabajar con aparejos y redes señalaban al suelo con sus dedos flácidos. Los goznes restañaron quejumbrosos.

La puerta dejó ver el interior del camarote del Capitán. Los laterales de las paredes estaban recubiertos de soportes para armas vacíos o no, y retazos de finas telas y mapas flotaban por el agua retorciéndose con dulzura, y antiguos sables, compases y cabestrantes se mecían con calma en el impoluto suelo de la estancia. Alguna botella de ron destapada recorría la sala rodando. El caminante de blanca faz apartó un pliego de un gran mapa de todo el archipiélago de Nipan. Una mirada le dio la bienvenida.

Al otro lado de una delgada mesa de fina madera con patas bien elaboradas yacía, entronado, un Capitán. Portaba una casaca de azul ultramar con unos deliciosos bordados en plata que representaban en todo su haber un mapa global. Debajo de esta, solo vestía unos pantalones con un cómodo fajín y unas finas botas, pues el fortachón torso estaba descubierto, y en verdad diré que era sobrenatural, pues en el lugar del corazón había un grotesco socavón cosido con tripas de pescado en forma de mordedura. Su ancho espaldar portaba un cuello bovino, del cual estandarte era una cabeza de tenaz rostro. Sus ojos, blancos, no miraban en ninguna dirección, y su expresión de eterno odio estaba esculpida en su entrecejo. Sus cabellos, barba larga y melena, flotaban en el líquido elemento, en todas direcciones, dando la impresión de hallarse en una extrema calma en el vacío. Sus manos, zarpas agarrotadas, se aferraban a los reposabrazos de su sillón de nácar, manos limpias libres de anillos. A su lado, clavado en el suelo de madera y con una docena de muescas más a su alrededor, un sable torcido y serrado, atroz, yacía, cual Excalibur marina; la guarda era una ola espumosa esculpida en una lámina curva de algún metal plateado, y el pomo era el diente serrado de un tiburón. Abrió la boca para dejar escapar un sonido grave y sereno, que no despidió ninguna burbuja.

-Sé bienvenido al Godendag, sargento de armas McAllistair…

-A su servicio, Capitán-y el zombi marino de McAllistair practicó un saludo marinero.

-Un momento…-el señor de los piratas se levantó de su trono blanco y bordeó la mesa. Era más alto que Arthur y en apenas dos zancadas y estaba frente a él.

-Tú…no has muerto solo-lo miró fijamente con sus globos oculares blanquecinos-¡Tienes descendencia!

El Capitán se irritó sobremanera, y cogió a McAllistair por las solapas de su casaca y lo arrojó al otro lado de la habitación como si nada, desplazando agua en su trayectoria y agitando así los objetos de la sala. Se estampó con un golpe sordo contra la pared y descendió hasta el suelo. Permanecía impasible, como un muñeco de trapo.

-¡Maldito descerebrado!-en un abrir y cerrar de ojos el Capitán estaba frente a él.

-¡Sabías que iría a por vosotros!-extendió sus brazos y arcos de luz verde le recorrieron sus extremidades. El barco comenzó a zozobrar-¡Necesito a la tripulación y sus herederos!

-Sí, mi Capitán-dijo obedientemente Arthur “Algas Verdes” McAllistair-a sus órdenes.

-¡Waaaaaaargh!-el capitán emitió un gañido garrafal, y extendió su brazo en la dirección de su sable fantasmagórico, que se deshizo en polvo y acudió a su mano a una velocidad inusitada, para materializarse en ella otra vez-¡Desaparece, perro!-y se lo clavó en el torso. De la herida empezó a emanar una luz dorada que la espada fue absorbiendo hasta ponerse al rojo vivo. Mientras esto ocurría, McAllistair se iba consumiendo, como una bola de papel que arde y acaba hecha unas cenizas ínfimas. Pronto no fue más que una mancha de polvo que desapareció en el agua como una turbia acumulación de porquería.

El Capitán desmaterializó su espada, la cual volvió junto al trono. Fue caminando hacia la puerta de su camarote y sin inmutarse la atravesó como si no existiera. Todos los marinos fantasmales se volvieron hacia él y practicaron el saludo marinero.

-¡Pongámonos en marcha! ¡Preparaos para emerger, porquerías del inframundo!-y dicho esto, estiró sus brazos y dio una sonora palmada.

El barco comenzó a comprimirse y expandirse, como si fuera un pulmón de madera enorme, crujiendo y restañando, y sus mástiles se articularon como si fueran las gigantes patas de un cangrejo. Comenzó a trepar hacia el exterior de la sima mientras despedía rayos de luz verdosa.

Trinity Jones alzó los brazos y bramó en el agua. Su casaca ondeaba como si quisiera escapar del contacto de su portador, y sus cabellos se agitaban como víboras en trance. Mientras, el barco terminó su inverosímil escalada y pronto remó hacia la superficie. Mientras esto tenía lugar, su quilla se iba formando y su corpachón se iba estrechando, se iba definiendo la proa y la popa. Los marinos corrían de una dirección a otra, como si todo esto no les afectase, sin perder el equilibrio. Entraban en camarotes que se acababan de formar o emergían de socavones que se iban a cerrar.

Las escalofriantes criaturas del fondo marino rodeaban el barco, nadaban a su alrededor, se colaban dentro y volvían a salir. Algunas, las más grotescas, amorfas y grandes rodeaban a Joones y este las acariciaba con la punta de los amarfilados dedos, mientras les susurraba cosas inteligibles.

Finalmente, antes de rozar la superficie marina, el mascarón de proa quedó definido. Era un grotesco ser del submundo, un sátiro gordo y con una sonrisa lasciva, de larga perilla, tallado en madera de ébano. Entre sus pezuñas portaba, inmóvil, una cruenta maza con pinchos, a juego con la mitad inferior del fauno, que era la cola de una serpiente llena de púas.

Y fue esta talladura la que asomó primero mancillando los rayos solares. El barco salió disparado hacia arriba como un corcho. A medida que el aire iba acariciando sus grotescos costados con unas maderas dispuestas como escamas, iban brotando multitud de lapas, conchas y concentraciones de dañinas algas rojizas. En cubierta, los marinos tomaban un tono verdoso y se encorvaban. De sus poros rezumaba agua marina y sus espaldas se encorvaron. Sus ojos blanquecinos se recubrieron de láminas acuosas para tornarse amarillentos, y desarrollaron aversión al sol. Toda la cubierta estaba llena de algas, corales y porquerías del fondo marino, y las velas, antes blancas, ahora eran andrajos quejumbrosos que hondeaban al viento como fantasmas agarrados a un asta.

Desde el castillo de popa el capitán los observaba. Su piel se tornó de un verde enfermizo, y su barba y cabellera eran ahora un conjunto de algas estropajosas y azulonas. Sus ojos, vidriosos, reflejaban dos haces de luz esmeralda con intensidad. En cubierta, algunos de los aberrantes peces abismales se retorcían de dolor mientras sus lomos se arqueaban ante la luz solar y sus acuosos ojos grises lagrimeaban una sustancia pegajosa, mientras de sus columnas y costados emergieron patas y aletas musculosas, algunas incluso con tenazas o tentáculos, que emplearon para arrastrarse hacia las bodegas del barco. Todas menos una.

Era como un gran tiburón panzudo, más grande que un buey. Poseía cinto patas de cangrejo recién estrenadas, dispares, que la sujetaban sobre las maderas de cubierta. Caminaba pesadamente, arrastrando su cola de escualo por el suelo, y con su boca a medio cerrar, pues sus astillados dientes se lo impedían por completo. Su piel antaño fina y gelatinosa de criatura abismal ahora se recubrió de escamas, como un cocodrilo, mientras los retazos de su piel de antaño hervían al contacto con el sol. Se dirigió a la diestra del Capitán y dejó caer su corpachón monstruoso a su lado, y rezongó al respirar.

El navío del averno comenzó a devorar olas, rodeado en la mar de una nube de criaturas negras y brillantes que intentaban saltar a bordo. El capitán se asomó por la proa, acariciando los cuernos del sátiro de madera, y señaló al frente mientras miraban al horizonte.

La gran criatura se arrojó al agua con pesadez. Una vez allí, abrió su bocaza y absorbió a cuatro o cinco de sus congéneres, cuya sangre hizo hervir de hambre al resto, originando un festín de canibalismo contra natura.

-¡Traedme sus almas, mis fieles sabuesos, mis criaturas, mis hijos!-bramó el Capitán. Con cada palabra su boca se vaciaba de un buche de agua salada.

Las criaturas se sumergieron hasta que se les dejó de ver por completo, con la gran bestia a la cabeza, y fueron devorando bancos enteros de peces hasta llegar a sabe quién donde.

domingo, 4 de noviembre de 2012

Brevedad sobre Bárbaros y Romanos


Es típica la imagen de una horda de andrajosos bárbaros entrando a saco en una villa romana, pasándose por el hacha o la entrepierna lo que fueran encontrando. Esto fue cierto, pero las menos veces.
Ese aspecto en mayor medida ficticio de los pueblos germánicos viene dado, en la mayor medida, por el Positivismo Histórico. Esta postura es básicamente “hace la historia de una batalla”. Fijarse exclusivamente en los grandes picos. Cuando, realmente, “No es la historia de Santiago, sino la del mercader, del caminante”, es decir, se debe de estudiar el completo de las circunstancias que rodeaban el contexto, y entonces tal vez entendamos de dónde venimos, y a dónde no debemos volver.
Por esclarecer mentes, diré que la iniciativa, el detonante de las grandes invasiones que causaron la disolución del imperio romano de occidente, fueron los Hunos. Una tribu bárbara de las estepas asiáticas, pero cuidado. Asia no es solo China. Y estos Hunos provenían, aproximadamente, de norte del Cáucaso, algo así como iraníes. Imagínense turcos anchos, bajos, sin barba y rapados, con los cráneos deformados por un ritual brutal. Pues estos Hell Angels a caballo del Mundo Antiguo intentaron invadir al imperio romano de oriente (la mitad derecha del mediterráneo según lo vemos en el mapa, Italia era del imperio occidental), pero estando este bien pertrechado y organizado, hicieron resbalar las invasiones hacia occidente. Realmente la mejor forma de librarse de los bárbaros era pagándoles oro, no se crean ustedes que tal como lo viste Hollywood, a la gente le guste matar y morir.
Esto tal vez pueda sonar gracioso. Estos tipos bajitos y apretados, extremadamente enfadados y con esos diminutos pero forzudos caballos, invadieron, de las peores maneras, a los Godos, Visigodos, Ostrogodos… Y ahora es cuando estos entran en el imperio de occidente…pidiendo socorro y ayuda. Efectivamente, los rudos y rubios germanos pidieron socorro a Roma, pues huyeron en dirección contraria de donde venían los malos; iban hacia occidente. Italia, Galia, Dalmacia, Venecia…
Tampoco era cosa rara ver bárbaros en el imperio. Ya había muchos germanos y otros tipos de bárbaros trabajando las tierras del imperio como aldeanos, y haciendo de criados. O soldados a sueldo, las famosas legiones extranjeras. Otro dato relevante fue que en el 212 se concedió el título de ciudadano romano a todos los súbditos del imperio, lo cual comprendía claro a toda suerte de gentes. Vamos, que los bárbaros no aparecieron de buenas a primeras. Pues bien, allá que entraron estos asustados. Y luego ya, pues bueno. Las típicas revueltas, choques de religiones… Cristianas eh, los romanos eran católicos y los germanos de la herejía de arriano (saben ustedes, una de esas ramas para contar el mismo cuento de otra forma), aunque antes sí hacían culto a Odín y tal. Y a todo esto le sumamos la mala hechura del imperio occidental y el hambre de unos pocos caudillos, y ya si tenemos las buenas peleas y sitios a ciudades.
Otra cosa interesante, importante. Los bárbaros “admiraban” al imperio, querían construirse a sí mismos a imagen y semejanza de estos. A mí me resulta gracioso. Debía de ser como tener a un tipo enajenado y con un hacha al lado tuya que no para de pedirte cosas y que te admira, pero en cuanto que se le rompe un juguete o cree que le has dado pocas medallas, te mata. Y esto pasó, ya le metieron en una candela al emperador Valente, el pobre, en el año 378, por orden del gran caudillo visigodo Alarico.
Y aún así, la cultura grecolatina dejó una impronta indeleble. Tengan ustedes en cuenta que nadie se acuesta en el mundo antiguo y se levanta en la edad media. No. Todo es un proceso irrefrenable de cambio evolutivo. Las culturas se mezclan, se caen los imperios, nacen las ciudades…El ser humano evoluciona, lo que no quiere decir que avance ni que retroceda, el árbol de la vida solo se divide en ramas, y el objetivo siempre es adaptarse.
Porque habrá un romano más cruento que un bárbaro, y un bárbaro más astuto que cualquier romano.

Lord Tinebrius

Con el bolsillo corto y el ingenio a mano, di a luz este breve escrito como regalo de cumpleaños para un amigo. Disfrútenlo.
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Siempre se ha dicho de lugares mágicos, mundos paralelos a la realidad. Atravesar un armario, un andén o un muro custodiado por un anciano maestro de Kung Fu son formas de llegar a ellos. Por desgracia, solo en la Mística Inglaterra, lugar propio de epopeyas mitológicas tales como la de Merlín el Gran Mago de los Pictos, o las juergas de los Leprechauns, e incluso donde el inquietante Peter Pan se lleva niños a su isla.
Pero, ¿Qué ocurre en España? Pues, bien, aquí tenemos nuestros reductos fabulosos, donde a falta de mitología decente, tenemos un refrito de otros lugares. Y ya que estamos por innovar, no narraré ninguna caballeresca aventura de un mozo bien parecido en busca de su amada acompañado de cómicos y entrañables personajes. No. Hablaré de un ser malvado, pero a la antigua usanza. Hablaré, de Lord Tinebrius.
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El sol brillaba sobre los verdes campos que rodeaban la villa de Cutreria. Los labriegos se encaminaban a sus tabernas después de hacer el vago en el campo y las viejas puñeteras se dedicaban a chismorrear y estorbar el tráfico de las carretas. Todo era radiante (y bastante cutre) en la regular Cutreria. ¿Todo? ¡No! Aún quedaba un reducto de vileza entre tanta mojigatería. Sobre unos cerros próximos, se erigía la Torre del Malvado Mal. Una construcción retorcida, desproporcionada y bastante propia del barroco, o algo así. Parecía llevar deshabitada años, pero nada más lejos de la realidad. Si uno tenía los redaños suficientes para acercarse y pegar la oreja a su bizarra puerta, tal vez tuviese la suerte de oír alguna conversación, como la que tenía lugar en estos momentos.
-¡Guiiiiiiiiiido! ¡Guido! ¡Guido maldita sea, donde te metes! ¡Condenado esputo de trol! ¡Asoma tus picudas orejas por aquí, condenado trasgo! –gritó una figura entera ataviada de negro, con una capa y capucha negras. No obstante, llevaba unas cómodas zapatillas de barba de enano, para andar por casa. Estaba sentado en un trono. Pero no uno de esos incómodos tronos de roca, madera u oro con pinchudas gemas, no. Un gran sofá de cuero y lana extremadamente mullido, con cráneos de cabra arriba del altísimo respaldo.
-¡Aquí estoy, su Malvadísima Ominosidad! Estaba haciéndole su gazpacho para merendar…-respondió un pequeño trasgo, verde y tan orejudo como narigudo que se asomó al otro lado de una puerta. Llevaba puesto unos andrajos y un delantal con el emblema “Kiss the Cook”.
-¡Déjate de gazpachos, maldita sea! ¿No ves que te estoy llamando, ridícula criatura? ¡Tráeme mi vara mágica, rápido! ¡Vamos, vamos! –la figura se reincorporó desde su cómoda postura para sentarse al borde de su sillón ancestral. Raudo el trasgo le trajo su vara. Era del más noble roble, finamente tallada y con una empuñadura de terciopelo suave al tacto. En la punta tenía una gema verde engarzada con plata. La figura tenebrosa empuñó la vara fuertemente y azotó virulentamente y con coraje al trasgo, de improviso.

-¡Eso por tardar tanto en preparar mi gazpacho, puñetero cagarro de dragón cojo! –espetó Lord Tinebrius, que era la figura oscura.
-¡Ay, ay! ¡Sí, señor! ¡Golpéeme cuanto..ay ay! ¡Cuánto usted desee! –respondió el pobre trasgo, arrodillado.
-¡Y tráeme mi corona! ¡Quiero pasar revista a las tropas!
El trasgo asintió con extrema cortesía y se marchó rápidamente.
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Tras haber merendado su rico gazpacho elaborado con hortalizas afanadas esa misma mañana de la huerta de un pueblerino, Lord Tinebrius se levantó de su sofá. Su fiel trasgo Guido estaba junto a él, expectante. Los dos quietos. De repenté, Lord Tinebrius le sacudió un varazo en la boca al trasgo.
-¡¿Eres tonto o qué?! ¡No esperaras que vaya andando! ¡Cógeme a caballito, pigmeo idiota! Aaagh…esque tengo que hacerlo todo yo.
Guido se dispuso a coger a su amo, el cual le azotó repetidas veces para que corriese más aprisa. Tras bajar los diecisiete pisos de la torre, guido se desplomó en el descansillo antes de entrar al patio de armas.
-Vamos, ¡gandul! Ábreme la puerta.
-¡Sí, oh su Destructora e Infame Malignidad!
Guido giró el pomo con una reverencia y se hincó de rodillas cuando su amo pasó por delante, para dejarle pasar primero.
Allí, en el patio, se encontraban todas las fuerzas del mal de las que Lord Tinebrius era poseedor. Comenzó a pasar revista, caminando muy erguido por delante de ellas. Guido iba poniendo y quitando dos planchas de oro en el suelo, para que su amo no pisase el sucio plano de los mortales.
-¡Pero qué asquerosa criatura es está! ¿Dónde está mi ogro de dos cabezas?
Dijo señalando a una especie de trol extremadamente delgado. Le moqueaba la bulbosa nariz y apenas medía dos metros de altura. Estaba encorvado y le faltaban casi todos los dientes.
-Ehm, ah…verá, su Oscurísima Pesadilla, el Ministerio de Malas Artes le concedió una beca bastante…corta. Ya sabe como están las cosas. Así que tuvimos que despedir al ogro y contratar a este…esto.
-¡Maldita sea! ¡Con esto no puedo aterrorizar ni a media docena de ancianas decrépitas! ¡Seguro que le dieron becas mayores a esos hideputas estudiosos de la Universidad Maligna! Rápido, sigamos viendo a las tropas, antes de que desintegre a este prototipo de moco.
Siguió andando, y llego a su Regimiento de Almas Oscuras.
-¡Oh! ¡Mis fieles bandidos del mal! ¿Qué tal ha ido esta semana, habéis arrasado muchas aldeas? Vamos, contadme, mis fieros…¿Eh? ¡Guiiiiiido!
-¿Si, mi Monstruosa Horripilantez?
-¡Dónde están mis temibles bárbaros Almas Oscuras! –bramó Lord Tinebrius, señalando a una treintena de ancianos ataviados con armaduras hechas polvo y armas oxidadas que se esforzaban por parecer malvados. A uno de ellos se le calló la dentadura y otros se rieron de él. Uno de los que se reía del viejo desdentado sufrió un ataque de tos y dejó caer su hacha con un sonoro estrépito, que hizo despertarse a otro de los ancianos, éste calvo y con bigotes despeluchados, que estaba apoyado sobre su lanza sin punta.
-Ah, bueno, verá, es que ahora con esto de las jubilaciones a 70 años cuesta renovar a la gente y el tema del mal ya no se lleva mucho, su Excelentísima Tenebrosidad.
-Maldita sea, y encima…-iba diciendo, Lord Tinebrius, cuando uno de los viejos, peinado con una especie de cresta, los dientes podridos y argollas de cobre en las orejas se acercó a él y le dijo:
-Usted perdone, jefe, ¿Podría tomarme un día de asuntos propios?
-¡¿Cómo?! ¡Un día de…! ¡Aaaaaargh! ¡Desintegratus máximus! –Y tras pronunciar estas palabras, un rayo de energía maligna y un bonito color púrpura manó de la punta de sus dedos, y derritió al anciano en un instante, convirtiéndolo en una plasta con olor a quemado. Del susto a uno de los viejos le dio un ataque al corazón y cayó seco, también.
-¡Menudo atajo de sabandijas! ¡Seguro que ya no son capaces ni de violar a una elfa sifilítica! ¿Sabes que te digo, Guido? ¡Que me vuelvo al sofá! ¡Vamos, aúpa!
Diecisiete pisos y varios bastonazos más tarde, Lord Tinebrius volvió a dejarse caer sobre su cómodo sofá.
-¡Guido, tráeme a los gnomos, rápido! –Bramó Lord Tinebrius, enfadado.
Guido pronto volvió con un montón de jaulas a la espalda. Puso una mesita de acero frente a Lord Tinebrius y dejó un mazo de hierro con pinchos al lado del sofá.
-¡Gnomo! –ordenó el señor oscuro. Guido sacó uno de los gnomos de la jaula, el cual estaba atemorizado. Lo dejó sobre la mesita. En un instante, Lord Tinebrius empuñó el mazó e hizo puré al gnomo de un golpe. Guido retiró los restos.
-¡Estoy muy enfadado, Guido! ¡Gnomo! –Guido volvió a poner otro gnomo, y este fue también aplastado -¡No hay forma de ser un villano decente hoy en día! ¡Gnomo! –a este le dio la vuelta como a un calcetín, usando sus poderes arcanos. Quedó hecho un pegote de músculos quejumbrosos -¡Ya ni ejército tenebroso puede tener uno! ¡Dos, dos gnomos! –a estos dos los derritió con un chasquido de dedos -¡Estoy hasta los cojones de este mundo! ¿Sabes qué te digo? ¡Que me iré a otro!
-¿A otro mundo, señor? –Dijo Guido muy sorprendido.
-¡Sí sí, a otro mundo! ¡Estoy harto de este! –Lord Tinebrius se puso en pie rápidamente y prendió en llamas a las jaulas con los gnomos restantes dentro. Se fue corriendo a su laboratorio con Guido siguiéndole.
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El laboratorio era su estancia principal de la torre. Estaba lleno de instrumentos arcaicos. Infinidad de frascos de cristal de todas las medidas, alambiques de diversos tamaños, estanterías repletas de libros y tarros llenos de cosas repulsivas. También un altar y un fuego donde había un gran caldero.
Lord Tinebrius había pintado símbolos extraños sobre el altar. Eran como cinco líneas paralelas con una especie de dibujos parecidos a un renacuajo, con una cabeza y un rabo, además de otros más retorcidos, dispuestos sobre las líneas o entre ellas.
-La Tierra, sí, la Tierra, será un buen lugar.
-¿Está seguro, señor?
-¡Claro que sí, pardiez!
-Pero ya conoce las normas del Tránsito Astral. ¡No llegará tal y como es usted ahora! Primero nacerá como un habitante más de ese mundo aburrido, ¡será un bebé!
-¡Crees que soy tan idiota como tú, insecto parlanchín! ¡A la Tierra he dicho!
-Pero es muy grande, su Señoría Avernal. ¿Adónde irá, a EE.UU?
-¡Ni loco! Allí hay cosas más terribles que yo, como la cadena Fox o esa política de vida basada en trabajar duro. ¡Una pena! Lo del racismo me gustaba.
-¿A Asia, tal vez? Hay mucho terreno por dominar.
-¡Pffuá! Ni loco. Me ponen nervioso esas miradas tan ridículas. Menudos ojos de idiota, tan chiquititos.
-¿Entonces? ¿A Alemania?
-Ojalá, ojalá. Pero ya hubo hace poco un gran dictador, un aficionado realmente. No quiero levantar sospechas.
-Pero, entonces, ¿A dónde?
-¡A España!
-¿España, señor?
-Sí, es el lugar idóneo. Se divierten viendo como matan toros en una plaza. Además, la población es bastante burda y manejable, lo cual es excelente. Hay castillos bastante aprovechables. ¡Y muchas viejas puñeteras a las que defenestrar! Ahora, Guido, todo está listo –los símbolos del altar comenzaron a relucir y a envolver a Lord Tinebrius- ¡Probaré una de esas cosas llamadas Paulaner en cuanto pueda!
-¿A mi salud señor?
-¡No, idiota, a la mía! ¡Muajajajajaja…
Y Lord Tinebrius desapareció en un vórtice de rayos y luces en el día vigesimosegundo del octavo mes de un año perdido en la memoria de los habitantes de Cutreira, que resultó ser el año 1993 de nuestra era terrestre.

martes, 17 de julio de 2012

Correo Corredor


Chop, plut, blop. Un par de ligeras botas chapoteaban al hundirse en los charcos de cieno y agua del pantano. Era un mediano. Bajito, rechoncho, ataviado de pardo salvo por el llamativo chalequillo de verde esmeralda, y cubierto con una capa de lana con capucha que tal vez hace años fuese verde también. De su costado pendía un zurrón remendado y con un bordado en plata de dos C enlazadas, símbolo mediano para los mensajeros.

-¡Ay ay ay!-chilló el mofletudo mediano mientras daba un salto a la carrera. Una serpiente se arrojó desde un arbusto al interior de una poza-¡Válgame Fit patrón de los ladrones!-gimoteó mientras se escabullía correteando por entre dos rocas con la marcha acelerada.

Si por algo es conocido el Pantano Azufroso es por devorar a todos los incautos que ponen un pie en sus malolientes y húmedas tierras. Desde luego dista mucho de las Colinas Esmeralda, tierra de medianos, al otro lado del Gran Barranco del Río Miknas. Este lugar es sombrío y tóxico desde tiempos inmemoriales, tanto que sólo algún Dragón se ha atrevido a vivir en él. Aunque tal vez alguien más deba vivir aquí, para atraer a un mensajero tan peculiar. Y menos, al anochecer.

-¡Arg, como hiede aquí!-decía el mediano mientras se aferraba contra la cara un pañuelo preparado con hojas de lavanda-¡Después de esto espero que me paguen con oro!-exclamaba para sí, exigente-¡O con vin…Uuua!

De repente dejó de haber tierra (o barro) bajo sus pies y cayó de bruces un par de metros sobre lo que de entrada le pareció un montón de lodo cálido. Era una pila de excrementos. Se recompuso lo mejor posible, mientras se maldecía a sí mismo y a ese condenado lugar sin sol, brisa ni pastelitos de grosellas. Todo el enfado se le bajó a los calzones cuando vio delante a cuatro figuras algo más altas que él, pero mucho más gordas y abultadas (algo encomiable) y que respiraban como fuelles rotos y despedían hedor a carne pútrida y sudor agrio.

-¡Atrás, soy un Correo Corredor y he de entregar un mensaje!-dicho esto, desenvainó un cuchillo ancho y chato, más apropiado para filetear un rico lomo de buey que las orejas de un enemigo fiero.

Las cuatro criaturas, en la penumbra rieron, o eso creyó entender él. Pronto reconoció sus narices abultadas y deformes como un tubérculo a medio masticar, además de unos ojos pequeños y maliciosos en contraposición a su boca de sapo con filas de dientes superpuestas. Un escalofrío le recorrió el espinazo, dejando caer el cuchillo. Leprekroms. Las criaturas más sucias, hediondas, hambrientas y despreciables de todo Idnagar. Se dice que con un par de docenas se podría convertir toda una Granja-Clan de los medianos en una montaña de excrementos en cuestión de tres jornadas.

Antes de razonar qué era ese líquido caliente que le bajaba por la pierna, la cabeza de una de las criaturas estalló, dejando caer (o rodar) al cuerpo como si fuese víctima de una apoplejía espontánea, y salpicando sangre y sesos. Las tres criaturas restantes tardaron en percatarse y miraban aún con la sonrisa deformada por sus bocas a su compañero inmóvil, cando al segundo un gran mazo de roca le atizó de retorno en su cara, hundiéndola con un sonido de crujido y chapoteo. Intentaron blandir dos toscas hachuelas de piedra contra su atacante. La imagen del agresor quedó gravada en las retinas del mediano para toda su vida: Un enano, vestido con el cuero de alguna criatura escamosa de tonos verdosos y pardos, con su melena y barba negras como la obsidiana revueltas por el movimiento.

Poco más vio antes de que maniobrara con su mazo, partiendo en mil esquirlas la hoja de un hacha y tras esta hendir el pecho de su dueño, cuando el arma del restante oponente rebotó contra su hombro guarnecido por esa misteriosa piel. Con una mano rápidamente sujetó el hacha por el asta, he hizo descender su mazo en diagonal contra la rodilla del leprekrom. El ominoso pariente de los trasgos calló gimoteando, croando como un sapo en una prensa, cuando el enano alzó el arma lentamente sobre su cabeza, y la dejó caer a peso sobre el esternón del oponente vencido. Dos veces. Una por desquite.

Erguido, dirigió sus ojos de fulgor ámbar hacia el mediano, como si por un momento, al verlo cubierto en porquería y con la cara descompuesta, pensara en reducirlo a una quejumbrosa masa informe de huesos rotos, con el borbotear y desinflar de cuatro cuerpos que pasarían por defenestrados desde la más alta torre jamás vista. El mediano fue más rápido:

-¡Quévelin, mensajero!

miércoles, 13 de junio de 2012

Error 404


Tengo varias visiones sobre el futuro. Ninguna utópica. Tal vez la mejor, gracias a las pelis, sea una en la que las sombras de la humanidad lucha entre sí por combustible, agua, y por qué no, algún que otro ideal. Ahora expondré la que más me aterra.

Soy un temeroso de la tecnología, de los avances meteóricos y los superhumanos. Quizá antiguamente se muriesen con 40 o 50 años, pero dudo que mucha gente padeciera cualquiera de la marabunta de dolencias, enfermedades y enfermedades que padecemos hoy en día, unos u otros, con normalidad. Estamos hasta los topes de química, no se imaginan cuanto, y ya no hay absolutamente ningún remedio.

Cada vez dependemos más de trastos, chismes nos hacen la vida más fácil. ¿Dependemos? Nos hacen depender, o creer que dependemos, de una infinidad de artefactos. Y cada vez falta menos para que tengamos robots y otras chatarras pululando por la casa. “¿Más té, señor?” dirá una cafetera con tres ruedas. Después de eso, quién sabe. Tal vez inventen realidades virtuales. Nos pondremos un casco y fliparemos con lo que queramos ver, porque veremos lo que queramos. Nuestros anhelos serán satisfechos. Las máquinas harán nuestro trabajo y las manejaremos desde casa. O serán automáticas, ¿por qué no? Así no tendremos que desenchufarnos del casco mágico, y alguna compañía inventará un fantástico sistema de alimentación y cuidados intensivos que nos permitirán olvidarnos del mundo.

Quién sabe, tal vez terminemos metidos en un cubículo, enchufados a nuestro subconsciente, hasta las trancas de sustancias químicas placenteras, alimentos pseudosólidos suministrados cada 6 horas y un buen montón de otras mierdas. Cada X tiempo la máquina extraerá un espermatozoide o un óvulo, según el sexo del desgraciado post-humano,  y unos brazos mecánicos construirán otro cubículo, injertarán ese embrión dopado, y el ciclo vuelve a empezar. ¿Matrix? No, aquí la realidad no tiene mucho más de 2 metros cuadrados y un nudo de cables, tubos, sondas y agujas. Al morir, por ejemplo, el cubículo podría abnegarse en alguna sustancia extremadamente ácida, lo limpiase todo, y tras un reacondicionamiento, volvería a quedar operativo. Al final, seremos sacos gelatinosos realmente felices, ¿No?

Espero estar totalmente equivocado.

miércoles, 6 de junio de 2012

Ecos en la Jungla


El cálido Sol, una brisa fresca, una mañana clara o una noche estrellada. No existen. En la Selva Tenebrosa la frondosidad de los árboles no permitía discernir más que algunos destellos de luz si mirabas muy arriba justo a mediodía o la total negrura durante la noche. En esta selva se llama horizonte al árbol más lejano que ves y se tiene por espacio abierto el hueco que queda si levantas una de las pocas piedras que verás en el tupido suelo de hojas marrones.

Los árboles, que parecían milenarias columnas con arrugas de veteranía, se extendían hasta el cielo, donde chocaban con el techo que suponían sus propias copas, como si sustentaran un inmenso artesonado de hojas verdes. Estos titanes del vegetal emergían de la tierra provocando bultos en el suelo, rebosantes de raíces las cuales tenían por oficio acunar entre sus huecos toda suerte de setas, hongos y champiñones.

El canto de los pájaros podía resultar ensordecedor a tempranas horas del día o cuando se reúnen en sus ramas preferidas antes de dormir. Toda clase de animales podían verse reposar en los árboles durante sus inquietos sueños y si se miraba con buen ojo, desde divinidades de plumaje dorado y rojo a caricaturescos monos de cola larga y velluda, pasando por tenebrosos murciélagos del tamaño de un lobo si uno se aventuraba a los más oscuros rincones del lugar.

Solo una criatura, en esta tarde bochornosa, se atrevía a perturbar la escandalosa tranquilidad de la jungla. Era una muchacha.

Tez y piel morenos, de un tono suave, como si fuera azúcar tostado. Su melena, alborotada, le caía hasta casi la cintura, desparramada en torno a su cuerpo como si fuera una cascada zaína, negra. Como vestiduras, unos pellejos de capibara cosidos con esparto, dejándole libres brazos desde el hombro y piernas a partir del muslo. Descalza, sus dedos finos se clavaban en la hojarasca al caminar de puntillas y despacio. Como único equipo una lanza de bambú, fina y larga, más que ella, lo cual se situaba en aproximadamente la estatura de un hombre adulto para el objeto. En la punta, un hasta de ciervo afilada y unida con más esparto y algo de resina quemada. Un arma ligera para alguien más ligero.
Esta muchacha, de ojos negros profundos, era una Ma’gal, la tribu habitante del extremo oriental de la Selva Tenebrosa. Era una tribu guerrera y cazadora, experta en los combates entre los árboles, sobre ellos o en emboscadas. Habitaban cabañas de bambú, que situaban sobre un río bien adentro de la jungla.

Esta tribu, los Ma’gal, se dividían en tres castas: La guerrera, la chamánica, y la recolectora. La casta chamánica, líder de la tribu, era separada del resto por el patriarca chamán nada más nacer: Solo eran chamanes los albinos, lo cual conseguía que apenas apareciese uno cada veinte o treinta años. Se les instruía en las enseñanzas de la jungla y los poderes místicos de la selva desde retoños, y a la edad de dieciséis periodos estacionales, eran soltados en la jungla, donde debían rastrear algún Lagarto Rojo, una fiera criatura del tamaño de un perro, con una piel escamosa de color escarlata rugiente y temidos por su capacidad para escupir fuego por sus orificios nasales. Cuando derrotase a esta criatura sin par, debería de sustraerle su apreciada piel. Esta es la característica seña de los chamanes Ma’gal, o Mu’lashe como se les conoce; sus atavíos rojos fuego conjugado con su cabello los distingue del resto, además de protegerlos del mismo elemento.

Pero también a esa edad, aunque siempre durante la estación veraniega, los demás niños con dieciséis periodos estacionales a sus jóvenes espaldas, eran dispuestos a orden de la naturaleza para decidir su suerte como recolector o guerrero. Su tarea consistía en conseguir una pieza de caza impresionante, y las mejores de estas serían escogidas por los chamanes de la tribu para hacer a sus dueños guerreros, fueran hombres o mujeres; si no traían pieza alguna o algo de menos valor, como alguna planta medicinal, una roca preciada o demás cosas de utilidad, pasaban inmediatamente a ser recolectores. El premio de ser guerrero consistía en rapar la cabeza del sujeto, dejando una cresta en medio y una coleta por detrás, pues la melena, ya sea en un hombre o mujer, es signo de bajo nivel social; a esta casta se la llamaba, según su idioma, Mu’Lakak y solo estos portaban la armadura de cuero de cocodrilo y tenían el derecho de empuñar y fabricar armas. Los recolectores, por su parte, pasaban a dedicarse a las demás labores necesarias en un campamento sin distinción de si eran hombres o mujeres; se les reconocía por tres o más trenzas en las mujeres y una sola en los hombres, y se les llamaba Mu’Lamar.

Las criaturas víctimas de esta tradición solían ser tres, normalmente. La primera, más fácil de encontrar, es la serpiente martillo o titán. Su piel es buena y con ella se confecciona la ropa de los guerreros, además de tener una carne sabrosa. Al carecer de veneno, esta serpiente de enormes proporciones (un largo tal como cinco hombres son en alto uno sobre otro) se defiende empleando su gran cabeza para asestar mortíferos golpes, pues se lanza a toda velocidad y con el espolón en que acaba su faz puede partir en dos a un caballo adulto. Son muy territoriales, y solo se encuentran en zonas pantanosas, donde acechan a venados. Para matarla, lo mejor es asestarle un lanzazo en su vientre cuando se alce antes de atacar o conseguir calvarle el arma en un ojo cuando están dormidas y abotargadas por una copiosa comida.

La segunda criatura es el jabalí dientes de sable. De vez en cuando, un jabalí nace especialmente grande, y si consigue una buena alimentación, en su primer celo puede desarrollar colmillos comparables a alfanjes del tamaño de un antebrazo. Estos se encuentran muy separados unos de otros, solitarios, buscando trufas al pie de los grandes árboles o retozando en el lodo a la horilla de los ríos. Son peligrosos en extremo si vas a pie, por ello la forma usada por los Ma’gal para enfrentarse a ellos es subirse a un árbol no muy alto, que han de localizar antes de ver a la criatura. La artimaña consiste en provocar al animal, muy temperamental, para que ataque. Cuando intente morder, usando como cebo un pie o una mano, se le debe asestar un golpe certero en el paladar o la garganta. Son acogidos con grandes honores aquellos que traen estos trofeos pues sus férreos colmillos de marfil son muy apreciados para confeccionar los famosos garrotes magalitas.

Pero el oro de la competición, el gran orgullo y pie hacia el colectivo guerrero por excelencia, son los babuks. Los babuks son una especie de mono que roza lo simiesco. Tienen grandes y largos brazos sobre los que se apoyan al caminar a cuatro patas. Su pelo, rudo y tieso, es de color gris, muy enervado en la espalda donde se vuelve azul negruzco. Poseen garras fenomenales en sus zarpas. Su cabeza, con un largo morro donde no les crece el pelo y es de color turquesa, termina en unos pronunciados orificios nasales y una boca que muestra permanentemente unos grandes y afilados colmillos. El peso de estos animales, de proporciones que casi doblan a un hombre adulto, les impide subirse a los árboles cuando son adultos, por ellos suelen vivir en las montañas que limitan la pared occidental de la Selva Tenebrosa, donde compiten con aún peores criaturas desconocidas por las gentes de bien. Son temibles en combate, pues atacan a zarpazos y mordiscos capaces de destripar a cualquiera protegido con menos de una coraza de cuero. Su furia es apabullante, y sus gritos infernales, gañidos sobrenaturales, hacen que el más ferviente corazón se vuelva de hielo frío. Para derrotarlos se les debe hacer frente en combate cuerpo a cuerpo a no ser que te acompañe un cazador semigigante o seas hechicero. Las trampas son inútiles porque nunca se sabe cuando te encontrarás con uno, y llenar el lugar de artefactos o dispositivos dañinos solo servirá para que mientras huyas, un lazo te ate a tu final en manos de su furia primitiva, pues cuando un babuks ve algo vivo en su ruta o territorio, si no lo mata, es porque él mismo está muerto.

Caminando lentamente y enervada, la cazadora avanza entre los matojos y helechos, observando con sus ojos negros cada hoja, oliendo cada brizna de brisa y atendiendo a cada susurro. Unos pájaros cantores chismorreaban en la copa de los árboles mientras algunos monos de cola larga se desparasitaban los unos a los otros, en tranquilidad. De estos dedujo la joven que no había ningún carnívoro en las inmediaciones. Viendo que sus ojos nada veían, su nariz nada olía y sus oídos nada oían, se detuvo un momento a sentir. Sí, a sentir. Los Ma’gal llevan milenios habitando la naturaleza, viviendo en consonancia con ella y defendiéndola de invasores malévolos. De esta manera, los Espíritus del Bosque, según la leyenda, les concedieron un sexto sentido para su alma, mediante el cual pudieran guiarse y rastrear en la jungla.

La muchacha se concentró, en armonía con su entorno, y dejó fluir su aliento con parsimonia. Pronto, en la oscuridad de su mirada, se reflejaron senderos invisibles, y tras un leve rastreo, encontró lo que buscaba. Un jabalí dientes de sable. No supo porqué, pero le costó centrarse en la criatura, parecía que algo atraía su atención también, pero es difícil no prestarle atención a un animal tan ruidoso, maloliente y grande como un jabalí adulto, incluso en el plano del alma.

La muchacha cambió de rumbo hasta un pequeño desnivel que terminaba en un arroyo. Agazapada entre los arbustos, fue deslizándose sibilinamente hasta la orilla, y allí observó a su presa. Un gran jabalí dientes de sable, con un lomo enorme y unos colmillos largos y astillados, cicatrices perennes de su edad. Hundía una y otra vez su morro en el suelo de guijarros del río buscando crustáceos. Sus enormes colmillos apartaban rocas con total tranquilidad, todo ello mientras emitía un sonido gorrino y chascaba de vez en cuando algún molusco.

La chica pronto divisó un árbol que le serviría de utilidad, con una bifurcación a la altura de sus hombros que le serviría para la estratagema que le enseñaron antes de partir. Una vez lo dispuso todo y calculó su ruta de huida al árbol, esquivando alguna raíz especialmente nudosa o alguna roca húmeda y resbaladiza del río, se arrastró hasta el arbusto más cercano a la corriente, y se preparó para lanzarle una piedra al animal. Cuando iba a estirar el brazo para tirársela, escuchó un crujir de ramas en la orilla de enfrente. Maldiciendo, observó cómo reaccionaba el jabalí.

De un rápido movimiento, el animal levantó su pesada cabeza y se encaró al otro linde del río, el opuesto a la chica. Bufó un poco y separó las piernas, naturalmente preparado para el combate. Justo cuando iba a volver a aplicarse a los moluscos, algo grande y peludo saltó desde la otra orilla para aterrizarle encima. Una silueta simiesca, de largos brazos, con una gran cresta peluda azul en su espalda, se abalanzó sobre el jabalí. Con una gran zarpa provista de pulgar se aferró a un colmillo, y con la otra le rodeó el cuello. Un salto pudo dar el cerdo gigante antes de que dos afilados incisivos se le clavaran en la garganta y no se oyera más que un lastimero chillido coreado por un gorgoteo de sangre. La faz de piel azul del atacante se manchó de rojo y su morro se hundió en la herida para comenzar a devorar a su presa. Este animal era un babuk, uno enorme, con canas en su pelo gris y un azul oscuro en los mechones de su espalda. Uno de sus frontales ojos de cazador estaba vacío y le faltaban dos dedos de la zarpa derecha.

Cuando hubo saciado parte de su apetito con la garganta y parte de una pierna, emitió un sonido ronco hacia la orilla, e increíblemente, un grupo de congéneres emergieron de la espesura. Se contaron al menos cuatro machos más, ninguna hembra ni cría: era una partida de caza. Uno de ellos traía un capibara en la boca y otro arrastraba un gran racimo de plátanos.

Se revolcaron en el agua del río, sucia de sangre, mientras mostraban sus dientes y agitaban la cabeza, felices. La chica, anonadada, cometió el error de pisar un arbusto espinoso en su retirada. Casi se le escapa el alma cuando vio cómo el más veterano de los cazadores miraba en su dirección. A una orden bramada en forma de chillido grave y ahogado, todos saltaron al bosque, rodeando a la chica en un instante. Esta, con la espalda apoyada a en un árbol, observó de qué forma se presentaron en semicírculo a su alrededor, con el gran simio en medio. Todos bufaban, menos él. Este la miró, y se percató de la lanza en su mano. Con un chillido, se la arrebató de entre sus dedos y la partió golpeándola contra un árbol. Golpeó el suelo varias veces con el resto del mango que le quedaba y luego lo lanzó por la espalda. Todos los babuks cabriolaron a su alrededor y le practicaron rudimentarias reverencias. En medio de esta algarabía monstruosa, le arrancó a la niña su pelliza de un zarpazo, dejándola desnuda, sin ningún otro abalorio. Destrozó la pelliza de un bocado y arrojó los restos a sus tropas, que tironearon de ellos para luego restregarlas por el suelo y diseminarlas por ahí. Finalmente, el Gran Babuk se puso sobre dos piernas, y alzando los brazos al cielo, chilló ante la cría, salpicándola con sus babas y restos de la sangre del jabalí. Cuando cesó, dio media vuelta y todos los babuk salieron corriendo, arrastrando al jabalí y recogiendo al capibara y los plátanos. La chica, confusa, pero no asustada, corrió a recuperar la valiosa punta de su lanza y a buscar algún junco de tallo fino para remendar lo que quedaba de su ropa. Ya sabía dónde podía encontrar los mayores trofeos para su aldea.