lunes, 30 de enero de 2012

Las desventuras de Abraham Blutbad II

La mañana clara confortaba a Abraham con una cálida manta solar. Esperaba apoyado en el rústico muro de piedra ancestral del monasterio. Los brazos cruzados, la espada pendiendo a la vista, la casaca sin abrochar mostrando el coleto de piel búfala. Su tricornio ceñido sobre el pañuelo anudado en la cabeza y el mentón bien rasurado en contraste a sus espesos bigotes fundidos con las patillas, olor a cuero, seguramente luego a sudor y con suerte al final del día también a vino. En definitiva, todo él un semblante bravo y seco, pero sereno.

Se rascaba el impecable mentón con las manos enguantadas, cuando vio salir a un monje por la puerta monacal. No muy alto, delgado, cabeza tonsurada, sayo marrón, ojos oscuros y nariz chata, mirada de poco torpe. Se dirigió a este el buen Blutbad:

-Ave maría purísima.

-Sin pecado concebida -dijo automáticamente.

-Usted dirá, fray Tomás, vos me hicisteis llamar.

-Lo sé, lo sé -respondió molesto el hombre de dios- eso es evidente. El Santo Oficio tiene más labores para su siervo. Otra vez deberás surcar los mares en pos de la divina palabra.

Por un momento pensó “es el divino quien se haya por doquier, no un servidor”, pero se abstuvo y concretó:

-Sea pues.

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El olor a mar no le molestaba a Abraham, pero sí el de puerto. El pescado, por muy fresco que fuese, le repugnaba, más si no lo era, por mucho que se empeñasen en berrear y gañir las pescaderas. A parte había demasiada gente en los puertos, atestados, gente entrando y saliendo, un torrente desvencijado de marranos y fulanas torpedeando la ciudad con su ser. “Si es que algo malo se cuela o se nos escapa, es por el mar” murmuraba Abraham. Llevaba su habitual atuendo, esta vez con el añadido de un saco bien anudado a su espalda, no especialmente grande, con las pocas provisiones que iba a necesitar.

Debía embarcar en una balandra. Catorce cañones, vela cangreja, varios foques y al menos una veintena de almas para su correcto funcionamiento, sin contar con los artilleros. Su misión era acabar con una embarcación turca en las aguas entre el mar Jónico y el de Creta, en el Mediterráneo.. En definitiva, salitre y sarracenos.

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Si hay algo peor en alta mar que haber almorzado unas galletas de manteca y aguantar un sol de justicia, era perder el sombrero mientras uno se aferra a la borda del barco para regurgitar lo anteriormente ingerido. Definitivamente, no fue un buen día para Abraham, y menos aún lo estaba siendo ahora, pues los centellazos de un acero de damasco no mejoraban la situación.

Fue todo bastante rápido: Justo después de haber recogido la nave que venía de Venecia y había atravesado el Adriático, se habían aprovisionado por última vez en Malta, e iban ya hacia la costa española. Fue entonces cuando les dieron caza. Un navío ligero otomano de mayor longitud que la balandra. Cuando fueron a abrir fuego los cañones solo uno disparó correctamente, acertando en la borda enemiga con no demasiados daños y menos bajas, otros cuatro estaban mal cargados y no llegaron, y dos estallaron por defectuosos o sobrecarga de pólvora. Antes de darse cuenta, los ganchos ya estaban sujetos a la borda y los piratas con alfanjes ponían pié en madera católica.

Abraham se defendió bien del primero; sujetó su bracamarte con ambas manos y de un golpe vertical con fuerza inusitada desarmó al enemigo de tez morena, para sacarle las tripas al aire con el de retorno. En el corto espacio de tiempo de tregua siguiente vio a la marinería de abordo defenderse torpemente, y se percató de la ausencia de tres o cuatro guardias que estaban a bordo y no vio más desde la parada en Malta, al igual que al capitán.

Pronto vino otro más, este con un par de dagas curvas y mango de bronce brillante; como el resto, vestía bombachos y alpargatas, ropilla de trapo encima. Pues aquí que este turco se arrojó contra él, y con mediana maestría se defendió del primer sablazo de Abraham, que esquivó con una finta, para luego acuchillarle el costado, causando una herida no muy seria pero sí a tener en cuenta, a lo que Blutbad respondió con un rodillazo en la entrepierna y un golpe con los gavilanes de la espada en la cara, lo que hizo al moro escupir sangre y un par de dientes, y tener el tiempo justo para tener como última visión del mundo el filo de la blanca de Abraham.

Nada más arrancar la espada del cráneo vencido, Abraham oyó una detonación contundente, a bordo, y contempló asombrado a varios turcos salir despedidos unos cuantos metros, humeantes y ennegrecidos, con las astillas de la puerta a la bodega esparramadas y unos cuantos de abordo lamentándose por haberlas acogido en carne, al igual que otros tantos moros. Definitivamente decidido a no volver a pisar un barco, contempló Abraham salir de la humeante bodega a un tipo gordo, ataviado con un remendado traje de soldado de los tercios, sin distinciones algunas, y calzando un morrión en la testa, y un cinturón con unos doce apóstoles bien cebados. En las manos, un garrafal trabuco humeante, que arrojó al suelo, y pronto sacó una pistola jamás vista: era un abanico de cañones de pistola, como un órgano tubular dispuesto de forma radial. Justo cuando la hubo amartillado, le sorprendió desde arriba, desde el castillo de popa, un moreno, que se le abalanzó encima. El gordo de barbas sucias y negras, como sus ropas que se confundirían con las de un carbonero, echó mano del infiel, que le sacó el morrión desabrochado de un espadazo, y justo después de malgastar el tiro de la pistola debido a la emergencia, otro le sorprendió por detrás y de un garrotazo con una maza de madera con bandas de metal lo dejó boca abajo.

A todo esto, Blutbad sacó el puñal del costado del tercer moro en la cuenta. Este le alcanzó con el alfanje en un muslo, el derecho, y le estorbaba para moverse, buena faena le hizo el turco antes de morir. Sudado y sanguinolento, contempló lo mal que iba la contienda, pues ya más que lucha, algunos turcos remataban ya a los, según ellos, infieles en el suelo.

Empezó Blutbad a rezar, de cabeza, pues mal veía la cosa, mientras iba decidido a por otro que vio distraído, cuando sintió más que vio un disparo en su carnes, más concretamente en el hombro derecho, y cayó al suelo. Se intentó reincorporar, con la otra mano, sin soltar aún el puñal, pero la visión se volvió oscura y acabó boca abajo en la sucia cubierta, mientras oía unas órdenes de ese enrevesado idioma y unas manos lo sujetaron pos las axilas.

martes, 3 de enero de 2012

Las desventuras de Abraham Blutbad I

Disfruten de esta espero fructífera saga de relatos cortos (o ínfimos) del pobre y desgarbado Abraham Blutbad. Diviértanse con este capítulo piloto.

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La taberna del Tejón estaba repleta esa noche. Una noche fría, propia de invierno. Motivo de más para favorecer el jolgorio de sus clientes, pues estos eran carboneros. Trabajadores de una mina de negro mineral próxima, el aumento en las ventas del carbón había producido unos sueldos decentes para gentes de la estofa más baja de entre aquellos con jornal.

Sucios y felices, los mineros y arrieros al servicio de la compañía Bonwall & Co bebían cerveza sin aguar y apostaban fuerte al whist, mientras otros se dejaban embelesar por las busconas del local. Algunos ya con las entrañas tan empapadas en alcohol comenzaban a cantar emitiendo tales balbuceos que no se les reconocería por beodos sino por lelos. No obstante, en una mesa, redonda, como las demás, y sucia, como todo en el lugar, dos figuras taciturnas bebían un poco de cálido vino especiado.

Una era grande, de hombros anchos, y alta, tanto que debía doblar no poco la espalda para apoyar los brazos en la mesa, brazos fieros y de tendones de acero, con muñequeras de cuero apretando sus antebrazos, de los que emergían unas manos como palas de enterrador de peludos nudillos. Coronando la mole, una cabeza casi rapada, gigante, con una de las orejas, la de estribor, cercenada por la mitad, cuya cicatriz se cruzaba en la mejilla derecha de forma imperfectamente perpendicular con un tajo descendente desde la ceja a la comisura del partido labio superior. Su mirada, vacía de intelecto, emitía odio, y su rudo mentón de densa barba afeitada, le daba aspecto de yunque encarnado a su testa. Sus ropajes, unos pantalones anchos de marino sujetos de rodilla para abajo por unas botas de cuero grueso; y en el torso una camisa casi marrón y un jubón sin mangas de lona gruesa tipo brigandina acolchada con algunos remiendos, frutos de la dejadez o algún centellazo en los callejones, cosa que justificaba el sable corto de cazoleta cuajada de melladas que pendía de su grueso cincho.

A su lado, un personaje por completo diferente. Ataviado en negro, tanto la chaqueta, como sus greguescos y el chalequillo, amén de sus zapatos de terciopelo con punta cuadrada, salvo una camisa de impoluto blanco. Sus pequeñas manos de cuentamonedas tenían marcas blancas en torno a las bases de los dedos, muestra de portar a diario gruesos anillos, ahora ausentes tal vez por no atraer miradas sedientas de capital ajeno. Una larga barba, lo único voluptuoso y grande en su cuerpecillo raquítico, bajaba como una cascada blanca y negra, pues el personaje hace décadas dejó de ser joven. Por corona, un sombrero negro de ala ancha y poco pelo asomando. Nervioso, extrajo su huevo de Núremberg del bolsillo interior de su chaqueta. El pequeño barco mercante donde consiguió ocupar plaza de pasajero iba a partir en breves, el mal tiempo obligó a que se botara hacia las Indias en vísperas de su fecha inicial. Le hizo una señal a su acompañante, tomó él su capa y maletín y el otro su abrigo largo y grueso de lana.



Las nubes negras se aproximaban, y algunas ya tapaban la luna. Con esto, solo producían luz las pocas ventanas de cristal aún abiertas de las casas circundantes de aquel barrio pobre, más algún burdel o taberna con luces de sobra para atraer a los marinos entrantes, pues estaban acercándose al puerto. El hombre no muy alto y enlutado esquivaba los grupos de personas, y a los solitarios caminantes también. Apresuraba sus piernecillas para que los chapines devorasen los sucios adoquines rumbo a los muelles, como si le persiguiesen los sabuesos del averno en busca de su usurera alma. Y es que este hombre tenía motivos para huir.

Dada su condición de judío, poseía estudios superiores a muchos otros hombres dedicados a su labor; contable y banquero. Pero si hay algo que no se compagina bien con el manejo de grandes fortunas es la osadía y la avaricia, más aún cuando el capital no es de tu bolsa, amén de los problemas acarreados por su condición religiosa, poco bien vista en varios lugares del mundo. Así que en estas se veía, casi corriendo cuesta abajo, con su mercenario a las espaldas.

Concentrado iba, repasando sus planes de futuro, cuando de repente, con brío y rudeza, un grupo de mozalbetes, tal vez tres, lo golpeó, arrojándole al suelo, y tras este avasallamiento y por el descuido, hurtaronle el maletín. Casi antes de ponerse en pié, comenzó:

-¡La bolsa, la bolsa!-con espasmódicos chillidos nerviosos, mientras separaba su cara del suelo con un brazo y señalaba con su dedillo a los afanadores.

A lo que su gorila amaestrado respondió haciendo sonar sus botas contra el suelo en febril estampida en pos de alcanzar a los chiquillos, prometiéndoles castigos que harían palidecer al rey de los herejes.

En estas que el pequeño de negro siguió la estela de improperios del gigante, metiéndose ellos dos en un callejón oscuro y lleno de tablones, barriles y aparejos marinos amontonados. El viejo menudo veía la portentosa espalda del titán abrirse paso entre la basura, cuando de repente, algo le golpeó en la nuca y cayó de bruces, sin quedar inconsciente, pero derribado. Apresuróse a mirar hacia arriba, y vio lo justo para contemplar como un brazo vestido de camisa blanca y sucia con una mano guarnecida en cuero y armada con un terrible garfio de carnicero echaba mano del bravo, clavándoselo en el hombro, y tirando de él, tal que lo obligó a casi postrarse a la par que emitía un gañido de dolor y susto. Nada más se pudo casi sentar el viejecillo, vio como una bota golpeaba la testa de su contratado, que caía boca arriba, e ipso facto emergió una figura de entre las sombras, artífice de esto.

Coleto de cuero grueso, sin mangas y pardo, y camisa blanca vieja. Fajín rojo intenso bajo cinturón, sustento de unos pantalones que terminaban en negras botas altas con doblez a lo navegante. De su cintura asomaban espada y daga, y echo mano de esta primera. Cara aún cubierta por un pañuelo de trapo pobremente estampado en rojos y amarillos, sus cabellos largos negros le caían por el rostro. Puso el pie sobre el pecho del matón e hizo descender su arma, teniendo por lugar de fin y reposo el cráneo del coloso, que se partió con un sonido de crujido y chapoteo seguido de un borboteo manso de sangre. Por un instante el viejo pudo contemplar el arma, que dejó allí clavada. Era una cruenta bastarda, con un mango capaz de alojar dos manos, y por guarda dos gavilanes poco pretensiosos. La hoja recta, salvo en su punta donde era curva como un cuchillo de carnicero, tal que se ensanchaba. Un palmo de este acero dormitaba ahora en la cabeza vencida.

Las manos del atacante sacaron de su embeleso al hombrecillo. Lo agarró con una por sus ropajes y lo alzó hasta ponerlo de pié. El asesino lo miraba desde arriba, tal vez alcanzase los siete pies en Burgos de alto. Se descubrió la faz y dejó ver un rostro curtido por el tiempo, con unos ojos verdes pardos que emanaban énfasis y locura, con una nariz partida que le confería mayor aspecto de pendenciero, detalle para los observadores, y entre esta y los labios un mostacho denso que se fusionaba con las patillas, todo cabello azabache. Con la mirada de deseada victoria, como quien encontró oro tras sacar espuertas de barro, emitió una sonrisa que dejó entrever sus dientes bien cuidados, algo torcidos, para luego dedicarle al pronto ex -viviente:

-¡Esta noche descarnarás tus dedos contando las ascuas del infierno!- y acto seguido desenfundó su puñal de misericordia y, mientras apretaba los dientes con el ceño encorvado de concentración y fuerza, clavó al anciano la hoja por el oído, y allí lo dejó, inmóvil, muerto, mientras se le escapaba el rosario que llevaba en el cuello, consecuencia del brusco movimiento de brazo.

Se puso en pié, liberó la espada del cráneo del grandullón pisando en su cara y tirando hacia arriba. Luego limpió la hoja con las mismas vestiduras del coloso y la enfundó en su cintura. Era un arma poco más corta que las espadas de la época, pero más ancha y pesada, de tajos mortales, no como los dardos que eran las famosas toledanas españolas; esta era una reliquia de siglos atrás, cuando los caballeros de coloridos tabardos aún moraban los campos de batalla. Luego tomó el gancho del hombro. Desembarazó su pañuelo de estampados rojos y amarillos oscuros y se lo puso en la cabeza, cubriéndosela y acomodando el flequillo para una visión sin estorbo, dejando el nudo atrás en el cogote, al estilo de los duelistas de la época. Abrochóse el coleto de piel de búfalo y recogió de aparte, entre las cajas, su casaca roja granate y su sombrero negro oscuro de tricornio ajado por el tiempo, como la casaca. Acomodose la espada y el gancho de estibador o carnicero, este último mas disimulado que la espada, en algún enganche de la casaca. Ya pertrechado, se agachó nuevamente al lado del viejo usurero, le quitó el sombrero.

Tal como esperaba, la kipá cubría la coronilla del hombre. Negra con rebordes en dorado. La tomó y con ella limpió el puñal, que emitió sonido de succión al ser extraído de los conductos auditivos y sesos de la víctima, para luego guardar el arma en la parte de atrás de su cinturón. Metió los dedos en sus bolsillos y satisfecho extrajo unos anillos de buen oro y algunas monedas, lo que tomó por buen sueldo por haberse enfrentado al gigante, que no estaba en los planes. Gracias a esos crios, a los que dejó que se quedaran sin importancia con la maletilla de viaje del viejo, pudo pillarlo desprevenido. Finalmente, se puso en pié, se guardó el gorrito en una faltriquera que pendía de su lado derecho y escupió al muerto.

Así se fue de allí, dejando fluir las cuentas de su rosario por sus dedos índice y pulgar con la mano cerrada, entonando las oraciones que tanta paz le proporcionaban a su alma mortal de cazarrecompensas. Así fue recorriendo las calles de la Londres de mediados del siglo XVII en busca de algo de aguardiente para templarle la mente y calentar su frío corazón, pues era un hombre lúgubre este Abraham Blutbad.