Hay muchas formas de llegar a las
tierras de los Norvingos. Estos hombres del norte habitan la península homónima, rodeados de agua y
unidos al Lejano Continente por un tramo de tierra montañoso coronado por un
cráter, conocido como La Prisión de Zog. Su tierra es fría y dura, y esto se
refleja en su fauna, flora y gentes.
Recios, la mayoría dedicados al
pastoreo, la caza, el comercio y la guerra. Esta última en todas sus variantes:
Pillaje, tareas mercenarias, caza de esclavos y todo en lo que derive el manejo
de las armas.
Unidos en clanes y a veces bajo el
estandarte de un reyezuelo, se distinguen varias tribus. La que nos importa
ahora, es la tribu dirigida por el Clan Leiftak, la de los Hruk Ama, habitantes
del extremo occidental de la península, señores de su mar próximo y duchos en
la caza de animales marinos.
A esta tarea se consagraban,
precisamente, el viejo Vinei Leiftak (tío lejano de Parr Leiftak, jefe del Clan
y caudillo de la tribu) y varios jóvenes que ahora echaban al mar tres barcolongos.
Aún era de noche, a punto de amanecer. Hacía frío. La playa era de piedras y al
fondo tenían los acantilados, fundidos con unas montañas bajas. Al pie de
estas, su pequeña aldea, de la que Vinei era jarl (jefe) llamada Aldea de Jhor,
o De los Hombres de Jhor.
-Más rápido, que el sol nos vea en el
agua –increpó el anciano a los muchachos. Ya había un barcolongo en el agua,
ahora estaban empujando a los otros dos. Como es tradición, el jefe monta en el
último en señal de que está conforme de toda la operación- Mi arpón tiene
hambre, y no distingue entre peces y hombres –andaba sujetándolo como un
cayado. Sus ojos eran glaucos, su barba y melena, blancas y ambas las llevaba sueltas.
Su piel, cuarteada.
Estas gentes visten de lana, tanto
las gruesas calzas como los ropones, casi siempre manteniendo el color natural
del material. Botas de piel y forradas de pelo de animal, normalmente oveja.
Como primera frontera contra el frío, unos chalecos sin mangas (para trabajar
bien) sobre las mentadas vestiduras. Los muchachos lo llevaban de piel de
alimañas u oveja. Vinei lo llevaba de oso. En el primer barcolongo en tomar
agua, junto a doce muchachos y el timonel, estaba Vanierr de los Jikier, primos
de los Leiftak y habitantes también de la aldea de Vinei. Ancho y bajo, ojos
claros de mirada severa y barba corta pero densa. Este llevaba un chaleco de
piel de oso también. Adornaba su pelo bien cuidado con aros de bronce.
Finalmente todos los barcolongos
estuvieron en el agua, y sin mucho trabajo por parte de Vinei, empezaron a
maniobrar justamente. Ahora la embarcación del jarl iba en cabeza (con él,
dieciséis efectivos, todos remando salvo él y el timonel), flanqueada por la de
Vanierr (catorce efectivos, con él y el timonel) y la más modesta, pero igualmente
funcional, la de Hiekrei de los Gikari (un Clan menor, aliado y vecino de la
aldea de Vinei) apodado Murmullo.
Estos barcolongos, siendo poco más
que largas y anchas barcas de remo con vela cuadrada, se dirigían al norte de
la Bahía de Jhor, (que comparte nombre con la aldea) y de la que partieron, en
busca de aproximarse al Cabo de Hielo Azul, donde se cazan bien los peces
leviatán (conocidos por las gentes de Karogundia como “ballenas”).
El viaje iba a ser largo, de cuatro
días. Iban bien pertrechados de todo lo que fuera útil. Ahora remaban todos por
tener el soplo de costado, pero pronto situarían bien las naves, pondrían las
velas a cazar viento y se podrían permitir el lujo de no hacer mucho más que
controlar el timón.
Así, en la nave de Vinei, varios de
los jóvenes (es natural que estos se dediquen a la caza, pues los más adultos
andan siempre preocupados del comercio y las armas) se comenzaron a acomodar
alrededor del venerable, pues este comenzó a fumar de su pipa de marfil marino
(diente de morsa) y eso solo podía significar que tenía algo que contar.
-Por lo que veo en vuestras jóvenes
caras –comenzó a decir el viejo, recreándose, pues le gustaba ser el centro de
atención y hacerse de rogar- venís buscando una historia. ¿Cierto?
“¡Una buena, como siempre!” “¡Sí,
sí!” “¡Sí, la del trol azul, la del trol azul!” y otras respuestas del mismo
talante convencieron al viejo.
-Bien, bien. Veo dos caras nuevas…
-guiñó el ojo a dos hermanos gemelos, sobrinos suyos, que por primera vez
emprendían una caza de peces leviatán- La de hoy será especial. Una de las
antiguas. Así que preparad vuestros oídos…
De todos es
sabido que los hombres del norte han sufrido mucho a lo largo de su historia.
No obstante, es de sabios reconocer que no somos únicos. Y como muestra de
ello, narraré la historia de la última batalla de Ki Hon Yan, el Emperador
Dragón, según cuentan, actual señor del mayor reino de los hombres del este y
sobre el mundo conocido: el Imperio de Kihan, en el Archipiélago Dorado y la
gran isla de Tze’Kong.
Ki Hon Yan
no era más que un guerrero itinerante, un héroe en ciernes, según cuentan.
También dicen que era hijo de siete brujas marinas, pero eso no me lo creo.
Simplemente, vivía en la isla más pobre de todas las que ahora componen lo que llamamos
Archipiélago Dorado.
Pues este
joven hombre, Ki Hon Yan, ansioso de que sus hazañas se narrasen por siglos,
emprendió el viaje hacia el encuentro del más terrible enemigo conocido por su
gente, y probablemente el mayor en su época: Fa Khang, El Infierno Dorado.
Según me
contaron, era un dragón dorado, el último de estos. Todo en él era fino y
estilizado, desde la punta de la cola a los agujeros en el hocico: garras
delicadas como estiletes (no por ello menos mortíferas), patas de garza, un
cuerpo de sierpe y una cabeza alargada, como de caballo terrible, adornada por
una corona de cuernos. Era tal su belleza, que el mismo viento los transportaba
sin necesidad de alas, y se iba contorneando velozmente también por el agua.
Sus escamas formaban el más espectacular mosaico, incapaz de emular ni por los
joyeros enanos de la Antigua Raza. Su fuerza y peligro residía, no obstante, en
el terrible poder de su aliento: Todo aquel cuerpo vivo que tocase, fuera
animal, planta u hombre, sería convertido de forma instantánea en una inerte
figura de oro macizo. Y esta era la trampa: Su isla, en el centro del
archipiélago, poseía tal cantidad del valioso mineral, que no cesaba de atraer
más aventureros y gentes aguerridas, que pasarían a engrosar las filas de
estatuas doradas.
Ki Hon Yan
no quiso ser menos, pero yendo hacia la trampa, fue prevenido por una de las más
maravillosas criaturas que un marino puede encontrar: Un hada de los mares.
-¡Pero tio Vinei! ¡Las hadas embaucan
a los marinos, y luego los arrastran hasta sus guaridas para devorarles el
hígado!
-¡Calla ya! –y el viejo pateó el
costado del muchacho- ¡Hablas de las sirenas, inepto! Las hadas son gentiles
criaturas, raras de encontrar. Ahora, dejadme seguir, u os emplearé de cebo.
Mhm…
Esta hada le
advirtió del peligro que corría en la gesta: El dragón nunca dormía, y siempre
vigilaba desde el cielo o bajo las aguas. No obstante, el joven Ki, que según
cuentan era de muy buen ver, le prometió al hada lo siguiente: Si le ayudaba a
vencer al dragón, luego iría a buscarla y la convertiría en su esposa. Las
hadas, adalides del amor y el bien entre las gentes, no se pueden negar a una
promesa similar. No obstante y como todo en la vida, tiene un inconveniente. Si
se diera el caso de que el sujeto no emprendiera la búsqueda de su prometida,
un terrible mal se haría con él hasta el fin de sus días: Los más sabrosos
manjares le sabrían a cenizas, las más abundantes riquezas se le antojarían un
montón de basura, y las mejores compañías le producirían una desazón sin par en
el corazón. Pero esto era desconocido por el joven, y las hadas nunca lo
revelan por miedo a que no se les prometan un amor, así que Ki Hon Yan habló, y
el hada aceptó.
Solo había
un momento en el que el dragón no estaría vigilante, según le dijo el hada.
Cuando el Sol está más alto, el dragón, furioso por no ser lo más reluciente y
hermoso en el cielo, se esconde en su gruta, donde permanece observándose en un
estanque hasta que el sol siga su recorrido.
Así pues, Ki
Hon Yan se acercó en una barca diminuta a la isla, y vio en el cielo que ya era
medio día. Ni corto ni perezoso, tomó tierra, y corrió a atravesar el jardín de
oro. Había gentes de toda clase allí aurificadas, desde inmensos ogros a
cuadrillas enteras de trasgos, hasta varios caballeros con montura.
Encontró la
gruta, por ser esta también de oro y brillar desde lejos. En silencio, se
adentró en ella, y observó a la presumida bestia totalmente embelesada con su
reflejo. Con sumo sigilo, y armado con una simple espada, saltó sobre la
criatura. Clavó la espada hasta la empuñadura en el cuello del enemigo, grueso
como un buey.
Fa Kang
emitió un chillido agudo y abismal que hizo caer a Ki Hon Yan, aturdido y
mareado. El Dragón se estaba contorsionando violentamente en el aire, como una
serpiente furiosa. Tal era el espectáculo que el mismo Ki temió por su vida,
pero de repente, desaparecieron la cueva, el dragón, el sonido, y todo se sumió
en la más insondable de las oscuridades.
-¿Murió Ki Hon Yan? –preguntó uno de
los jóvenes.
-¡No! Es que el hada lo engañó, y
ahora el dragón lo ha convertido en una estatua –pronunció un compañero del
primero.
-¡Silencio, por los dientes rotos de
mi vieja mula! –Vinei no soportaba que le interrumpieran una narración, y esta
era la segunda vez. Se había hecho ya de día y el Sol calentaba sus rostros- Lo
que ocurrió fue peor que todo eso junto…
Ki Hon Yan
despertó, no se supo cuando, aunque era de día. Se alegró de no ver al dragón
por ningún lado. ¡Fa Khang había sido derrotado! Cuando hizo fuerza para
levantarse, salió despedido y se golpeó con el techo. Para aumento de su
sorpresa, permaneció en el aire sin caer. ¡Estaba flotando! Instintivamente
movió brazos y piernas para agarrarse al relieve. Algo no funcionaba, pues en
lugar de sujetarse a la dorada caverna, arrancó un trozo de minera de un
zarpazo. ¡Un zarpazo!
De repente
comprobó que sus manos eran unas estilizadas garras y sus extremidades estaban
compuestas ahora por dorados miembros de reptil. Se sorprendió al ver cuán
grácil era, y como podía contorsionar su cuerpo libremente. Salió disparado,
cual rayo solar, hacia la salida, estrellándose y haciendo añicos cualquier
estalactita o estalagmita con la que se cruzara. ¡Ahora era él el Dragón
Dorado!
-¿Y? –dijo uno de los muchachos,
recién salido del embeleso.
-¡Eso! ¿Y cómo se convirtió en
emperador? –Otro.
-¿Eh? Ah, bueno. Ya es la hora de
almorzar. El viento está vago, así que comeos una torta más de la cuenta, y
bebed hidromiel. Vais a estar remando hasta que se haga de noche.
Con conocida resignación, hicieron
caso de su mayor. El cuento del viejo tuvo como resultado que hasta el timonel
se distrajera, causando que el barcolongo de Vinei se rezagara. Tras unas
amonestaciones del anciano, esto se solucionó. Hasta el anochecer.
De nuevo, algunos muchachos se
reunieron alrededor del viejo, acomodado este sobre unas cajas vacías y con una
manta gruesa de lana por los hombros. Habían dejado al timonel y a otro más
pendiente de la navegación. En los tres barcos había candiles encendidos.
-Mhm, bien…¿dónde lo dejé? –dijo
Vinei.
-En que Ki Hon Yan era el nuevo
Dragón Dorando –pronunció uno de sus sobrinos.
-Ahá, pues…
Uno no vence
a un dragón y se olvida del asunto. Nunca. Los dragones son criaturas que
llevan en Idnagar desde el albor de los tiempos. Algunos son crueles, otros
sabios, todos poseen cualidades extraordinarias. Este dragón, Fa Khang, era
realmente la criatura más hermosa sobre la faz del mundo conocido. Hay fuerzas,
y esto es bien cierto, que escapan a nuestro entendimiento y razón y que operan
desde el firmamento ordenando nuestro destino y equilibrando nuestros actos.
Tal vez alguna vez confluyan erróneamente y se den desgracias, golpes de
suerte, infortunios o simplemente una día muy soleado y alegre. En esta
ocasión, para Ki Hon Yan no fue distinto.
El Dragón,
antes de morir, lanzó una terrible maldición. Leyendo en el alma de Ki Hon Yan
(es una cualidad habitual en los dragones) que estaba comprometido con un hada
de los mares, castigó al hombre de la peor manera: Le dio los Dones del Dragón.
Al ser Ki
Hon Yan ahora el nuevo Dragón Dorado, de seguro abusaría de sus capacidades,
como es natural en los hombres cuando reciben un poder absoluto. Eso se puede
soportar con un alma de dragón, pero no con una humana. Así, mientras más
velozmente se transportase, más cerca estaría de su fin. Mientras más aliento
de oro insuflase, más rápido llegaría el momento de respirar por última vez. De
esta manera el castigo sería doble: Su energía vital se iría consumiendo a
medida que disfrutara de sus nuevos poderes y su alma se sumiría en una apatía
creciente, pues olvidaría la promesa hecha al hada.
-¿Entonces está muerto? –nuevamente,
una interrupción.
-No, no –el anciano daba ya por
imposibles a los muchachos, se limitaba a responder rápido para que se callasen
pronto.
Esto ocurrió
hace varios siglos, no se sabe exactamente cuántos, pues por aquel entonces
nosotros, los Hombres del Norte, éramos bien distintos, y Fhir nos perdone,
pero usábamos las armas de la peor manera y con los peores fines, al igual que
hoy lo hacen nuestros vecinos, los Volkarr.
Ki Hon Yan,
por suerte para él, no tardó demasiado en darse cuenta de que no sería eterno.
Pronto volvió a su aldea, varias generaciones después de la que él conocía. Así
tomó el mando de sus gentes, que no se negaban a nada de lo que decía, pues su
corazón era cálido y su mente despierta. No abusando de su poder, volvió ricas
a sus gentes, y así puso en marcha una campaña que terminó unificando a todo el
Archipiélago Dorado. Pero estos territorios, que comprendían un mar e infinidad
de islas, no le parecieron bastante. Ahora ansiaba lo que hoy conocemos por
Isla de Tze’Kong.
Sin dudar,
condujo a su gente hasta ella, ahora un auténtico ejército. En la isla había
bosques verdes, prados fértiles y cerros bajos repletos de hierro para
trabajar. Estaba habitada por gentes pacíficas que no se opusieron subyugarse a
su mandato, pues se le conocía por un rey bondadoso, y sus arcas jamás estuvieron
vacías.
Así fue, y
su naciente imperio prosperó en el Oriente. No obstante, su condición le seguía
pasando factura. En las guerras era incapaz de verse inmóvil, y siempre hacía
alarde de sus poderes para darle la victoria a su gente. Y convertir en oro
macizo a ejércitos de enemigos lo consumía por dentro, además de darle una fama
que espantaba a tantos temerosos como a codiciosos enemigos atraía. No obstante,
su ejército era respetado debido a que poseía grandes estrategas que él mismo
instruía, pues sus siglos de existencia le habían permitido conocer bien el
mundo y lo que le rodeaba. Así mismo, se convirtió en cuna de nuevas
generaciones de sabios: médicos, filósofos, astrólogos, geólogos…
Pero el
Emperador seguía enfermando. Reclutó a una corte de hechiceros del agua, duchos
en el arte de la sanación y cura del alma. Y estos pronto dieron con la clave
de su mal: había olvidado la promesa del hada. Ki Hon Yan, cuando era humano,
olvidó preguntar el nombre de la criatura, y ahora sería imposible encontrarla.
Aún así, viendo el Emperador una cura en el triunfo de la búsqueda, emprendió
un viaje, en solitario, por todos los mares del mundo. Dicen que estuvo fuera
diez años, y al decimo primero, volvió, sin frutos.
Pese a que
dejó a buenos hombres al cargo del Imperio, el mal se hizo sobre sus gentes.
Habían perdido la Isla de Tze’Kong. Esta había sido tomada por una brutal horda
venida del norte, formada por una terrible alianza.
Aquí se da
uno de los más tristes episodios de la historia de los Hombres del Norte. Antes
de que los Volkarr y nuestro pueblo se separasen, éramos gentes crueles y al
servicio de señores de la guerra. Por aquél entonces eran liderados por
Orvinlad, el Gran Caudillo, un hombre de cabellos y barbas negros como la noche
y con una armadura de escamas de piedra (robada a los enanos) que adornaba con
la piel de sus últimas víctimas. Dicen que portaba un hacha tan terrible, que
él fue quien convirtió en lo que es a la Tundra del Este, talando docenas de
árboles de un solo tajo, para construir barcos con los que asaltar Tze’Kong.
Pero más
terrible era la otra parte de la alianza. Los ogros. Sí, ogros. Aún quedan
algunos muy perdidos al sur, y se cuenta de que otros presentan batalla a los
nobles gigantes, lejos al Este. Como os habré contado ya, estos ogros y
gigantes descienden de los Trols, cuyo padre, Zog, está encerrado en esa cadena
montañosa coronada por un cráter que separa nuestras tierras del resto de tierras
del Este. Según dicen, sigue engendrando criaturas este Zog, aunque eso no nos
atañe en estos momentos.
Aquellos
ogros eran de la peor estirpe, eran hijos de Fangruel, pues es común entre
estas bestias que un padre dé lugar a muchos hijos y estos a su vez den lugar a
más prole en la familia, y así hasta que
haya tantos como para que agoten sus recursos y se vean obligados a cambiar de
tierra. Y eran grandes los ogros, más que los que conocemos hoy. Dicen que uno
podía destruir una aldea, diez eran suficientes para tomar plaza fortificada, y
cien podrían devorar los caballos de todo un reino. No se sabe bien cuantos
eran, pero seguro que se contaban más de trescientos.
Pero Ki Hon
Yan estaba realmente debilitado tras su viaje. Ya apenas se atrevía flotar por
el aire y se desplazaba reptando. Sus articulaciones crujían y sus costillas se
marcaban, deformando el bello tapiz de escamas doradas que cubría su lomo,
perdiendo también estas su lustre.
Pero enseñó
bien a sus gobernadores, y estos supieron organizar un poderoso ejército. Miles
de hombres marcharon a reconquistar la isla de Tse’Kong. Se reclutaron jinetes,
se formaron inmensos regimientos de soldados piqueros y había tantos
ballesteros que podrían terminar con las aves de una región con solo acertar a
un pájaro cada uno.
Los piqueros
eran útiles contra los salvajes jinetes de Orvinlad, y los mismos caballeros
del Emperador eran diestros en dar caza a la infantería ligera y tropas en
retirada. Además, sus numerosísimos ballesteros daban muerte a placer, pues al
disparar estos, eran tal la cantidad de proyectiles, que estos no llovían, sino
que formaban un auténtico aguacero de puntas aceradas que fulminaba a los
salvajes servidores del señor de la guerra.
Y Fangruel
disfrutaba con todo ello. Se reía cuando los hombres de su aliado caían en
combate. Llegó el momento en que él mismo ordenó a sus ogros que devorasen a
los humanos caídos y se divirtieran cazando a los que huían. Cuentan que cuando
Orvinlad, herido en el orgullo, quiso montar en sus barcazas para retirarse,
Fangruel levantó el barcolongo del Gran Caudillo, haciendo alarde de su
constitución de titán embrutecido, y lo arrojó encima del humano dándole
muerte. Cuentan que fueron lanzados tantos hombres al mar por mofa de los
ogros, habiéndolos rajado y llenado de piedras, que el mar subió, y ahora en
alguna cala sumergida en la isla de Tse’Kong espera la famosa hacha de Grundalir
de Orvinlad, “Hierro Talador”, esperando a ser recuperada para vengar a su amo.
Pero eso es otra historia.
De esa
manera, los inmensos ogros, con sus orondas barrigas repletas de hombres del
norte, decidieron que era hora de atacar. Ya habían sido vistos en combate por
los hombres del Emperador, pero nunca más de tres o cuatro a la vez, que
cayeron bajo las ballestas o se retiraron, no se sabe si llorando o riendo.
De esta
manera una noche los ogros presentaron batalla en unas praderas situadas junto
al mayor campamento del Emperador. Era tal la alta estima en que Fangruel se
tenía que mandó un emisario al campamento, que podrían haber tomado por
sorpresa, diciendo a qué hora y dónde querían enfrentarse. Así, en una noche de
luna llena, los dos grandes ejércitos chocaron.
Era el
espectáculo más cruento jamás acontecido en la isla de Tse’Kong. Los ogros,
ataviados con pieles de animales y trozos de metal dispares y esgrimiendo
temibles garrotes, tronchaban al jinete y doblaban al caballo de un solo y
mortal golpe. Las ballestas apenas surtían efecto: Las gruesas pieles de los
ogros les servían bien, tanto las propias como las de sus vestiduras, apenas
consiguiendo que muriera alguno abrumado por las heridas. Cuando chocaron con
la infantería, los humanos perdieron la esperanza.
Algunos no
empleaban ni siquiera las armas ya, y se limitaban a estrujar las cabezas de
los hombres, a arrancarles los miembros, a devorarlos en el sitio. Todos los
ogros se daban un festín diabólico, sembrando el caos. Incluso algunos
comenzaron a pelearse entre sí, matándose incluso. Eran criaturas maléficas,
paladines de la destrucción y señores de lo brutal. Todos, salvo uno. Fangruel
permanecía en silencio, observando el cielo, con su enorme garrote de púas,
hecho con el metal de cien escudos humanos sujeto firmemente entre sus
poderosas manos.
Y lo que
esperaba el ogro, ocurrió al amanecer. Como un destello del alba, como la
aurora que se observa en las gélidas tundras crepusculares, como un dorado rayo
de esperanza, apareció. El Emperador Ki Hon Yan acudió a socorrer a su pueblo,
a expensas de su salud. A tremenda velocidad, dejando tras de sí un torbellino
inigualable, surcó las filas enemigas, y con las mortales garras de sus cuatro
patas y su precisión apabullante, fue amputando, desmembrando y destripando a
todos los ogros con los que se cruzó. Era un verdadero terror, un Infierno
Dorado, tal cual fue el anterior poseedor de su cuerpo. Los hombres recuperaron
la moral, y se lanzaron detrás de su señor, como enfurecidas hormigas,
derribando a los ogros heridos con ganchos y cuerdas, acuchillándolos con sus
espadas, aún así perdiendo muchos soldados en la gesta.
Y se
encontraron. Ki Hon yan y Fangruel. El primero seguía reluciente, prístino,
impoluto. El segundo era el estandarte de la mugre, la corrupción y el
sufrimiento. Cargaron el uno contra el otro.
Fangruel
alzó su mazo con una sola mano, y comenzó a girar sobre sí mismo. Ki Hon Yan
hizo una finta, cegándolo momentáneamente con el candor del alba en sus
escamas, y lo atacó desde arriba, produciendo una herida garrafal en el lomo
del ogro. Este emitió semejante gañido que dejó paralizados a todos sus
congéneres, momento que no desaprovecharon los hombres. Pero los ogros no
tardaron en recomponerse y la batalla se recrudeció.
Ki Hon Yan
no había sido tocado aún, y Fangruel tenía ya varias heridas. Ki Hon Yan quiso
terminar con la existencia de su oponente, y salió disparado hacia él como una
estrella fugaz. Para su desdicha, este fue el momento escogido por su maldición
para minar su vitalidad, y Ki Hon Yan erró el golpe, se dirigió mal, y se
estrelló contra una loma, haciendo un surco en la tierra y quedando mal
contorsionado y boca arriba. El bestial enemigo se acercó, mostrando sus
dientes rotos y serrados en una sonrisa caníbal, y alzó el gran mazo en
silencio.
Hubo un
duelo de miradas. Los pozos negros del ogro se dejaron deslumbrar por los soles
del dragón, y sus almas se comunicaron. “No volverás a crear el mal nunca más”,
dicen que fue lo que el Dragón le hizo saber.
Y justo
antes de que la inmensa arma quebrara, en un golpe mortal, los huesos del
dragón, este bufó, volcando el alma en el intento, y convirtió al temible
Fangruel en una titánica estatua.
La expresión
de odio quedó por siempre en el rostro del ogro, y Ki Hon Yan, el Emperador
Dragón, fué sumido en un sueño del que aún hoy no ha despertado.
-¿Y cómo dirige entonces su Imperio?
–preguntó uno de los jóvenes.
-Eso, porque aún se habla del
Emperador Dragón –corroboró un compañero del primero.
-Sus magos del agua llegaron a
tiempo, y al parecer se comunican con él en el plano del alma, pero no sé como
lo mantendrán vivo, ni si es así. Tal vez es un engaño, y el Emperador murió
hace mucho. También es verdad que el Imperio Dorado de Kihan, aunque aún
existe, no es muy activo salvo por sus famosas rutas comerciales. Lo que es
cierto es que nunca jamás sufrió invasión alguna después de todo esto. Y de
esta batalla hacen más de doscientos años.
-¿Y volverá a la vida? –inquirió el
más próximo a Vinei, sentado a su derecha.
-No escuchaste, ¡solo duerme! –le
respondió el más joven, que estaba sentado detrás.
-¡Eso es lo de menos! Lo más
espectacular es que esos magos se hablen por el alma, ¿y si nos hablan, como lo
sabremos? –dijo, nervioso, otro.
-¡Nada, nada! Historias todo. Ya os
contaré otra mañana. ¡Ahora, a dormir! Mañana necesito jóvenes fuertes al remo,
no ancianas cluecas –pronunció el viejo Vinei, y el silencio se hizo en el
barcolongo y el mar. Las tres embarcaciones continuaron su viaje al norte.