Chop, plut,
blop. Un par de ligeras botas chapoteaban al hundirse en los charcos de cieno y
agua del pantano. Era un mediano. Bajito, rechoncho, ataviado de pardo salvo
por el llamativo chalequillo de verde esmeralda, y cubierto con una capa de
lana con capucha que tal vez hace años fuese verde también. De su costado
pendía un zurrón remendado y con un bordado en plata de dos C enlazadas,
símbolo mediano para los mensajeros.
-¡Ay ay
ay!-chilló el mofletudo mediano mientras daba un salto a la carrera. Una
serpiente se arrojó desde un arbusto al interior de una poza-¡Válgame Fit
patrón de los ladrones!-gimoteó mientras se escabullía correteando por entre dos
rocas con la marcha acelerada.
Si por algo es
conocido el Pantano Azufroso es por devorar a todos los incautos que ponen un
pie en sus malolientes y húmedas tierras. Desde luego dista mucho de las
Colinas Esmeralda, tierra de medianos, al otro lado del Gran Barranco del Río
Miknas. Este lugar es sombrío y tóxico desde tiempos inmemoriales, tanto que
sólo algún Dragón se ha atrevido a vivir en él. Aunque tal vez alguien más deba
vivir aquí, para atraer a un mensajero tan peculiar. Y menos, al anochecer.
-¡Arg, como
hiede aquí!-decía el mediano mientras se aferraba contra la cara un pañuelo
preparado con hojas de lavanda-¡Después de esto espero que me paguen con
oro!-exclamaba para sí, exigente-¡O con vin…Uuua!
De repente dejó
de haber tierra (o barro) bajo sus pies y cayó de bruces un par de metros sobre
lo que de entrada le pareció un montón de lodo cálido. Era una pila de
excrementos. Se recompuso lo mejor posible, mientras se maldecía a sí mismo y a
ese condenado lugar sin sol, brisa ni pastelitos de grosellas. Todo el enfado
se le bajó a los calzones cuando vio delante a cuatro figuras algo más altas
que él, pero mucho más gordas y abultadas (algo encomiable) y que respiraban
como fuelles rotos y despedían hedor a carne pútrida y sudor agrio.
-¡Atrás, soy un
Correo Corredor y he de entregar un mensaje!-dicho esto, desenvainó un cuchillo
ancho y chato, más apropiado para filetear un rico lomo de buey que las orejas
de un enemigo fiero.
Las cuatro
criaturas, en la penumbra rieron, o eso creyó entender él. Pronto reconoció sus
narices abultadas y deformes como un tubérculo a medio masticar, además de unos
ojos pequeños y maliciosos en contraposición a su boca de sapo con filas de
dientes superpuestas. Un escalofrío le recorrió el espinazo, dejando caer el
cuchillo. Leprekroms. Las criaturas más sucias, hediondas, hambrientas y despreciables
de todo Idnagar. Se dice que con un par de docenas se podría convertir toda una
Granja-Clan de los medianos en una montaña de excrementos en cuestión de tres
jornadas.
Antes de
razonar qué era ese líquido caliente que le bajaba por la pierna, la cabeza de
una de las criaturas estalló, dejando caer (o rodar) al cuerpo como si fuese
víctima de una apoplejía espontánea, y salpicando sangre y sesos. Las tres
criaturas restantes tardaron en percatarse y miraban aún con la sonrisa
deformada por sus bocas a su compañero inmóvil, cando al segundo un gran mazo
de roca le atizó de retorno en su cara, hundiéndola con un sonido de crujido y
chapoteo. Intentaron blandir dos toscas hachuelas de piedra contra su atacante.
La imagen del agresor quedó gravada en las retinas del mediano para toda su
vida: Un enano, vestido con el cuero de alguna criatura escamosa de tonos
verdosos y pardos, con su melena y barba negras como la obsidiana revueltas por
el movimiento.
Poco más vio
antes de que maniobrara con su mazo, partiendo en mil esquirlas la hoja de un
hacha y tras esta hendir el pecho de su dueño, cuando el arma del restante
oponente rebotó contra su hombro guarnecido por esa misteriosa piel. Con una
mano rápidamente sujetó el hacha por el asta, he hizo descender su mazo en
diagonal contra la rodilla del leprekrom. El ominoso pariente de los trasgos
calló gimoteando, croando como un sapo en una prensa, cuando el enano alzó el
arma lentamente sobre su cabeza, y la dejó caer a peso sobre el esternón del
oponente vencido. Dos veces. Una por desquite.
Erguido,
dirigió sus ojos de fulgor ámbar hacia el mediano, como si por un momento, al
verlo cubierto en porquería y con la cara descompuesta, pensara en reducirlo a
una quejumbrosa masa informe de huesos rotos, con el borbotear y desinflar de
cuatro cuerpos que pasarían por defenestrados desde la más alta torre jamás
vista. El mediano fue más rápido:
-¡Quévelin,
mensajero!