domingo, 23 de diciembre de 2012

El Daño de Fa Khang



Hay muchas formas de llegar a las tierras de los Norvingos. Estos hombres del norte habitan  la península homónima, rodeados de agua y unidos al Lejano Continente por un tramo de tierra montañoso coronado por un cráter, conocido como La Prisión de Zog. Su tierra es fría y dura, y esto se refleja en su fauna, flora y gentes.

Recios, la mayoría dedicados al pastoreo, la caza, el comercio y la guerra. Esta última en todas sus variantes: Pillaje, tareas mercenarias, caza de esclavos y todo en lo que derive el manejo de las armas.

Unidos en clanes y a veces bajo el estandarte de un reyezuelo, se distinguen varias tribus. La que nos importa ahora, es la tribu dirigida por el Clan Leiftak, la de los Hruk Ama, habitantes del extremo occidental de la península, señores de su mar próximo y duchos en la caza de animales marinos.

A esta tarea se consagraban, precisamente, el viejo Vinei Leiftak (tío lejano de Parr Leiftak, jefe del Clan y caudillo de la tribu) y varios jóvenes que ahora echaban al mar tres barcolongos. Aún era de noche, a punto de amanecer. Hacía frío. La playa era de piedras y al fondo tenían los acantilados, fundidos con unas montañas bajas. Al pie de estas, su pequeña aldea, de la que Vinei era jarl (jefe) llamada Aldea de Jhor, o De los Hombres de Jhor.

-Más rápido, que el sol nos vea en el agua –increpó el anciano a los muchachos. Ya había un barcolongo en el agua, ahora estaban empujando a los otros dos. Como es tradición, el jefe monta en el último en señal de que está conforme de toda la operación- Mi arpón tiene hambre, y no distingue entre peces y hombres –andaba sujetándolo como un cayado. Sus ojos eran glaucos, su barba y melena, blancas y ambas las llevaba sueltas. Su piel, cuarteada.

Estas gentes visten de lana, tanto las gruesas calzas como los ropones, casi siempre manteniendo el color natural del material. Botas de piel y forradas de pelo de animal, normalmente oveja. Como primera frontera contra el frío, unos chalecos sin mangas (para trabajar bien) sobre las mentadas vestiduras. Los muchachos lo llevaban de piel de alimañas u oveja. Vinei lo llevaba de oso. En el primer barcolongo en tomar agua, junto a doce muchachos y el timonel, estaba Vanierr de los Jikier, primos de los Leiftak y habitantes también de la aldea de Vinei. Ancho y bajo, ojos claros de mirada severa y barba corta pero densa. Este llevaba un chaleco de piel de oso también. Adornaba su pelo bien cuidado con aros de bronce.

Finalmente todos los barcolongos estuvieron en el agua, y sin mucho trabajo por parte de Vinei, empezaron a maniobrar justamente. Ahora la embarcación del jarl iba en cabeza (con él, dieciséis efectivos, todos remando salvo él y el timonel), flanqueada por la de Vanierr (catorce efectivos, con él y el timonel) y la más modesta, pero igualmente funcional, la de Hiekrei de los Gikari (un Clan menor, aliado y vecino de la aldea de Vinei) apodado Murmullo.

Estos barcolongos, siendo poco más que largas y anchas barcas de remo con vela cuadrada, se dirigían al norte de la Bahía de Jhor, (que comparte nombre con la aldea) y de la que partieron, en busca de aproximarse al Cabo de Hielo Azul, donde se cazan bien los peces leviatán (conocidos por las gentes de Karogundia como “ballenas”).

El viaje iba a ser largo, de cuatro días. Iban bien pertrechados de todo lo que fuera útil. Ahora remaban todos por tener el soplo de costado, pero pronto situarían bien las naves, pondrían las velas a cazar viento y se podrían permitir el lujo de no hacer mucho más que controlar el timón.

Así, en la nave de Vinei, varios de los jóvenes (es natural que estos se dediquen a la caza, pues los más adultos andan siempre preocupados del comercio y las armas) se comenzaron a acomodar alrededor del venerable, pues este comenzó a fumar de su pipa de marfil marino (diente de morsa) y eso solo podía significar que tenía algo que contar.

-Por lo que veo en vuestras jóvenes caras –comenzó a decir el viejo, recreándose, pues le gustaba ser el centro de atención y hacerse de rogar- venís buscando una historia. ¿Cierto?

“¡Una buena, como siempre!” “¡Sí, sí!” “¡Sí, la del trol azul, la del trol azul!” y otras respuestas del mismo talante convencieron al viejo.


-Bien, bien. Veo dos caras nuevas… -guiñó el ojo a dos hermanos gemelos, sobrinos suyos, que por primera vez emprendían una caza de peces leviatán- La de hoy será especial. Una de las antiguas. Así que preparad vuestros oídos…

De todos es sabido que los hombres del norte han sufrido mucho a lo largo de su historia. No obstante, es de sabios reconocer que no somos únicos. Y como muestra de ello, narraré la historia de la última batalla de Ki Hon Yan, el Emperador Dragón, según cuentan, actual señor del mayor reino de los hombres del este y sobre el mundo conocido: el Imperio de Kihan, en el Archipiélago Dorado y la gran isla de Tze’Kong.

Ki Hon Yan no era más que un guerrero itinerante, un héroe en ciernes, según cuentan. También dicen que era hijo de siete brujas marinas, pero eso no me lo creo. Simplemente, vivía en la isla más pobre de todas las que ahora componen lo que llamamos Archipiélago Dorado.

Pues este joven hombre, Ki Hon Yan, ansioso de que sus hazañas se narrasen por siglos, emprendió el viaje hacia el encuentro del más terrible enemigo conocido por su gente, y probablemente el mayor en su época: Fa Khang, El Infierno Dorado.

Según me contaron, era un dragón dorado, el último de estos. Todo en él era fino y estilizado, desde la punta de la cola a los agujeros en el hocico: garras delicadas como estiletes (no por ello menos mortíferas), patas de garza, un cuerpo de sierpe y una cabeza alargada, como de caballo terrible, adornada por una corona de cuernos. Era tal su belleza, que el mismo viento los transportaba sin necesidad de alas, y se iba contorneando velozmente también por el agua. Sus escamas formaban el más espectacular mosaico, incapaz de emular ni por los joyeros enanos de la Antigua Raza. Su fuerza y peligro residía, no obstante, en el terrible poder de su aliento: Todo aquel cuerpo vivo que tocase, fuera animal, planta u hombre, sería convertido de forma instantánea en una inerte figura de oro macizo. Y esta era la trampa: Su isla, en el centro del archipiélago, poseía tal cantidad del valioso mineral, que no cesaba de atraer más aventureros y gentes aguerridas, que pasarían a engrosar las filas de estatuas doradas.

Ki Hon Yan no quiso ser menos, pero yendo hacia la trampa, fue prevenido por una de las más maravillosas criaturas que un marino puede encontrar: Un hada de los mares.

-¡Pero tio Vinei! ¡Las hadas embaucan a los marinos, y luego los arrastran hasta sus guaridas para devorarles el hígado!

-¡Calla ya! –y el viejo pateó el costado del muchacho- ¡Hablas de las sirenas, inepto! Las hadas son gentiles criaturas, raras de encontrar. Ahora, dejadme seguir, u os emplearé de cebo. Mhm…

Esta hada le advirtió del peligro que corría en la gesta: El dragón nunca dormía, y siempre vigilaba desde el cielo o bajo las aguas. No obstante, el joven Ki, que según cuentan era de muy buen ver, le prometió al hada lo siguiente: Si le ayudaba a vencer al dragón, luego iría a buscarla y la convertiría en su esposa. Las hadas, adalides del amor y el bien entre las gentes, no se pueden negar a una promesa similar. No obstante y como todo en la vida, tiene un inconveniente. Si se diera el caso de que el sujeto no emprendiera la búsqueda de su prometida, un terrible mal se haría con él hasta el fin de sus días: Los más sabrosos manjares le sabrían a cenizas, las más abundantes riquezas se le antojarían un montón de basura, y las mejores compañías le producirían una desazón sin par en el corazón. Pero esto era desconocido por el joven, y las hadas nunca lo revelan por miedo a que no se les prometan un amor, así que Ki Hon Yan habló, y el hada aceptó.

Solo había un momento en el que el dragón no estaría vigilante, según le dijo el hada. Cuando el Sol está más alto, el dragón, furioso por no ser lo más reluciente y hermoso en el cielo, se esconde en su gruta, donde permanece observándose en un estanque hasta que el sol siga su recorrido.

Así pues, Ki Hon Yan se acercó en una barca diminuta a la isla, y vio en el cielo que ya era medio día. Ni corto ni perezoso, tomó tierra, y corrió a atravesar el jardín de oro. Había gentes de toda clase allí aurificadas, desde inmensos ogros a cuadrillas enteras de trasgos, hasta varios caballeros con montura.

Encontró la gruta, por ser esta también de oro y brillar desde lejos. En silencio, se adentró en ella, y observó a la presumida bestia totalmente embelesada con su reflejo. Con sumo sigilo, y armado con una simple espada, saltó sobre la criatura. Clavó la espada hasta la empuñadura en el cuello del enemigo, grueso como un buey.

Fa Kang emitió un chillido agudo y abismal que hizo caer a Ki Hon Yan, aturdido y mareado. El Dragón se estaba contorsionando violentamente en el aire, como una serpiente furiosa. Tal era el espectáculo que el mismo Ki temió por su vida, pero de repente, desaparecieron la cueva, el dragón, el sonido, y todo se sumió en la más insondable de las oscuridades.

-¿Murió Ki Hon Yan? –preguntó uno de los jóvenes.

-¡No! Es que el hada lo engañó, y ahora el dragón lo ha convertido en una estatua –pronunció un compañero del primero.

-¡Silencio, por los dientes rotos de mi vieja mula! –Vinei no soportaba que le interrumpieran una narración, y esta era la segunda vez. Se había hecho ya de día y el Sol calentaba sus rostros- Lo que ocurrió fue peor que todo eso junto…

Ki Hon Yan despertó, no se supo cuando, aunque era de día. Se alegró de no ver al dragón por ningún lado. ¡Fa Khang había sido derrotado! Cuando hizo fuerza para levantarse, salió despedido y se golpeó con el techo. Para aumento de su sorpresa, permaneció en el aire sin caer. ¡Estaba flotando! Instintivamente movió brazos y piernas para agarrarse al relieve. Algo no funcionaba, pues en lugar de sujetarse a la dorada caverna, arrancó un trozo de minera de un zarpazo. ¡Un zarpazo!

De repente comprobó que sus manos eran unas estilizadas garras y sus extremidades estaban compuestas ahora por dorados miembros de reptil. Se sorprendió al ver cuán grácil era, y como podía contorsionar su cuerpo libremente. Salió disparado, cual rayo solar, hacia la salida, estrellándose y haciendo añicos cualquier estalactita o estalagmita con la que se cruzara. ¡Ahora era él el Dragón Dorado!

-¿Y? –dijo uno de los muchachos, recién salido del embeleso.

-¡Eso! ¿Y cómo se convirtió en emperador? –Otro.

-¿Eh? Ah, bueno. Ya es la hora de almorzar. El viento está vago, así que comeos una torta más de la cuenta, y bebed hidromiel. Vais a estar remando hasta que se haga de noche.

Con conocida resignación, hicieron caso de su mayor. El cuento del viejo tuvo como resultado que hasta el timonel se distrajera, causando que el barcolongo de Vinei se rezagara. Tras unas amonestaciones del anciano, esto se solucionó. Hasta el anochecer.

De nuevo, algunos muchachos se reunieron alrededor del viejo, acomodado este sobre unas cajas vacías y con una manta gruesa de lana por los hombros. Habían dejado al timonel y a otro más pendiente de la navegación. En los tres barcos había candiles encendidos.

-Mhm, bien…¿dónde lo dejé? –dijo Vinei.

-En que Ki Hon Yan era el nuevo Dragón Dorando –pronunció uno de sus sobrinos.

-Ahá, pues…

Uno no vence a un dragón y se olvida del asunto. Nunca. Los dragones son criaturas que llevan en Idnagar desde el albor de los tiempos. Algunos son crueles, otros sabios, todos poseen cualidades extraordinarias. Este dragón, Fa Khang, era realmente la criatura más hermosa sobre la faz del mundo conocido. Hay fuerzas, y esto es bien cierto, que escapan a nuestro entendimiento y razón y que operan desde el firmamento ordenando nuestro destino y equilibrando nuestros actos. Tal vez alguna vez confluyan erróneamente y se den desgracias, golpes de suerte, infortunios o simplemente una día muy soleado y alegre. En esta ocasión, para Ki Hon Yan no fue distinto.

El Dragón, antes de morir, lanzó una terrible maldición. Leyendo en el alma de Ki Hon Yan (es una cualidad habitual en los dragones) que estaba comprometido con un hada de los mares, castigó al hombre de la peor manera: Le dio los Dones del Dragón.

Al ser Ki Hon Yan ahora el nuevo Dragón Dorado, de seguro abusaría de sus capacidades, como es natural en los hombres cuando reciben un poder absoluto. Eso se puede soportar con un alma de dragón, pero no con una humana. Así, mientras más velozmente se transportase, más cerca estaría de su fin. Mientras más aliento de oro insuflase, más rápido llegaría el momento de respirar por última vez. De esta manera el castigo sería doble: Su energía vital se iría consumiendo a medida que disfrutara de sus nuevos poderes y su alma se sumiría en una apatía creciente, pues olvidaría la promesa hecha al hada.

-¿Entonces está muerto? –nuevamente, una interrupción.

-No, no –el anciano daba ya por imposibles a los muchachos, se limitaba a responder rápido para que se callasen pronto.

Esto ocurrió hace varios siglos, no se sabe exactamente cuántos, pues por aquel entonces nosotros, los Hombres del Norte, éramos bien distintos, y Fhir nos perdone, pero usábamos las armas de la peor manera y con los peores fines, al igual que hoy lo hacen nuestros vecinos, los Volkarr.

Ki Hon Yan, por suerte para él, no tardó demasiado en darse cuenta de que no sería eterno. Pronto volvió a su aldea, varias generaciones después de la que él conocía. Así tomó el mando de sus gentes, que no se negaban a nada de lo que decía, pues su corazón era cálido y su mente despierta. No abusando de su poder, volvió ricas a sus gentes, y así puso en marcha una campaña que terminó unificando a todo el Archipiélago Dorado. Pero estos territorios, que comprendían un mar e infinidad de islas, no le parecieron bastante. Ahora ansiaba lo que hoy conocemos por Isla de Tze’Kong.

Sin dudar, condujo a su gente hasta ella, ahora un auténtico ejército. En la isla había bosques verdes, prados fértiles y cerros bajos repletos de hierro para trabajar. Estaba habitada por gentes pacíficas que no se opusieron subyugarse a su mandato, pues se le conocía por un rey bondadoso, y sus arcas jamás estuvieron vacías.

Así fue, y su naciente imperio prosperó en el Oriente. No obstante, su condición le seguía pasando factura. En las guerras era incapaz de verse inmóvil, y siempre hacía alarde de sus poderes para darle la victoria a su gente. Y convertir en oro macizo a ejércitos de enemigos lo consumía por dentro, además de darle una fama que espantaba a tantos temerosos como a codiciosos enemigos atraía. No obstante, su ejército era respetado debido a que poseía grandes estrategas que él mismo instruía, pues sus siglos de existencia le habían permitido conocer bien el mundo y lo que le rodeaba. Así mismo, se convirtió en cuna de nuevas generaciones de sabios: médicos, filósofos, astrólogos, geólogos…

Pero el Emperador seguía enfermando. Reclutó a una corte de hechiceros del agua, duchos en el arte de la sanación y cura del alma. Y estos pronto dieron con la clave de su mal: había olvidado la promesa del hada. Ki Hon Yan, cuando era humano, olvidó preguntar el nombre de la criatura, y ahora sería imposible encontrarla. Aún así, viendo el Emperador una cura en el triunfo de la búsqueda, emprendió un viaje, en solitario, por todos los mares del mundo. Dicen que estuvo fuera diez años, y al decimo primero, volvió, sin frutos.

Pese a que dejó a buenos hombres al cargo del Imperio, el mal se hizo sobre sus gentes. Habían perdido la Isla de Tze’Kong. Esta había sido tomada por una brutal horda venida del norte, formada por una terrible alianza.

Aquí se da uno de los más tristes episodios de la historia de los Hombres del Norte. Antes de que los Volkarr y nuestro pueblo se separasen, éramos gentes crueles y al servicio de señores de la guerra. Por aquél entonces eran liderados por Orvinlad, el Gran Caudillo, un hombre de cabellos y barbas negros como la noche y con una armadura de escamas de piedra (robada a los enanos) que adornaba con la piel de sus últimas víctimas. Dicen que portaba un hacha tan terrible, que él fue quien convirtió en lo que es a la Tundra del Este, talando docenas de árboles de un solo tajo, para construir barcos con los que asaltar Tze’Kong.

Pero más terrible era la otra parte de la alianza. Los ogros. Sí, ogros. Aún quedan algunos muy perdidos al sur, y se cuenta de que otros presentan batalla a los nobles gigantes, lejos al Este. Como os habré contado ya, estos ogros y gigantes descienden de los Trols, cuyo padre, Zog, está encerrado en esa cadena montañosa coronada por un cráter que separa nuestras tierras del resto de tierras del Este. Según dicen, sigue engendrando criaturas este Zog, aunque eso no nos atañe en estos momentos.

Aquellos ogros eran de la peor estirpe, eran hijos de Fangruel, pues es común entre estas bestias que un padre dé lugar a muchos hijos y estos a su vez den lugar a más prole en la familia, y así  hasta que haya tantos como para que agoten sus recursos y se vean obligados a cambiar de tierra. Y eran grandes los ogros, más que los que conocemos hoy. Dicen que uno podía destruir una aldea, diez eran suficientes para tomar plaza fortificada, y cien podrían devorar los caballos de todo un reino. No se sabe bien cuantos eran, pero seguro que se contaban más de trescientos.

Pero Ki Hon Yan estaba realmente debilitado tras su viaje. Ya apenas se atrevía flotar por el aire y se desplazaba reptando. Sus articulaciones crujían y sus costillas se marcaban, deformando el bello tapiz de escamas doradas que cubría su lomo, perdiendo también estas su lustre.

Pero enseñó bien a sus gobernadores, y estos supieron organizar un poderoso ejército. Miles de hombres marcharon a reconquistar la isla de Tse’Kong. Se reclutaron jinetes, se formaron inmensos regimientos de soldados piqueros y había tantos ballesteros que podrían terminar con las aves de una región con solo acertar a un pájaro cada uno.

Los piqueros eran útiles contra los salvajes jinetes de Orvinlad, y los mismos caballeros del Emperador eran diestros en dar caza a la infantería ligera y tropas en retirada. Además, sus numerosísimos ballesteros daban muerte a placer, pues al disparar estos, eran tal la cantidad de proyectiles, que estos no llovían, sino que formaban un auténtico aguacero de puntas aceradas que fulminaba a los salvajes servidores del señor de la guerra.

Y Fangruel disfrutaba con todo ello. Se reía cuando los hombres de su aliado caían en combate. Llegó el momento en que él mismo ordenó a sus ogros que devorasen a los humanos caídos y se divirtieran cazando a los que huían. Cuentan que cuando Orvinlad, herido en el orgullo, quiso montar en sus barcazas para retirarse, Fangruel levantó el barcolongo del Gran Caudillo, haciendo alarde de su constitución de titán embrutecido, y lo arrojó encima del humano dándole muerte. Cuentan que fueron lanzados tantos hombres al mar por mofa de los ogros, habiéndolos rajado y llenado de piedras, que el mar subió, y ahora en alguna cala sumergida en la isla de Tse’Kong espera la famosa hacha de Grundalir de Orvinlad, “Hierro Talador”, esperando a ser recuperada para vengar a su amo. Pero eso es otra historia.

De esa manera, los inmensos ogros, con sus orondas barrigas repletas de hombres del norte, decidieron que era hora de atacar. Ya habían sido vistos en combate por los hombres del Emperador, pero nunca más de tres o cuatro a la vez, que cayeron bajo las ballestas o se retiraron, no se sabe si llorando o riendo.

De esta manera una noche los ogros presentaron batalla en unas praderas situadas junto al mayor campamento del Emperador. Era tal la alta estima en que Fangruel se tenía que mandó un emisario al campamento, que podrían haber tomado por sorpresa, diciendo a qué hora y dónde querían enfrentarse. Así, en una noche de luna llena, los dos grandes ejércitos chocaron.

Era el espectáculo más cruento jamás acontecido en la isla de Tse’Kong. Los ogros, ataviados con pieles de animales y trozos de metal dispares y esgrimiendo temibles garrotes, tronchaban al jinete y doblaban al caballo de un solo y mortal golpe. Las ballestas apenas surtían efecto: Las gruesas pieles de los ogros les servían bien, tanto las propias como las de sus vestiduras, apenas consiguiendo que muriera alguno abrumado por las heridas. Cuando chocaron con la infantería, los humanos perdieron la esperanza.

Algunos no empleaban ni siquiera las armas ya, y se limitaban a estrujar las cabezas de los hombres, a arrancarles los miembros, a devorarlos en el sitio. Todos los ogros se daban un festín diabólico, sembrando el caos. Incluso algunos comenzaron a pelearse entre sí, matándose incluso. Eran criaturas maléficas, paladines de la destrucción y señores de lo brutal. Todos, salvo uno. Fangruel permanecía en silencio, observando el cielo, con su enorme garrote de púas, hecho con el metal de cien escudos humanos sujeto firmemente entre sus poderosas manos.

Y lo que esperaba el ogro, ocurrió al amanecer. Como un destello del alba, como la aurora que se observa en las gélidas tundras crepusculares, como un dorado rayo de esperanza, apareció. El Emperador Ki Hon Yan acudió a socorrer a su pueblo, a expensas de su salud. A tremenda velocidad, dejando tras de sí un torbellino inigualable, surcó las filas enemigas, y con las mortales garras de sus cuatro patas y su precisión apabullante, fue amputando, desmembrando y destripando a todos los ogros con los que se cruzó. Era un verdadero terror, un Infierno Dorado, tal cual fue el anterior poseedor de su cuerpo. Los hombres recuperaron la moral, y se lanzaron detrás de su señor, como enfurecidas hormigas, derribando a los ogros heridos con ganchos y cuerdas, acuchillándolos con sus espadas, aún así perdiendo muchos soldados en la gesta.

Y se encontraron. Ki Hon yan y Fangruel. El primero seguía reluciente, prístino, impoluto. El segundo era el estandarte de la mugre, la corrupción y el sufrimiento. Cargaron el uno contra el otro.

Fangruel alzó su mazo con una sola mano, y comenzó a girar sobre sí mismo. Ki Hon Yan hizo una finta, cegándolo momentáneamente con el candor del alba en sus escamas, y lo atacó desde arriba, produciendo una herida garrafal en el lomo del ogro. Este emitió semejante gañido que dejó paralizados a todos sus congéneres, momento que no desaprovecharon los hombres. Pero los ogros no tardaron en recomponerse y la batalla se recrudeció.

Ki Hon Yan no había sido tocado aún, y Fangruel tenía ya varias heridas. Ki Hon Yan quiso terminar con la existencia de su oponente, y salió disparado hacia él como una estrella fugaz. Para su desdicha, este fue el momento escogido por su maldición para minar su vitalidad, y Ki Hon Yan erró el golpe, se dirigió mal, y se estrelló contra una loma, haciendo un surco en la tierra y quedando mal contorsionado y boca arriba. El bestial enemigo se acercó, mostrando sus dientes rotos y serrados en una sonrisa caníbal, y alzó el gran mazo en silencio.

Hubo un duelo de miradas. Los pozos negros del ogro se dejaron deslumbrar por los soles del dragón, y sus almas se comunicaron. “No volverás a crear el mal nunca más”, dicen que fue lo que el Dragón le hizo saber.

Y justo antes de que la inmensa arma quebrara, en un golpe mortal, los huesos del dragón, este bufó, volcando el alma en el intento, y convirtió al temible Fangruel en una titánica estatua.

La expresión de odio quedó por siempre en el rostro del ogro, y Ki Hon Yan, el Emperador Dragón, fué sumido en un sueño del que aún hoy no ha despertado.

-¿Y cómo dirige entonces su Imperio? –preguntó uno de los jóvenes.

-Eso, porque aún se habla del Emperador Dragón –corroboró un compañero del primero.

-Sus magos del agua llegaron a tiempo, y al parecer se comunican con él en el plano del alma, pero no sé como lo mantendrán vivo, ni si es así. Tal vez es un engaño, y el Emperador murió hace mucho. También es verdad que el Imperio Dorado de Kihan, aunque aún existe, no es muy activo salvo por sus famosas rutas comerciales. Lo que es cierto es que nunca jamás sufrió invasión alguna después de todo esto. Y de esta batalla hacen más de doscientos años.

-¿Y volverá a la vida? –inquirió el más próximo a Vinei, sentado a su derecha.

-No escuchaste, ¡solo duerme! –le respondió el más joven, que estaba sentado detrás.

-¡Eso es lo de menos! Lo más espectacular es que esos magos se hablen por el alma, ¿y si nos hablan, como lo sabremos? –dijo, nervioso, otro.

-¡Nada, nada! Historias todo. Ya os contaré otra mañana. ¡Ahora, a dormir! Mañana necesito jóvenes fuertes al remo, no ancianas cluecas –pronunció el viejo Vinei, y el silencio se hizo en el barcolongo y el mar. Las tres embarcaciones continuaron su viaje al norte.

viernes, 7 de diciembre de 2012

Ultramar

Escarbando entre viejos retales, dí con esto. Es un nimio capítulo de una vieja novela que me quedó en el tintero. Disfruten.

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Un banco de bacalaos rondaba tranquilamente en torno a una sima marina, como una manada de vacas pastando en el espacio. Pero, de repente, algo hizo que sus ojos redondos y gelatinosos se movieran con nerviosismo y sus lomos se estremecieran.

Toda suerte de criaturas abismales, con sus bocas amorfas provistas de colmillos sobresalientes, unos costados iluminados por escamas incandescentes y sus aletas fantasmagóricas salió disparada hacia arriba. Los bacalaos intentaron huir, pero las criaturas calvaron sus colmillos en las panzas, vaciaron de huevas a las hembras y engulleron a los más pequeños, todo esto para luego continuar su camino, en furibundo frenesí devorador, atacando a toda criatura marina.

De la sima emergían corrientes de agua caliente, hirviendo. La grieta vomitaba un vapor burbujeante y luces verdosas. Si algún desgraciado hubiera soportado la presión del mar en su caja torácica y el ardiente vapor que emergía de los abismales fondos oceánicos, se habría percatado, con esfuerzo, de que un viejo velero, hecho trizas, estaba encajado en las paredes de la gruta.

Sus velas, antaño blancas, flotaban hechas jirones como unas novias sin prometido en una eterna danza tranquila y sosegada. Aunque sea de extrañar, ningún molusco marino, amén de algas o corales, osó en todos los años aferrarse a la extensa superficie del barco, por lo cual estaba limpio, aunque claramente no intacto.

Pero, y he aquí el misterio, era este barco y no una convulsión terrestre lo que originaba esas subidas de temperatura y luces. Los rayos verdes emergían de las cañoneras, los ventanales y las grietas. Muchos hombres ensuciarían sus calzones e invocarían a sus antepasados de ver lo siguiente, pues varias figuras, con ropajes hechos jirones, recorrían la cubierta, o subían a los palos, sino afianzaban cabos sueltos; su caminar ignoraba que el barco estaba escorado con casi una máxima pendiente.

Las almas mártires estaban pertrechadas como marinos, pero sus pieles eran blancas y enfermizas, sus ojos carecían de pupila e iris y sus cabellos flotaban lánguidos en el agua, como una anémona raquítica. Sin embargo, ningún objeto que pudieran portar estaba dañado y oxidado, al menos más de lo común en alta mar. Sus ropajes permanecían intactos, salvo algún agujero de bala o corte.

La única dependencia intacta era la del capitán. Su entrada era una puerta de madera, enmarcada con dos columnas de madera finas y un dintel con dos querubines sujetando una cinta con motivos navales bordados, todo ello tallado.

Una figura alta, grande, con una melena gris alterada por la corriente y un espeso bigote permanecía en pie, calzado en botas de mar y una casaca, esperando que la puerta se abriese. Su inerte mirada permanecía fija en el vacío, con sus ojos blancos, muertos, y sus manos callosas de trabajar con aparejos y redes señalaban al suelo con sus dedos flácidos. Los goznes restañaron quejumbrosos.

La puerta dejó ver el interior del camarote del Capitán. Los laterales de las paredes estaban recubiertos de soportes para armas vacíos o no, y retazos de finas telas y mapas flotaban por el agua retorciéndose con dulzura, y antiguos sables, compases y cabestrantes se mecían con calma en el impoluto suelo de la estancia. Alguna botella de ron destapada recorría la sala rodando. El caminante de blanca faz apartó un pliego de un gran mapa de todo el archipiélago de Nipan. Una mirada le dio la bienvenida.

Al otro lado de una delgada mesa de fina madera con patas bien elaboradas yacía, entronado, un Capitán. Portaba una casaca de azul ultramar con unos deliciosos bordados en plata que representaban en todo su haber un mapa global. Debajo de esta, solo vestía unos pantalones con un cómodo fajín y unas finas botas, pues el fortachón torso estaba descubierto, y en verdad diré que era sobrenatural, pues en el lugar del corazón había un grotesco socavón cosido con tripas de pescado en forma de mordedura. Su ancho espaldar portaba un cuello bovino, del cual estandarte era una cabeza de tenaz rostro. Sus ojos, blancos, no miraban en ninguna dirección, y su expresión de eterno odio estaba esculpida en su entrecejo. Sus cabellos, barba larga y melena, flotaban en el líquido elemento, en todas direcciones, dando la impresión de hallarse en una extrema calma en el vacío. Sus manos, zarpas agarrotadas, se aferraban a los reposabrazos de su sillón de nácar, manos limpias libres de anillos. A su lado, clavado en el suelo de madera y con una docena de muescas más a su alrededor, un sable torcido y serrado, atroz, yacía, cual Excalibur marina; la guarda era una ola espumosa esculpida en una lámina curva de algún metal plateado, y el pomo era el diente serrado de un tiburón. Abrió la boca para dejar escapar un sonido grave y sereno, que no despidió ninguna burbuja.

-Sé bienvenido al Godendag, sargento de armas McAllistair…

-A su servicio, Capitán-y el zombi marino de McAllistair practicó un saludo marinero.

-Un momento…-el señor de los piratas se levantó de su trono blanco y bordeó la mesa. Era más alto que Arthur y en apenas dos zancadas y estaba frente a él.

-Tú…no has muerto solo-lo miró fijamente con sus globos oculares blanquecinos-¡Tienes descendencia!

El Capitán se irritó sobremanera, y cogió a McAllistair por las solapas de su casaca y lo arrojó al otro lado de la habitación como si nada, desplazando agua en su trayectoria y agitando así los objetos de la sala. Se estampó con un golpe sordo contra la pared y descendió hasta el suelo. Permanecía impasible, como un muñeco de trapo.

-¡Maldito descerebrado!-en un abrir y cerrar de ojos el Capitán estaba frente a él.

-¡Sabías que iría a por vosotros!-extendió sus brazos y arcos de luz verde le recorrieron sus extremidades. El barco comenzó a zozobrar-¡Necesito a la tripulación y sus herederos!

-Sí, mi Capitán-dijo obedientemente Arthur “Algas Verdes” McAllistair-a sus órdenes.

-¡Waaaaaaargh!-el capitán emitió un gañido garrafal, y extendió su brazo en la dirección de su sable fantasmagórico, que se deshizo en polvo y acudió a su mano a una velocidad inusitada, para materializarse en ella otra vez-¡Desaparece, perro!-y se lo clavó en el torso. De la herida empezó a emanar una luz dorada que la espada fue absorbiendo hasta ponerse al rojo vivo. Mientras esto ocurría, McAllistair se iba consumiendo, como una bola de papel que arde y acaba hecha unas cenizas ínfimas. Pronto no fue más que una mancha de polvo que desapareció en el agua como una turbia acumulación de porquería.

El Capitán desmaterializó su espada, la cual volvió junto al trono. Fue caminando hacia la puerta de su camarote y sin inmutarse la atravesó como si no existiera. Todos los marinos fantasmales se volvieron hacia él y practicaron el saludo marinero.

-¡Pongámonos en marcha! ¡Preparaos para emerger, porquerías del inframundo!-y dicho esto, estiró sus brazos y dio una sonora palmada.

El barco comenzó a comprimirse y expandirse, como si fuera un pulmón de madera enorme, crujiendo y restañando, y sus mástiles se articularon como si fueran las gigantes patas de un cangrejo. Comenzó a trepar hacia el exterior de la sima mientras despedía rayos de luz verdosa.

Trinity Jones alzó los brazos y bramó en el agua. Su casaca ondeaba como si quisiera escapar del contacto de su portador, y sus cabellos se agitaban como víboras en trance. Mientras, el barco terminó su inverosímil escalada y pronto remó hacia la superficie. Mientras esto tenía lugar, su quilla se iba formando y su corpachón se iba estrechando, se iba definiendo la proa y la popa. Los marinos corrían de una dirección a otra, como si todo esto no les afectase, sin perder el equilibrio. Entraban en camarotes que se acababan de formar o emergían de socavones que se iban a cerrar.

Las escalofriantes criaturas del fondo marino rodeaban el barco, nadaban a su alrededor, se colaban dentro y volvían a salir. Algunas, las más grotescas, amorfas y grandes rodeaban a Joones y este las acariciaba con la punta de los amarfilados dedos, mientras les susurraba cosas inteligibles.

Finalmente, antes de rozar la superficie marina, el mascarón de proa quedó definido. Era un grotesco ser del submundo, un sátiro gordo y con una sonrisa lasciva, de larga perilla, tallado en madera de ébano. Entre sus pezuñas portaba, inmóvil, una cruenta maza con pinchos, a juego con la mitad inferior del fauno, que era la cola de una serpiente llena de púas.

Y fue esta talladura la que asomó primero mancillando los rayos solares. El barco salió disparado hacia arriba como un corcho. A medida que el aire iba acariciando sus grotescos costados con unas maderas dispuestas como escamas, iban brotando multitud de lapas, conchas y concentraciones de dañinas algas rojizas. En cubierta, los marinos tomaban un tono verdoso y se encorvaban. De sus poros rezumaba agua marina y sus espaldas se encorvaron. Sus ojos blanquecinos se recubrieron de láminas acuosas para tornarse amarillentos, y desarrollaron aversión al sol. Toda la cubierta estaba llena de algas, corales y porquerías del fondo marino, y las velas, antes blancas, ahora eran andrajos quejumbrosos que hondeaban al viento como fantasmas agarrados a un asta.

Desde el castillo de popa el capitán los observaba. Su piel se tornó de un verde enfermizo, y su barba y cabellera eran ahora un conjunto de algas estropajosas y azulonas. Sus ojos, vidriosos, reflejaban dos haces de luz esmeralda con intensidad. En cubierta, algunos de los aberrantes peces abismales se retorcían de dolor mientras sus lomos se arqueaban ante la luz solar y sus acuosos ojos grises lagrimeaban una sustancia pegajosa, mientras de sus columnas y costados emergieron patas y aletas musculosas, algunas incluso con tenazas o tentáculos, que emplearon para arrastrarse hacia las bodegas del barco. Todas menos una.

Era como un gran tiburón panzudo, más grande que un buey. Poseía cinto patas de cangrejo recién estrenadas, dispares, que la sujetaban sobre las maderas de cubierta. Caminaba pesadamente, arrastrando su cola de escualo por el suelo, y con su boca a medio cerrar, pues sus astillados dientes se lo impedían por completo. Su piel antaño fina y gelatinosa de criatura abismal ahora se recubrió de escamas, como un cocodrilo, mientras los retazos de su piel de antaño hervían al contacto con el sol. Se dirigió a la diestra del Capitán y dejó caer su corpachón monstruoso a su lado, y rezongó al respirar.

El navío del averno comenzó a devorar olas, rodeado en la mar de una nube de criaturas negras y brillantes que intentaban saltar a bordo. El capitán se asomó por la proa, acariciando los cuernos del sátiro de madera, y señaló al frente mientras miraban al horizonte.

La gran criatura se arrojó al agua con pesadez. Una vez allí, abrió su bocaza y absorbió a cuatro o cinco de sus congéneres, cuya sangre hizo hervir de hambre al resto, originando un festín de canibalismo contra natura.

-¡Traedme sus almas, mis fieles sabuesos, mis criaturas, mis hijos!-bramó el Capitán. Con cada palabra su boca se vaciaba de un buche de agua salada.

Las criaturas se sumergieron hasta que se les dejó de ver por completo, con la gran bestia a la cabeza, y fueron devorando bancos enteros de peces hasta llegar a sabe quién donde.