A los que la presente vieren y entendieren:
Como todo en el ciclo vital, esta trilogía de relatos cortos llega a su fin. Es mi más sincero deseo que disfruten con las venturas y desventuras del buen Don Hernán Ramírez Salazar, soldado de los Morados Viejos de Sevilla.
Para quien andase distraído, ruego lea antes el relato del Descalabro bajo santa mirada para orientarse sobre el porqué de los acontecimientos que se narran a continuación.
Sin más, espero que disfruten.
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Una lúgubre
mañana de domingo. El cielo encapotado, gris. Las únicas aves eran cuervos, en
silencio; estaban apostados en un olivo torcido junto al camino. El viento
soplaba frío y húmedo, agitando las ropas de los presentes con parsimoniosa
continuidad.
Cuatro reos en
el patíbulo, dos mujeres y dos hombres. Maniatados, con una soga corta que
amarraba cuello y poste con el mismo nudo: de esta manera se mantenían
forzosamente erguidos. Maltrechos, la mirada perdida…muertos en vida. Los
sambenitos y las corozas sucias. Cuatro esperpentos de personas traídos hasta
allí en cuatro asnos viejos, que descansaban a pocos metros del tablado. Y en
torno a todo esto, un gentío propio de ferias y otras congregaciones.
Un cierto
perímetro guardado por alabarderos permitía administrar los preparativos del
auto de fe a varios miembros del Tribunal del Santo Oficio; contaban con un
púlpito desde el cual el relator podría leer las acusaciones. Labriegos,
carreteros, obreros y otros pobres diablos se agolpaban con sus mujeres y
niños, haciendo comentarios, murmurando. Alguna pareja o grupo reducido de
gente de postín, conversando. No faltaban los afortunados subidos a una carreta
o montura, contando así con vista privilegiada. A más inri, valga la poca
gracia para los reos, incluso se paseaba alguna moza vendiendo frutos secos,
sino un mozo cargando con un pellejo de vino templado al que daba buena salida.
Porque si algo
ha caracterizado al pueblo español, es la facilidad de hermanamiento para
formar turbas, malos juicios o acusaciones a dedo comunal. Y algo como un auto
de fe, donde viles herejes declarados se prenden como estopa embreada, era un
auténtico espectáculo local. No obstante, hay una debida explicación para todo
esto, que se remonta a varios días antes…
La situación se
volvía insostenible para Hernán. Él era soldado profesional: su deber consistía
en combatir al enemigo de la nación en el campo de batalla, cara a cara. Cierto
es que participó en encamisadas, pero al fin y al cabo seguía enfrentándose a
otros soldados profesionales. Lo ocurrido los últimos días ensombrecía sus
pensamientos.
Cierto es que
tuvo un altercado evitable en aquella taberna de Triana, pero aún así fue con
otros soldados y por motivos de honra. Pero, ¿y aquella noche? Junto a la
Omnium Sanctorum, la Iglesia de Todos los Santos. Esperó en las sombras a que
pasara su objetivo, un hereje, o eso creía él. Coligado con una prostituta,
saltó de la negrura de la noche para dar muerte como un vil asesino. Fulminó a
dos hombres inocentes, presa de un error; eran dos actores que pasaban por allí
casualmente. Además, y por segunda vez desde que aceptó la misión, tuvo que
huir de la ley.
La muerte de
esos dos inocentes lo trajo por el camino de la amargura y el vino. No pudo
sino plantearse la de posibles inocentes que pudo haber matado en las batallas.
Actores. Porque, ¿acaso no se vestía el mismo, disfrazado, en la guerra? Son
esa armadura de tres cuartos en su puesto de piquero de coselete. ¿Acaso no era
él un hombre que luchaba por defender su patria? Es más, ¿era su deber defenderla
fuera de sus límites abarcables? ¿A cuántos patriotas de la nación equivocada
atravesó con la moharra de la pica? Comprendió cómo se sentía cada vez que
hacía uso del derecho natural, cada vez que era abanderado de la ley del más
fuerte: le daba asco.
Por otro lado,
seguía notando esas tibias cadenas que apresaban su corazón. Todos esos
juramentos, esa vida en su tierra, las raíces de su existencia. No podía
permitirse siquiera imaginar que su España se viera truncada por la invasión
destructiva de otro pueblo, un pueblo de otro credo y maneras. Él era un
soldado español, y a los soldados españoles les enseñaban a apretar los dientes
y vender caro el pellejo. Sólo los muertos tienen derecho a huir.
Aquella mañana
no le molestaba el soniquete de la persiana contra la madera. De hecho, ya no
era por la mañana, se acercaba la hora del almuerzo. Aunque eso él no lo sabía,
le daba igual. De repente le dolía estar en la cama, se sentía sucio en su nido
de serpiente. Se levantó, perdió el equilibrio y cayó hincando una rodilla.
Había bebido mucho esa noche, como corroboraban varios odres vacíos diseminados
por el suelo. Se puso en pié, mareado, y
fue trastabillando hasta sus ropas.
Comenzó a
vestirse: primero las calzas, las botas…y antes de echar mano del jubón tuvo
correr hasta el bacín de barro que tenía junto a la cama, donde devolvió buena
parte del vino. A duras penas, se recompuso, aseó y terminó de vestir. Fue
abajo, a dar los buenos días a doña Eusebia y pedirle algo de comer.
-Buenos días,
Don Hernán, aunque no sea hora de decirlo –la mujer estaba acostumbrada a
tratar con soldados, así que no quiso hacer demasiado énfasis. Seguía
entretenida recogiendo algunas escudillas.
-Dejémoslo en
que ha salido el Sol, mi buena Doña Eusebia. Sírvame pan y agua –era lo primero
que decía en la mañana. Tenía la voz pastosa y entrecortada.
-¿Sólo? Parco
alimento, ¿algo de vino? –ahí la veterana mujer no pudo evitar la sorna.
-Voto a cien,
no –dijo tras soltar capote y sombrero en una silla. Se disponía a sentarse.
Esa mañana
salió sin la espada ni el coleto. No se sentía cómodo con sus herramientas, se
veía a sí mismo como un carnicero con el cuchillo y el mandil. No obstante,
tenía ya suficientes cicatrices y sangre de menos como para no ser previsor,
así que tenía la daga de vela enfundada junto a los riñones, al lado derecho.
Caminaba como
un autómata por las calles. Pasaba de largo a tratantes y vendedores. Ignoraba
a mendicantes, ya tuvieran tonsura o hambre. Sólo se detenía para dejar paso a
cabalgaduras o bestias de tiro, y en caso irremediable. Sus pasos lo conducían,
como un insecto infame, al pérfido olor de la Plaza de Curtidores. Iba a buscar
a Juana la Costurera, esa alcahueta. No la veía desde que concertó en ella los
tratos de una coima para atraer a Waltz, y en vista de que el fulano en
cuestión se libró por los pelos, ahora esa fulana es la única que sabría dónde
encontrarle. Deseaba terminar con todo esto cuanto antes.
Cuando se quiso
dar cuenta estaba ante la desvencijada puerta, en un callejón limítrofe a la
plaza. Dio dos golpes fuertes y separados y dos más suaves y seguidos. Notó
como alguien se acercaba a la puerta por el otro lado.
-Somos pobres y
nada tenemos –dijo en voz queda una anciana.
-A ponerle
solución vengo –gruñó Hernán, algo molesto.
La puerta se
abrió precedida por el crujir de cerrojos y batir de tablas. La simple visión
de la anciana, jorobada y nariguda, ya repugnaba a Hernán. No por su aspecto,
sino por tener que tratar con una criatura más podrida por dentro que por fuera,
si quería solucionar sus problemas. La vieja hizo intento de sonreír con esa
boca de almenar, que recordaba a las protecciones de una muralla tras las que
se esconden los infantes debido a sus huecos. Hernán la cortó.
-No sueltes ni
un alago, no tengo ganas de bromas –pronunció lapidario Hernán. Hizo ademán de
acomodarse, soltando sombrero y capote.
Él se sentó
primero. La estancia era conocida: aparte de la mesa y sillas viejas, había
algún saco o cesto por las esquinas, una escalera sin barandas al piso superior
y una cortina en la pared que conducía a la alacena, de donde la vieja volvió
con dos vasos y una jarra. Se sentó y ofreció vino a Hernán, que declinó la
oferta. Ella tampoco bebería.
-Dónde puedo
encontrar a la muchacha –miraba fijamente a los ojos de la anciana. Hernán
tenía el rostro abatido por el cansancio.
-No estoy
segura de a qué muchacha se refiere vuesa merced, ¿acaso… -ya iba a comenzar
con una de sus peroratas. Hernán la cortó de una palmada en la mesa.
-No quiero
sortilegios. Dónde puedo encontrar a esa puta tuya que acordamos iría con el extranjero
–los ojos de galeote castigado se tornaban de perro rabioso.
-Tiene una
habitación en una posada cercana, Casa de Julio Infante. Dos calles abajo. Se
llama Antonia. –dijo la anciana. Tironeaba nerviosa de su vestido remendado, y
señalaba con la mano libre.
Hernán se
levantó, seco. Hizo sonar dos maravedíes en la mesa y se fue presto. Sin
despedirse.
No le llevó
tiempo dar con la posada. Entró sin demora, esquivando a un hombre con el
rostro colorado que se tambaleaba al exterior. Dentro olía a guisado, a vino y
a madera. Se fue directo al primero que le parecía ser el tabernero. Un tipo
cuajado en años, entrado en carnes y con
una abundante pelambrera gris. Estaba acomodando unos cueros de vino sobre una
mesa sin sillas junto a la pared.
-Buen día,
gentil hombre –dijo Hernán. Procuró sonar amable. No habló muy alto.
El tabernero se
giró, soltando los pellejos de vino en el montón. Tenía una mirada viva y
parecía predispuesto a la sonrisa.
-¡Buen día,
caballero! ¿Puedo servirle? –habló mientras se sacudía las manos en el mandil.
-Eso espero.
Vengo buscando a una dama, por nombre Antonia. ¿Sabríais vos indicarme dónde la
he de hallar?
-Oh, no. Aquí
no se hospeda Antonia alguna –dijo el hombre, sacudiendo las manos en el aire y
desviando la mirada al suelo.
-¿Estáis
seguro? Tengo interés galopante en verla –y Hernán tomó una mano del tabernero
con las suyas, y depositó en ella unos buenos argumentos.
-Ah, bien.
¿Dijo usted Antonia? Había creído oír otro nombre. Suba usted a la segunda
planta, y tal cual esté en el pasillo, la tercera a la derecha. Llámele usted
tres veces a la puerta.
Hernán asintió
complacido. El tabernero le dio unas palmadas en la espalda mientras apretaba
el dinero con la otra mano y miraba nerviosamente alrededor. Desde hace pocos años,
la prostitución estaba condenada por el Santo Oficio.
Hernán subió
las escaleras, pensando en el plan de acción. Algo nervioso, se dirigió a la
tercera puerta a la derecha. Tocó tres veces.
-Espere
vuecencia un segundo –respondió la voz de una joven desde dentro.
Efectivamente,
se trataba de una joven. Bastante linda incluso. Ojos claros, piel morena. El
cabello suelto, castaño. Una sonrisa forzada, cierto, pero unos dientes
ordenados y limpios. Figura delicada, curvas suaves. Hernán se esforzó en recordar
que tenía que matar a un hereje.
-Noble es el
caballero que llamaba a mi puerta. Pase, si me hace el honor –la chica tenía
una voz encantadora. Hernán pasó con un caminar tranquilo. Ella cerró la puerta
tras de sí.
La habitación
olía a perfumes. Tenía un tocador sencillo, provisto de espejo y multitud de
artículos que multiplicaban la belleza o escondían las fealdades. Un armario a
considerar estaba apoyado en la pared contraria al mueble anterior. Una buena
cama. Hernán optó por soltar capote y sombrero. Sin que sirviera de precedente,
abandonó el cinturón de la daga con la misma junto a las otras dos prendas en
una silla. Tomó asiento. Ella le ofreció un vino que aceptó de buen grado. Todo
estaba iluminado por sonrisas y un tragaluz.
El ambiente
resultaba analgésico para Hernán. A la sombra de esa chica, olvidaba parte de
los pesares. No obstante, haciendo alarde de fatalismo, imaginó gran cantidad
de penurias que habrían llevado a esta chica a desempeñar el oficio. La de
patanes y hombres despreciables que la habrían tratado. O simplemente era una
hábil bruja, una víbora camuflada con escamas de candor.
-Vengo en
nombre de Juana la Costurera –espetó, como un rayo. Dicho eso, vació de golpe
el vaso de vino, y torció el gesto.
-¿De quién,
decís? –a la muchacha le tembló momentáneamente la sonrisa al oír el nombre.
Hernán, atento, se percató.
-Juana la
Costurera. Hace las veces de alcahueta. Te pagó para que acompañaras a un
austriaco llamado Waltz, hace varias noches. Presenciaste un asesinato –lo
soltó de corrido-.
La muchacha
hubo de apoyarse en la mesa. Las manos comenzaron a temblarle y desvió la
mirada, como buscando un agujero milagroso por el que saltar. Hernán la tomó de
la mano.
-Solo quiero
que me digas dónde puedo encontrar a ese hombre –y ambos se miraron fijamente a
los ojos- debe rendir cuentas a la ley.
“Ley” es una de
las palabras que pone nerviosa a una prostituta. Y ante el semblante de Hernán,
la chica no se pudo resistir. Como quien dice, solo tenía que señalar con el
dedo.
Y así, varias
indagaciones más tarde, Hernán pudo dar con otra posada. Una más próxima al
puerto, de medio pelo. Había buena confluencia de soldadesca variada, con la
premisa de que ninguno era de Sevilla. También abundaban los mercaderes
itinerantes.
Finalmente, dio
con él. El mismo tabernero del lugar le aseguró que la habitación estaba a
nombre de un tal Waltz, gracias a los maravedíes que le costó. Tenía la mano
suelta para el dinero últimamente, prefería la pobreza a la asfixia del alma.
Incluso frecuentó la taberna de la posada, rondando al tal Waltz, para
cerciorarse de que lo llamaran por su nombre. Efectivamente. Parecía alguien
importante entre los lansquenetes, pues los demás lo trataban con cierta
disciplina marcial más allá del respeto profesional. Observó Hernán que no era
tampoco rudo ni descortés: trataba bien al servicio, solía invitar a los que
compartían su mesa e incluso lo vio dar limosna en un par de ocasiones.
Por un momento,
Hernán se contentó con haber dado con un fulano dotado con trazas de
caballerosidad, eso le facilitaría el trabajo. Así pues, comenzó a rondarle, y
una tarde tuvo la oportunidad. Waltz caminaba a solas por un callejón que
daba a la parte trasera de unas casas
por un lado, y a una muralla vieja por el otro. No se lo pensó dos veces.
-¡Waltz!
–pronunció en voz alta Hernán.
El aludido se
dio la vuelta y observó al español. Hernán desenfundó la espada ropera con la
diestra y la daga de vela con la zurda. Su sombrero y su capote estaban ya en
el suelo. No llevaba el coleto, ni siquiera el jubón. Solo la camisa bien
sujeta por una faja. La testa descubierta. Quería ser ligero, limpio y audaz
para terminar a gusto el maldito asunto.
Al barbudo le
sobraron argumentos. Iba ataviado característicamente. El jubón, muy adornado y
de mangas acuchilladas, era de verde claro y amarillo chillón. Los greguescos
eran rojos, y las calzas dispares: una verde con líneas verticales azules y la
otra entera amarilla. Los zapatos de cuero negro. En las rodillas, además,
tenía flecos y cintas de vivos colores y atadas en lazo. La poderosa testa
cubierta con un tocado de plumas. Por todo esto parecería un bujarrón apoderado
de no ser por las dos características fundamentales que distinguen a un soldado
entre multitudes.
Para empezar,
la mirada. En un santiamén midió mentalmente a Hernán, y sus dos ojos celestes
como carámbanos viejos se hicieron uno con los movimientos del español. Lo
segundo, su espada: una katzbalger propia
de su gremio. La desenfundó metódicamente. Era sobria, a diferencia de sus
ropas. La hoja ancha y corta, con tres acanaladuras. La guarda en forma de “S”,
con los gavilanes hermosamente retorcidos. El mango y pomo, una sola pieza, en
forma de cono, con la parte más fina tocando con la guarda. Una buena
herramienta.
Primero se
echaron tientos. La espada de Hernán era más larga, fina y flexible. Podría
cortar, pero el objetivo era atravesarle de un centellazo. Además tenía la daga
de vela en la zurda, con una buena cazoleta para parar algún golpe o hincarle
la aguzada punta. No obstante, la pesada y ancha (aunque corta) espada de Waltz
podría mandarlo con Caronte de un solo mandoblazo.
Aunque más alto
y robusto que Hernán, Waltz se movía con destreza. Ambos operaban con las
piernas algo flexionadas y haciendo uso de juegos de pies. Hernán quiso hacer
una finta por ver si le tomaba un punto muerto, pero el grandullón le practicó
un envite que lo empotró contra la muralla del callejón. Casi lo acorrala:
Waltz aprovechó el instante de conmoción para lanzarle un espadazo a la cabeza,
que Hernán esquivó agachándose. La espada impactó contra la centenaria piedra
produciendo chispas, a las que precedió un quejido seco del austriaco: Hernán no
pudo trincharlo con la ropera a falta de espacio, pero le dio una buena
puñalada en la cara interna del muslo.
Así, el
oponente ya estaba tocado. Para desgracia de Hernán, el austriaco se volvió
preso de la furia. La misma barba le temblaba y se descubrió la cabeza de un
manotazo. Llevaba el pelo muy corto y una cicatriz le recorría desde lo alto de
la testa hasta casi la oreja izquierda. Perlaba el sudor en su frente.
Tuvo entonces
Hernán que actuar a la defensiva, dejando que se cansara. Y es que Waltz la
emprendió con furibundos espadazos, con ira renovada por su sangre, como si
fuera un jabalí. Y tales eran los golpes, que uno se fue directo al tercio de
la hoja (es decir, la zona central) de su ropera para partirla. “Guerra le
tienen estos al acero hispano, voto a Satán. Otra espada muerta”, pensó Hernán
para sí. Pero como soldado previsor, Hernán no se desprendió de la espada rota.
Waltz comenzaba
a cansarse de enarbolar su espada. Sus lujosos ropajes le daban calor, y el
español se movía rápido y ágil. Además, la herida del muslo chorreaba
ininterrumpidamente. Sería cuestión de esperar, pero Hernán no podía
permitirlo. El hombre se defendía bien y había que terminar la contienda sin
tachas en la honra de los dos partícipes.
Así pues,
Hernán hizo uso de arrojo y se coló dentro del radio de acción de la katzbalger. Como un rayo, hincó la daga
de vela en las tripas de Waltz. Este lo sujetó con su pesada mano por el
pescuezo, con los ojos muy abiertos y enseñando los dientes. Con el último
aliento, hincó la punta de la espada en el costado izquierdo de Hernán, que
soltó la daga para retirarse y desarmarlo de un golpe de la espada rota en los
dedos.
Waltz cayó de
rodillas, con las manos muertas, observando la daga del español hincada en sus
tripas y vertiendo su sangre por el empedrado. Se metió la mano derecha por el
hueco del cuello del jubón, y agarró algo. Miró al cielo, cerró los ojos y cayó
boca abajo.
Hernán se dejó
caer apoyado en el lado opuesto a la muralla, el de la parte trasera de casas.
Le temblaban las piernas. No por el esfuerzo ni por la herida (que no era gran
cosa), sino por el peso. Los nervios de haber terminado con algo que dejó seria
impronta en las últimas semanas de su vida. Hizo el gesto de santiguarse y se
puso en pié. Tenía la camisa empapada en sudor. Recuperó jubón, capote y sombrero.
Se dirigió al difunto y tiró del brazo derecho del austriaco para darle la
vuelta y poder recuperar su daga. Cuál fue su sorpresa cuando al tirar extrajo
la mano del muerto de entre sus ropas y pudo observar a qué se aferraba. Un
crucifijo de plata, que reconoció rápidamente como los que suelen hacer los
orfebres sevillanos. “Estaba bien metido en su papel, este hereje hideputa”.
Extrajo la daga, la limpió y envainó. Se puso en marcha para quitarse de en
medio.
El destino se
truncó en su retirada. Tres corchetes lo estaban esperando en la boca del
callejón, a punta de pistola. El de en medio espetó:
-En nombre de
la ley, dese preso por el asesinato del Capitán Abelard Waltz al servicio de su
majestad.
Mil cosas se
hubieron de pasar por la mente de Hernán en esos momentos. “¿Cómo saben quién
era? ¿Qué diablos hacen aquí apostados? Y si sabían que estaba allí, ¿por qué
no me detuvieron? Yo maldigo la impronta de mi funesta calavera”. Hernán no
pudo más que dejarse tomar preso. No quería morir abatido a tiros como una
bestia. Lo montaron en un carro de jaula ya dispuesto y lo condujeron a su
presidio. Se le heló el alma cuando se percató de la dirección que tomaban: el
Castillo de San Jorge, sede del Tribunal de la Inquisición.
No hubo
explicaciones. Lo despojaron de todo salvo las calzas y lo arrojaron a una
celda. No había más luz que las antorchas en las columnas del pasillo central.
Su habitáculo tenía una sola pared de roca, igual que el suelo y el techo; las
otras paredes y la puerta eran de reja. Esa noche lo apalearon como a un perro,
llamándolo hereje, impío y traidor. Intentó defenderse, incluso consiguió
lastimar a un guardia. Inútil. Terminó colgado por las muñecas, con grilletes
de hierro, sin que los pies tocaran el suelo. “¡Hideputas! ¡Cobardes!
¡Soltadme!” se atrevía a decir, y no callaba hasta quedar inconsciente por los
golpes.
Tuvo compañía a
la mañana siguiente. Era otro soldado de los Morados Viejos. Juan Casal, uno de
los soldados que recibieron la misma misión que él. Como Hernán, era moreno y enjuto,
pero no tenía barba y su mirada era más cándida. Su estado era lamentable:
venía mal herido, como de una pelea a espada. Lo arrojaron como a un saco de
huesos y quedó postrado en el suelo. Hernán seguía colgado y entumecido.
-¿Juan? ¿Juan
Casal? ¡Amigo! –pronunció como pudo.
-¿Hernán? -dijo
alzando la vista- ¿Hernán, eres tú?
-O lo que queda
–habló Hernán, con la vista casi ida- ¿Te han traído los corchetes?
-Previos
espadazos, sí –rió Juan. – y a Federico, al Toro y a Pelayo los han pasado por
el cuchillo. Los intentaron tomar a la vez, pero en vista de que se resistían,
terminaron con ellos.
Hernán lo miró
espantado. Eran los otros tres soldados con las mismas órdenes. ¿Qué diablos
estaba pasando?
-¿Y el
Sargento? ¿Han matado al Sargento Olivares? –Hernán estaba nervioso, intentó
acomodar la cabeza para mirar a Juan, que a su vez se incorporó con una mueca de esfuerzo para sentarse frente
a él. Juan tenía la cara de un muerto.
-Lo último que
supe de él es que lo mandaban a Orán.
-¿A Berbería?
–Hernán descompuso la cara. Era un destino funesto que incluso los galeotes
despreciaban. De repente, todos los implicados en la búsqueda y muerte del
maldito Waltz estaban siendo o habían sido suprimidos.
-¿Y tú, Hernán?
¿Te asaltaron de improviso anoche?
-¡No! ¡Maté a
Waltz en la tarde de ayer! ¿A los otros compañeros, cómo los mataron?
-Vi como se
enfrentaban a varios corchetes en una taberna. Yo mismo me dirigía allí, pero
llegué tarde. Iban a tiro hecho –Juan se sujetaba un espadazo en el costado,
aún salía sangre. Tenía la cara blanca.
A Hernán le
hervían los sesos en la cabeza. Estaba aturdido. Entonces, se abrió la puerta
de las mazmorras y entraron los carceleros. Traían dos mujeres y un hombre. Y
Hernán los conocía a todos. Eran Juana la Costurera, la joven meretriz Antonia
y Julio el tabernero. A Julio, harto de palos, lo encerraron con ellos. A
las otras dos las perdió de vista. Ni siquiera se detuvo en la vieja, pero
tensó los músculos al ver a Antonia maltrecha y con las ropas desechas.
Un carcelero
abrió la puerta y un par de corchetes empujaron dentro al tabernero, que dio de
bruces. Solo hacía llorar y pedir perdón. La ropa hecha unos zorros y la nariz
rota, miró de reojo a los dos soldados y se fue a una esquina en silencio. A
Hernán lo bajaron de los grilletes y este puedo dejar caer los brazos con una
mueca de dolor. Ayudó a Juan a sentarse con la espalda en la pared y ocupó un
lugar a su lado. Estuvieron en silencio. Había demasiadas cosas que hablar.
Las desgracias
continuaron llegando. Pese a las voces y amenazas en vano de Hernán, nadie
atendió a Juan, que murió en sus brazos. “Están terminando con todos nosotros…”
fueron sus últimas palabras.
Finalmente,
tres días después de haber sido hecho preso, llegaron otra vez los corchetes. Y
peor, representantes del Santo Oficio. Hernán quiso resistirse, pero lo volvieron
a majar a palos. Le pusieron el sambenito y la coroza. El tabernero se limitó a
temblar y ensuciarse la ropa, pero también lo ataviaron. Los sacaron de las
mazmorras. Fuera aguardaban cuatro asnos viejos, dos ocupados por las mujeres:
Juana y Antonia. La vieja estaba ida, musitaba cosas ininteligibles. La pobre
muchacha Antonia tenía los ojos rojos de llorar y se limitaba a mirar de un
lado a otro, desconsolada. Su mirada y la de Hernán se cruzarían por última vez
en un gesto de piedad mutua. Hernán y el tabernero fueron montados en las
cabalgaduras restantes.
Fueron
conducidos por la ciudad. Las gentes les arrojaban piedras y despotricaban contra
ellos. Todos convencidos de tener delante a cuatro herejes de la peor calaña,
unidos en la multitud y con el pensamiento dominado por los eclesiásticos
esporádicos que aparecían sermoneando. El tabernero, la vieja y la prostituta
pedían clemencia o escondían la cara para resistir una pedrada o azote. Hernán
no, se mantenía erguido, mostraba al público que nada podía hacer a un hombre
que es noble e inocente. Resistió los proyectiles y azotes con estoica
resolución, y apenas torció el gesto cuando un guijarro le estalló en la boca.
Escupió sangre y siguió mirando al frente.
Entorno al
medio día llegaron al Quemadero de Tablada, a las afueras de la ciudad. No
tardaron en atarlos a los postes, con la incómoda cuerda asfixiándolos,
erguidos pero abatidos. Se habían dispuesto haces de madera empapados en aceite
entorno a ellos. Era un gris día de jolgorio para el pueblo. De entre los
miembros del Tribunal se levantó el relator y acudió al púlpito. Iba ataviado
acorde a las ceremonias religiosas. Comenzó a narrar:
-A Juana
Villegas, a Antonia María Figuera, a Julio Infante y a Hernán Ramírez –se hizo
el silencio entre el gentío. Hablaba alto y claro, pendiente del papel- se les
acusa de viles artes condenadas por la Madre Iglesia, como la condición de
mancebía, las labores de alcahueta y el encubrimiento y protagonismo en hechos
que alteren el sano orden público de esta respetable ciudad.
El público
estalló en insultos y amenazas a los cuatro reos. El tabernero estaba
desmallado. Los alabarderos que separaban al gentío del patíbulo ordenaron
silencio, y el relator siguió.
-Además se les
reconoce partícipes en la conjura para el asesinato del noble capitán de los
tercios alemanes don Abelard Waltz, produciendo así resquemores entre dos
tierras de una misma nación, actuando a favor de los protestantes del hereje
Lutero –nuevamente se hubo de mandar silencio entre el público- Así pues, el
Tribunal de la Santa Fe ha decidido confiscar todos los bienes de estos impíos
y que les sea dada muerte en la hoguera. Viva Dios, y viva el Rey –y Hernán
comprendió que había sido parte ignorante en una retorcida estrategia.
Dicho esto, un
verdugo enmascarado con un lienzo negro subió hasta ellos, antorcha en mano.
Por orden irían Juana, Antonia, Hernán y Julio. La gente quedó en silencio,
expectante. Primero se le prendió fuego a la vieja alcahueta. Esta estaba ida,
ausente, pero al sentir las llamas mordiéndoles los pies, comenzó a chillar y
revolverse como un simio enloquecido. Las lenguas de fuego subieron por su ropa
hasta su cabeza. Se quemaron las ataduras de la anciana y liberó el cuello.
Para espanto de los presentes, la loca jorobada y de nariz ganchuda empezó a
trepar por el poste, asemejándose más a un terrible mono ardiente. Se
sobrecogieron los corazones cuando fue abatida de un tiro de arcabuz. El hedor
a carne y cabello quemado campaba a sus anchas.
Hernán lo
observaba todo impasible, casi sin respirar, con la cabeza torcida. Pronto se
acercó el verdugo a Antonia, que llevaba ya largo tiempo llorando sin lágrimas.
Aquí Hernán no tuvo fuerzas para mirar. No quería ver nada más, ni el mundo ni
a los que lo habitan. Se puso recto, cuan largo era, orientó el rostro al
frente y cerró los ojos. Notaba el calor de la hoguera vecina y rezaba a dios
para que Antonia cesase en su llanto y súplicas. Una lágrima limpió la mejilla
de Hernán cuando la mujer dejó de emitir sonido alguno, y el público estalló
clamando más justicia.
Llegó su turno.
Abrió los ojos, pero no miró al cielo, ni al suelo. Se fijó en el horizonte, en
los campos, en su tierra. Quiso perderse entre cerros, nutrir a los cultivos.
Deseó ser cura y remedio para una nación enferma, que soporta a cortes de
criminales, a titiriteros podridos que manejan a las nobles personas que aún
creen en su patria. Había sido engañado, había sido una herramienta para
atentar contra su rey y el Imperio.
Prendieron los
haces de leña a su alrededor y el fuego
comenzó a devorar su carne. El público bramó de júbilo, pero poco a poco fue
quedando en silencio. Hernán no dio muestra alguna de dolor o sufrimiento. Su
alma hacía horas que se perdió entre las galerías de los santos inocentes y
mártires de la honra y la nobleza. Su piel se resquebrajó, sus fluidos se
consumieron, y su ennegrecido esqueleto quedó firme e invencible ante las
atrocidades de la humanidad. Para siempre.