Saludos, coimas y barraganes. Aquí traigo, como muchos me han pedido, mi relato ganador en cierto concurso que organizó Tercio Creativo, una empresa de miniaturas nacional dedicada a recrear en un universo paralelo al s. XVII los maravillosos encontronazos a capa y espada que tanto gustan por estos lares míos. La bases eran, resumiendo, crear un personaje de estética "gala" (gabacha) en dos páginas. Este es el resultado. Ahora lean, o no.
---X---
Pascal "Le Mort", el Galo Muerto
Hijo de un ahorcado y una
meretriz que finó su vida al traerle al mundo, Pascal creció triste y torturado,
lejos de misericordias, en la frontera entre tierras galas e Iberia, por
supuesto del lado galo. Fue un niño de mirada lacrimosa, que no llorón, así
como de tez pálida. Se crió en un hospicio, donde lo vendieron a un matrimonio
de granjeros que tuvieron a bien emplearlo de pastor, lechero, bracero, leñador
y cuantos oficios fueren menester con tal de ahorrar moneda. Cuando se hubo
hartado de correazos en el lomo y sopas de cebolla, corrió dando de cabeza en
el ejército, sumidero de patanes, fugitivos, bravos y matasietes. “Si polvo soy
y en polvo me convertiré” se decía Pascal, “muerto soy y en muerto os
convertiré”. Nunca fue buena idea poner filo en manos de mente torturada.
A las dos semanas de haber ingresado como mozo
de cuadras en un regimiento de caballería, hirió de muerte a otro mozo al
reírse este de él llamándole “fantasma de rata”. La noche víspera a su
ejecución se produjo una encamisada, un asalto nocturno al campamento, por
parte de los soldados del Duque del Alba. Aprovechó la confusión para huir,
resultando herido y llegando enfermo y maltrecho cual muerto viviente a un
fortín aliado, donde fue ingresado como ayudante del armero. Su aspecto
enfermizo seguía provocando burlas y chanzas a pesar suyo, pero lejos de la
lástima, su mente ofidia maquinaba la venganza. Una noche se coló en
barracones, daga en mano, y empezó a hacer eterno el sueño de sus jocosos
camaradas. Airoso habría salido de aquella de no ser por un sargento que,
desvelado al fondo del barracón, limpiaba su pistolete. Se llevó Pascal un tiro
que lo tiró de bruces en cuanto el sargento levantó un ojo. Dándolo por muerto,
el curtido soldado corrió a buscar a un capellán, pues poca solución podía
poner un cirujano ya a las gargantas abiertas. Cuando volvió con el clérigo,
donde había estado el enclenque y enfermizo Pascal ahora solo había una mancha
de sangre. La credibilidad en las palabras de un veterano y los temores de un
sacerdote, unido a hechos futuros, alimentarían su leyenda.
Pascal, lejos de la inmortalidad
de un fantasma en pena, huyó con el lomo herido hasta una aldea cercana, donde
dio la poca plata que llevaba encima por que le curasen, alegando haber sido
asaltado. La bala entró y salió por encima de un riñón, herida tan limpia como
sangrante. Fue sanado y atendido por un modesto barbero local y su esposa. En
cuanto le creyeron dormido, Pascal se deslizó por la casa hasta encontrar a sus
anfitriones, degollándolo a él mientras obraba en la letrina y a ella en el
lecho; temía ser entregado a la ley a cambio de recompensa por lo acontecido en
el fortín. Las noticias de un matrimonio asesinado durante la noche por un espectro
corrieron como la pólvora, sumado a las historias que contaban los soldados de
la frontera.
Y así, malsano y enfermo de
cuerpo y mente, Pascal vagó alimentando las historias sobre un individuo
mortecino, apagado y tristón que se aparecía bautizado en sangre para dar muerte
en las oscuras noches. Habría continuado
la leyenda de no ser porque un gobernador local, harto astuto como para no
creer en fantasmas y viendo que una mancha así fuese a dañar su imagen,
consiguió apresar a Pascal a fuerza de tretas y trampas. No obstante, lejos de
ajusticiarlo, decidió devolverlo al ejército: indultaría a una bestia que
tendría por estandarte el terror, pues las desgracias de su vida corrieron por
bocas de mercenarios y contrabandistas propios de las idas y venidas
fronterizas. Años después, cuando Pascal era ya un hombre recio y extrañamente
vivo, hecho y deshecho por estocadas, cirujanos, tiros y barberos, se declaró
guerra abierta a Iberia. Muchas muertes se le atribuyeron, desde recios
soldados a bisoños mochileros. Muertes como las que oficiaría en aquella
terrible noche de Noviembre, en un puesto de artillería junto a un paso de
interés comercial que conectaba Iberia con los mercados del Norte…
Artilleros, soldados y mozos
mochileros no cedían un palmo de tierra, a coste de sangre, acero y
maldiciones. En tierra de frontera y al amparo de la luna muerta y negra un
grupo de galos provistos de armas ligeras había pillado imprevisto a un
emplazamiento artillero de los Tercios, pero ni la noche ni la sorpresa
arrancan el coraje y la determinación de unos soldados curtidos en el orgullo y
la batalla.
Los asaltantes, unos treinta,
habían acribillado a pistoletazos y granadas a los soldados dormidos, habiendo
previamente aireado los gañotes de los centinelas. Lo que estaban comprobando
los galos es que los soldados de Iberia, ya fuesen seguidores del Antiguo Régimen o al mando del
Duque del Alba, nunca están malheridos, sino en todo caso mal heridos, pues aún
teniendo las tripas colgando, el más bisoño de todos ellos se las terminaría de
descolgar para ahorcar al enemigo. Pistolas descargadas y muy ajustados para
soltar pólvoras mayores, se medían con aceros. El objetivo era hacer tiempo
mientras los zapadores desmantelaban los soportes de madera de los cañones y
les cerraran los agujeros para detonante con una puntilla gruesa. La tarea se
vislumbraba ardua pues el capitán de los soldados allí destacados, un coloso
ibero de mirada fiera y espada prendada de carne ajena, componía un obstáculo
irreductible y piral de moral para sus hombres.
De esta forma el tiempo, cruel e
invencible enemigo de mortales, apostaba en contra de los galos. Los zapadores
no trabajaban bien ni rápido, teniendo que empuñar las armas y soltando las
herramientas constantemente por el arrojo de los iberos. Si seguían así,
habrían de huir, cosa poco aconsejable si uno no quería enfrentarse a una
acusación de deserción o desacato. La otra posibilidad era seguir trabajando a
duras penas, hasta que llegasen refuerzos iberos alertados. La muerte era el
único final, y la solución.
De entre el grupo de galos
emergió una figura. No era alto, ni fornido. Ni siquiera parecía vivo. Tez
pálida, enferma, ojos perdidos. Un mostacho negro, cano y seco a juego con unos
cabellos lacios y fantasmales. Por vestiduras, ropa dura y vieja como él. La
coraza, única armadura, era de acero abollado y agujereado, testigo de tiros y
centellazos. En una mano una espada, fina y larga, de cazoleta rumiada en
torbellino de cuchillas más que testigo de batallas. En la otra, un objeto
terrible: un broquel, de puro acero, con una cruenta calavera de mandíbulas
desencajadas representada en él; innegable era el macabro humor del herrero
artífice pues en el centro de la pequeña rodela imperaba un filo plano y
puntiagudo, como ancha daga, simulando ser la lengua del cráneo representado.
Su aspecto pues era terrible.
Los iberos, de solo verle,
apretaron los dientes y doblaron el esfuerzo. Todos lo conocían, todos sabían
quién era Pascal le Mort, o como lo nombraban entre tragos los hombres del
Duque, el “Galo Muerto”. Y es que de nada sirve el mejor acero si los más
valientes hombres creen tener que enfrentarse a algo que muere todos los días y
resucita todas las noches.
Los amigos le abrían hueco y los
enemigos lo miraban con recelo, y así encabezó a los galos topándose primero
con el capitán ibero, comprendiendo todos los galos al instante que esa presa
correspondía al pálido Pascal. Frunciendo su ceño y los lacrimosos ojos en la
mirada de toro bravo del capitán, se puso en guardia. Comenzó la danza de la
muerte, en la que el galo marcaba el compás.
El capitán, duro y tenaz,
asestaba golpes fieros, arrojados, despreciando la integridad propia. Pascal,
como una marioneta accionada por un macabro comediante, danzaba con su
fisionomía de espantapájaros encerrado en una coraza raída. Respondió a una
estocada con una finta, procuró un buen tajo a la parte trasera de la rodilla
del capitán enemigo y un golpe horrible en su muñeca diestra, desarmándolo.
Antes de que se diera cuenta, el vigoroso oponente estaba rodilla en suelo y
tanteando para sacar una daga de vela, cuando Pascal le dio el beso de la
muerte.
Le propinó un rodillazo en el
poderoso mentón y cuando el capitán alzó involuntariamente la vista, le
sobrevino la muerte. Con un golpe certero y magistral, Pascal coló la lengua de
acero de su macabro broquel por el hocico del vencido, haciendo saltar dientes
y sangre para luego atravesarle la garganta y hacerle asomar la punta ahora
bermellón por debajo del cogote. Extrajo el arma, que produjo un grimoso sonido
de succión, y pateó al cadáver que cayó inerte, postrado. Los galos lucharon
enardecidos por su líder y los iberos, pasmados, recularon. Se venció la
escaramuza y se silenciaron los cañones dormidos. Los pocos mozos y soldados
jóvenes que huyeron contaron lo sucedido, regado por vino y lágrimas y la fama
del Galo Muerto siguió recorriendo fortines, tabernas y corazones temerosos.
Tras la máscara de la leyenda
habita un hombre, un muerto en vida, que derramará tanta sangre amiga o enemiga
como pueda por vengarse de un mundo que no le concedió hogar, familia ni
tregua.