“Los más
terribles bastiones caen cuando la puerta se abre desde dentro”. No importa el
físico, desde un duende adalid de la gracilidad al ogro coloso por excelencia:
son el alma, su resistencia moral y una mentalidad firme lo que miden y
diferencian al honesto del vil villano; y el interior de Grúnik era pura
ponzoña.
Los enanos son
criaturas recias, en físico y mente. No se doblegan así como así. Viven y
mueren entre la piedra y el hierro y de ellos toman su carácter: dureza,
fiabilidad, resistencia…por eso los poderes oscuros, insondables en el cosmos,
evitan a esta raza. No obstante, algo horrible ocurre cuando se parte la roca y
se quiebra el acero. Algunos enanos pierden el camino o nacen con el alma
sucia. Grúnik, concretamente, cayó presa de los demonios de la codicia. Cierto
es que la relación de los enanos con los metales preciosos roza la necesidad
fisiológica, pero en este caso surgía del negro deseo. Grúnik veía el oro como
un vehículo del poder.
Eso le llevó a
perderse por los tenebrosos rincones de la magia negra y los saberes oscuros.
Por suerte o por desgracia, la raza enana estaba impedida en asuntos arcanos,
de tal forma que Grúnik hubo de servirse de otros medios: las runas, caracteres
fraguados a golpe de martillo y fuego sobre diversos materiales para encerrar
pequeñas porciones de poder sobrenatural; nada que ver con las runas de
escritura. Como buen enano, su templanza y paciencia eran legendarias, así que
supo ocultar sus intereses; para su comunidad no era más que un individuo
huraño y solitario, cosa poco rara entre los habitantes de la roca.
Para obtener
libros o materias extrañas o prohibidas en el reino enano de Norva –Minarr
contactaba con los trasgos yiptios, mercaderes itinerantes. Y así, a base de escapadas
al exterior y noches de insomnio, se topó con algo que marcaría su existencia
de por vida: una antigua lápida tallada durante la época de La Gran Aflicción.
La losa
cincelada en mármol, que compró a un chatarrero trasgo, mostraba el plano de
una cámara del tesoro, pero no era una cámara cualquiera. Se trataba de una
estancia acorazada empleada por los antiguos enanos de oriente antes de que se
produjese la terrible lucha contra el señor elemental del fuego Firmaulth y la
consecuente destrucción del reino. Eso significaba oro, gemas y los más
poderosos artefactos.
Pero el plano
era prácticamente ininteligible, además de tener partes en mal estado que
impedían su correcta interpretación; eran runas de escritura muy antigua.
Dedicó años al estudio y descifrado de esa lápida. Incluso consiguió ingresar
(en el rango de aprendiz) en la Orden de los Escribanos de Brunderbar, una
ciudadela subterránea enana; allí se dedican a recoger y compilar toda la
información de su raza. Finalmente, tras estudiar mapas antiguos y lenguaje
extinto y perdido, consiguió descifrar lo siguiente:
“Aquí yacen los tesoros del Señor del Clan Grombur Franthurleson, Noble
Bajo la Montaña y seguidor de Throrkagoden, Señor de los Metales. Que solo un
descendiente de mi estirpe con la Marca de Throrkagoden pueda abrir la puerta.”
No perdió el tiempo. Continuó indagando dentro de la Orden de los
Escribanos, siguiendo los innumerables censos y registros, desde las
migraciones causadas por La Gran Aflicción hasta su fecha. Así dio con Thrórker
Franthurleson, maestro de runas de un reputado clan Dvarer de Norva – Minarr.
No había tiempo que perder, así que abandonó la Orden de los Escribanos y
partió raudo a su encuentro; su mente no albergaba sosiego alguno y el ansia
negra bombeaba la sangre de su corazón.
La fragua del maestro se encontraba en lo alto de uno de los riscos de
la capital, pues los enanos no soportan bien las altas temperaturas. Al aire,
en un formidable balcón rodeado del horizonte, el heredero de Grombur forjaba
aceros de increíble factura; el sol y la luna, así como las tormentas y las
estrellas, eran testigo de ello.
Así, en una noche negra, se fundió con las sombras de la escarpada
montaña y fue reptando sibilino hacia la cima. Hubiera sido complicado colarse,
esquivando los talleres interiores y a sus trabajadores. Usaba para apoyarse y
trepar una cruenta daga: era larga y afilada, con los bordes serrados y un
mango de hueso. Había sido forjada en hierro y templada con la sangre cuajada
de un muerto. La ósea empuñadura provenía de una tibia rota robada en un
cementerio. Pero lo más espeluznante eran las atroces runas que lucían,
verdinegras y retorcidas, en su hoja.
Así el despreciable Grúnik aguardó como una sabandija, imbuido en un
halo de negra invisibilidad, en una cornisa. Como una sabandija agazapada,
observaba a Thrórker: lo veía trabajar con un ayudante, joven, en la fragua. El
noble golpear del poderoso maestro sobre el acero candente y puro en el yunque
comenzaba a exasperar al impuro Grúnik; al igual que la penumbra retrocede ante
la luz pura, las ánimas abyectas tuercen el rumbo frente a almas venerables. Y
así continuó, hasta que el joven ayudante se despidió del señor herrero, el
cual continuó trabajando.
Aprovechando la soledad de la víctima, el además cobarde Grúnik saltó
desesperadamente sobre el enano del Clan Franthurleson. Pero la prisa y el
ansia actuaron en su contra, y Grúnik aterrizó…sobre las ascuas candentes de la
fragua. Por supuesto, Thrórker se sobresaltó; intentó echar mano de su martillo
de forjar. La garganta de Grúnik soplaba vientos de dolor y angustia, mientras
su cuerpo convulsionaba. Manoteando, consiguió salir. La cara estaba desecha,
le ardían la cabellera y la densa barba. Sus párpados eran un recuerdo que
abrigaba unos ahora ciegos ojos ¿Ciegos? No, quizá no pudiera volver a ver una
noche estelar o al viento mecer los pinos en la montaña, pero su consagración a
poderes malditos e insondables le permitiría luchar hasta el último momento y
lograr su objetivo. Renqueante, se puso en pié; su barba y cabellos no eran ya
más que una sucia mancha de rastrojos calcinados. Había perdido la daga, que
yacía bajo un banco de trabajo. Los enanos hacen buenas puertas, y este balcón
era el más alto; nadie oiría una escandalosa muerte.
Thrórker se abalanzó contra él para descargarle un golpe con el
martillo, pero Grúnik lo esquivó, consiguiendo darle la vuelta y saltando sobre
su espalda. Como un lobo famélico, sumergió el desecho rostro en los cabellos y
barba del noble enano para luego hundir sus dientes en la yugular. El bocado
fue terrible. Con mucho esfuerzo, Thrórker se desembarazó de su atacante,
arrojándolo contra el pesado yunque. Como una sabandija histérica, Grúnik
comenzó a liberar los seguros que ataban al yunque y su tocón al suelo; tenía un
pérfido plan en mente.
El herrero lo intentó acometer, pero Grúnik le esquivó rodando por el
suelo. Comenzó a correr por la estancia, intentando agotar al buen maestro cuya
barba estaba teñida con la sangre que brotaba
abundantemente de su malherido cuello. Mareado, Thrórker trastabilló, momento
que el pérfido atacante aprovechó para hacerse con un pesado lingote de acero y
golpearle en el rostro. La nariz crujió y Thrórker se fue derrumbando hasta
chocar contra el yunque; cayó a los pies de este, boca arriba.
Grúnik se situó en el lado opuesto del yunque respecto del maestro
herrero, e hizo acopio de fuerzas. Con esa mole de hierro libre de sujeciones y
un esfuerzo sobrenatural, el deleznable paria lo dejó caer. Sonó un crujir de
huesos y un desgarrado grito de dolor: el yunque aterrizó sobre la cadera de
Thrórker, fracturándola. Yacía prácticamente inmóvil. Grúnik, metódico, buscó
su daga. Cuando la tuvo en las manos, saltó sobre el yunque derribado,
provocando más sufrimientos en Thrórker, que gritaba con los ojos medio
cerrados y desvaído.
Grúnik comenzó a reír; su carcajada era una proclama de la locura, un
cacareo infernal y roto, la culminación de su primer paso a la inmensidad de
los infiernos y un adiós a la vida. Se arrancó los maltrechos ropajes
chamuscados que cubrían su torso y sin mediar un instante más, clavó la punta
de su daga en sí mismo; esta, al reconocer un cuerpo, empezó a vibrar y emitir
volutas de humo verde y brillante. Maníaco y enajenado, comenzó el oscuro
ritual: se arrancó un pedazo de piel informe del pecho, al terminar extrajo la
daga.
Chorreando más sangre sobre el derribado Thrórker, saltó sobre él,
pisándole los brazos para inmovilizárselos. Agarró su barba con una mano y la
cortó con la daga, para verle bien el torso. Arrancó sus ropajes y…ahí estaba.
La Runa de Todos los Metales, la Marca de Throrkagoden. Era un tatuaje místico,
realizado de padre a hijo en algunas familias muy devotas de Throrkagoden.
Aquellos que fueran bendecidos con ella podrían emplear sus poderes para
metamorfosearse en presencia de elementales del fuego, sustituyendo carne y
hueso por cualquier metal; fue uno de los muchos inventos de la raza enana para
intentar hacerle frente a Firmaulth y su legión de fuego.
Pero de nada sirvió en este caso. Grúnik hendió su nigromántica
herramienta en la piel de Thrórker; la daga seguía humeando volutas verdes y
brillantes que viciaban el ambiente. La horrible y ponzoñosa risa del enajenado
villano era ahora coreada por los gritos de socorro del hijo de los
Franthurleson. Arrancó el trozo de piel que contenía al tatuaje y lo situó,
cual cruento parche, tapando la herida que él mismo se infringió al recortarse
su propia materia. La carne comenzó a hervir, la risa maníaca se tornó ahogo
desesperado y Grúnik cayó de lado, dejando inerte el cuerpo de Thrórker.
Las fuerzas se estaban nivelando, la abrumadora magia negra abrazaba al
casi irreductible poder rúnico del tatuaje. Por unos momentos, Grúnik casi es
cobrado por sus demonios internos, pero finalmente la herida se soldó. Ya tenía
en su poder la Marca de Throrkagoden. Se puso en pie, dolorido y maltrecho.
Antes de perder tiempo o tentar a la suerte, recuperó la daga y se escabulló
por una cornisa. Saltó a las sombras y desapareció en la penumbra de los días,
urdiendo más crímenes y peores atrocidades.