jueves, 10 de enero de 2013

Venganza en el Paso del Oeste


El chocar de los aceros y el clamar de las almas resonaría hoy contra las primeras montañas de Norva-Minarr, para luego perder su eco en la lontananza del Mar Gélido. Hombres, bestias y enanos teñirían con su sangre las Colinas Invernales, ahora verdes tras el invierno.

Al norte de estas colinas se encuentra La Escalera de Grovklaad, una ladera rocosa en forma de losas inmensas que se sumerge en el Mar Gélido y desde donde  se observan las Pisadas de Grovklaad, dos formidables islas de hielo. Desde esta abrupta costa al Río de Metales (mucho más al sur) todo eran cerros y colinas, y en un pequeño valle bien marcado entre dos de estas los enanos Dvarer plantarían combate. A sus espaldas, los senderos conducían al reino montañoso de Norva-Minarr, el Gran Reino de los  enanos, pues estaban próximas las primeras montañas. Al otro lado (Oeste) y cuando terminan las Colinas Invernales está el Bosque de las Siete Tribus, una inmensa arboleda y lugar de origen del enemigo más habitual de la Raza Antigua: los Hombres Salvajes.

El motivo de la lucha era, como es habitual en los enanos, el cumplimiento del deber. Un Clan de los Dvarer, el de Bronloksom, estaba encargado de defender los pasos del Oeste contra las incursiones de los Hombres Salvajes a fin de proteger la frontera, pues próximo estaba el puerto de Klikgarten, fundamental para los enanos a fin de mantener el comercio con los que ellos llamaban Los Nobles Osos, más allá de las Pisadas de Grovklaad.

A los enanos los lideraba Hrorg Barba Partida, hijo mediano de Krórer el Vigía, quien a su vez era patriarca del Clan Bronloksom. Este Clan contaba con eficientes montaraces, así que el ataque fue advertido con tiempo y Hrorg pudo preparar las defensas.

Veterano contra su enemigo y a sabiendas de las ansias de botín y victoria que siempre movía a los Hombres Salvajes, Barba Partida dispuso una serie de reclamos para atraerlos hasta el provechoso emplazamiento de un valle entre dos grandes colinas, pues los enanos habían excavado inmensos fosos y construido altos muros en otros puntos de interés, decidiendo hace años dejar libre este hueco como buen terreno para el fluir de tropas.

La primera orden consistió en armar dos destacamentos como cebo. Presos humanos, ya fueran piratas fluviales, bandoleros, mercaderes fraudulentos o prisioneros de guerra, ahora le serían de utilidad. Liberó a los cincuenta en mejor estado físico, y les dio paga para gastar en una población de La Frontera, un nudo de pequeñas villas situada al otro lado del Río de los Metales, en las que habitaban por igual humanos, medianos, enanos y otras gentes de Idnagar. Dos días después los “reclutó”, dándoles a unos caballos y a otros escudos, y lanzas a todos.

A la mitad que recibieron caballos les ordenó disponer un campamento en el linde del bosque más cercano, y les obsequió con barriles de cerveza. A los que fueron provistos de escudos, les regaló también cerveza, y dos terneras para que asaran y comieran, y estos sentaron el campamento en un punto intermedio entre el primero y el de Hrorg, desconocido este para ellos. Así, felices y con el estómago cálido, los patanes no sabían a qué se enfrentarían.

 Los Hombres Salvajes eran de constitución fuerte, aunque algo más bajos que los hombres comunes. Poseían una nariz prominente, con grandes orificios nasales para calentar el aire frío. Llevaban las barbas y la melena largas y desaliñadas, normalmente de color castaño o rubio. Se organizaban en tribus y vivían de lo que les dieran el bosque y los saqueos, ya fuera a asentamientos vecinos o contra otras gentes, normalmente bajo la dirección de un gran caudillo que tuviera poder como para unir varias tribus.

En combate esgrimían primitivas armas de piedra, ya fueran cuchillos, hachas o garrotes. Sabían arrojar lejos sus lanzas usando propulsores de hueso, y desconocían el arco. No obstante, muchos manejaban armas de metal al igual que podrían vestir trozos de armadura, siempre fruto del pillaje.

Sus aliados eran las bestias, en especial los temibles Gwargs, lobos de inmenso tamaño (casi como un caballo) que se comunicaban en una lengua impronunciable comprendida solo por los retorcidos chamanes, y que eran llamados bajo la promesa de la comida. Se decía de estas bestias que eran terriblemente orgullosas y proferían un odio mortal a toda aquella criatura que hablara una lengua clara, así que los chamanes, que los trataban en su lenguaje de gruñidos y ladridos, los organizaba de tal manera que los Gwargs lideraran el ataque o funcionaran como avanzadilla, teniendo el mínimo contacto con la horda principal. Por supuesto y pese a que sería mortal para los enemigos, jamás un Gwarg de dejó usar como montura.

También, y normalmente cuando las partidas de guerra coincidían con las primeras semanas de después del invierno, los Hombres Salvajes contaban con la ayuda de los Osos Negros, que al igual que los Gwargs, eran criaturas con un intelecto privilegiado. Estos Osos Negros sí podían hablar con los hombres, y eran los osos quienes acudían a los Hombres Salvajes para unirse a los ataques, y así obtener alimento (con frecuencia los cadáveres de los enemigos caídos) para paliar el hambre garrafal fruto de la hibernación. Y podía ser fuerte el vínculo que uniera a estos hombres con los osos, llegando incluso a construirse aldeas expresamente cerca de sus cubiles. Normalmente el líder de los hombres hacía un collar uniendo objetos valiosos robados (como anillos, monedas, hebillas e incluso menaje) y la madre de los osos (puesto que los machos mayores solían vivir solos  y no acostumbraban a acudir) tallaba en la pared de la cueva empleando sus férreas garras el nombre del aliado en cuestión, siempre en el peculiar idioma escrito de los osos, donde una misma palabra cobra distinto significado en función de cómo se dibujen sus caracteres, si con furiosos zarpazos (normalmente así dejan constancia de las afrentas recibidas) o mediante tranquilos trazos de amplia curva (como suelen escribir las letras de sus guturales canciones).

Así pues, y como Hrorg predijo, los primeros hechos se desencadenaron dentro de lo esperado. Primero, los Hombres Salvajes localizaron a los antiguos prisioneros acampados con sus caballos en el linde, y estando somnolientos y lentos de reflejos por el alcohol de los enanos, fueron víctima inmediata de los fieros Gwargs, no causando baja alguna los bandoleros engañados. Así, los Hombres Salvajes se vieron contentos con la rápida victoria. Los Gwargs sabían que aún había más presas, así que no se detuvieron a devorar cadáver alguno, y los hombres conocían que aún se debían encontrar con los ricos enanos, por lo que apenas recogieron las lanzas y algún cuchillo largo y siguieron adelante.

El olor de la sangre de las reses guió a los Gwargs al siguiente puesto. También tomaron desprevenidos a los hombres, que fueron víctima fácil. De nuevo los temibles lobos siguieron el camino, con el olor a enano en el aire. El grueso de la horda emprendió ya una marcha rápida, con el rumbo establecido hasta el ejército enano.

Y la mañana del primer miércoles de Abril, bajo el frescor matutino y un sol alegre, se vieron las caras estos dos conocidos enemigos.

Las sospechas de los líderes Dvarer eran ciertas, los Hombres Salvajes eran de la tribu Torok’Cahurl, (“Hombres Guerreros” o “Gente de la Guerra” vendría a significar en su primitivo idioma). Se caracterizaban por su costumbre de infligirse pequeñas heridas en la piel que se dejara ver por sus ropajes y en la cara por debajo de los ojos, en los pómulos. Se sujetaban el pelo en varias trenzas o colas. Esgrimían un variopinto arsenal de armas.

Los más temible de estas gentes eran los Har’ur’Cahurl, “los que se pierden en la Guerra”, unos fanáticos semidesnudos, con el cuerpo lleno de heridas rituales, espuma en la boca y los ojos en blanco, probablemente drogados o directamente enloquecidos por la magia de algún chamán. Movían en círculos, cabriolando y saltando, pesadas rocas atadas a sus brazos por primitivas cuerdas hechas con lianas, como si de péndulos se tratase. Normalmente sus congéneres los intentaban sujetar hasta el momento del combate, o simplemente les dejaban hueco libre para no tener percances.

Hrorg estaba en el campo de batalla, subido en una roca natural del terreno, observando la lontananza, breves instantes antes de que apareciera el enemigo, ya se oían los aullidos de los lobos.

Hrorg se ataviaba con una armadura pesada típica en los Dvarer: ropajes de cota de malla, botas pesadas de acero y hombreras adornadas cada una con la furiosa expresión de un ancestro; manoplas de placas, guardabrazos y peto de satguld macizo (un metal más fuerte que el acero y más valioso que el oro, de un color parecido al acero ennegrecido). No se usaban correas para unir las piezas móviles, sino elaboradas cadenas de acero. El yelmo bajo el brazo: sobrio y sin adornos exteriores, curvo para hacer resbalar los golpes sobre las hombreras, con protector nasal y orejeras fijas, todo adornado con remaches de oro. Tenía este casco dos paños de cota de malla sujetos con remaches, para proteger la barba y la melena.

Pero era la barba propia del enano la característica más peculiar de su aspecto, y la que le daba el sobrenombre. Una brutal cicatriz recorría la parte inferior de su rostro: empezaba en un pómulo hundido y descendía atravesando los labios y hundiéndose en el nacimiento del vello facial, donde había matado el germen de bozo; no empleaba estilo ni adorno en ella. Así, el enano parecía tener siempre una porción afeitada, al lado derecho de la barbilla, cosa que sumada a su dura mirada glauca le conferían un aspecto feroz. La melena era roja también, y sujeta con tientos de cuero.

A su lado estaba Kudra, su lugarteniente y capitán de los temidos Destructores, un cuerpo famoso de enanos acorazados provistos de pesadas mazas a dos manos que servían de escolta a los señores de los Dvarer. En este caso, la compañía contaba con setenta efectivos. Kudra tenía ya el yelmo puesto, adornado con una visera móvil (subida) que mostraba un rostro temible. Tenía las dos manos ocupadas, sujetaba dos mazas de gran tamaño. Una era de acero toda, incluso el asta, que estaba adornada con una runa en la cabeza y sujeta a la muñeca diestra mediante una cadena. Esta maza era idéntica para todos los Destructores, fuera cual fuese el rango del guerrero, pues esta tropa carecía incluso de músico y estandarte.

La otra maza era una muestra del arte dedicado a la guerra por los enanos: Un mango para albergar dos manos forjado en acero con un pomo de plomo cubierto en oro para hacer de contrapeso y facilitar el manejo, un asta compuesta por gruesos cordones de bronce trenzado en torno a una barra de acero, y la cabeza, una esfera de acero con púas de diseño geométrico y un intrincado mosaico de runas.

-¿Está todo listo? –la voz de Hrorg era grave, y su pregunta  cargada de cotidianeidad- Tal vez hoy sea el día. ¿Mhm?

-Flancos cubiertos de picas, a las faldas. Ballestas esperando al cuerno tras la loma en la retaguardia. Destructores en el centro, a la espera. Falta plantar escudos –fue la respuesta de Kudra. Su voz era seca, carrasposa, pero también estaba tranquilo.

En primera fila, a la boca del valle, había dos líneas (lo que supondrían unos ciento cincuenta enanos, aproximadamente) ataviados también con armaduras pesadas, y armados con la famosa hacha dvarer (hoja corta y ancha, espolón en el otro lado y punta triangular en el remate arriba), pero lo característico eran los pesados escudos: escudos rectangulares curvados horizontalmente hechos con láminas de metal y con una gruesa punta de acero en el umbo. Eran más altos que un enano y tenían dos hierros puntiagudos en la base para anclarlos al suelo. Tras estas dos filas había otros doscientos enanos, en cuatro regimientos de a cincuenta, la típica infantería: los hacheros enanos vestidos de cota de malla, yelmo, hacha dvarer, escudo redondo y venablos.  A los flancos los piqueros, con ganchos incrustados a media altura de la pica para dificultar el avance de escaramuceros, con dos regimientos por banda. En el centro Hrorg con su cámara de mando compuesta por un viejo noble, el músico, el portaestandarte (en la bandera lucía un fondo verde y azul, y de figuras una torre sobre una colina con el Sol a la diestra y la Luna a la siniestra; todo con el típico diseño de líneas rectas y geométricamente intrincadas de los enanos) y Kudra, rodeados de los Destructores.

-¡Cuerno! ¡Plantar escudo! –boceó Hrorg.

El músico, un robusto enano, lo hizo sonar tres veces, y Hrorg vio como los enanos de las primeras filas alzaban los escudos para luego dejarlos caer con un golpe seco contra la tierra: quedaron clavados, formando una verdadera muralla de acero.

Ya se vislumbraba el contingente de enemigos a lo lejos: primero los lobos aparecieron corriendo velozmente sobre la colina, y detrás de estos, una verdadera manta de diablos salvajes que abrigaba la tierra con su furia terrenal. Estos últimos contaban cientos, tal vez miles.

Los lobos, tal como ellos practican cuando cazan animales mayores en el bosque, se dispersaron por el campo de batalla. Resultaron ser más de los previstos, alrededor de una centena. La mayoría llegó a una velocidad inusitada a lo alto de las colinas situadas a los flancos de los enanos, y se abalanzaron contra estos con un hambre voraz en sus estómagos y un odio primitivo propulsándoles el corazón. Pero Hrorg era sabio y se adelantó, guarneciendo los flancos con los resolutos piqueros enanos.

En ambos flancos ocurrió todo de forma similar. Hubo lobos que intentaron impactar de forma directa: de estos no sobrevivió prácticamente ninguno, pues quedaron atravesados por las picas. Los más peligrosos fueron los que intentaron saltar, pues aunque la mitad fueron muertos por las picas que los esperaban, muchos si pudieron recomponerse en tierra y sembrar el caos, pues los piqueros pierden toda la efectividad al girarse, así que la cosa quedó en manos de los hacheros, que plantaron combate con resolución, no quedando indemnes pero sí con un saldo bajo; pues los Gwargs poseen inmensas mandíbulas, pero el acero está más afilado que los colmillos.

No hubo más de dos o tres intentos por parte de los lobos, pues al parecer algún cabecilla calló sobre picas, además, en cuanto aparecieron los primeros por encima de la loma, entraron el juego los ballesteros de la retaguardia enana y los saetearon sin cesar, instándolos a huir.

Todas las bestias que atacaron en vanguardia al contingente enano saltaron el muro, para caer en un mar de barbas, hachas y venablos, y se resistieron bien pues las fieras acorraladas doblan el coraje, pero fueron hechas trizas por la infantería. Finalmente, de los lobos solo quedó sangre y cuerpos inertes en el suelo. En total, murieron unas cuatro docenas de enanos, la mayoría piqueros.

Los enanos son gentes de recia constitución, y pese a la reducida estatura (un enano llega a la altura del pecho de un hombre) suplen sus carencias de agilidad y altura con una musculatura formidable y un esqueleto grueso, además de una resistencia al frío admirable (sus bulbosas narices calentaban el aire respirado). Tal vez el mayor de los problemas fuera el agotamiento prematuro en ambientes muy cálidos, pero eso no era un problema aquí, junto al Mar Gélido.

Nuevamente, los enanos estaban en silencio sepulcral, como inertes estatuas de metal con un ceño permanentemente fruncido.

Los humanos estaban ya a punto de impactar. Venía un grueso de horda de cientos, tal vez alrededor del doble de efectivos que los enanos, en desordenada carga. Pero algo extrañaba a Hrorg. La mayoría no eran Torok’Cahurl. Había una amalgama de gentes de diversas tribus. No le gustaba. Se puso el yelmo. La cota de malla del casco cubrió su barba bifurcada y la parte superior de la espalda. Kudra le pasó la maza.

-Cuerno. Preparen venablos. A mi señal, que los arrojen a medio y medio –ordenes concisas.

El cuerno volvió a sonar. Esta vez fueron varios toques, cortos y largos. Se notó un cierto movimiento en el grueso de los hacheros, que disponían las armas arrojadizas.

Justo cuando los hombres estaban a menos de veinte metros, Hrorg avisó al cuerno, y este habló. La mitad de los guerreros arrojó las pesadas astas con punta gruesa y triangular de acero sobre los bárbaros que cargaban. Al poco, hubo un segundo lanzamiento. La mitad de los enemigos cayó, con pocos supervivientes que fueron convertidos en cadáveres de miembros amputados cuando llegaron al muro de acero. Fue la otra mitad que no cayó la que preocupó a Hrorg, e hizo que apretara con todas sus fuerzas el arma entre sus manos.

De ese resto indeciso a la hora de cargar, empezaron a aparecer los temidos Har’ur’Cahurl, creando cada uno de ellos (tal vez fueran una treintena) horribles torbellinos de destrucción que primero molieron los huesos de los despistados congéneres de alrededor, y luego cargaron contra el muro de acero.

Pese a que el muro era de metal y los enanos que lo sustentaban eran fuertes, muchos escudos se doblaron tras recibir tres o cuatro impactos. La mayoría de los enanos que se aventuraron fuera del vapuleado muro recibieron impactos mortales. Los hombres no paraban de gritar, de vocear profanas palabras de insulto. “Uk tavi! Mavi uk tavi!” era el estribillo de sus gañidos. Hrorg no quiso esperar.

-¡Cuerno! ¡Abre! -aquí Kudra le pasó su arma, la maza claramente más elaborada.

El músico obró acorde, y el muro empezó a abrirse hacia adentro. Así se hizo un cono por el que los fanáticos se atropellaron por llegar al centro. Los que cobraban lucidez y corrían a trompicones para huir, recibían impactos mortales de sus congéneres, que les quebraban una pierna, les hundían el pecho o destrozaban el cráneo. Y los que continuaron la carga, fueron rebotando contra al muro y chocando entre sí, con brutal resultado. Con mucho esfuerzo y acorralando a los fanáticos, se saldó el segundo asalto. No quedó al fin uno vivo, y los enanos perdieron alrededor de una treintena de efectivos, por desgracia la mayoría portadores de escudos.

Justo cuando Hrorg daba orden de cerrar el muro, apareció otra horda. Estaba habituado a que los Hombres Salvajes atacaran en grupos intermitentes o agolpados. Lo que le sorprendió, fue el tamaño del contingente.

Los Hombres Salvajes, estos claramente Torok’Cahurl en su totalidad, ocupaban de lleno dos cerros a su marcha. Cada vez avanzaban más rápido. Enarbolaban pesadas hachas y martillos de piedra. Se veían algún arma de acero, enana, trasga o de otros hombres, al igual que brillaban piezas de metal en sus ropajes. Los bramidos que emitían con sus guturales voces de hombres fieros conjugaban bien con las sangrantes heridas de sus brazos y caras, dando lugar a un espectáculo aterrador. Pero igual que los acantilados no retroceden ante las olas, los enanos permanecieron resolutos y firmes, pues esa es su naturaleza.

Así, la primera oleada se estrelló de lleno contra la primera línea de los enanos. Pese a que algunos escudos estaban abollados, todos hicieron bien el trabajo. Muchos hombres perecieron atravesados de lado a lado por el fierro del umbo. Pero los enanos eran fuertes, y pese a que los hombres llamaron a sus puertas de metal, estos no abrieron paso, y se limitaron a sacudir el escudo para dejar caer el cadáver y dar la bienvenida a otro ombligo.

Hrorg, pese a sus años (doscientos cuarenta y tres, mediana edad para un enano) estaba impaciente. Su plan de formar un muro e irlos desgastando no funcionaría con una cantidad tan abismal. Los hombres pronto los rodearían por completo, o simplemente escalarían por los cadáveres, abrumando y sumergiendo a los enanos de las primeras filas en una avalancha de muerte, destrucción y asfixia. Así, esperó a que se dieran de lleno contra al muro, y confiándole a los piqueros el cuidado de la retaguardia, se preparó para seccionar a la bestia en dos: cargaría al frente para separar al enemigo en dos mitades. Hinchó los pulmones.

-¡Cuerno, abre, abre! ¡A mí Destructores! ¡Es la hora! ¡Khazum Varak! –bramó, enarbolando la maza y saltando de la roca al suelo.

-¡Por Hrorg Barba Partida! ¡Khazum Varak!

Los Destrucotres bramaron al unísono, y este reclamo a la muerte se mezcló en el aire con las notas del cuerno. El muro se abría, y los barbaros asomaban.

Inútil. Ni un Torok’Cahurl llegó a ver el interior de las formaciones. Haciendo temblar el suelo y tapando el griterío de los Hombres Salvajes, los fieros enanos acorazados liderados por Hrorg Barba Partida, de los Bronloksom, los empujó de nuevo afuera con un torrente de acero y furia ancestral, seguidos por dos regimientos de hacheros.

La batalla se volvió una carnicería. Las runas forjadas en las mazas de los Destructores comenzaron a brillar (excepto la de Hrorg). Los enanos destrozaban a los hombres de un golpe. Partían piernas de la más cruenta de las maneras, y hendían los torsos y espaldas. El grito de guerra Dvarer, “¡Khazum Varak!” era coreado por los alaridos humanos frutos de la masacre.

El plan dio resultado. Separó al ejército enemigo en dos mitades. Los Hombres Salvajes no eran gente organizada, ni siquiera se les podría llamar “tropa”, así que separarlos no los sumiría en una desorganización exagerada. Pero verse distanciados unos de otros les causaría un sentimiento de inferioridad que, junto a la resolución de los enanos, iría minando su moral. Así pues, la táctica se impuso al número y el ingenio de Hrorg dispuso la batalla en un punto intermedio entre la derrota y la victoria.

Los regimientos de hacheros estaban haciendo bien el trabajo, se limitaban a mantener la posición, estando rodeados de enemigos a un lado y otro; Hrorg y su guardia apoyaban allí donde la lucha era más cruda. Para facilitar la labor, Hrorg y Kudra se separaron, con media compañía de Destructores cada uno. Apenas cayó algún Destructor en la carga, y ahora igual. Las toscas armas de piedra rebotaban sobre las armaduras de los enanos como un palo contra un yunque, y en respuesta, las mazas molían al enemigo. Ninguna cota de malla fue rota salvo las que sufrieron golpe de un hacha, pico o maza de factura enana, robadas.

De repente, no se supo bien desde qué punto, sonó como si el mismo aire se rompiera y un gañido garrafal revotó dentro de los casos enanos. Halos de luz roja comenzaron a envolver a un grupo de guerreros enemigos. Hrorg estaba en primera fila, y maldijo su suerte: Los Hombres Salvajes habían traído un chamán, y este había comenzado con los sortilegios.

Los guerreros Tork’Cahurl imbuidos en la magia vieron multiplicadas sus fuerzas, y con los ojos iluminados por su fulgor interior, se lanzaron contra los enanos. Era increíble. Donde antes apenas encadenaban dos golpes seguidos, ahora atizaban a velocidad imperceptible. Las porras y garrotes de piedra, que antes eran casi inofensivos, ahora golpeaban con tal virulencia que llegaban a abollar las armaduras, aunque muchas de las armas terminaban rotas e inservibles.

Hrorg recibió un golpe brutal en el yelmo. Dio unos pasos atrás y dos Destructores lo cubrieron. Momentáneamente mareado, se desprendió del yelmo y se lanzó de nuevo a la trifulca. Estaban a punto de ser sobrepasados. Poco a poco, paso a paso, los enanos fueron retrocediendo en dirección al pequeño valle, buscando el arropo de las dos colinas y los ballesteros. Cuando pasó lo peor.

Hrorg lo vio sólo un instante, a través de la muchedumbre. Por una loma lejana, enormes figuras cuadrúpedas de color negro corrían velozmente. ¿Gwargs? Ojalá. Osos Negros. ¡Pero no podía dar la orden de retirada! Con ese maldito chamán y sus salvajes mágicamente enfurecidos, más los todavía numerosos congéneres de estos rodeándolos, una carrera desesperada solo provocaría el caos en el ejército. Tampoco daba tiempo de traer a los piqueros. Desde luego, una carga de los inmensos osos prácticamente dejaría la victoria en manos del enemigo.

Los osos ya estaban aquí. A golpe de vista, Hrorg observó más de veinte. Avasallaron a los Torok’Cahurl que se interponían entre ellos y los enanos, y luego se produjo el verdadero choque. Eran bestias formidables. Capaces de desplazarse con un caballo en la boca. Negros como la noche, con zarpas mortales. De un golpe, un oso podía catapultar a dos o tres enanos por el aire. Cuando de un golpe no destrozaban la armadura de un enano,  hacían presa en el guerrero con ambas zarpas y hacían crujir sus huesos, estrujándolo contra el suelo.

Los enanos se defendían, entre varios conseguían abatir a algunas criaturas, pero su aparición inesperada y sumada al esfuerzo desempeñado desde el inicio de la batalla comenzaba a ensombrecer la mente de los enanos.

Hrorg estaba furioso. Junto con siete Destructores, se sumergió en la marea de hombres salvajes para buscar al maldito chamán, y lo encontró. Era un individuo aparentemente anciano, y totalmente desnudo ahora. Su cuerpo estaba repleto de heridas y laceraciones, tenía una barba gris adornada de huesos rotos y la cabeza rapada de mala manera. Cabriolaba balbuceando, extendiendo las manos al cielo y despidiendo chispas rojas de entre sus dedos, formando haces de luz intermitente. A su alrededor los hombres eran más salvajes si cabe. A Hrorg Barba Partida esto le dio igual, y junto a sus defensores, se arrojó sin piedad ni temor contra ellos. Con sólo dos barridos con su maza se hizo hueco y tuvo enfrente al hechicero de los bosques.

Fue rápido. El anciano, aparentemente loco, se marchó al otro mundo de un cruento golpe en la cabeza. La mandíbula inferior pasó volando sobre las cabezas de los Torok’Cahurl, y un chorro de sangre tiñó por completo a Hrorg. Ante semejante visión, los Hombres Salvajes se quedaron petrificados, y los que estaban afectados por la magia se desmayaron. Hrorg y sus siete guardaespaldas, más otros que vieron lo sucedido y se unieron, aprovecharon el momento para contraatacar.

Aún así, ya quedaban poco más de la mitad de los Destructores, y se tuvieron que unir los otros dos regimientos de hacheros para refrescar al otro par que apoyó la carga. Kudra estaba herido de un brazo y no se manejaba bien (adoptó un combate defensivo) pero Hrorg, con las barbas y melena ensortijadas y cubierto de sangre (como todos) seguía plantando combate en primera fila.

La batalla se estaba prolongando demasiado, ya había pasado el medio día. Antes de hacer huir a los Osos Negros, que se cobraron bien sus vidas, aparecieron más Torok’Cahurl. Esta vez eran solo guerreros, y algún Har’ur’Cahurl. Hrorg mandó a un par de Destructores retroceder para avisar al resto del ejército: Los piqueros (estos estaban casi frescos desde el principio) deberían avanzar para apoyar en primera línea. Y así hicieron, disponiéndose en los laterales. Nuevamente, la batalla se situó en un punto intermedio, a costa de prácticamente dejar la retaguardia a expensas de que a algún caudillo salvaje sufriera un arrebato de lucidez y condujera a sus brutos hasta un punto débil. Esto, por suerte para los enanos, no ocurrió. Bastantes problemas tenían en el frente.

Los cadáveres inundaban el campo, los enanos se defendían en la boca del valle, en lugar de en el interior como al inicio de la contienda. Ahora, hacheros y piqueros, unidos, con Hrorg y los Destructores en el centro, recibían acometida tras acometida. No cesaba. Los ballesteros volvieron a entrar en acción, cuidando vigilando el flanco derecho, donde más sufrieron los piqueros. Pese a todos los esfuerzos, la situación era insostenible.

Los enanos, abusando ya de su resolución, y no contando con más de doscientos efectivos, comenzaban a sentir la derrota en sus corazones. Pronto, como si un moribundo viera aparecer su propia lápida por el corredor de la muerte, una funesta visión se regaló a los enanos. Una segunda manada de Osos Negros. Venían a la carga, y Hrorg no pudo más que resoplar hondo y quedarse mirando. Había dejado que soldados más frescos ocuparan su lugar y estaba a varios metros del combate, vigilando, subido a uno de los grandes escudos de metal con el pincho hacia abajo, sobre un montón de cadáveres humanos.

Si en lugar del estruendo de una batalla, hubiera estado el campo sumido en el más calmado de los silencios, se habría oído como la sangre de Hrorg comenzaba a hervir, llevado por la furia. Al frente de la carga de osos observó a una vil criatura, un viejo conocido que hace tiempo dejó impronta en él, tanto física como sicológica. Lo llamaban Khandrel, el Terrible Salvaje. Era inmenso, hasta para ser un hombre de los bosques. No usaba armadura, apenas se cubría con un taparrabos. Venía montado, además, sobre Mestizo, el más grande de los osos negros del borde oriental del Bosque de las Siete Tribus. Recibía el nombre por tener los cuartos traseros blancos, como los Nobles Osos, presumiblemente por ser fruto de un cruce.

Esta aparición prendió la mecha, pero lo que detonó la ira del alma guerrera del enano, fue lo que Khandrel portaba entre sus manos: el hacha de doble hoja del difunto Rogta, hermano menor de Hrorg, y herramienta con la que fue marcada de por vida su barba. Así, Hrorg montó en cólera, y se dispuso a saltar desde su improvisado puesto, cuando algo sacudió la tierra.

El mismo suelo se fragmentó, a la retaguardia de los Hombres Salvajes, justo por donde iban a pasar los Osos Negros en estampida. Esto pilló por sorpresa a todos los partícipes de la contienda. Ya fueran hombres, bestias o enanos, no comprendían porqué de repente había un agujero en el campo de batalla. Nuevamente, Hrorg fue testigo, esta vez pasa su regocijo.

-¡Rhunnder! ¡Innu Runnder! ¡Dvarer innu! –bramó, agitando la maza en el aire, Hrorg. “¡Hijos de la Piedra! ¡Amigos Hijos de la Piedra! ¡Hermanos de los Hijos del Metal!” sería la traducción al idioma de los hombres de Karogundia. Y era cierto.

Del agujero, literalmente, comenzaron a brotar enanos. Esta vez no eran Dvarer, sino Rhunnder. Representan a la otra etnia de enanos, más antigua y poderosa, pero menos numerosa, que compartía el reino de Norva-Minarr. Todos los nuevos guerreros enanos iban ataviados de cotas de malla, al igual que sus hermanos Dvarer, con la peculiaridad de que sobre esta llevaban una armadura confeccionada magistralmente con losas de piedra gris cocida en lava, y esgrimían poderosos picos y martillos, sus herramientas en el subsuelo. Sus yelmos, redondos y con visera, tenían una gruesa vela encendida en lo alto. Aparecieron en total unos doscientos, directos desde las Calzadas Eternas, los caminos secretos de los enanos en la tierra.

Y el campo de batalla se convirtió en un auténtico infierno. Los enfurecidos y maltrechos Dvarer acogieron a sus hermanos entre vítores, y con renovadas fuerzas acometieron a los guerreros Torok’Cahurl. Estos, por su parte, y temerosos del gran caudillo Khandrel y su montura, siguieron aprovechando su superioridad numérica para hacer frente a los resolutos hijos de las montañas.

Hrorg no vio al comandante de los Rhunnder. Seguramente sería Bringal Mano de Mármol o alguno de sus primos. Realmente Barba Partida estaba satisfecho, pues por fin un Noble de las Profundidades se dignó a responder a los mensajes de socorro que hacía enviar cuando tenía noticias de un ataque inminente.

De esta manera, Hrorg se dispuso a poner fin a la jornada. Aún desde lo alto del escudo, sobre la pila de muertos, comenzó a entonar su juramento, mientras sostenía ante sí su mayor aliado, su pesada maza.

-¡Rhun thatak! ¡Fhi grimbalok! ¡Groth abrum! – “¡Runas de venganza! ¡Hice un juramento! ¡Saldad el agravio! -.

Dicho esto, las runas de su maza prendieron en llamas el aire, y la pesada cabeza con púas del arma se puso al rojo vivo. Eran Runas de Venganza, jamás usadas por los Rhunnder y solo empleadas por los Dvarer en casos especiales, pues estas se idearon en la época más sombría de la raza enana.

En una carrera prácticamente suicida, Hrorg Barba Partida  hijo de Krórer el Vigía, del Clan Bronloksom, saltó desde su ominoso puesto y se arrojó contra el enemigo.

Su maza, como un cometa, dejaba tras el enloquecido enano un rastro de cadáveres ardiendo. Se convirtió Hrorg en un verdadero meteoro fulminante, sembrando el miedo entre sus oponentes, pues había visto a su enemigo declarado y asesino de su hermano. Porque los enanos jamás olvidan, y su cólera es eterna.

Así, y tras convertir en ascuas la cabeza de un oso negro, en mitad del caótico campo de batalla, Hrorg llegó a encontrarse frente a frente con él. Khandrel, el Terrible Salvaje, y su poderoso aliado, Mestizo.

Se miraron a los ojos, y todo quedó dicho. Miembros de uno y otro bando no se interpondrían en el titánico combate que se avecinaba.

Khandrel, que a pesar de ser un primitivo hombre salvaje era bastante astuto, no subestimó al enano, así que siguió montado sobre Mestizo y cargó contra él. El oso constituía una brutal mole en movimiento, arrancando terrones de tierra con sus zarpas al galope. Pero Hrorg era más viejo, más sabio y duro como el acero.

El enano estrelló la maza contra el suelo instantes antes del choque, y una columna de fuego y humo sorprendió a las dos fieras (jinete y montura). El enano desapareció ante los ojos de Khandrel, para luego aparecer de repente junto al costado del oso. Khandrel se dio cuenta tarde y vio como Barba Partida estrellaba la ardiente maza contra el costillar del oso, emitiendo este un rugido agudo y ronco seguido de un borboteo sanguinolento. Encadenando dos golpes más, el enano le hundió los cuartos traseros, antes blancos y ahora de negro chamusquina y rojo sangre. El tercer golpe hizo que Khandrel, pasmado, saltara del animal, pues Hrorg subió desde atrás a la renqueante grupa del oso.

El golpe que habría seguro terminado con Khandrel remató a Mestizo, hendiéndole el cráneo. Si aún existieran demonios sobre la tierra, hincarían la rodilla ante Hrorg hijo de Krórer, pues su mente estaba envenenada de odio y su alma ardía sobre las llamas de la furia inquina.

Sin una sola orden por parte de ninguno, ambos bandos dejaron hueco tras ver muerto al oso, pues nadie quiso cruzarse en el inminente duelo.

Khandrel se puso en guardia, y blandió el hacha de Rogta, difunto hermano de Hrorg. Cabe mencionar que los enanos llevan armas acordes a su constitución, lo que se traduce en muy pesadas y normalmente cortas. Además, los grandes artesanos del metal saben imprimir runas poderosas en sus creaciones, cumpliendo las más diversas funciones. Rogta estaba orgulloso de su titánico físico, pues su fuerza era superior al estándar entre sus congéneres, así que se mandó hacer un hacha inmensa, hasta para él; suplió esto con ciertas runas que agilizaban el peso de arma. Pero no siendo manipulada por su auténtico dueño, las runas no surten efecto. Así era pues el formidable físico de Khandrel, que la manejaba con total tranquilidad, aunque con una técnica bastante tosca.

Hrorg bloqueó un golpe descendente del bárbaro, declinado el hacha a la derecha y haciendo un giro sobre sí mismo provocando el arma una estela brillante en el aire, que habría concluido con un golpe en la pierna del humano de no ser por los reflejos de este.

Otra vez Khandrel atacó, llevaba la iniciativa en el combate. Pero Hrorg rebosaba arrojo, y respondió cargando contra él, atravesando el radio de acción del hacha colosal, y derribando al hombre de un poderoso golpe con el hombro en su estómago. Rápido, el enano hizo descender el arma sobre el humano, pero este rodó por el suelo y la maza se hundió en la tierra, produciendo chispas y humo.

Hrorg la intentó alzar, pero Khandrel fue rápido y golpeo a Hrorg en el costado. El hacha y la coraza, de staguld y excelente factura ambas, chocaron. El hacha solo recibió una muesca profunda, pero a Hrorg le penetró la coraza, atravesó la cota de mallas de debajo como si fuera lino, e infligió una herida importante. Al sacarla chorrearon unas gotas de sangre enana. Hrorg no gritó, solo apretó los dientes y emitió un gruñido. Los Hombres Salvajes vitorearon al líder, que rugió de contento. Los enanos apretaron el combate, y Hrorg volvió a la carga.

El hombre esquivó un golpe dirigido a su costado, aprovechó el hueco y lanzó un hachazo a la pierna, que dio casi de lleno. Hrorg gruñó con fuerza, pues nuevamente el hacha había penetrado la armadura, y ahora tendría que cojear. No obstante, sonrió en su interior, pues si maquinación surtía efecto.

Khandrel, orgulloso, cargó contra el enano deliberadamente. Hrorg bloqueó el hacha de Khandrel con su maza y, enganchándose las armas, y con un terrible esfuerzo, hizo una llave al humano y lo derribó.

Khandrel cayó de espaldas, y justo cuando estiró la mano para hacerse de nuevo con su arma, la maza de Hrorg descendió sobre su extremidad, triturándola, produciendo hedor a carne quemada y emitiendo chispas. Khandrel bramó, las lágrimas resbalaron por sus mejillas arrastrando sudor y porquería. Hrorg levantó la maza, y comenzó a aproximarse.

Khangre, medio incorporado y con el fuerte brazo sano, empujó a algunos de sus hombres, atemorizados, contra el enano. Estos cayeron rápido, envolviendo al enano en una nube de humo apestoso por quemar las pieles y carnes con su funesta arma rúnica. Pero los Torok’Cahurl ya no temían a su amo, y puesto que más temían al endiablado enano, prácticamente le cortaron el paso a su señor. Los guerreros enanos terminaban sus combates. Algún oso atacó furiosamente tras la muerte de Mestizo, pero fue eliminado y la mayoría huyeron. Aunque la batalla aún duraría una hora o más, todos los que observaban el combate, ya fueran enanos u hombres o, en este punto estaban expectantes. Hrorg por fin alcanzó a Khandrel. Desde el silencio, Hrorg alzó la maza.

Mientras emitía un bramido gutural, Hrorg la hizo descender sobre Khandrel. La flamígera arma se hundió en el abdomen del Terrible Salvaje, haciendo hervir sus tripas. Hrorg la dejó allí, achicharrando al bárbaro, causándole inimaginable sufrimiento, corroborado por unos gritos de dolor y un manoteo nervioso mientras intentaba retorcerse. Pero las runas eran poderosas y estaban dedicadas a infligir castigo, de manera que nada pudo hacer.

Ante semejante visión, los Hombres Salvajes quedaron petrificados, con la sangre helada. Los enanos se mantenían imperturbables, con las miradas fijas en su señor, pues no hay acto más solemne para los Dvarer que estar presentes mientras se salda un agravio.

Mientras la maza prendía en llamas al bárbaro, incrustada en su estómago, Hrorg se acercó hasta la testa del salvaje, y cuando aún gritaba, comenzó a asestarle puntapiés en la cabeza con sus botas acorazadas. Khandrel continuó gritando, pero al tercer golpe el cráneo crujió. Quedó muerto, pues las runas se apagaron viendo cumplido su objetivo. Hrorg ignoró esto, y con la faz contorsionada por el cruento sentimiento de desquite, no cesó hasta que la cara quedó convertida en una sanguinolenta masa informe. Luego paró y fue a sacar su arma de las tripas aún humeantes.

Todos los Hombres Salvajes que vieron eso se derrumbaron. Arrojaron sus armas al suelo y comenzaron a correr. Los enanos, lejos de perseguirlos, abatían en todo caso a alguno que casualmente les pasara cerca. Los osos restantes, tres o cuatro, se retiraron al bosque, desde donde se oían sus lastimeros gruñidos. Los enanos habían ganado la batalla, a costa de muchas buenas vidas.

La melena y barba estaban revueltas y llenas de coágulos de sangre y polvo, su armadura abollada y abierta en los dos puntos donde Khandrel hizo blanco. Le temblaba algo el labio inferior y cojeaba, respiraba con dificultad y sonoramente. Hincó la rodilla de la pierna sana en el suelo, junto al arma que fue de su hermano. Con delicadeza, como si la pesada hacha fuera un cortaplumas de cristal, la aproximó a sí y la besó en el centro, de donde salen las dos afiladas hojas; quedó una señal de sangre y suciedad.

-Por ti, hermano –pronunció, tranquilo-.

Las runas inscritas en el hacha se encendieron en un azul eléctrico, comprendiendo el legítimo cambio de dueño. Hrorg lo tomó como señal de deber cumplido y agradecimiento de su hermano. Se puso en pié, asintió ante sus tropas.

Y todos los enanos comenzaron a atender a los heridos, recuperar a sus muertos, incinerar a los enemigos caídos en inmensa piras, y otras tareas propias de después de las batallas.

De esta manera terminó la terrible Batalla del Paso Oeste, a principios de Abril, en la que los Dvarer de los Bronloksom y sus hermanos Rhunndal detuvieron un inminente intento de invasión por parte de los terribles Hombres Salvajes.