sábado, 16 de marzo de 2013

El mal día de Rimbó Miherd


Hoy ha sido uno de esos puñeteros días que, sin venir a cuento, arrojan virulentamente una lápida contra la maldita de tu conciencia. Uno de esos días en los que deseas ser uno de esos felices prototipos bienolientes en lugar de un patán de cuarta categoría. Porque a lo más que aspira el hideputa presente es a sentir una especie de orgullo pútrido. Por si fuera poco, salvo grandes momentos de brillante felicidad, la semana ha estado cuajada de funestos instantes de vida, harto de rascar las entrañas del cráneo. Así que como maldito narrador y Dios en los universos que de mi coja mente vierte sobre estos vehículos virtuales, narraré una historia de violencia, odio, asco y ganas de destruir. Ala, lean o no. ¡Al diablo!

---X---

El joven Rimbó había tenido un día de perros. Llegó de buenas a la oficina. Su sonrisa, ese “¡buenos días!” predispuesto, la camisa bien abrochada. Llegó a su puesto y comenzó la tarea. Estaba haciendo voluntariamente una tabla de contabilidad que en un principio competía a un compañero, pero qué más le daba a él hacerle algo de trabajo a un amigo. Total, él iba al día.

Todo empezó a torcerse cuando su autoritario jefe llegó para recriminarle su incompetencia en un informe. Realmente no estaba tan mal hecho, pero ese tipo vocinglero tendría sabe Dios qué motivo para estar enfadado, y decidió pagarlo con el único honesto y responsable: el joven Rimbó Miherd. Incluso se mofó de la nariz torcida de Rimbó (lo golpearon en la adolescencia con una botella mientras intentaba sacar a su hermana de un altercado). Simplemente decidió tomarse las quejas de la forma más constructiva posible, asentir y sonreír. Total, un mal día lo tenía cualquiera.

Después recibió una carta, por mensajería, del banco. Le era denegado un préstamo. Vaya. Ahora no podría pagar el alquiler del piso, y eso que solo debía dos meses. Había prestado dinero a su primo, que andaba pasando apuros o algo así: qué más daba, era familia. A media mañana decidió tomarse un café. Normalmente no abandonaba el puesto, pero necesitaba despejarse. Yendo a la máquina, se cruzó con ese compañero al que le hacía la tabla de contabilidad. El tipo en cuestión tenía entre brazos a una señorita. Una de las secretarias. Concretamente, esa a la que Rimbó había confesado precisamente a su compañero que le gustaba especialmente. Mecachis, hoy estaba siendo un día duro para el buen Miherd.

Se tomó el café casi inconscientemente, sumido en sus pensamientos. Todo se volvió bastante radical: ¿Y si su jefe era un hijo de puta? ¿Y si su primo se había aprovechado de su buen hacer? ¿Por qué el puto banco del diablo no le concedía el crédito? ¿Sería esa secretaria una fulana de cuidado? Comenzó a pensar que su compañero era un auténtico cabronazo. Estaba siendo un día realmente desagradable.

De vuelta a su puesto de trabajo, se desprendió de la corbata. La echó a la máquina trituradora de papel, que tras un sonido de quejumbroso motor eléctrico incapaz, la dejó a medio devorar. Por primera vez en…no supo si toda su vida, el lila de Rimbó frunció el ceño. Y simplemente, se fue.

Varias horas después, y muchas pintas más tarde, Rimbó Miherd salía dando tumbos de una taberna de mala muerte. No paraba de recriminarse lo desgraciado que era. Su vida no era más que la única licencia concedida al mamarracho que habitaba en su cuerpo. El único préstamo. Ahora odiaba a todo el mundo y se daba tirones de su nariz torcida. Iba encorvado, arropado en su traje sin corbata. Caminaba perdido por calles oscuras, solo. ¿Sólo? No tanto como debería.

-Eh, eh, colega, ¿me das unas pelas? –le soltó un yonqui en pésimas condiciones. Chanclas, pantalón de chándal, chaleco de lana y gorra de visera plana. Muy delgado y mal peinado. Todo cubierto de una pátina de mugre y con menos dientes que un anciano recién nacido.

-¿Mhm? ¡No, déjeme usted en paz! –espetó Rimbó, sorprendido. Estaba ciertamente ebrio.

-¡Que no cómo! –el yonqui se mostró molesto- ¡que me des el dinero ya, cabrón! –y sacó una navaja de pequeño tamaño de entre sus pútridos ropajes. Se abalanzó sobre Miherd, que estaba bastante perjudicado por el alcohol.

-¡Ah! ¡Ah! –exclamó el joven, forcejeando con el yonqui. Se llevó un inesperado corte en el reverso de la mano zurda.

El yonqui dio un salto atrás, y gritó satisfecho:

-¡Ja! ¡Jajaja! ¡Tengo el sida! ¡Que me des el dinero, cabrón! –y le escupió a Rimbó en la cara.

Lo que bulló dentro de Rimbó Miherd se podría describir en dos palabras: furia salvaje. De repente le dio igual todo. Su trabajo, la secretaria, las cervezas de más, el sida y su vida. Saltó salvajemente sobre el maldito yonqui. Este último trastabilló y cayó de espaldas, con Rimbó encima. El beodo Miherd empezó a propinarle golpes a diestro y siniestro al yonqui: en la cara, el cuello, el huesudo lomo…a lo que el pútrido drogata respondió clavandole la navaja en un costado. Entre las costillas.

Sólo provocó que Rimbó perdiera aún más la cabeza. Agarró al yonqui por las orejas:

-¡Mira lo que hago con tu jodido sida! ¡Mira, basura! –bramó. Acto seguido mordió al yonqui en la nariz, arrancándole la punta y uniendo los dos orificios en uno solo. Tal fue el garrafal bocado, corroborado por un borboteo de sangre y un chillido animal del cocainómano vencido. Rimbó no tuvo suficiente.

Se arrancó la navaja de un costado y la emprendió a puñaladas con el yonqui. Un completo espectáculo de violencia innecesaria. Hincó y sacó varias veces la navaja del tórax del malnacido. Se puso en pié, jadeando. De su costado chorreaba sangre y su mano casi igual. A parte, tenía varias salpicaduras por la ropa arrugada de los forcejeos. Observó al muerto. Escupió sangre sobre el mismo, o se la devolvió. Se tragó el trozo de nariz durante el altercado. Jadeando, la emprendió a patadas con el cadáver. Algo errático, no apuntaba a nada en particular. Sólo descargaba sus múltiples frustraciones. Incluso perdió el equilibro, recordemos que había bebido bastante, y cayó de culo. Se levantó torcido y atinó lo justo para orinar sobre el muerto.

Con la bragueta abierta y sujetándose el costado, se marchó. No sabía a dónde llegaría, ni a qué vería antes: un médico, un enterrador, un policía o un loquero. Tampoco le importaba, a saber qué le habría pegado ese puñetero despojo. Estaba harto de la existencia. Sólo tenía una cosa clara: si salía de esta se daría un buen rapado y se echaría amigos nuevos.

---X---

PD: Todos tenemos, o tendremos, un mal día.

domingo, 10 de marzo de 2013

Galgo viejo

     A los que la presente vieren y entendieren:

     Como todo en el ciclo vital, esta trilogía de relatos cortos llega a su fin. Es mi más sincero deseo que disfruten con las venturas y desventuras del buen Don Hernán Ramírez Salazar, soldado de los Morados Viejos de Sevilla.

     Para quien andase distraído, ruego lea antes el relato del Descalabro bajo santa mirada para orientarse sobre el porqué de los acontecimientos que se narran a continuación.

     Sin más, espero que disfruten.


---x---

Una lúgubre mañana de domingo. El cielo encapotado, gris. Las únicas aves eran cuervos, en silencio; estaban apostados en un olivo torcido junto al camino. El viento soplaba frío y húmedo, agitando las ropas de los presentes con parsimoniosa continuidad.

Cuatro reos en el patíbulo, dos mujeres y dos hombres. Maniatados, con una soga corta que amarraba cuello y poste con el mismo nudo: de esta manera se mantenían forzosamente erguidos. Maltrechos, la mirada perdida…muertos en vida. Los sambenitos y las corozas sucias. Cuatro esperpentos de personas traídos hasta allí en cuatro asnos viejos, que descansaban a pocos metros del tablado. Y en torno a todo esto, un gentío propio de ferias y otras congregaciones.

Un cierto perímetro guardado por alabarderos permitía administrar los preparativos del auto de fe a varios miembros del Tribunal del Santo Oficio; contaban con un púlpito desde el cual el relator podría leer las acusaciones. Labriegos, carreteros, obreros y otros pobres diablos se agolpaban con sus mujeres y niños, haciendo comentarios, murmurando. Alguna pareja o grupo reducido de gente de postín, conversando. No faltaban los afortunados subidos a una carreta o montura, contando así con vista privilegiada. A más inri, valga la poca gracia para los reos, incluso se paseaba alguna moza vendiendo frutos secos, sino un mozo cargando con un pellejo de vino templado al que daba buena salida.

Porque si algo ha caracterizado al pueblo español, es la facilidad de hermanamiento para formar turbas, malos juicios o acusaciones a dedo comunal. Y algo como un auto de fe, donde viles herejes declarados se prenden como estopa embreada, era un auténtico espectáculo local. No obstante, hay una debida explicación para todo esto, que se remonta a varios días antes…

La situación se volvía insostenible para Hernán. Él era soldado profesional: su deber consistía en combatir al enemigo de la nación en el campo de batalla, cara a cara. Cierto es que participó en encamisadas, pero al fin y al cabo seguía enfrentándose a otros soldados profesionales. Lo ocurrido los últimos días ensombrecía sus pensamientos.

Cierto es que tuvo un altercado evitable en aquella taberna de Triana, pero aún así fue con otros soldados y por motivos de honra. Pero, ¿y aquella noche? Junto a la Omnium Sanctorum, la Iglesia de Todos los Santos. Esperó en las sombras a que pasara su objetivo, un hereje, o eso creía él. Coligado con una prostituta, saltó de la negrura de la noche para dar muerte como un vil asesino. Fulminó a dos hombres inocentes, presa de un error; eran dos actores que pasaban por allí casualmente. Además, y por segunda vez desde que aceptó la misión, tuvo que huir de la ley.

La muerte de esos dos inocentes lo trajo por el camino de la amargura y el vino. No pudo sino plantearse la de posibles inocentes que pudo haber matado en las batallas. Actores. Porque, ¿acaso no se vestía el mismo, disfrazado, en la guerra? Son esa armadura de tres cuartos en su puesto de piquero de coselete. ¿Acaso no era él un hombre que luchaba por defender su patria? Es más, ¿era su deber defenderla fuera de sus límites abarcables? ¿A cuántos patriotas de la nación equivocada atravesó con la moharra de la pica? Comprendió cómo se sentía cada vez que hacía uso del derecho natural, cada vez que era abanderado de la ley del más fuerte: le daba asco.

Por otro lado, seguía notando esas tibias cadenas que apresaban su corazón. Todos esos juramentos, esa vida en su tierra, las raíces de su existencia. No podía permitirse siquiera imaginar que su España se viera truncada por la invasión destructiva de otro pueblo, un pueblo de otro credo y maneras. Él era un soldado español, y a los soldados españoles les enseñaban a apretar los dientes y vender caro el pellejo. Sólo los muertos tienen derecho a huir.

Aquella mañana no le molestaba el soniquete de la persiana contra la madera. De hecho, ya no era por la mañana, se acercaba la hora del almuerzo. Aunque eso él no lo sabía, le daba igual. De repente le dolía estar en la cama, se sentía sucio en su nido de serpiente. Se levantó, perdió el equilibrio y cayó hincando una rodilla. Había bebido mucho esa noche, como corroboraban varios odres vacíos diseminados por el suelo.  Se puso en pié, mareado, y fue trastabillando hasta sus ropas.

Comenzó a vestirse: primero las calzas, las botas…y antes de echar mano del jubón tuvo correr hasta el bacín de barro que tenía junto a la cama, donde devolvió buena parte del vino. A duras penas, se recompuso, aseó y terminó de vestir. Fue abajo, a dar los buenos días a doña Eusebia y pedirle algo de comer.

-Buenos días, Don Hernán, aunque no sea hora de decirlo –la mujer estaba acostumbrada a tratar con soldados, así que no quiso hacer demasiado énfasis. Seguía entretenida recogiendo algunas escudillas.

-Dejémoslo en que ha salido el Sol, mi buena Doña Eusebia. Sírvame pan y agua –era lo primero que decía en la mañana. Tenía la voz pastosa y entrecortada.

-¿Sólo? Parco alimento, ¿algo de vino? –ahí la veterana mujer no pudo evitar la sorna.

-Voto a cien, no –dijo tras soltar capote y sombrero en una silla. Se disponía a sentarse.

Esa mañana salió sin la espada ni el coleto. No se sentía cómodo con sus herramientas, se veía a sí mismo como un carnicero con el cuchillo y el mandil. No obstante, tenía ya suficientes cicatrices y sangre de menos como para no ser previsor, así que tenía la daga de vela enfundada junto a los riñones, al lado derecho.

Caminaba como un autómata por las calles. Pasaba de largo a tratantes y vendedores. Ignoraba a mendicantes, ya tuvieran tonsura o hambre. Sólo se detenía para dejar paso a cabalgaduras o bestias de tiro, y en caso irremediable. Sus pasos lo conducían, como un insecto infame, al pérfido olor de la Plaza de Curtidores. Iba a buscar a Juana la Costurera, esa alcahueta. No la veía desde que concertó en ella los tratos de una coima para atraer a Waltz, y en vista de que el fulano en cuestión se libró por los pelos, ahora esa fulana es la única que sabría dónde encontrarle. Deseaba terminar con todo esto cuanto antes.

Cuando se quiso dar cuenta estaba ante la desvencijada puerta, en un callejón limítrofe a la plaza. Dio dos golpes fuertes y separados y dos más suaves y seguidos. Notó como alguien se acercaba a la puerta por el otro lado.

-Somos pobres y nada tenemos –dijo en voz queda una anciana.

-A ponerle solución vengo –gruñó Hernán, algo molesto.

La puerta se abrió precedida por el crujir de cerrojos y batir de tablas. La simple visión de la anciana, jorobada y nariguda, ya repugnaba a Hernán. No por su aspecto, sino por tener que tratar con una criatura más podrida por dentro que por fuera, si quería solucionar sus problemas. La vieja hizo intento de sonreír con esa boca de almenar, que recordaba a las protecciones de una muralla tras las que se esconden los infantes debido a sus huecos. Hernán la cortó.

-No sueltes ni un alago, no tengo ganas de bromas –pronunció lapidario Hernán. Hizo ademán de acomodarse, soltando sombrero y capote.

Él se sentó primero. La estancia era conocida: aparte de la mesa y sillas viejas, había algún saco o cesto por las esquinas, una escalera sin barandas al piso superior y una cortina en la pared que conducía a la alacena, de donde la vieja volvió con dos vasos y una jarra. Se sentó y ofreció vino a Hernán, que declinó la oferta. Ella tampoco bebería.

-Dónde puedo encontrar a la muchacha –miraba fijamente a los ojos de la anciana. Hernán tenía el rostro abatido por el cansancio.

-No estoy segura de a qué muchacha se refiere vuesa merced, ¿acaso… -ya iba a comenzar con una de sus peroratas. Hernán la cortó de una palmada en la mesa.

-No quiero sortilegios. Dónde puedo encontrar a esa puta tuya que acordamos iría con el extranjero –los ojos de galeote castigado se tornaban de perro rabioso.

-Tiene una habitación en una posada cercana, Casa de Julio Infante. Dos calles abajo. Se llama Antonia. –dijo la anciana. Tironeaba nerviosa de su vestido remendado, y señalaba con la mano libre.

Hernán se levantó, seco. Hizo sonar dos maravedíes en la mesa y se fue presto. Sin despedirse.

No le llevó tiempo dar con la posada. Entró sin demora, esquivando a un hombre con el rostro colorado que se tambaleaba al exterior. Dentro olía a guisado, a vino y a madera. Se fue directo al primero que le parecía ser el tabernero. Un tipo cuajado en años, entrado en carnes y  con una abundante pelambrera gris. Estaba acomodando unos cueros de vino sobre una mesa sin sillas junto a la pared.

-Buen día, gentil hombre –dijo Hernán. Procuró sonar amable. No habló muy alto.

El tabernero se giró, soltando los pellejos de vino en el montón. Tenía una mirada viva y parecía predispuesto a la sonrisa.

-¡Buen día, caballero! ¿Puedo servirle? –habló mientras se sacudía las manos en el mandil.

-Eso espero. Vengo buscando a una dama, por nombre Antonia. ¿Sabríais vos indicarme dónde la he de hallar?

-Oh, no. Aquí no se hospeda Antonia alguna –dijo el hombre, sacudiendo las manos en el aire y desviando la mirada al suelo.

-¿Estáis seguro? Tengo interés galopante en verla –y Hernán tomó una mano del tabernero con las suyas, y depositó en ella unos buenos argumentos.

-Ah, bien. ¿Dijo usted Antonia? Había creído oír otro nombre. Suba usted a la segunda planta, y tal cual esté en el pasillo, la tercera a la derecha. Llámele usted tres veces a la puerta.


Hernán asintió complacido. El tabernero le dio unas palmadas en la espalda mientras apretaba el dinero con la otra mano y miraba nerviosamente alrededor. Desde hace pocos años, la prostitución estaba condenada por el Santo Oficio.

Hernán subió las escaleras, pensando en el plan de acción. Algo nervioso, se dirigió a la tercera puerta a la derecha. Tocó tres veces.

-Espere vuecencia un segundo –respondió la voz de una joven desde dentro.

Efectivamente, se trataba de una joven. Bastante linda incluso. Ojos claros, piel morena. El cabello suelto, castaño. Una sonrisa forzada, cierto, pero unos dientes ordenados y limpios. Figura delicada, curvas suaves. Hernán se esforzó en recordar que tenía que matar a un hereje.

-Noble es el caballero que llamaba a mi puerta. Pase, si me hace el honor –la chica tenía una voz encantadora. Hernán pasó con un caminar tranquilo. Ella cerró la puerta tras de sí.


La habitación olía a perfumes. Tenía un tocador sencillo, provisto de espejo y multitud de artículos que multiplicaban la belleza o escondían las fealdades. Un armario a considerar estaba apoyado en la pared contraria al mueble anterior. Una buena cama. Hernán optó por soltar capote y sombrero. Sin que sirviera de precedente, abandonó el cinturón de la daga con la misma junto a las otras dos prendas en una silla. Tomó asiento. Ella le ofreció un vino que aceptó de buen grado. Todo estaba iluminado por sonrisas y un tragaluz.

El ambiente resultaba analgésico para Hernán. A la sombra de esa chica, olvidaba parte de los pesares. No obstante, haciendo alarde de fatalismo, imaginó gran cantidad de penurias que habrían llevado a esta chica a desempeñar el oficio. La de patanes y hombres despreciables que la habrían tratado. O simplemente era una hábil bruja, una víbora camuflada con escamas de candor.

-Vengo en nombre de Juana la Costurera –espetó, como un rayo. Dicho eso, vació de golpe el vaso de vino, y torció el gesto.

-¿De quién, decís? –a la muchacha le tembló momentáneamente la sonrisa al oír el nombre. Hernán, atento, se percató.

-Juana la Costurera. Hace las veces de alcahueta. Te pagó para que acompañaras a un austriaco llamado Waltz, hace varias noches. Presenciaste un asesinato –lo soltó de corrido-.

La muchacha hubo de apoyarse en la mesa. Las manos comenzaron a temblarle y desvió la mirada, como buscando un agujero milagroso por el que saltar. Hernán la tomó de la mano.

-Solo quiero que me digas dónde puedo encontrar a ese hombre –y ambos se miraron fijamente a los ojos- debe rendir cuentas a la ley.

“Ley” es una de las palabras que pone nerviosa a una prostituta. Y ante el semblante de Hernán, la chica no se pudo resistir. Como quien dice, solo tenía que señalar con el dedo.

Y así, varias indagaciones más tarde, Hernán pudo dar con otra posada. Una más próxima al puerto, de medio pelo. Había buena confluencia de soldadesca variada, con la premisa de que ninguno era de Sevilla. También abundaban los mercaderes itinerantes.

Finalmente, dio con él. El mismo tabernero del lugar le aseguró que la habitación estaba a nombre de un tal Waltz, gracias a los maravedíes que le costó. Tenía la mano suelta para el dinero últimamente, prefería la pobreza a la asfixia del alma. Incluso frecuentó la taberna de la posada, rondando al tal Waltz, para cerciorarse de que lo llamaran por su nombre. Efectivamente. Parecía alguien importante entre los lansquenetes, pues los demás lo trataban con cierta disciplina marcial más allá del respeto profesional. Observó Hernán que no era tampoco rudo ni descortés: trataba bien al servicio, solía invitar a los que compartían su mesa e incluso lo vio dar limosna en un par de ocasiones.

Por un momento, Hernán se contentó con haber dado con un fulano dotado con trazas de caballerosidad, eso le facilitaría el trabajo. Así pues, comenzó a rondarle, y una tarde tuvo la oportunidad. Waltz caminaba a solas por un callejón que daba  a la parte trasera de unas casas por un lado, y a una muralla vieja por el otro. No se lo pensó dos veces.

-¡Waltz! –pronunció en voz alta Hernán.

El aludido se dio la vuelta y observó al español. Hernán desenfundó la espada ropera con la diestra y la daga de vela con la zurda. Su sombrero y su capote estaban ya en el suelo. No llevaba el coleto, ni siquiera el jubón. Solo la camisa bien sujeta por una faja. La testa descubierta. Quería ser ligero, limpio y audaz para terminar a gusto el maldito asunto.

Al barbudo le sobraron argumentos. Iba ataviado característicamente. El jubón, muy adornado y de mangas acuchilladas, era de verde claro y amarillo chillón. Los greguescos eran rojos, y las calzas dispares: una verde con líneas verticales azules y la otra entera amarilla. Los zapatos de cuero negro. En las rodillas, además, tenía flecos y cintas de vivos colores y atadas en lazo. La poderosa testa cubierta con un tocado de plumas. Por todo esto parecería un bujarrón apoderado de no ser por las dos características fundamentales que distinguen a un soldado entre multitudes.

Para empezar, la mirada. En un santiamén midió mentalmente a Hernán, y sus dos ojos celestes como carámbanos viejos se hicieron uno con los movimientos del español. Lo segundo, su espada: una katzbalger propia de su gremio. La desenfundó metódicamente. Era sobria, a diferencia de sus ropas. La hoja ancha y corta, con tres acanaladuras. La guarda en forma de “S”, con los gavilanes hermosamente retorcidos. El mango y pomo, una sola pieza, en forma de cono, con la parte más fina tocando con la guarda. Una buena herramienta.

Primero se echaron tientos. La espada de Hernán era más larga, fina y flexible. Podría cortar, pero el objetivo era atravesarle de un centellazo. Además tenía la daga de vela en la zurda, con una buena cazoleta para parar algún golpe o hincarle la aguzada punta. No obstante, la pesada y ancha (aunque corta) espada de Waltz podría mandarlo con Caronte de un solo mandoblazo.

Aunque más alto y robusto que Hernán, Waltz se movía con destreza. Ambos operaban con las piernas algo flexionadas y haciendo uso de juegos de pies. Hernán quiso hacer una finta por ver si le tomaba un punto muerto, pero el grandullón le practicó un envite que lo empotró contra la muralla del callejón. Casi lo acorrala: Waltz aprovechó el instante de conmoción para lanzarle un espadazo a la cabeza, que Hernán esquivó agachándose. La espada impactó contra la centenaria piedra produciendo chispas, a las que precedió un quejido seco del austriaco: Hernán no pudo trincharlo con la ropera a falta de espacio, pero le dio una buena puñalada en la cara interna del muslo.

Así, el oponente ya estaba tocado. Para desgracia de Hernán, el austriaco se volvió preso de la furia. La misma barba le temblaba y se descubrió la cabeza de un manotazo. Llevaba el pelo muy corto y una cicatriz le recorría desde lo alto de la testa hasta casi la oreja izquierda. Perlaba el sudor en su frente.

Tuvo entonces Hernán que actuar a la defensiva, dejando que se cansara. Y es que Waltz la emprendió con furibundos espadazos, con ira renovada por su sangre, como si fuera un jabalí. Y tales eran los golpes, que uno se fue directo al tercio de la hoja (es decir, la zona central) de su ropera para partirla. “Guerra le tienen estos al acero hispano, voto a Satán. Otra espada muerta”, pensó Hernán para sí. Pero como soldado previsor, Hernán no se desprendió de la espada rota.

Waltz comenzaba a cansarse de enarbolar su espada. Sus lujosos ropajes le daban calor, y el español se movía rápido y ágil. Además, la herida del muslo chorreaba ininterrumpidamente. Sería cuestión de esperar, pero Hernán no podía permitirlo. El hombre se defendía bien y había que terminar la contienda sin tachas en la honra de los dos partícipes.

Así pues, Hernán hizo uso de arrojo y se coló dentro del radio de acción de la katzbalger. Como un rayo, hincó la daga de vela en las tripas de Waltz. Este lo sujetó con su pesada mano por el pescuezo, con los ojos muy abiertos y enseñando los dientes. Con el último aliento, hincó la punta de la espada en el costado izquierdo de Hernán, que soltó la daga para retirarse y desarmarlo de un golpe de la espada rota en los dedos.

Waltz cayó de rodillas, con las manos muertas, observando la daga del español hincada en sus tripas y vertiendo su sangre por el empedrado. Se metió la mano derecha por el hueco del cuello del jubón, y agarró algo. Miró al cielo, cerró los ojos y cayó boca abajo.

Hernán se dejó caer apoyado en el lado opuesto a la muralla, el de la parte trasera de casas. Le temblaban las piernas. No por el esfuerzo ni por la herida (que no era gran cosa), sino por el peso. Los nervios de haber terminado con algo que dejó seria impronta en las últimas semanas de su vida. Hizo el gesto de santiguarse y se puso en pié. Tenía la camisa empapada en sudor. Recuperó jubón, capote y sombrero. Se dirigió al difunto y tiró del brazo derecho del austriaco para darle la vuelta y poder recuperar su daga. Cuál fue su sorpresa cuando al tirar extrajo la mano del muerto de entre sus ropas y pudo observar a qué se aferraba. Un crucifijo de plata, que reconoció rápidamente como los que suelen hacer los orfebres sevillanos. “Estaba bien metido en su papel, este hereje hideputa”. Extrajo la daga, la limpió y envainó. Se puso en marcha para quitarse de en medio.

El destino se truncó en su retirada. Tres corchetes lo estaban esperando en la boca del callejón, a punta de pistola. El de en medio espetó:

-En nombre de la ley, dese preso por el asesinato del Capitán Abelard Waltz al servicio de su majestad.

Mil cosas se hubieron de pasar por la mente de Hernán en esos momentos. “¿Cómo saben quién era? ¿Qué diablos hacen aquí apostados? Y si sabían que estaba allí, ¿por qué no me detuvieron? Yo maldigo la impronta de mi funesta calavera”. Hernán no pudo más que dejarse tomar preso. No quería morir abatido a tiros como una bestia. Lo montaron en un carro de jaula ya dispuesto y lo condujeron a su presidio. Se le heló el alma cuando se percató de la dirección que tomaban: el Castillo de San Jorge, sede del Tribunal de la Inquisición.

No hubo explicaciones. Lo despojaron de todo salvo las calzas y lo arrojaron a una celda. No había más luz que las antorchas en las columnas del pasillo central. Su habitáculo tenía una sola pared de roca, igual que el suelo y el techo; las otras paredes y la puerta eran de reja. Esa noche lo apalearon como a un perro, llamándolo hereje, impío y traidor. Intentó defenderse, incluso consiguió lastimar a un guardia. Inútil. Terminó colgado por las muñecas, con grilletes de hierro, sin que los pies tocaran el suelo. “¡Hideputas! ¡Cobardes! ¡Soltadme!” se atrevía a decir, y no callaba hasta quedar inconsciente por los golpes.

Tuvo compañía a la mañana siguiente. Era otro soldado de los Morados Viejos. Juan Casal, uno de los soldados que recibieron la misma misión que él. Como Hernán, era moreno y enjuto, pero no tenía barba y su mirada era más cándida. Su estado era lamentable: venía mal herido, como de una pelea a espada. Lo arrojaron como a un saco de huesos y quedó postrado en el suelo. Hernán seguía colgado y entumecido.

-¿Juan? ¿Juan Casal? ¡Amigo! –pronunció como pudo.

-¿Hernán? -dijo alzando la vista- ¿Hernán, eres tú?

-O lo que queda –habló Hernán, con la vista casi ida- ¿Te han traído los corchetes?

-Previos espadazos, sí –rió Juan. – y a Federico, al Toro y a Pelayo los han pasado por el cuchillo. Los intentaron tomar a la vez, pero en vista de que se resistían, terminaron con ellos.

Hernán lo miró espantado. Eran los otros tres soldados con las mismas órdenes. ¿Qué diablos estaba pasando?

-¿Y el Sargento? ¿Han matado al Sargento Olivares? –Hernán estaba nervioso, intentó acomodar la cabeza para mirar a Juan, que a su vez se incorporó  con una mueca de esfuerzo para sentarse frente a él. Juan tenía la cara de un muerto.

-Lo último que supe de él es que lo mandaban a Orán.

-¿A Berbería? –Hernán descompuso la cara. Era un destino funesto que incluso los galeotes despreciaban. De repente, todos los implicados en la búsqueda y muerte del maldito Waltz estaban siendo o habían sido suprimidos.

-¿Y tú, Hernán? ¿Te asaltaron de improviso anoche?

-¡No! ¡Maté a Waltz en la tarde de ayer! ¿A los otros compañeros, cómo los mataron?

-Vi como se enfrentaban a varios corchetes en una taberna. Yo mismo me dirigía allí, pero llegué tarde. Iban a tiro hecho –Juan se sujetaba un espadazo en el costado, aún salía sangre. Tenía la cara blanca.

A Hernán le hervían los sesos en la cabeza. Estaba aturdido. Entonces, se abrió la puerta de las mazmorras y entraron los carceleros. Traían dos mujeres y un hombre. Y Hernán los conocía a todos. Eran Juana la Costurera, la joven meretriz Antonia y Julio el tabernero. A Julio, harto de palos, lo encerraron con ellos. A las otras dos las perdió de vista. Ni siquiera se detuvo en la vieja, pero tensó los músculos al ver a Antonia maltrecha y con las ropas desechas.

Un carcelero abrió la puerta y un par de corchetes empujaron dentro al tabernero, que dio de bruces. Solo hacía llorar y pedir perdón. La ropa hecha unos zorros y la nariz rota, miró de reojo a los dos soldados y se fue a una esquina en silencio. A Hernán lo bajaron de los grilletes y este puedo dejar caer los brazos con una mueca de dolor. Ayudó a Juan a sentarse con la espalda en la pared y ocupó un lugar a su lado. Estuvieron en silencio. Había demasiadas cosas que hablar.

Las desgracias continuaron llegando. Pese a las voces y amenazas en vano de Hernán, nadie atendió a Juan, que murió en sus brazos. “Están terminando con todos nosotros…” fueron sus últimas palabras.

Finalmente, tres días después de haber sido hecho preso, llegaron otra vez los corchetes. Y peor, representantes del Santo Oficio. Hernán quiso resistirse, pero lo volvieron a majar a palos. Le pusieron el sambenito y la coroza. El tabernero se limitó a temblar y ensuciarse la ropa, pero también lo ataviaron. Los sacaron de las mazmorras. Fuera aguardaban cuatro asnos viejos, dos ocupados por las mujeres: Juana y Antonia. La vieja estaba ida, musitaba cosas ininteligibles. La pobre muchacha Antonia tenía los ojos rojos de llorar y se limitaba a mirar de un lado a otro, desconsolada. Su mirada y la de Hernán se cruzarían por última vez en un gesto de piedad mutua. Hernán y el tabernero fueron montados en las cabalgaduras restantes.

Fueron conducidos por la ciudad. Las gentes les arrojaban piedras y despotricaban contra ellos. Todos convencidos de tener delante a cuatro herejes de la peor calaña, unidos en la multitud y con el pensamiento dominado por los eclesiásticos esporádicos que aparecían sermoneando. El tabernero, la vieja y la prostituta pedían clemencia o escondían la cara para resistir una pedrada o azote. Hernán no, se mantenía erguido, mostraba al público que nada podía hacer a un hombre que es noble e inocente. Resistió los proyectiles y azotes con estoica resolución, y apenas torció el gesto cuando un guijarro le estalló en la boca. Escupió sangre y siguió mirando al frente.

Entorno al medio día llegaron al Quemadero de Tablada, a las afueras de la ciudad. No tardaron en atarlos a los postes, con la incómoda cuerda asfixiándolos, erguidos pero abatidos. Se habían dispuesto haces de madera empapados en aceite entorno a ellos. Era un gris día de jolgorio para el pueblo. De entre los miembros del Tribunal se levantó el relator y acudió al púlpito. Iba ataviado acorde a las ceremonias religiosas. Comenzó a narrar:

-A Juana Villegas, a Antonia María Figuera, a Julio Infante y a Hernán Ramírez –se hizo el silencio entre el gentío. Hablaba alto y claro, pendiente del papel- se les acusa de viles artes condenadas por la Madre Iglesia, como la condición de mancebía, las labores de alcahueta y el encubrimiento y protagonismo en hechos que alteren el sano orden público de esta respetable ciudad.

El público estalló en insultos y amenazas a los cuatro reos. El tabernero estaba desmallado. Los alabarderos que separaban al gentío del patíbulo ordenaron silencio, y el relator siguió.

-Además se les reconoce partícipes en la conjura para el asesinato del noble capitán de los tercios alemanes don Abelard Waltz, produciendo así resquemores entre dos tierras de una misma nación, actuando a favor de los protestantes del hereje Lutero –nuevamente se hubo de mandar silencio entre el público- Así pues, el Tribunal de la Santa Fe ha decidido confiscar todos los bienes de estos impíos y que les sea dada muerte en la hoguera. Viva Dios, y viva el Rey –y Hernán comprendió que había sido parte ignorante en una retorcida estrategia.

Dicho esto, un verdugo enmascarado con un lienzo negro subió hasta ellos, antorcha en mano. Por orden irían Juana, Antonia, Hernán y Julio. La gente quedó en silencio, expectante. Primero se le prendió fuego a la vieja alcahueta. Esta estaba ida, ausente, pero al sentir las llamas mordiéndoles los pies, comenzó a chillar y revolverse como un simio enloquecido. Las lenguas de fuego subieron por su ropa hasta su cabeza. Se quemaron las ataduras de la anciana y liberó el cuello. Para espanto de los presentes, la loca jorobada y de nariz ganchuda empezó a trepar por el poste, asemejándose más a un terrible mono ardiente. Se sobrecogieron los corazones cuando fue abatida de un tiro de arcabuz. El hedor a carne y cabello quemado campaba a sus anchas.

Hernán lo observaba todo impasible, casi sin respirar, con la cabeza torcida. Pronto se acercó el verdugo a Antonia, que llevaba ya largo tiempo llorando sin lágrimas. Aquí Hernán no tuvo fuerzas para mirar. No quería ver nada más, ni el mundo ni a los que lo habitan. Se puso recto, cuan largo era, orientó el rostro al frente y cerró los ojos. Notaba el calor de la hoguera vecina y rezaba a dios para que Antonia cesase en su llanto y súplicas. Una lágrima limpió la mejilla de Hernán cuando la mujer dejó de emitir sonido alguno, y el público estalló clamando más justicia.

Llegó su turno. Abrió los ojos, pero no miró al cielo, ni al suelo. Se fijó en el horizonte, en los campos, en su tierra. Quiso perderse entre cerros, nutrir a los cultivos. Deseó ser cura y remedio para una nación enferma, que soporta a cortes de criminales, a titiriteros podridos que manejan a las nobles personas que aún creen en su patria. Había sido engañado, había sido una herramienta para atentar contra su rey y el Imperio.

Prendieron los haces de  leña a su alrededor y el fuego comenzó a devorar su carne. El público bramó de júbilo, pero poco a poco fue quedando en silencio. Hernán no dio muestra alguna de dolor o sufrimiento. Su alma hacía horas que se perdió entre las galerías de los santos inocentes y mártires de la honra y la nobleza. Su piel se resquebrajó, sus fluidos se consumieron, y su ennegrecido esqueleto quedó firme e invencible ante las atrocidades de la humanidad. Para siempre.