viernes, 12 de septiembre de 2014

"La última noche de Gato Herc", relato para concurso.

    Hace unos meses envié el siguiente relato a cierto concurso orquestado por una radio independiente en Madrid. No ganó, maldita sea mi estampa, pero bueno. Ya puestos, lo echo al pesebre para que se lo coma alguna bestia como yo.
         Quepa mencionar que el espacio era restringido, lo cual conllevó a que me viera obligado a introducir mi idea con calzador literario. Esto repercute en la calidad claro, es fallo garrafal mío el haber sido incapaz de idear un escrito breve, insulso, con personajes planos y poca chicha. En fin, lean esto o no, y que les parta un rayo.

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La última noche de Gato Herc

Anno domini 1727. Un calor del diablo, asfixiante y pegajoso como el abrazo mortal de una enorme serpiente entorno al cuello, de noche. Una última noche. La última noche para Hercule-Baptiste de Bergerac, un gascón pisoteado por los malos dioses.

Le llamaban Gato Herc y sería tan innecesario como triste contar su historia. Bástenos con saber que Gato Herc había cruzado el Atlántico a los trece años rumbo a las Indias Occidentales. Pero llegó un día rojo para la carne y negro para el alma, en el que se le formuló la siguiente pregunta: “Con nosotros o con ellos”. “Nosotros”, la tripulación de un capitán pirata neerlandés; “ellos”, sus padres, hermanos y otras docenas de pasajeros, boca abajo o boca arriba, lacios, rotos y flotando inertes sobre el abismo marino. Optó por sobrevivir, se hizo pirata.

Y mucho más le hubo de pasar hasta que Bertjan el Negro muriese y Herc batiera alas del nido a pique. Le acompañó la única amistad hecha sobre la tablazón del Grijsdief, el barco donde sirvió. Era Basten Dekker, un lisiado resoluto y veterano marino. Por suerte, o desgracia, Gato Herc y el viejo Dekker terminaron en la Guayana Francesa. Presidio de cautivos, paraíso de iniquidades y fondo de incautos, la colonia francesa acogía a la escoria que alguna vez estuvo bajo la flor de lis en el continente. El entorno perfecto para dos nuevos contrabandistas.

Herc se impacientaba y se distraía pensando. No recordaba cuando cumplía años ni cuantos tenía. Sólo contaba los años desde que la conoció a ella. Ella, la rubia, blanca y delicada Elie. Luchaba por sacarla del puerto, a ella y al fruto aún en su vientre. Todos los hombres sueñan y temen.

Desde luego, no temía a los salvajes de la selva con Huapi de su lado. Huapi, antes conocida como Flora Babineaux, era una vieja criolla viuda y fugada a la selva. Allí, protegida bajo el amoroso abrazo de un jefe tribal, dio a luz a siete varones de tez oscura, vigorosos y enjutos como solo un salvaje de cabellos zaínos puede ser. Ellos robaban las plantas que los contrabandistas compraban y vendían.

Gato Herc y cuatro de sus varones del estraperlo vigilaban la espesura de la selva americana, mosquetes en mano. Dekken, viejo, grande y manco como un roble partido por un rayo, cargaba las plantas en uno de los dos botes varados, lo ayudaban otros tres. El otro bote era para volver al barco, si es que eso podía llamarse barco. Una vieja fusta, de un palo y veinte remos por banda. Su única defensa eran dos viejos falconetes emplazados a cada costado y por los que Herc siempre rezó no tener que usar. Había diez remos a cada banda que operaban veinte negros esclavos vigilados por Salomao, un cómitre que les hacía de gancho con el potentado al que le venderían la mercanía.

Estas plantas, arbustos concretamente, tenían las hojas verde oscuro y unos frutos compactos, verdes y ahuevados que crecían agrupados en torno a las ramas rectas; plantas del café. Merecía la pena jugársela con las autoridades francesas por vendérselo a los portugueses, pues en Brasil se fundarían las primeras plantaciones importantes.

Gato Herc lo vigilaba todo ahora desde lo alto de una piedra grande y redondeada por la acción marina; le gustaba abarcarlo todo con la vista y la sensación de control que esto le proporcionaba. Oía a los salvajes levantar la voz más que de costumbre hasta que Huapi los reprendía. Estaban sentados en el linde de la fronda. La selva, laberinto mortal de árboles titánicos, crecía sobre un suelo de tupida hojarasca junto a erráticos helechos de hojas amplias.

Veía también al bote con las plantas ir por fin hacia el barco y a Dekker preparar la bolsa de pago. Nunca pagaban en monedas, sino en piezas de plata en bruto. Los contrabandistas vestían ligero, calzas anchas y zapatos o botas de cuero de cerdo, camisones amplios o torso desnudo, adornados con un sombrero negro; como aderezos, cinturones anchos de hebillas de bronce con alguna pistola, machete o sable. Cerca, en el agua, veía la única luz del barco en la mano de Salomao,  errante en la cubierta.

Dekker se dirigió con una bolsita de cuero a los salvajes de Huapi. Iban con taparrabos de palma, tatuajes tribales negros marcados por el cuerpo y tocados de cuentas de colores y plumas largas, finas y blancas. Algunos exhibían orgullosos un cuchillo de acero colgado al cuello. Huapi, por el contrario, usaba un raído vestido de lino verde, un sombrero con cuentas cosidas en el borde del ala y un bastón de paseo que esgrimía como vara de mando. Revoltosos, los hijos de Huapi (eran quienes la acompañaban) se aproximaron ante Dekker y le arrojaron un bulto a los pies. Herc oyó rechistar a Dekker.

Herc se adelantó a Dekker y abrió el saco. El embriagador aroma de granos de café tostados llenó sus pulmones, que infló con deleite para luego soltar con un bufido de sorpresa. Tenía la mano sucia de sangre. Sangre que impregnaba el saco. Daba gracias de que fuera la última noche. Siempre insistió a los indígenas en que no mataran a nadie, que no provocaran a los dueños demasiado. Da igual, aunque solo robaban plantas, ese saco serviría como muestra de calidad. Asintió y Dekker soltó la plata en manos de Huapi. Antes de cerrar el saco Herc, pícaro, guiñó un ojo a Dekker y ambos hundieron las manos en él, metiéndose dos puñados en los bolsillos. No eran unos contrabandistas ricos que se permitieran beber café, pero sí oportunistas.

Sin despedirse, Gato Herc se volvió al bote. Pensaba en el café, en la sonrisa de su dulce y rubia Elie Mimieux y en llevársela lejos del calor, de puertos y del mar. Al Norte. Temblando por terminar, un trueno estalló en la selva y un salvaje cayó inerte. Le siguieron dos o tres más, y Herc cayó también. Media docena de soldados uniformados coloniales, apostados en el linde, abrían fuego contra salvajes y contrabandistas. Los salvajes huyeron con la madre Huapi a la cabeza, dejando los muertos atrás. Herc, herido en el costado, miraba aterrado como Dekker, curtido, descargaba su pistola contra la selva. Tres contrabandistas hicieron lo propio con los mosquetes justo después de ver al cuarto compañero con los sesos derramados. En el mar, dos estruendos mayores. Aparecieron dos barcazas ligeras con carronadas en la proa que dispararon metralla contra la fusta. Los remeros chillaron y Salomao maldijo ¡Era la última noche!

Gato Herc se puso en pié, tambaleante, y empujó a Dekker al bote. El veterano asustado lo miró. Herc lo observó con sus insondables ojos aguamarina. Habló por primera vez en toda la noche:

-¡Elie está embarazada! ¡Termina el trabajo, llega vivo y dale mi dinero! ¡No recéis por mí, Dekker! – y con lágrimas en los ojos, cogió su mosquete, el del compañero muerto y corrió renqueando hacia la roca redonda. Sabía que la herida era mortal y cara de sanar; tampoco quería ser un fugitivo buscado. Por ellos.

Oía disparos a sus espaldas. No se veía nada, solo siluetas. Una carronada tronó, e iluminó de un fogonazo al artillero que cayó fulminado al instante, blanco en la noche. Gato Herc tosió sangre y esperó al siguiente tiro. Fogonazo, artillero, disparo y muerto. Era un tirador excelente y supo aprovechar los instantes de luz por la detonación. Con las barcazas inutilizadas, Dekker y Salomao huirían a salvo hasta puerto franco. Los soldados se aproximaban. Gato Herc se tendió bocarriba, no sabía si tenía los ojos abiertos. Cogió el puñado de café de su bolsillo, lo apretó contra su pecho y musitó a la brisa:

-Elie, mi Elie. Siento que hoy sea…mi última noche.

Dekker y Salomao consiguieron llevar la fusta hasta la Isla del Diablo, temida por las peligrosas corrientes que la rodeaban, donde tomaron un navío ligero hacia Brasil. Elie Mimieux ganó suficiente como para vivir bien y criar feliz al pequeño Hercule Mimieux en una modesta cafetería del Norte.

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PD: Seguro que los buenos dioses me han castigado por emplear un personaje francés, por muy gascón y gañán que fuera.