miércoles, 30 de octubre de 2013

Dos soles


"Si vis pacem para bellum", decían los antiguos. ¿Y si tu enemigo eres tú? ¿Existe la redención? ¿O tu verdadero enemigo es tan superior, que prefieres culparte a ti mismo del fracaso, huyendo de él? Aquí presento el segundo relato de la modesta trilogía de El ciego que desafió al Sol . La primera entrega, absolutamente indispensable para comprender lo aquí narrado, se presenta en El brillo de lo salvaje .

Ahora, lean, o no. Eso ya es asunto suyo.
---X---

El mar de pastos dorados se extendía infinito. Lejos, frente a él, veía una montaña enorme y a sus pies un valle verde regado por un río, de los varios que descendían desde la mole rocosa.

Desde las alturas, surcando el plano celeste, pudo ver inmensos antílopes de color rojizo y cuernos retorcidos que galopando señoriales, sobre las lomas de hierbas secas. Enormes arlinos, gigantes árboles de corteza gris oscuro y hojas pequeñas y onduladas, daban cobijo a grupos de monos chillones de pelaje pardo y colmillos criminales que gruñían desde la seguridad de sus nidos a una pareja de tigres emperador que pretendía sestear a la sombra. Transportado por el viento, pasó fluidamente entre las patas de un enorme ciervo zancudo que se disponía a postrarse para beber agua de un ancho río. Un río colosal, titánico y gigantesco, que recorría la estepa como un tajo de plata; también descendía de aquella montaña. Era maravilloso.

 Detuvo la vista en una serie de montículos de pasto y barro, ¿chozas? Redondas. Y familias. Niños jugando con jirones de cuero y varas finas, hombres holgazaneando tranquilos a la sombra, mujeres meciendo a bebés…algunos hombres y mujeres tenían los pies pintados de blanco. De repente, comenzó a precipitarse sobre una de las chozas, la angustia hizo presa de él, y todo volvió a ser demasiado doloroso. Se hizo la oscuridad…

El Sol lucía alto en el cielo despejado. Anamara hacía girar un molino de grano manual, compuesto por dos pesadas losas circulares; cada movimiento era coreado por el crujir y machacar de los tubérculos duros que trituraba. Estaba dentro de una de las chozas, de las más grandes del poblado. Tenía dentro tres lechos de pasto seco cubierto con telas de lino. Había distribuidos varios sacos y cestas llenas de enseres y utillaje. A un lado, un hogar sencillo que culminaba en una chimenea de barro. Las paredes de adobe estaban adornadas con infinidad de símbolos pintados en blanco: dibujos tribales, intrincados, pero de formas relajadas, curvas y puntos, representando elementos astrales, animales o humanos. De hecho, apoyados en un lado, tres grandes sacos de cuero mostraban un elemento primordial: una polvo seco de arcilla blanca. Pero era uno de los lechos, o lo que reposaba en él, lo que le preocupaba.

Tendido cuan largo era un hombre pálido dormía profundamente. Desprovisto de su ropa de guerra y armas (de las cuales solo conservaba una larga espada envainada y una celada de media máscara en forma de rostro en llamas), el joven roncaba plácidamente, emitiendo tal vez algún quejido suave y esporádico. Su aspecto, por desgracia, era más perturbador. Tenía la pierna derecha recta, en cabestrillo, y cubierta de cataplasmas en la pantorrilla: dos feísimas cicatrices, fruto del hueso roto que atravesó la carne, dejaban constancia de un accidente terrible. El torso estaba también vendado, tal vez por alguna costilla rota, al igual que el hombro derecho. El rostro, barbado y esbelto, era un sereno espejo de un alma tranquila, aunque no en paz.

Anamara se levantó. Era más baja que ese hombre. Todos en la aldea lo eran. La tribu de los Nara-Terun, al igual que prácticamente todas en la Estepa de las Tribus, eran gentes no muy altas, pero de complexión atlética, y piel y cabellos morenos; algunos eran fornidos y de hombros anchos. Anamara seguía los estándares de sus gentes: esbelta, de curvas suaves en todos su ser. Una melena negra zaína, casi lisa, fruto de cuidados con peine de hueso. Su rostro, más que salvaje, reflejaba  una expresión indómita. Una mirada profunda, de ojos marrones con vetas doradas, como la inmensa estepa. Cubría su cuerpo ágil, joven, con unas ropas de lana finas tejidas por ella misma en uno de los telares, situado en una sala aparte en la choza contigua. Iba descalza y tenía los pies pintados de blanco.

Había recogido la harina y se disponía a preparar el amasado, mientras miraba al herido. De repente entró un hombre anciano, calvo y con una larga barba grisácea, con mechones de pelo apelmazados con barro blanco, el mismo barro blanco que iluminaba los muros, y que teñía sus pies y los de la muchacha; los pies del anciano estaban más descoloridos. El hombre ataviaba una túnica larga de lana fina, blanca impoluta, que se ceñía con un cinturón de piel de serpiente verde adornada con unas piezas de ámbar pulido. Se apoyaba en un bastón de madera de arlino con más piezas de ámbar incrustadas en su mitad superior. Tenía una sonrisa casi perenne.

-Aún queda para la comida, padre –comunicó la hija, que pronto apartó la vista del herido.

-He hablado con Onmo y sus hombres de escudo. Sigue sin parecerles bien –dijo el anciano, mientras se dirigía a uno de los sacos de arcilla seca. Se sentó en un austero banco de madera, metió los pies en una palangana de barro sin decorar y comenzó a echar arcilla con una pequeña pala. Acto seguido, humedeció la mezcla con el agua de una vasija. Le reconfortaba el tacto viscoso, maleable y puro de la arcilla.

-Pues que lo hubieran matado –dijo ella, resoluta. En contra de la seca voz del anciano, ella tenía una voz de tono agradable, dulce, pero severa en el habla.

-No digas tonterías –el anciano se frotaba los pies con la mezcla, y se los teñía hasta casi debajo de la rodilla- los hombres de escudo no hacen esas cosas. Eran prisioneros inválidos. No son hombres de mazas como esas bestias de la tribu Gurme.

-Pues haberlos abandonado a las afueras del poblado –volvió a decir ella. Comenzaba a amasar la harina seca de tubérculo con leche de cabra y ya tenía una olla de barro en el fuego.

-No juegues con tu viejo padre. Sabes que de ser así habrían atraído a animales cazadores. Hace poco fueron los Días de las Lluvias, y los huargos y tigres emperador han venido siguiendo las manadas desde el norte. No se puede verter sangre de ningún tipo en las cercanías del poblado.

-Entonces, que se quede –solucionó, resoluta. Comenzó a hacer bolas con la masa, y la condimentó con unas aromáticas y diminutas hojas secas.

-Lo hará. Ya, lo tiene que hacer. Espero que no te equivoques –el padre, que terminó la labor, se enjuagó las manos en agua limpia y extendió los pies en dirección al fuego, para que se secaran- y más después del sacrificio del otro. Ni siquiera a Mindar, que siempre te apoya, le hizo gracia. Como ya dije…

-No se debe verter sangre en las inmediaciones de la aldea, padre –respondió, mientras atendía la comida.

-Eso. Eso –el hombre, satisfecho con la labor, se puso en pie y tomó el cayado. Miró goloso la olla- ah, que bien huele, Anamara. ¿me das un…

-No está listo, padre –regañó, severa- vuelve en un momento.

Cuando el hombre se dispuso a salir por el hueco de la puerta algo entró con gran revuelo. Un pequeño búho de las arenas. Un ave recortada, del tamaño de una gallina, pero con una cabeza redonda, ojos grandes y pico ganchudo y diminuto. Su plumaje era anaranjado con motas rojizas, y sus patas de un amarillo muy intenso. Con un cantar poco armonioso, como de chillidos intermitentes, fue a parar a los pies de la chica.

-Parece que no eres el único con hambre –dijo ella, divertida. La primera sonrisa desde que entró su padre.

-Parece que ya vuela mejor –comentó el hombre- los espíritus hacen su trabajo. Es extraño ver un alma tan pura entre los hombres de lo lejos. Pero aún así… -el anciano comenzó a fruncir el gesto.

-Ya, ya. Pero él nos ayudará. Lo he visto. Sabes que siempre veo esas cosas –dedicó una mirada de reojo al joven postrado en la cama. Los dos sabían que se recuperaría, no hedía a muerto. De hecho, la estancia estaba colmándose del agradable aroma de las tortas especiadas.

Luego, por acallar al búho que no paraba de gorjear frotándose entre sus piernas, le echó una pizca de la masa cruda. Divertido, la tomó con el pico y se quedó mirando al anciano. El hombre, serio, lo contempló, apoyado en su cayado. El animal caminó con el característico paso bamboleante de los búhos, y depositó la poca masa que le dieron a los pies del chamán. La chica estaba pendiente. El búho le calvó sus enormes ojos ambarinos, que se reflejaron en los ojos marrón claro del anciano.

-Es ciertamente raro…-y no pudo resistirse a agacharse y acariciar al búho, que cerró los ojos con tranquilidad y se dejó hacer- Volveré tan pronto como pueda. Cuida de nuestros…huéspedes. Onmo aún quería tratar cosas conmigo en la asamblea. –dicho esto, salió de la estancia.

El búho, que quedó quieto un instante, devoró en dos picotazos el alimento y revoloteó hasta el joven postrado. Se acomodó sobre su pecho, y quedó mirándolo fijamente, hasta que los ojos se le fueron cerrando y pareció quedar dormido. Anamara terminó de preparar la comida, incluso preparó los cueros de vino de higos para servirle a su padre, pero este tardó más de lo debido.

El anciano Maren se atusó la barba, y jugueteó con uno de los apelmazados mechones cubiertos de barro seco y blanco. Dejó atrás las tres chozas que le correspondían como Anciano Blanco, donde vivía con su única hija, y fue andando hasta el centro de la aldea. Todo el asentamiento era igual: chozas de barro y hierbas, redondas y con techo abovedado, del que salía alguna chimenea. No había puertas y la ventanas eran redondas también, abiertas. Se cruzó con mujeres y niños que le sonreían y a los que sonreía. Todos vestían sencillas pieles de antílope, pero no todos tenían los pies teñidos con el barro blanco.

Sólo las parejas que hubieran engendrado un retoño podían permitirse ese distintivo. Sólo con la excepción de que uno de los padres muriese un hijo del mismo sexo que el difunto podría heredar el honor si haber cumplido la condición. Anamara tenía los pies blancos y era madre.

Maren caminaba por la tierra pisada por miles de pies en cientos de años. La costumbre de teñirse los pies conllevó a que la misma tierra se volviera blancuzca, aunque debido a que aún estaban recientes los Días de Lluvias, el suelo era marrón oscuro y algo húmedo. Finalmente llegó al centro de la aldea.

Los Nara-Terun, o “señores de tierra blanca”, construyen sus aldeas en torno a unos depósitos de arcilla blanca que, de vez en cuando, afloran en la mitad sur de la Estepa de las Tribus. De esta forma el corazón de la aldea era una especie de cantera que se fortificaba con empalizadas de madera y adobe y en la que únicamente podía vivir el jefe de la tribu, su familia y servidores; es en estos núcleos de arcilla blanca de donde se extrae, también, el preciado ámbar. Esta aldea era relativamente grande para sus estándares habituales, pues acogía a unas cinco mil personas, y la cantera podría albergar a casi más de la mitad en caso de necesidad. A las puertas de la empalizada le esperaba un grupo de hombres.

Todos armados; tenían escudos de piel y madera adornados con glifos blancos y espadas cortas de hierro, menos un joven. Moreno como todos, con mechones de pelo teñido con barro blanco en la barba y los cabellos zaínos, se adelantó apresurado. Llevaba la misma túnica de lana blanca e impoluta, sujeta también con un cinturón de serpiente verde y ámbar. Su cara fina y de pómulos marcados reflejaba nerviosismo.

-Vamos, Anciano Blanco, los hombres esperan –dijo el joven, con voz inquieta. No obtuvo más respuesta que una mirada seria del anciano, que convirtió la sonrisa en un tajo sobrio de su faz cuarteada por el sol. La docena de hombres armados abrió las pesadas puertas de madera reforzada con adobe y planchas de bronce. Al entrar, de repente, desapareció la tierra oscura para dar lugar al más prístino blanco que reflectaba los rayos del sol. A primera vista, todo era una cantera: un solar repleto de socavones, con rampas descendientes, cortes planos, algún llano y unas pocas chozas como las de afuera, con la salvedad de que el barro de los ladrillos también era blanco. En el centro, en torno a donde por las noches se encendía una hoguera, aproximadamente dos docenas de hombres se disponían sentados en círculo. Algún sirviente iba y venía de las chozas, y sólo había guardias armados con escudos y espadas cortas de hierro patrullando toda la cantera; eran unos cien en total, y estaban prácticamente blancos de estar en perpetuo contacto con la tierra: eran la guardia personal del jefe, que vigilaban el sagrado mineral.

Todas las miradas se clavaron en Maren, pero él estaba sereno, e intentó forzar alguna sonrisa en vano. Los hombres se pusieron en pie, todos, y le dejaron paso al centro del círculo. Todos practicaron reverencias y él les correspondió con medias sonrisas, aunque altivo. En el centro junto a los restos de cenizas estaba Arelan, jefe de la aldea. Iba ataviado con pieles de antílope rojo adornadas con una constelación de cuentas ambarinas y su barba y cabellos estaban sujetos con anillos de bronce; igual que todos los presentes, tenía los pies blancos hasta las rodillas. Era corpulento, aunque no muy alto, pero su mirada severa tenía la capacidad de encoger a todos sobre los que la posase. Junto a Maren y su ayudante, que era Mindar, se dispusieron otros cuatro jóvenes con el mismo atavío. Comenzó la asamblea.

-Ya ha llegado el Anciano Blanco, ¡comencemos, con el sol en alto! –dijo un hombre corpulento entre el grupo.

-¡Hablad, pues! –bramó Arelan, con una voz de trueno roto- Se decidió mantener con vida al hombre de lejos, porque la hija del Anciano Blanco es vidente y lo protege.

-¡Me niego, me niego! –una figura imponente surgió de entre los presentes. Iba ataviado de pieles de ciervo rojo y tenía parches de cota de malla robada de los cadáveres durante las últimas batallas contra los corzalinos. Incluso tenía una espada corzalina, que no pudo llevar a la asamblea por estar prohibidas las armas. No obstante, de su cinturón de cuero grueso colgaba un yelmo de cimera, casi cilíndrico, afanado del cuerpo de un caballero. Era Omno.- es una bestia, un ladrón, como todos ¡Debe morir!

Nones y sises estallaron en la concurrencia. Hombres se vociferaban unos a otros, de repente. Los asuntos de matar y morir eran muy serios en la Estepa de las Tribus. Sólo Arelan y Maren permanecían en silencio.

-¡Ahoguémoslo antes de que salga del sueño de muerte! –vociferó un anciano, calvo y de barba rala, con un pesado collar de ámbar.

-¡El cuerpo atraerá a las bestias cazadoras! ¡Nunca se mata nada con sangre después de los Días de Lluvia! –gritó otro.

-¡La tribu es grande, da igual! ¡Echémoslo al fuego como un desperdicio más! –gruñó un orondo hombre que olía a especias picantes.

Maren alzó el bastón, golpeó el suelo con el haciéndolo descender verticalmente y una nube de polvo blanco estalló en el suelo, mágicamente. Él era el Anciano Blanco, sólo él sabía administrar los glifos blancos para los escudos y los hogares, y su voz era la primera. Todos callaron, y Maren dejó de sonreír.

-El hombre de lejos no es malo. Su acompañante tampoco. Hice los sacrificios y los espíritus lo han acogido en un búho de las arenas;  su vínculo es tan fuerte que no se separa del hombre de lejos y siempre vuela hasta él, pese a ser ya un animal libre.

-¡Porque son como el fuego y el humo! ¡Y ninguno bueno! –replicó Omno.

-¡Son como el Sol y sus destellos! –replicó Maren, alzando sus manos al cielo. Sus discípulos callaban, con la mirada baja.

-Y si los espíritus están contentos, ¿por qué no ha despertado del sueño muerto? –Y tras decir esto, Omno se llevó inconscientemente la mano a la espada que no tenía. Gruñó.

-Los espíritus no lo han despertado porque yo no lo he pedido, Omno, jefe de los hombres de escudo –habló, más sereno, Maren.

-¡Pues pídeselo! –dijo  una voz.

-¡Que sane y demuestre que es bueno! –habló otra, la más jovial hasta el momento.

-¿Y qué haréis con él cuando despierte del sueño muerto, eh? –dijo Omno, mientras giraba sobre si mismo para contemplar a todos los hombres. Los miró uno a uno, y solo Maren le sostuvo la mirada, y solo ante Arelan la hubo de bajar- ¿Le daréis el blanco, el mismo que tenemos? ¡Es un guerrero, de los hombres de lejos! ¡Un ladrón!

-Si era un guerrero, lo trataremos como un guerrero –dijo Maren, y todos comenzaron a murmurar- Se someterá a un juicio de espada, aquí, sobre la Madre –Maren abarcó todo el terreno blanco con un ademán- y como en todos los juicios de guerrero, serás tú, Omno, quien lo oficie.

El rostro de Omno se congestionó de pura ira, incluso le temblaron los cabellos y la barba larga adornada con aros de bronce. En un juicio de espada, el jefe de los hombres de escudo debía combatir con el juzgado, y se detenía sólo cuando la primera  sangre cayese sobre suelo blanco de la cantera. Si perdía el jefe de los hombres de espada, al juzgado se le perdonaban todos los delitos y era acogido en la aldea como un hombre de escudo. Antes de que Omno articulase palabra, Maren se adelantó:

-O no te crees capaz, guerrero. ¿Temes su espada gigante? Ya no monta en un antílope sin cuernos de los hombres de lejos –Maren se apoyó con ambas manos en el bastón, y miró a su forzudo oponente, esperando respuesta. Todos estaban expectantes.

-No temo a los objetos que serán mis trofeos –habló Omno, recompuesto- pero si se somete al juicio, deberá empuñar nuestras armas. Una espada o un hacha de hierro.

-¡Eso! Y Omno es el jefe de los hombres de escudo, ¡que lleve uno también! –dijo un hombre entre los presentes.

-Ah, pero entonces, según la ley, no podrás hacerte con sus trofeos, gran guerrero, y pasarán al tesoro de la tribu –dijo el Anciano Blanco, a lo que Arelan miró con doblada atención- debido a que no los empuñaba en el combate sobre el que venciste.

-¡Pues que lleve su espada, Anciano Blanco. Que sea con su propia arma con la que le venza Omno! –habló el mismo viejo que propuso ahogar al cautivo.

Y antes de que Omno se diera cuenta, todos estaban de acuerdo en el combate, Arelan dio por terminada la asamblea. El belicoso guerrero contemplaba pasmado a Maren y sus aprendices marcharse. Maren, antes de perderle la vista, lo miró. El anciano volvió a sonreír, y Omno frunció tanto el ceño como si fuera a partirlo.

-Omno estará furioso, Anciano Blanco –dijo Mindar, cuando atravesaban las puertas. Todos debían referirse a Maren como Anciano Blanco, salvo sus familiares de sangre directa- lo destrozará de un golpe.

-No –dijo Maren, sonriente, quitándole peso al asunto.

No hablaron nada más. El pequeño grupo se redujo hasta quedar solos Maren y Mindar, y cuando este último se dirigía a su choza familiar, habló Maren:

-Se ve la piel en sus pies y oigo tu estómago. Ven a mi casa.

Y como siempre que un miembro de la tribu ofrece comida y barro blanco, Mindar debía aceptar. Llegaron a la choza donde yacía el extranjero, donde Anamara los esperaba sobre una estera de hierba seca trenzada y surtida con el almuerzo: cuencos de barro blanco (un lujo) con leche de cabra, deliciosas tortas especiadas y, como excepción, un cuenco de miel; además de varios vasos de cuerno con vino de higos. Ojos de anciano y joven miraron a lo que para uno y otro era lo más dulce. El búho de arena sesteaba sobre el cuerpo que respiraba tranquilamente. Entreabrió un ojo, sacudió sus plumas y siguió durmiendo, parecía un pequeño montón de hojas otoñales.

-No vengo solo –dijo el padre, soltando el báculo despreocupadamente y sentándose en la estera, frente a su hija.

-Ya lo veo –dijo Anamara, con una sonrisa de cortesía. Ella ya estaba sentada. Minder la miraba sonriente, y se disponía a sentarse junto a ella, cuando habló Maren.

-Toma, mi discípulo, y siéntate a mi lado, junto a la miel –y Mindar tuvo, a su pesar, que sentarse junto al anciano, en el lado opuesto a Anamara.

Charlaron sobre la asamblea. Maren la contó a rasgos generales, y Mirden puntualizó las explicaciones ensalzando la figura de su maestro. Anamara observaba atenta, con sus ojos de sabana insondable fijados en su padre. De repente, antes de llegar a la parte del juicio de espadas, el búho comenzó a revolotear y ulular, y el cuerpo del joven que yacía magullado y con los ojos cerrados se arqueó en una postura terrible, y empezó a gruñir entre dientes, con las extremidades temblando.

Anamara saltó como un gato salvaje a su lado, a la cama. El hombre parecía luchar por vivir. Apenas movía los brazos salvo por los temblores mientras los dedos se abrían y cerraban con nerviosismo espasmódico. La mujer miró rápidamente a su padre, que se levantó como un árbol blanco y echó mano de su báculo. Mindar quedó casi atragantado con una torta, aún sentado. Maren puso el bastón en el pecho del hombre para comenzar a entonar unas palabras en la voz más grave y profunda que podía emitir; sonaba como si una caverna respirase. Las piedras de ámbar comenzaron a brillar y el joven quedó inmóvil, dormido natural y plácidamente. El búho se posó otra vez sobre él para devorarlo con la mirada, como si al parpadear fuera a desaparecer.

Los tres se miraron entre sí, el primero en hablar fue Maren:

-Ahora duerme, descansa por primera vez desde la batalla. Despertará mañana. Tenle preparado piezas de carne, miel y leche, y mucha agua, pero vigílalo y que lo tome todo muy poco a poco menos el agua. Mirden, quédate con ella. No salgáis ninguno de aquí ni dejéis que entre uno que no sea yo. Ignorad al búho, pero no les impidáis estar juntos. Y escondedle el arma.

Maren no esperó una respuesta. Todos tenían que acatar las órdenes del Anciano Blanco. No lo dijo, pero estaba claro que acudía a ver al jefe, a la cantera de tierra blanca. Se encontró con algunos de los integrantes de la asamblea que volvían a sus grandes chozas de notables. El Anciano Blanco no habló con nadie, ni tampoco miró otra cosa que no fuera al frente; tampoco dedicó ninguna sonrisa. No había tiempo que perder. Le dejaron atravesar la empalizada a la cantera. El recinto parecía otro mundo. Blanco. Adoraba ese lugar. Los guardias le dedicaron una mirada, curiosos, y siguieron patrullando. Entró a la choza mayor como una exhalación.

Tenía ocho ventanas redondas, y el techo abovedado. Tanto suelo como paredes eran blancos. Esteras de lana albar y pieles de antílope rojo, unas cuantas espadas de hierro decoradas con incrustaciones de bronce y ámbar, varios escudos de la misma guisa, un gran cajón de bronce cerrado con un intrincado nudo, un par de cotas de malla en relativamente buen estado y una maza de acero de buena factura fruto del saqueo…todo eso en los bordes de la pared o colgado de las mismas, y el centro libre, amplio. Cabrían unas doce personas de pié: era donde el jefe recibía a las visitas en privado. Sentado en un trono de pura arcilla blanca tapizado con la piel pajiza y ocre de un tigre emperador, Arelan jugueteó con las argollas de bronce de su barba mientras miraba al Anciano.

-Mañana despertará –dijo Maren. Serio.

-¿Y acaso he de saludarle yo el primero? –dijo Arelan, mientras se inclinaba hacia delante, con las manos al borde de los reposabrazos forrados con recio pelo- ¿He de darle la bienvenida  a mi aldea? –sus movimientos eran pesados. Arelan fue un gran guerrero en su juventud, fiero como un jabalí, y sabía rodearse de un aura de brutalidad cuando fruncía el ceño.

-No –fue la respuesta, seca- Pero el hombre de lejos no entiende nuestra voz. Necesitamos a Naeran, y solo me ayudará si se lo ordenas tú.

-Anciano Blanco, tus palabras siempre han sido sabias y jamás dejarás de contar con mi apoyo –dijo Arelan, en voz queda- pero ayudar a un hombre de lejos es peligroso. Muchos hombres se oponen. Omno y muchos de sus hombres de escudo ponen mala cara, y…

-Y tú eres el jefe, Arelan hijo de Arnan, hijo de Arenuan, señores de los Nara-Terun y la Tierra Blanca. Sirvo a tu familia desde el padre de tu padre, y siempre obraron bien, incluso en las situaciones de flaqueza. Eres fuerte, eres el jefe. Todos te seguirán, hasta que el blanco sea negro.

“Negro”, pensó Arelan, y enterró su cara en las manos, pensativo. Soltó un bufido y respondió:

-Es complicado ser un buen jefe. Seguí tu consejo pactando con los hombres de mazas de la tribu Gurme, y nos costó tierras.

-Pero salvó vidas.

-¿Cuándo? ¿En la derrota contra los hombres de lejos? –dijo el jefe, torciendo el ceño con ironía.

-Imaginad como habría ido de no tener a los hombres de mazas. Quizá el jefe de los Nara-Terun hubiera sido convertido en cenizas en vez del Maza de Sangre de los Gurme.

Arelan le clavó la mirada torva. De vez en cuando le gustaría volver a la juventud, cuando solo era un hombre de escudo más, para vivir salvaje y libre. Pero ahora era el jefe, y el Anciano Blanco hablaba con la voz de la Madre.

-Está bien –y se puso en pié- Tú eres el Anciano Blanco, hijo predilecto de la Madre. Mis hombres de espadas te traerán a Naeran, y le cortarán la cabeza si no enseña la voz al hombre de lejos.

Maren, Arelan y Naeran pasaron una noche dura, de negociaciones, y bien acertado estuvo el jefe en emplear una espada como argumento. Anamara pasó también la noche en vela, intercambiado miradas con el silencioso búho de las arenas, mientras Mindel roncaba sentado contra la pared. El hombre de lejos dormía plácidamente por primera vez en mucho tiempo. Y el día siguiente fue más duro.

Dorell despertó. Pero todo seguía negro. Estaba dolorido; casi no podía mover la pierna derecha, el hombro del mismo lado le ardía y le costaba respirar hondo por unos vendajes en el torso.

-Ah…ah…alguien. Ayuda ¿Dónde estoy? –alzó la mano izquierda un poco, y algo lo sorprendió. Se dio cuenta, además, que estaba en un lecho, tumbado, y no llevaba la armadura puesta. Ni el casco. Retiró la mano y se agitó asustado. Estaba completamente ciego, no tenía su visión sagrada, y algo le correteaba por encima mientras ululaba. El búho de arena estaba pletórico, andando en círculos y dando saltitos sobre él, buscando su mano para enterrar la cabeza de suaves plumas entre sus dedos y picotearle suavemente las yemas.

Oyó voces, ruidos. Había gente. Una mujer joven extasiada y maravillada, otro joven que hablaba rápido y un anciano que los hizo callar a todos; las voces eran aflautadas, como pájaros cantando un galimatías. Un cuarto habló luego:

-Hola, hombre de lejos –no pronunciaba bien la erre y hacia paradas a destiempo- no temas miedo. Anciano Blanco sana bien –desde luego, parecía hablar a regañadientes, y hacía pausas después de cada frase. Como si esperara una aprobación.

-Dónde estoy, qué es esto, ¿soy prisionero? –no quería moverse, no sabía si había alguna pared, ni qué lo rodeaba. Le dolía mucho la cabeza, tenía que pensar rápido y ese pájaro no dejaba de regocijarse encima suya.

-Estás con los Nara-Terun –continuó hablándole- yo soy Naeran.

-Me llamo Dorell Bauport, soy…era…-demasiado que decir- ¿porqué estoy aquí?

Nadie habló y se hizo un silencio que Dorell supo aprovechar. Oía pasos de gente fuera, y entraba brisa fresca por el hueco abierto de una puerta y varias ventanas. Olía a hogar cálido y especias exóticas. Escuchaba a la gente fuera: mujeres, hombres y niños. Luego, escuchó la voz del hombre anciano, tras el cual Naeran volvió a hablar.

-Porque eres bueno, Daorel Bapor –no pronunció bien el nombre, pero eso es lo que menos le importaba ahora a Dorell-.

De repente, todo vino a la mente de Dorell. La segunda carga. La congoja en su corazón, el caballo que se desvaneció entre sus piernas, volar…y el golpe. Pero antes de cerrar los ojos…¡Piegro! Piegro, saltó de entre la multitud. El bueno de Piegro. De repente, el corazón le iba a estallar. No podía perder a su lazarillo. No ahora, rodeado de tinieblas.

-¿sólo yo? ¿nadie…-y tubo que bufar, porque el pájaro le había restregado la cabeza redonda y suave por el rostro, gorjeando y haciéndole cosquillas en la nariz.

-No. Otro hombre de lejos. Espíritus le salvaron también. Su espíritu, contigo ahora –y Naeran le tomó las manos. Eran algo más pequeñas que las suyas, pero muy recias, llenas de callos, y firmes. Lo guió para tocar al búho de las arenas, que se dejó. Era un poco más grande que una gallina.

-¿Piegro? –preguntó, incrédulo, Dorell. El búho ululó alegremente- ¿Eres tú, Piegro? –y cada vez que decía su nombre, Piegro intentaba decirle lo mucho que se alegraba de verle, pese a su nueva forma.

Y así fue yendo todo, lento y trabajoso, hasta pasado el medio día. Naeran había sido un guerrero de la tribu Nara-Terun que resultó prisionero hace varios años en un ataque a una granja corzalina no tan mal defendida como parecía. Lo llevaron como esclavo a las minas de oro que hay bajo el Faro de los Caballeros, donde sufrió un accidente que lo dejaría casi impedido de una pierna. Como no era muy conflictivo, y supo aprender el idioma (en parte a base de latigazos), el mayordomo del baluarte lo vendió a un terrateniente fronterizo como esclavo de cámara, y fue hecho libre en una de las primeras incursiones de las últimas batallas.

Dorell comprendió que no querían hacerle daño. Los dos jóvenes no se fueron, pero tampoco hablaron. Solo hablaban el Anciano Blanco y Naeran. Le explicó que el Anciano Blanco era su benefactor así como su hija, y que ahora Dorell se veía en una especie de deuda con la tribu. De vez en cuando, la mujer joven se acercaba y le daba algo de comer: carne, miel o leche. Lo tomaba con ganas, y le sabía a gloria, pero se lo daban en raciones pequeñas, aunque seguidamente. Su estómago daba molestias sólo al principio. Bebió mucha agua.

De vez en cuando lo dejaban solo, entonces aprovechaba para pensar. En uno de los descansos Naeran lo atendió verbalmente mientras le quitaban los vendajes. Tres pares de manos se ocuparon de él y ningunas eran del intérprete: unas eran frías, con un tacto como cubierto de arena fina o polvo, pero magistrales; luego había otro par, nervioso y brusco, que le retiraba los vendajes a trompicones y entre temblores; pero luego estaban otras dos, las más pequeñas pero recias, que actuaban con decisión y firmeza. Al parecer todo fue bien, salvo por que aún cojearía un poco con la pierna derecha. Se impresionó al oír que llevaba dos semanas dormido.

Lo ayudaron a sentarse en el lecho, y se mareó. Incluso tuvo náuseas, pero se tranquilizó. Lo ayudaron a ponerse en pie, varias veces. Las piernas le temblaban al principio. Se apoyó en el mismo Naeran y en el joven de voz nerviosa, que se encogía cuando lo tocaban. Dorell era bastante más alto, y pudo comprobar que ellos eran más robustos. El joven iba ataviado con una ropa fina de lana, y Naeran con pieles. Los dos tenían el pelo negro y recio. Finalmente, pudo levantarse y sentarse solo. Lo ayudaron a hacer sus necesidades en una vasija, y luego lo desprendieron de las pocas ropas que le quedaban (que era poco más que unos calzones), para asearlo. Dorell insistió en hacerlo el mismo, y así le dejaron. Quedó vestido con una simple túnica de lana.

Pasaron dos días más así, hasta que fue capaz de andar solo por la habitación con una leve cojera. Naeran le habló de Mindel, aprendiz de Maren, y le recordó que era Anamara la que insistió en salvarle. Le contó que ella lo estuvo velando, incansable, y que también fue la chica quien lo vio en sus visiones. Por supuesto, se encargó de dejarle claro que realmente seguía vivo gracias al jefe Arelan. Aún no le habló de Onmo y el combate.

Naeran le explicó que era un deseo de la Madre que ahora les ayudara, porque él y su amigo eran buenos, a diferencia de todos los hombres de lejos que habían visto. Contó cómo ahora tenían que luchar con otras tribus porque, al llegar los Días de Lluvias, no podían bajar al valle tal cual llevaban haciendo generaciones, debido a que los hombres de lejos se lo habían arrebatado.

Tenía sentido, pensó Dorell, pues eso explicaba los primeros “ataques” que leía en los antiguos códices antes de tomar el voto de Hijo de Aetán, en los que se narraba como “eran muchos e fieros los salvajes que bajaban de la estepa a finales de la primavera, e de mucha condición e muy distinta”. Cada palabra de Naeran caía sobre Dorell como una losa. La culpabilidad lo invadía, recordando la tortura de sus últimos segundos en aquella reveladora carga de caballería. Comprendió como había estado sirviendo a un Dios Sol que brillaba mediante, por y para el oro y el poder de los hombres, como él mismo había ayudado a propagar sus rayos hambrientos. Ya no veía nada. Había perdido su don, pero sus ojos seguían sellados. Aetán lo había abandonado, o él había abandonado a Aetán. Se alegró de estar ciego; así no podrían volver a deslumbrarle.

La noche del tercer día tras su despertar lo dejaron a solas en la choza. Se sentó en el suelo, sobre esteras de hierba trenzada, apoyado en la pared con las piernas estiradas. Piegro jugueteaba en su regazo: le picoteaba los dedos hasta que él lo acariciaba. Comenzaba a comprender al buen Piegro. Cuando había caminado, se posaba en su hombro, en silencio, y ululaba cuando iba a tropezar con algo.

-Ay, Piegro…-dijo en voz queda- ¿qué será de nosotros ahora?

Su amigo cesó el juego y se le quedó mirando. Dorell hundió su cara entre sus manos, abatido. Piegro dio un salto y batió las alas hasta su hombro, pero siguió pendiente, en silencio.

-Cuántas muertes…-continuó- Demasiadas. Hombres salvajes, enanos, trasgos…la frontera de Córzalon ha sido testigo de muchos errores. E infieles de Karogundia…Bueno, infieles –recalcó la última palabra- quién sabe que es un infiel ya. Yo mismo, Piegro ¿seré un hereje ahora?–volvió la cara e hizo cosquillas a Piegro en el buche- No, ¿eh? No. Nadie cuida de un hombre si cree que es peligroso. O tal vez nos quieran utilizar. Tal vez ese Naerun me esté oyendo ahora mismo, pero qué más da. ¿Qué será de los otros Hijos de Aetán?

Se acordó del arrogante Gutrep y del silencioso Rubrean. Hijo de Aetán. Dorell había renunciado a su familia y sus bienes, que no eran pocos, por ingresar en la guardia de honor. Primero había tenido que ser Caballero de la Santa Justicia y patrullar la frontera del reino, un puesto de orgullo, pero quiso más. Demasiado. Fue entonces cuando lo abandonó todo y aceptó a Aetán como su padre. Pero ya no era así. Ahora era huérfano. Era dos veces huérfano. Además de ciego y a efectos casi mudo y sordo, pues no podía hablar ni oír sin Naerun.

Por un momento, se le ocurrió que no le habían preguntado información alguna sobre su procedencia, ni ningún dato de carácter militar, ni nada. Todos se habían afanado en sanarlo y explicarle que era bueno, que lo querían, y que debía estar agradecido a la Madre. “Madre”. Al parecer llaman Madre a todo lo natural, de lo que viven, como si fuera un todo; el máximo grado de la Madre era una cierta arcilla blanca que guardaban con celo en un pequeño fortín, y sobre el que el Anciano Blanco tenía prácticamente total potestad, aunque no viviera sobre ella. Solo en una ocasión Dorell se acordó de su casa, de Córzalon, de su deber y Aetán; rápidamente decidió que nunca más querría volver a vivir bajo ese sol.

El blanco. Los colores. Se acordaba de cómo eran. Esa noche durmió en el suelo, sobre las esteras, con Piegro acurrucado junto a su cuello. Estaba harto del catre. Durmió pensando que, tarde o temprano, los Nara-Terun le dirían cómo darles las gracias. Dorell no se dio cuenta, pero en ningún momento, ni en sus monólogos con Piegro, ni en sus pensamientos y por supuesto ni siquiera hablando con Naeran, se refirió a estas gentes como “salvajes”.

Amaneció y Anamara lo despertó dándole algunas palmadas en el pecho. Inspiró sonoramente, y se estiró a gusto, aunque aún le dolía algo la pierna. Se le escapó una carcajada cuando Piegro se sacudió también, a su manera, y las plumas le hicieron cosquillas en la oreja. Juraría que la muchacha también rió. Por un momento se sorprendió de que Naeran ni ninguno de los otros apareciera, o hablase. No obstante, la chica lo tomó de la mano, lo ayudó a levantarse y lo guió hasta el catre, donde se sentó con él en el borde.

Anamara le puso en las manos un cuenco con tortas, las que solía hacer ella, pero frías. De ayer. Las mojó en leche de cabra, haciendo una especie de gachas, que Dorell tomó agradecido. Él se servía solo, pero ella permanecía a su lado, en silencio. Dorell era ciego, pero sabía que lo observaba. Piegro se debía llevar bien con ella, porque saltaba de uno a otro. La mujer era tan silenciosa que parecía no estar allí. Cuando Dorell hubo terminado, dejó el recipiente vacío a un lado y se quiso incorporar. Al apoyarse, puso una mano sin querer sobre el muslo de ella. Se sorprendió, pues aún debajo de las ropas de lana fina, notaba unos músculos firmes, duros, y levantó la mano rápido, cohibido. No conocía las costumbres. Ella, no obstante, tomó su mano, y las unió por las palmas, comparando los tamaños. Dorell notó una mano pequeña y firme. Tal como la recordaba.

-Daurel Bapor –dijo ella. Tenía la voz musical, con trazos de dulzura en las vocales y un genio determinante en las consonantes. Anamara lo soltó, salió de la tienda rápidamente y volvió cargada. Dorell se quedó sentado, sin saber bien que ocurriría ahora, y luego ella volvió y él sintió como arrojaba algo grande a sus pies. No le cupo duda de lo que era: su pesado y gran montante envainado cayó en un golpe seco y amortiguado sobre las esterillas de hierba seca y pieles de cabra.

Dorell iba a intentar preguntar por Naeran, pero este entró a la estancia. Era inconfundible: su andar descompasado por la cojera lo caracterizaba ante los sentidos del antiguo caballero.

-Daurel Bapor –dijo- recuerda tu espada. Mañana darás las primeras gracias a los Nara-Terun.

Maren decidió no comunicarle nada sobre el duelo hasta que hubieran pasado unos días para conocerle mejor. Cuando vio que no daba señal alguna de querer huir, ni presentaba ningún comportamiento reprochable, permitió que Naeran le comunicase los motivos de su juicio. Dorell estuvo conforme, y prometió demostrar que retribuiría al Anciano Blanco la fe puesta en su persona. Esta vez, fue él quien pidió pasar la noche a solas; aún conservaba la costumbre de velar las armas. Incluso insistió a Piegro de que saliera, que al principio se mostró reticente, revoloteando escandalosamente cerca de la entrada, pero finalmente se perdió batiendo alas sobre las otras chozas.

Dorell dejó, a tientas, la espada sobre el camastro, y anduvo por la choza. Ya se la conocía. Repasaba las paredes con las manos, midió el tamaño del hogar tocándolo con la punta del pie descalzo, y no tropezó con ninguna cesta ni saco: puso especial cuidado en no acercarse a donde estaba la arcilla blanca pulverizada. Luego comenzó a prepararse para el definitivo juicio de su conciencia. Iba a comprobar si dejaba de contar, definitivamente, con el favor de un dios no deseado.

Se dirigió a donde estaba su gran espadón, tendió las manos y sus dedos se estremecieron al tocar la guarda de metal, fría. La cogió y sopesó. Estaba un poco más débil que antes, pero aún se encontraba en forma. Puso la mano diestra en el mango. El tacto del cuero, amoldado a su mano ya, lo reconfortó por un momento. Y tiró. Volvió a tirar. Hizo fuerza hasta gruñir, para nada. La espada estaba encerrada en su vaina. Fue una de las noches más felices para Dorell, y se fue a dormir plácidamente.

Lo despertó Piegro, piando, y Anamara lo recibió con unas tortas recién hechas. Era la primera noche en la que fue la tranquilidad de espíritu y no el cansancio lo que le trasportaron al sueño. Un “Daurel Bapor” de Anamara, y sus tortas, lo pusieron de buen humor. Luego llegó Naeran, que primero le preguntó si estaba todo bien, y luego le ayudó a vestirse. Le cambiaron la túnica de lana, larga, por otra más corta y sin mangas, le pusieron además un chaleco de cuero de cabra y un cinturón del mismo material. La mente de Dorell estaba ya en el combate. Naeran le advirtió que sería a primera sangre, y que su enemigo llevaría una espada corta y un escudo (Dorell se encargó de que le explicase detenidamente las proporciones de las armas), y que sonaría un cuerno cuando la sangre de alguno de los dos cayera al suelo blanco.

Así pues, salió de la choza. El Sol. Pero no un sol vengativo, dorado, posesivo. Era un sol redentor, cálido, salvaje. La brisa esteparia infló sus pulmones y sintió cómo hundía raíces en esa tierra libre, como uno de esos inmenso árboles grises que nunca vería, pero que crecían majestuosos en las riberas de los ríos de la región. El cojo Naeran se adelantó a Dorell y fue apartando a los curiosos. Anamara tomó al joven del brazo, y eso le reconfortaba. Nada malo le ocurriría junto a su mayor benefactora. Apenas prestó atención a la reacción de las gentes, buenas y o malas, a su paso. Piegro estaba posado en su hombro libre, pues en el otro llevaba apoyado el gran espadón.

De esta manera fue guiado hasta la empalizada y la tierra blanca. Naeran no habló nada en el idioma de Córzalon, y lo hicieron pasar; todo estaba preparado así que no hubo muchas demoras. Iba descalzo, como todos, y notó que la famosa tierra blanca era más suave, compacta, que la común de afuera. Anamara lo condujo tras los pasos renqueantes del intérprete, y llegó hasta una pequeña multitud. Oyó hablar a ancianos, jóvenes y adultos revueltos, pero cuando hablaba Maren todos callaban. Entonces Naeran sustituyó a Anamara, y le habló de forma que sólo ellos pudieran oírse mutuamente:

-Preparado, Daurel Bapor –le habló, mientas lo guiaba a un punto alejado del grupo- ahora luchas en tierra sagrada. Primera sangre, recuerda.

-¿Porqué protestan? –inquirió el joven. Según tenía entendido, allí se reunirían los notables de la aldea, y no le tranquilizaba en absoluto que las cabezas populares discutieran antes de un combate en el que él participaba. Naeran lo guió hasta un círculo de unos 5 metros de diámetro excavado en la tierra blanca, y lo ayudó a bajar los peldaños; tendría un metro de profundidad. Piegro revoloteaba a su alrededor.

-Temen tu espada de hombre ciego –dijo Naeran, entre dientes- Omno está nervioso, tendrá cuidado. No será bravo como antiguo gran hombre de escudos.

-¿Quién era el antiguo gran hombre de escudos? –preguntó Dorell.

-Yo –dijo Naeran, con una carcajada torcida. Dejó al antiguo caballero con los talones apoyados en un extremo del círculo, a la espera de que llegara Omno y se situase en el otro- Suerte, hombre de lejos.

Dorell no lo supo, pero Maren y Mindel, así como otros cuatro asistentes del Anciano Blanco, esperaban con todas sus fuerzas que derrotase a Omno. Era un hombre mezquino y beligerante, la piedad huía de sus actos y su sed de ámbar y blanco era preocupante. Los hombres más agresivos le seguían en la batalla y arrastraban a muchos consigo. El mismo poder de Arelan flaqueaba cada vez que negaba una petición a Omno. Mindel tenía en sus manos un cuerno, de tal forma que él sería el encargado de hacerlo sonar a la primera sangre. Pronto llegó Omno.

Venía vestido con innumerables retales y piezas de cota de mallas saqueadas de la batalla, de tal forma que tenía todo el torso, parte superior de los brazos y muslos cubierto con varias capas de jirones superpuestos. Aros de bronce le adornaban la barba y el cabello negros. Empuñaba una ancha y corta, pero puntiaguda, espada de hierro, con adornos de bronce en el filo e incrustaciones de ámbar en la empuñadura y el pomo; de hecho este último era una gran bola de ámbar. Podría haber usado una espada corzalina saqueada, pero prefería emplear un arma de prestigio entre sus gentes. El escudo, pesado, era de madera con una capa de piel de cabra, y restos de antigua pintura blanca. Maren se encargó de que tanto él como sus discípulos estuvieran muy ocupados en los últimos días como para pintarle ningún glifo protector en él.

No dirigió ninguna palabra a nadie, solo se abrió paso entre la multitud y saltó al ruedo. Se situó en el extremo contrario a Dorell. Pronto, Piegro levantó el vuelo, y ululó sobre la cabeza de Omno, que intentó espantarlo, aunque cesó cuando el animal se hubo callado. Dorell comprendió, y se encaró con el contrincante. Arelan dio la señal en su idioma, y el cojo Naeran palmeó a Dorell para que comenzara. Omno, más alto y corpulento que sus congéneres, se puso en guardia.

Todos esperaron que Dorell desenvainara su enorme hoja, pero no fue así. Simplemente, la empuñó, con la vaina puesta (como no podía ser de otro modo) y apuntando al suelo, en silencio. Omno era precavido, demasiado. Tanto que su armadura de jirones de cota de mallas era el lazarillo perfecto para Dorell. Oía a Piegro revolotear, en silencio.

De repente, como una fiera a la caza, Omno se abalanzó sobre Dorell, con la intención de atravesarlo con su espada. Pretendía que la primera sangre fuera también la última. Para asombro de los Nara-Terun, Dorell describió un tremendo arco con la espada, que pesaba más por llevar la vaina. El arma hizo vibrar el aire con un sonido aterrador, e impactó de lleno en el escudo de Omno. El escudo se partió en dos y Omno cayó derribado, coreado por un grito ahogado que recorrió la multitud. Dorell rehízo el golpe para intentar acertarle en el suelo, pero su pierna aún estaba resentida y flaqueó, fallando el intento y haciéndole detenerse para recueprar el equilibrio. Sabía que Omno no desaprovecharía la oportunidad.

Omno se puso rápido en pie, mostró los dientes como un perro y agitó la espada amenazadoramente, pero para el joven ciego no era más que un cencerro de mallas. Piegro pasó volando por encima del enemigo, y pió justo sobre su cabeza. Dorell, torpe, se dio la vuelta, ofreciéndole la espalda. Omno no desaprovechó la oportunidad.

Volvió a saltar, con el cruel hierro en las manos y una mirada de locura en los ojos. La trampa había funcionado. Dorell se giró, describiendo otro arco enorme, y partió la cadera de Omno de un solo golpe. Mindel estuvo a punto de llevarse el cuerno a los labios, pero Maren le sujetó la mano: aún no había sangre en el suelo blanco.

Ahora era un blanco perfecto, en el suelo. Dorell no oyó cuerno alguno, ni dio muestras de esperarlo. Los chillidos, roncos y sufridos, estaban en su punto de mira. Hizo descender la espada desde tan alto como pudo e impactó sobre la espalda del enemigo, que había caído boca abajo. Su columna vertebral crujió, y dejó de emitir sonido alguno. Quizá tuviera alguna herida interna, o algún hueso habría perforado la piel desde adentro, no obstante las gruesas cotas de malla no dejaron pasar ni una gota de sangre. El suelo estaba blanco y Omno muerto.


Piegro se posó en el hombro de Dorell, que se apoyó en la espada, atendiendo a su alrededor. No sintió más que el sol sobre su rostro y la tierra compacta, pura, bajo sus pies; pues todos, sumidos en el más absoluto de los silencios, observaban al primer Nara-Terun que había vencido en un Juicio de Espadas sin derramar sangre sobre la Madre.

jueves, 19 de septiembre de 2013

El brillo de lo salvaje

“¿Justicia? ¿Justicia para quién? Todos tienen su justicia. Engañas a tu alma para seguir aplastándolo todo a tu alrededor. Entonces tus acciones son justas.”, o al menos es lo que pensaba, después de muchos descalabros,  Dorell Bauport. Quizá sea un razonamiento algo crudo pero, en un mundo donde las naciones pretenden devorarse unas a otras y donde los dioses brillan por su ausencia o son temidos por su presencia, tampoco despunta demasiado. No obstante, el hecho de que Dorell hubiese sido un caballero de la Orden de la Santa Justicia hace cobrar a sus palabras un aire más siniestro.

Y es que esta orden de caballeros, propia de Córzalon (la región humana más al oeste del Viejo Continente sin contar las islas de Arlandia, más al sur) se dedicaba a salvaguardar dicho reino en nombre de Aetán, el Dios Sol. La religión de Aetán realmente era una “herejía” surgida de la figura de Karón, patrón del Imperio Karogundio (vecino de Córzalon por la vertiente oriental). La guerra civil producto de las diferencias religiosas en las que unos mantenían que Karón fue un hombre que hizo frente a los dioses y otros aseguraban que realmente era la representación en la tierra del poderoso Dios Sol, amén de asuntos más turbios, provocó la fundación del nuevo reino aprovechando las tierras al otro lado de los Montes Aullantes, arrebatadas a hombres salvajes, que por aquel entonces, en su variopintas formas, ocupaban muchos terrenos del mundo.  Así pues, el pilar de esta nación es su religión, cuyos preceptos rigen desde las directrices de gobierno a la forma de vida en el día a día de sus gentes.

De vez en cuando algún miembro de la Orden de la Santa Justicia decide tomar los votos de Hijo de Aetán, un rango superior, y dedicarse a recorrer los caminos predicando y llevando a cabo la “Santa Justicia”, algo así como enmendar los desmanes del mundo según los designios de Aetán. Estos sujetos suelen ser extremadamente religiosos, incluso fanáticos. Sus votos se resumen brevemente: “Transmite la palabra con el verbo o con la espada”. El paso a Hijo de Aetán conlleva cierto ritual.

La ceremonia comienza a plena luz del día. El caballero inca la rodilla en el suelo, descubierto y desarmado; debe mantener la mirada fija en el astro rey. Entonces, un sacerdote de Aetan se le aproxima y posa su mano sobre el rostro, cubriéndole los dos ojos con la mano, y comienza a recitar: “¿Vos, caballero, prometéis abandonar vuestras tierras y todo cuanto poseéis, así como a vuestros seres queridos, a cambio de recibir el don de nuestro Señor, para predicar sus virtudes por el mundo conocido y hasta donde os lleven vuestras fuerzas?”; a lo que el caballero ha de responder “Sí, lo prometo”; continúa el sacerdote: “¿Vos, caballero, portaréis un yelmo y una espada bendecidos por Aetán, y los usaréis sólo como herramienta para vuestra labor de justa predicación?”; a lo que el caballero ha de responder: “Sí, lo prometo”; y el sacerdote volverá a preguntar: “¿Juráis pues convertiros en un digno Hijo de Aetán, y todo cuando ello conlleve?” y viene el último “Sí, lo prometo”.

Y tras lo anterior, el sacerdote habrá de retirar la mano. Si el caballero es realmente puro a juicio de Aetán, sus ojos jamás volverán a abrirse y quedará ciego. El caballero se yergue para aceptar los dos presentes de la Orden: una gran espada de batalla y un yelmo con visera. Las grandes espadas de batalla bendecidas por los sacerdotes de Aetán poseen vida propia, convirtiendo a sus poseedores en excelentes espadachines mientras sean empuñadas y se empleen en nombre del dios; de lo contrario se encierran en su vaina, de la que no volverán a salir hasta que su usuario yazca muerto.

Por otro lado, está el yelmo: es una celada de acero adornada con llamas y rayos por su superficie, simulando que estos brotan desde la visera inmóvil; esta a su vez tapa el rostro hasta la nariz, dejando al descubierto la boca. Esta visera no tiene agujeros para la vista: está adornada como si fuera el rostro de Aetán, con unos perennes ojos abiertos labrados en plata. Esta pieza de armadura mágica permite a los caballeros ver las intenciones de los seres vivos que les rodean, adivinar lo que va a ocurrir para poder prejuzgar sus movimientos y responderles en consecuencia; siempre siguiendo los preceptos de Aetán. Esta habilidad viene también determinada por la pureza del caballero: a más calidad de espíritu, más podrá escudriñar en el futuro de quienes le rodean.

Así pues, el caballero ha de marcharse allá donde la Orden crea conveniente. En este caso, los designios de Aetán apuntaban a las tierras salvajes de Líbar, en el extremo más al sur del Viejo Continente. Se trataba de una sagrada colonización en contra de los infieles, solo que en lugar de buscar la conversión de sus almas impuras, lo que se ansiaba era el bendito regalo de su tierra: el oro de las minas.

De esta forma, el reino de Córzalon comenzó a enviar naves al lejano sur, con tantos rezos como sacos vacíos y hambrientos de valioso mineral, todo salvaguardado por los Hijos de Aetán, entre los cuales estaba el resoluto Dorell Bauport. Hubo suerte en la travesía y ningún velero pirata de Arlandia hizo presencia: los astutos saqueadores preferían los barcos de vuelta con las bodegas llenas.

Tras tres semanas de travesía, Dorell puso la bota en tierra líbara. Él era alto, de complexión esbelta y ágil. No tenía cabello bajo la celada (los Hijos de Aetán suelen afeitarse la cabeza por comodidad a la hora de llevar el casco) y una barba corta y cerrada afloraba en la parte libre de su rostro. Iba ataviado con ropa de guerra: se protegía con una loriga de cota de mallas, peto y espaldar de acero así como los brazales y grebas. Los guantes eran de cuero al igual que las botas, solo que éstas tenían refuerzo en la punta. En el lado del corazón, en el peto, tenía incrsutado un sol de plata. Por supuesto lo más impresionante era el yelmo: los ojos argenta de Aetán escudriñaban todo cuanto ante ellos se cruzaba desde esa visera a modo de media faz.

Desembarcaron en el puerto de Loumbert, en la Bahía de las Fieras. Loumbert era un pequeño asentamiento costero, guarnecido con torres de piedra y empalizadas de troncos, tanto cara al mar como a la tierra. El sol era cálido y la tierra fértil, por lo que los barcos se ahorraban el tener que traer sacos de grano y otros alimentos; había campos de trigo y cebada, así como árboles frutales y además unos cerros bajos perfectos para los rebaños. Todo al servicio de las guarniciones. Algunas pequeñas aldeas y el puerto dormían tranquilas bajo la sombra del castillo de Soudgaren, más conocido con el nombre de El Faro de los Caballeros. Se trataba de una mole de pura roca construida sobre el cerro más alto de la región, a tres días a caballo desde Loumbert. Contaba con un doble amurallado, foso profundo e incluso una capilla, situada en lo más alto del fuerte. Era sin duda la fortificación más imponente erigida por el hombre al sur del Gran Baluarte, allá lejos en la frontera meridional del Imperio de Karogundia. Su misión era defender el Valle de Soudgaren, así como sus minas.

Seigmond Vaugenet, el Gran Maestre de la Orden de la Santa Justicia que se encargó hace años de construir el castillo, no quiso emplazarlo en la sierra de la que descendía el río Veras (causa mayor del valle) por miedo a que los ataques de salvajes y bestias, así como los accidentado del terreno, impidieran o retrasaran demasiado la puesta en funcionamiento del mismo. En el cerro donde se encontraba, casi en el centro del valle, podía dominarlo todo. Y, por supuesto, albergaba en su interior la mina más fructífera del valle. Para recordar tanto a los seguidores de Aetán como a los insurrectos indígenas que el poderoso dios estaba presente, una inmensa cúpula chapada en plata, coronando la capilla, proyectaba los reflejos del sol en todas direcciones mientras fuera de día; eso le valió el mote.

Así pues, Dorell se puso en marcha hacia la torre mayor del puerto, donde le encomendarían las órdenes más inmediatas y concretas. El cálido sol hacía refulgir los metales de su armadura. Su gran espada, pendiendo de tientos de cuero en su espalda, se zarandeaba coreando los pasos del caballero. Las construcciones civiles del puerto eran modestas: cabañas de madera y adobe, ya fueran viviendas o almacenes. Sólo la capilla y las torres eran de roca. Iba acompañado de Piegro, su escudero: un tipo no muy alto pero fornido, desdentado a medias y moreno, no costaba imaginar que nació en una porqueriza al pie de los Montes Aullantes, en la frontera de Córzalon con Karogundia.

-¡Paso a un caballero, paso! –iba gruñéndole a la gente, se apartasen o no; caminaba cargado con un macuto así como provisto de una daga en el cinto y una vara en la mano. Las calles no estaban demasiado concurridas: no era un puerto comercial, salvo por algún mercante que quisiera abastecerse. Todo estaba sujeto a las órdenes castrenses de un Gran Maestre sentado en el castillo de Soudgaren y sus gobernadores en los distintos asentamientos en derredor del baluarte.

-Se diría que presumes de amo, mi buen Piegro, más que velar por él –dijo, sonriente, Dorell. Caminaba tranquilo y “miraba” en todas direcciones. Estaba contento de comprobar que todas las personas estaban debidamente consagradas a Aetán, o así lo revelaba su mirada mística. No se diría de él que era ciego salvo por que apoyaba su mano diestra en el hombro zurdo del criado.

-Mi deber es ahorrarle esfuerzos innecesarios, señor, y pienso hacerlo –apuntó el escudero mientras ayudaba a su amo a esquivar un charco- vos me escogisteis de entre todos los sirvientes que pusieron a vuestra disposición, y os lo agradezco.

-Vamos, sólo podía escoger a uno, lo sabes –argumentó el caballero- y tú eras el de aspecto más saludable y trabajador –intentaba restar importancia a las palabras, como si fueran minucias.

-¡Vamos! –Dorell no supo si se lo dijo a él o a quién, pero desde luego escuchó como la vara de Piegro golpeaba algo macizo, y luego el relinchar de una mula- alegrad los oídos a vuestro pobre Piegro una última y única vez más por hoy, amo –los dos sabían que, obviamente, Dorell no había podido escoger a su lacayo por su aspecto físico porque era ciego; como todos los Hijos de Aetán.

-Fue por tu alma pura y sacrificada a Aetán –bufó Dorell. No le gustaba despedir elogios alegremente- aunque elegí de los últimos, no sé qué se llevaron los anteriores…

-Gracias, mi señor –dijo alegremente Piegro. Sabía que el don de la visión de Aetán en su amo era especialmente fuerte, más que en algunos de sus compañeros de armas, y también sabía que Dorell no escogió de los últimos- ahora, dejad de os guíe, intentaremos andar más rápido.

Dorell estaba distraído observando a unos niños jugar: su visión especial le permitía ver su futuro. Podía regular el grado de futuro que quería revelar, y tiró alto. De los tres que había, vio a dos formar una familia y tener hijos. Trabajaban duro en la tierra y parecían felices, el sol de Aetán velaba por ellos. El otro, no obstante, no estaba. Tenía el futuro negro, o mejor dicho, “en negro”. No le dio tiempo a observar su futuro más reciente, los golpes en la puerta de la torre mayor que propinó Piegro con la vara le distrajeron; la puerta era alta y ancha como para que pasaran dos caballeros montados. Normalmente los caballeros de la Santa Justicia acuden a las capillas, pero al tratarse de una colonia regentada por la orden, tenían bajo su poder todas las estructuras militares y por ello las tomaban como centros de administración. Un sirviente enjuto, moreno y medio calvo abrió el portón; tenía manos de trabajador.

-¿Sí…oh! –se fijó al instante en Dorell- un caballero nuevo ¡Tened la bondad de pasar! –Dorell, como hacía con todo el mundo, le dio una pasada rutinaria con su vista. Un hombre más, trabajador, más o menos honesto y religioso.

Entraron en la estancia. Era una especie de enorme zaguán que conducía a un patio de armas amplio, encerrado en el amurallado del complejo: a un lado del patio había barracones de soldados y al otro estaban los establos. Al fondo, la entrada a la torre propiamente dicha. Era cuadrada. El sirviente los condujo a través del patio. Dorell observó que, además de soldados normales, había más caballeros. Reconoció a cuatro caballeros conversando junto a sus monturas por el brillo especial que despedían, y a otro hijo de Aetán aguardando a que su escudero trajese a las monturas para partir; lo reconoció por el candor plateado que iluminaba su futuro.

-Yo también lo he visto, señor –le musitó Piegro, que ahora caminaba junto a él cogido del brazo- su lacayo es esquelético, y él es enorme ¡Seguro que es más avaro que los enanos!

-No blasfemes, o creeré que gruñes tanto como tus parientes.

-¿Los cerdos, amo? –preguntó confuso, y algo molesto.

-No, no –y Bauport se aguantó una carcajada- los de verdad. Tu familia. Todos los que vivís a los pies de los Montes Aullantes tenéis una curiosa predisposición al jaleo desmedido. Desde luego, el nombre de la región es muy apropiado.

-Señor, usted sabe que es por los lobos. No se mofe de un pobre escudero…

-Lobos. Ya, ya… -y decidió Dorell que lo mejor era dejar la conversación antes de provocarle un cómico berrinche a su escudero. No le gustaba el ruido innecesario, debido en parte a su autoimpuesto estado constante de alerta.

El sirviente de la torre abrió el portón, reforzado con bandas de hierro, y pasaron al interior. La estancia se componía básicamente de panoplias, soportes de escudos y otro mobiliario propio de la soldadesca, además de toneles y cajas. Junto a la puerta había una mesa con cuatro sillas para los soldados en las guardias, y las paredes iluminadas por candiles de aceite. La preeminencia la tenían las anchas escaleras que comenzaban junto a la pared. Comenzaron a subir; Dorell fue un poco más lento los dos o tres primeros escalones, pero se hizo pronto a las dimensiones de los mismos y comenzó a subir con naturalidad. Fueron ascendiendo cada una de las cuatro plantas hasta llegar a la cuarta (que estaba cerrada por ser las dependencias personales del gobernador) y finalmente la quinta y última, sin contar la superior, que da al exterior. Era la sala donde el gobernador recibía a quien hubiera que recibir, fuera cual fuese el motivo. El sirviente les pidió que pasaran con un ademán, para luego dar media vuelta y perderse escaleras abajo.

El suelo, al igual que el techo, era de madera, cosa que se repetía en todas las plantas. Se veían las gruesas viga. Los candelabros estaban apagados, pues las ventanas, aunque estrechas, estaban abiertas. La luz era algo pobre, pero así se evitaban gastos innecesarios. En un lado de la sala, junto a una mesa, un lacayo aguardaba a la espera de que alguien solicitase alguno de sus servicios. En la mesa había desde pan y queso a jarras para servir cerveza o agua, además de papel, lacre, un candil…en definitiva, cualquier cosa de uso cotidiano. Quedó claro que ese sirviente era el camarero personal del gobernador, que lo observaba todo desde una gran mesa al otro lado.

Esto no era una corte, sino más bien una oficina. Desde su mesa rústica y resistente, el gobernador atendía varios documentos. Su espada era recta, larga y fina, como acostumbran los corzalinos, y descansaba sobre la mesa. No llevaba ropa de guerra, sino unas cómodas vestiduras, adornado en todo caso por un jubón bermellón y un collar de plata. El gobernador era un hombre de mediana estatura y no tan entrado en carnes como en años; algunas canas asomaban en su pelo negro y corto. Ojos marrones vivos, atentos, y rostro aparentemente serio. Bigote extremadamente espeso y abultado. Los que si iban bien pertrechados eran los cuatro guardias que le flanqueaban con petos y espaldares, así como cascos, espadas al cinto y lanzas en mano. Alzó la vista al ver a caballero entrar.

-Sir Dorell Bauport, Hijo de Aetán, joven y nato de Brindos, soleadas tierras al sur de nuestra Córzalon –dijo, medio sonriente.

-Y este es Piegro, mi escudero –dijo Dorell, asintiendo. Piegro se erguió tanto como si de repente creciera un palmo.

-¡Ah, bien! –dijo, sonriendo y reordenando sus documentos, orgulloso de los mismos, como si hubiera ganado un juego- ¡Bienvenido a mi querido Loumbert! –era tal el bigote que lucía, que al sonreír no se le veía la fila superior de dientes- ¡y ahora, también la suya! ¡Todos tenemos mucho trabajo, mi buen Dorell! Mi nombre es Felbert Norbu, gobernador.

-Vos diréis –habló, escueto, Dorell. Era bastante serio con los asuntos oficiales. Piegro atendía casi más que su amo. El viaje largo en barco le resultó pesado, y ahora deseaba retirarse a una celda y reposar.

-Os diré, os diré, pero seguidme, si gustáis –y el gobernador rodeó su amplia mesa y tomó al caballero del brazo, dada su condición de invidente. Dorell le miró, había visto siervos más fervientes en las calles fuera de la torre, pero no encontró nada preocupante. La visión de Aetán no permitía descubrir el fin de las personas, pero se aventuró a augurar que este acabaría en una cama cómoda y no por heridas. Se preguntaba cómo sería la habitación a la que le conduciría. Le gustaba la luz, aunque no esperaba unos ventanales enormes.

Lo acompañó, y comenzaron a bajar escaleras. Piegro iba detrás, ofuscado por verse ignorado, pero eso era sentimiento común para todos los escuderos.

-Bien…ah, permitidme que os diga que tenéis un físico encomiable –el gobernador era más bajo que él- ¡os vendrá bien! Hace falta músculo para hacer entrar en razón a esos salvajes.

-La fe se ha de esgrimir a la par que la espada –pronunció Dorell. Pese a ser joven, apenas unos veinticinco años, era muy sereno y meditabundo.

-Sí, sí, claro. Descuidad, estaréis acompañado de otro caballero –habló Felbert. Iban bajando escalones.

-Vaya, acostumbro a estar solo en mis rezos, pero no me importa –respondió Dorell. En su celda, en Córzalon, estaba solo. Es lo más normal- pero, ¿y mi escudero?

-Ah, el…bueno, estará bien con vos, también, supongo –comunicó el bigotudo.

-¿Conmigo, también? –Dorell estaba confuso. ¿Iba a dormir en una celda de caballero o en una cuadra con las bestias?

Antes de darse cuenta, ya se encontraban de nuevo en el patio de armas. El gobernador se quedó en la puerta de la torre, sonriente.

-Pida un caballo, y lo que necesite ¡Espero verle pronto, sano y salvo! –y sin mediar más, dio el asunto por zanjado con un estruendoso golpe de puerta.

Dorell se quedó boquiabierto, por un segundo, tanteando en el aire. Piegro tomó la mano.

-Ese tipo es un descortés, un juntaletras y…-gruñía el escudero.

-Y un hombre que se merece nuestro respeto como cualquier otro, Piegro. No seas descortés. Andará ocupado…-realmente estaba molesto.

-No, es así. Es un tipo bastante nervioso –tronó más que sonó una voz tras suyo. Era el Hijo de Aetán que vieron antes. Tenía un físico de toro, un mentón  duro e impolutamente rasurado y unas manos como palas; una de estas sujetaba una correa atada a la cintura de su escudero, el cual suponía su antítesis. El lacayo era escuchimizado, brazos permanentemente en postura de ave de presa, como si se fuera a tirar a por una rata, a juego con su nariz de aguilucho- Ah, disculpad. Permitid que me presente. Soy sir Gutrep de Lyonuse, y este es mi criado Damelien –el robusto caballero dio un tirón suave de la correa.

Dorell los repasó a ambos. El aura plateada de sir Gutrep era inferior a la suya, pero por poco. No le gustaba Damelien, su futuro estaba lleno de claroscuros. De momento, auguraba que combatirían hombro con hombro en nombre de Aetán; era de esperar.

-A sus pies –se humilló el rapaz.

-Sir Dorell Bauport, y aquí mi fiel Piegro, de los Montes Aullantes –y dio una recia palmada en su sirviente, que hinchó el pecho como un palomo. Sir Gutrep asintió conforme.

-Pues, sir Dorell, será mejor que haga caso del entusiasta Felbert y ordene a su criado que le procure una montura. Debemos partir cuanto antes –comunicó Gutrep- hay problemas en la frontera.

No tardaron mucho en procurar montura para los caballeros y sus criados. Salieron a trote de Loumbert y fueron remontando el río Veras por un sendero junto al mismo, dirección noroeste. Se les fueron uniendo tropas de las aldeas: tanto soldados profesionales como milicias, algunos a pie y otros a caballo. Los Hijos de Aetán, pese a ser ciegos, pueden montar a caballo con naturalidad debido a que con su videncia pueden observar su futuro cercano e ir pendientes de no desembocar en un accidente. De momento, sólo estaban ellos dos al cargo de las tropas, además de un par de sargentos que se habían encargado de organizar a los soldados y milicianos. Siempre hicieron noche bajo la seguridad de las aldeas bien vigiladas, nunca en mitad de la naturaleza. Dorell tenía el nerviosismo de los novatos, nunca había participado en una empresa militar crucial.

A la altura del Castillo de Soudgaren, en una explanada frente a sus murallas y antes de vadear el río, les esperaba otro contingente: más soldados y milicianos, así como varias figuras preeminentes a caballo.

Una de ellas era especialmente llamativa a los ojos de los Hijos de Aetán. Era una vida sacrificada al dios, templada y severa: Goufred Vaugenet, Gran Maestre del Castillo de Soudgaren  y descendiente directo de Seigmond Vaugenet; sin duda habría sido un digno hijo de Aetán de haber tomado los votos. Era un hombre de mirada dura y recia, como su barba gris y longa; no llevaba más armadura que una cota de mallas con adornos en oro y un tabardo con el escudo de su familia: un brioso corcel blanco tirando de un castillo del mismo color sobre las aguas, con un fondo verde. A su diestra aguardaba un tercer hijo de Aetán, complexión parecida a Dorell pero más bajo y facciones más llanas; se llamaba Rubrean Palec y su escudero con pintas de pastor era Joen. Además, había once caballeros de la Orden de la Santa Justicia.

-Que Aetan os ilumine en el día –dijo Dorell en cuanto se hubieron detenido ante el grupo. Iba a la cabeza, con Gutrep a la diestra y Piegro a la siniestra.

-Y que vele por nuestras noches, caballeros. Sed bienvenidos a Soudgaren, un jardín verde en mitad de las tierras salvajes–habló el Gran Maestre. Su voz era profunda y su tono paternal- siento no poder recibiros como es debido, pero la situación es cruda. Debéis dirigiros a El Linde, un pequeño asentamiento que hemos fortificado en el extremo más septentrional , al pie de Las Lomas ¡Raudos, mis hombres os guiarán!

No hubo tiempo casi ni despedirse. La urgencia había de ser superior, así que Dorell, Gutrep, Rubrean (que aún no había hablado), los escuderos, los caballeros y casi todos los que disponían de caballo se adelantaron, dejando a la infantería atrás a marcha forzada. En total, serían unos cuarenta jinetes y unos noventa infantes. Nadie habló por el camino, sólo se oía el rumor del río cada vez más tenue (tras cruzarlo por el vado junto al castillo) y el golpear de los cascos en la tierra. Ciertamente, Soudgaren era una tierra fértil y verde. Los árboles crecían rodeados de matojos frondosos y no se levantaba mucho polvo al correr: la tierra no era seca. Pequeños monos saltaban de árbol en árbol chillando al pasar de los jinetes, y aves gordas y pardas levantaban el vuelo de entre algunos arbustos por el mismo motivo. Llegaron a Rocavigía, una aldea edificada en torno a una gran roca sobre la que se construyó una torre de madera; estaba a casi un día a caballo de El Faro de los Caballeros, y ya anochecía. Pasaron allí la noche y partieron al amanecer, avisando de que en dos o tres días llegaría un pequeño contingente de tropas a pie. Se les unieron doce jinetes más, entre soldados y hombres de armas. Cuando llegaron a El Linde eran cincuenta y tres jinetes. Llegaron al quinto día a caballo desde Loumbert, y para que llegasen el resto de tropas faltarían aún otros tres o cuatro días.

El linde era un asentamiento donde vivirían unas seiscientas personas, capaz de acoger a unos cuatrocientos soldados y sus monturas si se apretaban el cinturón, aunque estos traían provisiones para una semana. Estaba situada en lo alto de un montículo entre una serie de lomas que iban desde el Valle de Soudgaren a la denominada Estepa de las Tribus, prácticamente inexplorada. La villa vivía del pastoreo y la agricultura. Se había visto obligada a mantener una guarnición constante de cincuenta hombres en vista de las incursiones de los salvajes y bestias que bajaban de la estepa al valle verde. Dorell y las tropas fueron recibidas con un ansioso suspiro de alivio.

Se acomodaron como pudieron y comenzaron a preparar las armas, no había tiempo que perder. El oficial al mando era el Capitán Gauchex, un viejo soldado lleno de remiendos. La misma noche de su llegada, las cabezas notables de las tropas se reunieron en La Piel del Lobo, la posada más grande de la aldea. Se juntaron dos mesas para hacer una más amplia y poder discutir sentados. Había tres hombres además de Dorell, Gutrep y Rubrean, que no había hecho más que presentarse desde que lo vieron por primera vez. Al entrar en la estancia preparada para el concilio, los tres caballeros vieron lo mismo: una figura imbuida de los poderes de Aetán, serena y de futuro tranquilo: un sacerdote; las otras dos tenían demasiados claroscuros, por lo que serían hombres de armas fuera de ninguna orden religiosa: soldados, mercenarios o simples milicianos, aunque una tenía un candor agradable, como de lealtad y palabra. Los escuderos esperaron fuera, donde les dieron de comer.

-La situación evoluciona de molesta a preocupante –dijo Gauchex. Era de media estatura, los pómulos marcados y la cara bien afeitada salvo un espeso mostacho, tuerto del ojo izquierdo. Iba vestido con un gambesón acolchado de color rojo oscuro, su armadura de tres cuartos esperaba en una silla junto a él al igual que su espada; este hombre era el alma claroscura con el candor especial- han lanzado tres ataques desde la semana pasada, comenzaron el lunes y hubo un día entre ataque y ataque. Primero, tomaron despistados a los aldeanos y saquearon dos granjas, sólo dejaban viva una víctima en cada ataque, fueron unos cuarenta. Los llamamos Sabandijas, porque son capaces de reptar por el lecho de un río o entre los arbustos, y disparan unas flechas envenenadas mortíferas.

-Esos perros las pagarán, ¡vienen a destruir y a reírse! –gruñó un hombre entrado ya en años, vestido con ropas de campesino y una armadura de cuero remendada y sucia de sangre y polvo. Su cara era redonda y la nariz bulbosa, cabellera y barba desordenadas. Un hacha de considerable tamaño estaba apoyada en su silla; esta era el otro alma claroscura, más mezquina- ¡Son bestias, y sus cabezas deberían descansar sobre nuestras chimeneas!

Los tres caballeros estaban en silencio, salvo Gutrep, que asintió a ese comentario. Gauchex retomó la palabra tras esa intervención. Quería informar debidamente a los Hijos de Aetán.

-El segundo ataque fue el más cruento. Se dividieron en dos grupos, presumiblemente serían dos tribus distintas. Unos tenían escudos de piel y madera adornados con garabatos blancos, en el otro grupo había individuos que corrían enajenados enarbolando unas mazas con puntas de hierro. Masacraron, literalmente, tres granjas. Los únicos supervivientes fueron los que consiguieron huir, y contaron como los dos grupos, al encontrarse, lucharon entre sí como si fueran enemigos. Sabemos que se produjo una lucha encarnizada, pero desconocemos el motivo y quienes fueron los vencedores.

Los caballeros estaban muy atentos: eran comportamientos muy extraños. La sexta figura, aparte de Gauchex y el agresivo y sucio barbudo, era un anciano de escaso pelo, cara consumida y que vestía con una sotana larga y blanca, de bordados dorados; el sacerdote. No saludó al entrar porque los mismos caballeros lo reconocerían y además nunca se ha de molestar con palabras a los guerreros invidentes.

-¿Alguien ha intentado comunicarse con ellos? –preguntó, cortésmente, Dorell.

-Oíd lo que han dicho los presentes: son bestias salvajes. Emboscan como serpientes, devoran como los osos en verano y se pelean entre ellos aunque sean de la misma madre, como los polluelos de las rapaces. Y como bestias que son, deberán ser tratadas –habló el belicoso Gutrep, con su voz altanera y sonora. El capataz de guerra barbudo gruñó de satisfacción al oír eso, pero Gauchex y el sacerdote permanecieron impávidos, meditabundos.

-Hemos oído lo que bien han podido hablar los elocuentes presentes, a falta de un tercer y docto hombre –intervino vez Rubrean. Todos se le quedaron mirando un segundo, sorprendidos. Su voz era seca, quebrada, como si bebiera humos. Rápido, observaron todos al sacerdote, pues era a quien hacía referencia. Este hombre del dios, de rostro seco y pellejudo, dijo:

-Que el Sol de Plata fulmine las sombras de su dominio como el día se abate sobre las tinieblas –y, definitivamente, se hizo la guerra. Una guerra que alguien tenía que perder.

Se sucedieron, desde lo ocurrido, dos ataques más. Todos perpetrados por los salvajes con los escudos adornados de blancos glifos, a los que dieron en llamar “albares”. La guarnición del asentamiento se dedicó a reorganizar toda la zona, destinando algunas tropas a las granjas emplazadas de cara al interior del valle, permitiendo a los salvajes desfogarse con las aldeas en la frontera exterior; de esta forma pudieron aguardar a recibir todo el ejército disponible. Se congregaron ciento treinta infantes: unos cincuenta eran soldados con armaduras de tres cuartos, lanzas y escudos, el resto eran hombres de armas de equipo tosco y variado (desde hachas a espadas cortas, pasando por armas de asta improvisadas y algún peto o casco de cuero). Por otro lado, había ya unos sesenta jinetes, entre soldados y hombres de armas, los caballeros de la Santa Justicia y los tres Hijos de Aetán formaban aparte.

Gracias a la labor de los exploradores, se pudieron cumplir las cávalas del buen Gauchex: un contingente de unos trescientos salvajes se dirigía directo a El Linde, envalentonado con haber destruido ya una decena de granjas. Sería el momento de aplastarlo, y tras esto, preparar un avance sobre la inhóspita Estepa de las Tribus y destruir su campamento. El plan consistía en bloquearles la entrada en un paso llano de Las Lomas (la cadena de colinas marcadas que separaba el valle de la estepa), mientras la caballería se dividía en dos grupos y hacía un movimiento en pinza. Para asombro de todos, los once caballeros de la Santa Justicia y los tres Hijos de Aetán constituirían un único grupo.

Así pues, en la víspera del combate, todos se separaron en regimientos y grupos. Los escuderos pasaron a formar parte de la mesnada, mientras que los caballeros se dedicaron a velar las armas toda la noche. Una última acción harían los lacayos por sus amos: vestir a los caballos. Les colocaron pesadas bardas de lona gruesa, cuero y metal. Protegieron el cuello del animal con cota de mallas y su cabeza con placas de acero. Por último, en la parte posterior silla, instalaron unas maravillosas alas plegadas, hechas con láminas de tejo y longas plumas de águila, que iban conectadas a un mecanismo accionado por un cordel a la parte frontal. Los lacayos se inclinaron ante los caballos de sus señores e imploraron que los trajeran de vuelta. Piegro dejó caer una lágrima, pero se ciñó un yelmo de cuero que se supo conseguir y agarró fuerte una pesada maza de madera con refuerzos de metal: se prometió a sí mismo que nunca abandonaría a su amo.

Con el gemir lastimero de algún perro o el ulular de algún búho estepario, el crepitar de fogatas salvajes o aldeanas, todos, buenos y malos, o malos y buenos, durmieron esa noche dispuestos a luchar, que no a morir, al día siguiente. La luna estaba medio llena y no había estrellas.

Llegó el día marcado. Las tropas de corzalinos marcharon a la guerra y todo se dispuso tal como dijo Gauchex: un firme núcleo de soldados con armaduras, escudos y lanzas, flanqueado por hombres de armas, resistiría a los salvajes, en lo que la caballería hiciese lo suyo. Los soldados llevaban el pendón del caballo y el castillo de los Vaugenet, así como un toro negro sobre fondo verde, un ganso pescando a una serpiente roja o un hacha rota sobre fondo amarillo; todos símbolos de los asentamientos de los que provenían los integrantes del contingente, así como, en preeminencia, el de El Linde, un león blanco dormido a los pies de una lona amarilla. Asomaba el Sol.

Pese a su condición, los salvajes fueron puntuales. Y entregados. Al poco de estar preparada toda la soldadesca, apareció por lo alto de la curva del terreno una marabunta de individuos vociferantes, de pieles tostadas y cabellos negros, ataviados con pieles, armas toscas de hierro y escudos de piel y madera con glifos blancos. Solo a un dios del caos, que no estaba presente, le habría hecho gracia que los albares atacasen al alba.

Se arrojaron enarbolando cuchillas, lanzas y hachas contra el cuadro de infantería de soldados y los dos grupos de milicianos, y en esa tierra no se volvió a ver un combate más encarnizado en mucho tiempo. Los soldados cumplían su tarea: perforaban las tripas enemigas con sus lanzas, chocaban escudo con escudo y entonaban el nombre de Aetán, podían estar orgullosos de no ceder casi un paso. Era en los flancos, donde los furiosos campesinos hacían frente a los salvajes, donde la guerra se convertía en carnicería.

Piegro estaba casi en tercera fila, que al poco se convirtió en primera. Manejaba su maza con una torpeza que suplían sus ansias de sobrevivir y la palabra de guiar siempre a su amo. La agitaba con tal furia sobre sí, y eran tal los gañidos que emitía su boca de almena, que los salvajes se lo pensaban dos veces antes de acercarse a él. Desarmó a uno del escudo y a otro le cascó la cabeza como si fuera una calabaza madura, y luego comenzó a girar en torno a sí, enajenado, llegando incluso a desarmar por error a un compañero que sucumbió a sus pies por el hachazo de un enemigo en el cuello. Seguía manejando el tremendo garrote cuando, como si todo se detuviera un instante, vio como una piedra de considerable tamaño  se dirigía a alta velocidad contra él, para luego notar el golpe sordo y caer de espaldas. Por un momento estuvo sordo, e incluso se hizo daño en el brazo izquierdo al caer y descargar su peso sobre el mismo. Tardó un instante en darse cuenta de que aún estaba vivo y casi intacto, aunque todo le daba vueltas. Otro miliciano le pasó por encima, un tipo alto y delgado armado con una espada oxidada, que se lanzó contra el enemigo. Piegro aprovechó el respiro; perdió su garrote en la caída, pero tanteó y dio con una maza de hierro macizo, hasta el corto mango, que podría manejar con la diestra. Se hallaba en el flanco derecho.

Gauchex asestaba cortes y estocadas como si los mismísimos avernos conjurasen contra la sangre de sus enemigos. Regó tierra, plantas y cadáveres con los jugos de sus contrincantes, y junto a sus soldados demostró que no hay mayor acero ni más afilado que las almas de unos soldados voluntariosos y una disciplina férrea. Su espada, larga y fina, era la lengua envenenada de una serpiente que devoraría a los salvajes ratones de uno en uno, o siete en siete. Un auténtico torbellino se formaba a su alrededor: a este lo desjarretaba de un golpe en la rodilla, a aquel gritón lo enmudecía de un mandoble en la quijada, a ese lo entretenía mientras un soldado lo ensartaba como a un lechón. No hubo escudo blanco que no quedase rojo ni grito que no fuera acallado, pues todos gritaban “¡Aetán, Aetán brilla!” y predicaban con el acero. El ojo lúcido de Gauchex brillaba con el hambre de un asesino y su bigote se erizaba como el lomo de un gato acorralado.

El grupo de caballería más numeroso, de unos sesenta soldados y hombres de armas a caballo, se disponía a las afueras del asentamiento a preparar su marcha. Estaban quietos, recibiendo órdenes, aunque ya montados. Dejarían que la batalla se madurase un poco más, para tomar a los salvajes cansados, y por lo que decían los correos, salvo el flanco de milicia a la derecha, todo marchaba a la perfección. Estaban terminando de atribuirse pendones y sargentos, cuando algo hizo que los caballos se encabritaran y a los hombres les encogieran los corazones. De una zona de hierba alta próxima, junto a la granja en la que se encontraban (que fue dispuesta para todas las caballerías) se alzó y lanzó un centenar de salvajes enajenados, iracundos y armados con cruentas mazas con largos y afilados pinchos de hierro. No podían creérselo, ¡los salvajes habían colado guerreros tras el perímetro de seguridad de Gauchex! Los hombres cargaron a caballo sobre los salvajes, aplastando cajas torácicas y cráneos con las pezuñas de sus monturas, atravesando lomos con sus lanzas y maldiciendo con sus bocas, pero la carga estuvo falta de fuerza, y algo primitivo y ancestral movía a esos bárbaros, con los estómagos llenos de setas alucinógenas. Desmontaban a los jinetes a porrazos, incluso arrojaban sus pesadas armas con inusitada fuerza para desgraciar de por vida (o de por muerte) a los que no tenían buena armadura (como era el caso de los milicianos a caballo). Estaba claro que estos hombres de Córzalon tenían que deshacerse de estos salvajes antes de protagonizar una carga que probablemente no realizarían.

Los Hijos de Aetán se pusieron en pie. Estaban en su campamento, aún en El Linde. Los Caballeros de la Santa Justicia ya estaban montados. Las armaduras de todos relucían con el Divino Sol y nadie abrió la boca. Marcharon, acudiendo a su juramento.

Piegro sosegó su furia desmedida. En el brazo izquierdo, que ya le costaba estirazar desde su derribe, le habían herido con una cuchilla tosca de hierro casi oxidado, y el brazo de la maza empezaba a cansársele del esfuerzo. Se dedicaba a no ceder terreno. El ambiente estaba cargado, el Sol apretaba y las voces de los moribundos y los fieros colmaba los oídos. Acero golpeando madera, hierro atravesando cuero, carne recibiendo muerte y almas escapando de sus prisiones. La guerra jamás es feliz, pero puede llegar a ser hermosa. Esta era, por el contrario, horrible. Apareció un tipo enorme, un barbudo gordo y ataviado con una armadura de cuero remendada, que partía de dos en dos a los salvajes y sus escudos con un hacha enorme. El muy bastardo se reía con cada golpe, y escupía sobre los muertos. Piegro se enfureció, por la falta de respeto, por sus heridas, por no saber dónde estaba su amo y porque el mundo era un corral de alimañas sin pastor. Que Aetán se los lleve a todos.

Los jinetes eran ya casi la mitad y apenas diez o doce luchaban aún a caballo. La carga de los salvajes maceros había sido devastadora, y aunque quedaba menos de la tercera parte de los mismos, su avance era incontenible. Comenzaron a replegarse en dirección al asentamiento, buscando los apoyos de las guarniciones fijas en la empalizada.

El cuadro de soldados se mantenía, firme e irresoluto. Habían perdido a una veintena de hombres, pero ninguno osaba dar un paso atrás sin el comandante Gauchex. La formación se había resentido un palmo o dos, la distancia justa que se perdía entre la caída de un soldado y lo que tardase en ser repuesto. Gauchex, por la contra, seguía en una inamovible primera fila, llegado el punto de que se había convertido en testaferro de sus tropas, un mascarón de proa consagrado a la carnicería y rendido a una sed de muerte apoteósica.

El vil y rechoncho barbudo yacía boca abajo, con la cabeza partida en dos como un melón y los sesos latentes reptando por el suelo, inertes. Piegro estaba en las últimas, lo habían herido en un costado y el golpe de la roca que lo derribó casi al comienzo de la batalla empezaba a pesarle: notaba un dolor latente en la parte superior de la frente, además había recibido un golpe con una macana en la boca y había perdido dos o tres dientes más, con lo que tenía un incómodo sabor a sangre. Pero no cejaba en el intento, lucharía hasta el último estertor, por la promesa a su amo.

El contingente de corzalinos llegaba casi a la mitad, y aunque llevaban un buen ritmo y los salvajes caían a decenas, la batalla se recrudecía. Inesperadamente, al bando enemigo llegaron refuerzos, unos cruentos salvajes con mazas con pinchos que, enajenados, irrumpían a golpes por doquier y contra todo. Llegaron desde el flanco izquierdo, chocando con la castigada milicia, que los recondujo al cuadro de infantería, donde fueron retenidos a duras penas. Gauchex recibió un inesperado golpe en el costado que le hizo hincar la rodilla. Los hombres a su alrededor chillaron de espanto, y una turba de enemigos se tragó al comandante. Los hombres quedaron espantados, y algunos cayeron a causa de la distracción, pero para asombro de los temerosos, Gauchex emergió como un fénix redentor de sus cenizas de tripas y sangre. Cubierto en barro sanguinolento, le faltaba la mitad derecha de su faldón de escamas laminadas y el yelmo. Su cabeza cana quedaba al descubierto, y su puño izquierdo con el brazo flexionado apretaba el costado zurdo, donde la herida. Su mano diestra, vengadora de lo siniestro, era ya un rayo aberrante y criminal que no despedía clemencia, y con un grito de furia y dolor el duro del comandante mandó cuadrar a sus tropas y reponerse al envite. Los hombres, soldados, lucharon a brazo partido, con lanzas rotas y yelmos abollados, por el hideputa de su comandante, Gauchex El Inmortal y su bigote costroso como una alimaña apuñalada.

Por primera vez en toda la batalla, Piegro vio a uno de los otros lacayos. Era el aguilucho de Damelien. Llevaba puesta una coraza de cuero que le estaba grane y sucia de sangre, con los cierres de cuero mal cortados y sujeta con dos cinturones por encima; iba armado con dos dagas largas y afiladas. Él en sí no tenía herida alguna, y se dedicaba a apuñalar a los desprevenidos, su mirada torva pero viva y su nariz de gavilán apuntaban a costados y vientres donde hincaba sus garras aceradas; aunque normalmente se escondía tras otros milicianos más grandes. De repente, un fogonazo llamó la atención de Piegro. De entre la multitud de salvajes con escudos blancos y enajenados con porras brutales se alzó un tipo colosal, una mole de músculo bronceado, ataviado con pellejos y pieles. Su barba era negra como sus cabellos, y muy rizados. Sus recios pelos estaban adornados con dientes de jabalí y en su cuerpo lucían argollas de bronce que le atravesaban la piel. Entre sus puños, grandes e imponentes como adoquines, sujetaba una descomunal maza de madera, recubierta con tachuelas de bronce y petos de hierro. Comenzó a enarbolarla sobre su cabeza, y el aire a su alrededor se convirtió en humo bermellón, rayos describían arcos de aro en aro por su cuerpo, y su maza quedaba imbuida con un poder sobrenatural y ancestral.

El terror se apoderó de la tropa miliciana. Comenzaban a retroceder, temerosos del coloso; superaba en altura a los salvajes en un par o tres de cabezas, como a los corzalinos. Dirigió una carga que apenas pudo ser resistida. El flanco comenzaba a flaquear y disgregarse. Piegro cayó bajo dos corpulentos individuos muertos en el ímpetu, convirtiéndose en testigo mudo. El titán bárbaro destrozaba de un golpe a dos o tres individuos, y a su alrededor sus seguidores, armados con mazas, relegaron a los albares y sembraron el caos. Sus rayos de energía roja saltaban de un salvaje a otro y volvían a sí mismo. Piegro se estaba desembarazando poco a poco, y entonces oyó el relinchar de una mula.

Una mula blanca, vieja y lanuda. Sobre la bestia de tiro, una figura débil, enclenque y raquítica. Un anciano con una toga blanca, cabellos argentinos. En sus manos portaba un largo báculo de plata pura, con un sol de plata encastrado en la punta. Impasible, el anciano avanzaba entre los milicianos, en su mula blanca, hacia los bárbaros. Pocos creerían lo que vieron, y Piegro menos que ninguno, pero este hombre, el sacerdote, quedaría en sus memorias como una de las más maravillosas criaturas.

Alzó el báculo entre el gentío, y los rayos del Sol se reflejaron en la nítida plata. Comenzó a entonar plegarias, salmos y súplicas, y el sol en el báculo comenzó a arder en un fuego blanco y prístino. La mula estaba en completo silencio, tranquila. El anciano comenzó a girar el báculo sobre su cabeza, como si amasara el aire, y la luz comenzó a congregarse a su alrededor en un vórtice flamígero. Como un cometa, el anciano golpeó la masa de aire luminoso y flameante con su báculo y salió catapultada contra los salvajes bárbaros. Los enemigos estallaron en llamas blancas y se convirtieron en polvo fino y harinoso que se perdió en el fragor de la batalla.

Con los ánimos renovados, los milicianos se lanzaron a la carga tras el anciano, y Piegro con ellos, libre y empuñando una lanza partida. Los cascos de plata de la mula blanca trituraron los restos calcinados del coloso enemigo. Pero nada pintaba bien ya. La caballería no había aparecido, y llegó un tercer contingente de un centenar de albares más. Gauchex tenía a un cuarto de sus hombres lucharon por no expirar y al resto muertos. El flanco izquierdo casi no existía y el derecho, pese a la nueva presencia del Sumo Patriarca Foelus Mingnolae (tales eran la posición y nombre del sacerdote) no podía resistir. Era mediodía y el sol calentaba un mar de llantos, tripas, sangre y aceros, cuando, desde lo alto de una loma al este, catorce caballos hicieron batir la tierra con sus cascos, y catorce armaduras refulgieron con el candor del astro rey.

Como catorce ángeles redentores, los caballeros de la Santa Justicia y los Hijos de Aetán emprendieron la más gloriosa, suicida y legendaria carga que esas tierras alejadas de la civilización contemplarían en mucho tiempo. Con las grandes espadas apuntando al cielo, en formación de cuña y capitaneados por el gran Gutrep, los caballeros tiraron de los cordeles en sus sillas de montar, y tras cada jinete se desplegaron dos alas blancas, preciosas, cuyas plumas cercenaron el viento como navajas de barbero, vibrando como un mar de víboras.  Imbuidos en un aura de luz sobrecogedora, cayeron sobre el flanco de los salvajes igual que un rayo de luz alumbra un pozo. No hubo hacha, escudo o torso que resistiera sus espadas, ni suicida, lanza o magia que contuviera la carga de sus corceles.

Como una exhalación de ira vital y pura seccionaron el ejército enemigo en dos, de punta a punta, y ni uno de ellos cayó, porque Aetán velaba por ellos. Los hombres tuvieron un respiro, acometieron sin piedad a los salvajes asustados y descontrolados. Una vez los temibles caballeros detuvieron su carga, se reagruparon al otro lado, fieros, indestructibles, silenciosos como desde el principio, y prepararon un segundo golpe.

A Dorell se lo llevaban los diablos. Había acabado con una docena o más de vidas, como quien aplasta, distraído, a un insecto. Pero estos no eran insectos. Eran personas, humanos. Gente que sentía y padecía. Pero así es la guerra. Al menos, la primera en la que participaba Dorell con tal magnitud. Los había observado, “observado”, y todos tenían el alma negra, pero no lo entendía: estos no eran los herejes de Karogundia que escaramuzaban en la frontera, ni usureros enanos que venían a exigir algún pago irracional; ¿acaso no tenía él que seleccionar a los aptos y adoctrinarlos, acogerlos? Aetán era selectivo, demasiado, ¡no podía haber tanta gente enferma, maligna! Eran criaturas que vivían como él, bajo el Sol, en un estado de salvajismo infantil y desmedido. ¿Estaban bajo el mismo Sol que él, Aetán los acogía, o acogería? Estas ideas galopaban por su mente, igual que las lágrimas por sus mejillas y su corcel por la batalla; y no volvió a ver ningún brillo.

Su mágica espada asestaba golpes a diestro y siniestro, y su caballo lo guió contra un salvaje grupo de maceros a punto de impactar contra el flanco derecho. Dorell deseó con todas sus fuerzas que todo terminara. De repente, algo crujió, su caballo relinchó y él salió despedido por los aires, con la espada zumbando a su lado, llorando por su dueño. Se estrelló contra el suelo y notó como cuerpo y alma se rompían en mil pedazos. Quedó boca arriba, mirando al Sol, en una vorágine de almas negras, cielo brumo y…

Piegro luchaba a brazo partido a dos metros del sacerdote. Que no cesaba de despedir llamas por su báculo a los enemigos que se acercasen demasiado. El estruendo de la guerra era común a sus oídos ya, y asestaba lanzazos a vientres, rostros y piernas como podía. Más aún ahora, tras contemplar de cerca la maravillosa carga de su amo. Sonrió y le vitoreó al reconocerlo a la diestra del fanfarrón de Gutrep, y se alegró al verlos retornar. Pero nada era hermoso en esta batalla, y, con el corazón congelado, contempló como un macero quebró la pierna de su caballo a pleno galope, cómo él salía despedido con su espada, que se guardó mágicamente en la vaina, y se estrelló contra el suelo llano, dando una vuelta de campana con la que seguro se rompió varios huesos, y quedó tendido boca arriba, lleno de suciedad e inmóvil.

Piegro gritó, gritó como nunca nadie le escuchó gritar, y salió corriendo hacia su amo. Abandonó al sacerdote, a la lanza partida y a su propia vida. Saltó sobre cadáveres, esquivó hierros y salvajes, y llegó hasta su amo. Se lanzó sobre un salvaje que, con un escudo roto, pretendía descargar un golpe garrafal sobre el rostro medio descubierto y sucio del pobre Bauport, aún con su celada puesta. Piegro derribó al enemigo albar, le arrebató el escudo y, con un trozo de asta rota que encontró en el suelo, le apuñaló la yugular sucia de sudor, sangre y barro. Como un perro salvaje, se hizo con una lanza aparentemente intacta, y comenzó a enarbolarla sobre su cabeza, creando un ficticio círculo de protección, con su amo como baluarte. Pero era imposible, el enemigo estaba hambriento y la lucha por la luz estaba perdida. Crueles, inhóspitos y feroces, como la tierra que los engendró, los albares se lanzaron sobre Dorell Bauport de Brindos y el fiel Piegro de los Montes Aullantes.


Y llegaron tropas auxiliares, tanto infantes como montados, en el momento clave. Enviados del Faro de los Caballeros. Pero Gauchex no quedaría conforme con el censo de tropas tras la batalla. Demasiados heridos, muertos y desaparecidos. Nuevamente, en nombre de un dios lejano y ávido de oro.