"Si vis pacem para bellum", decían los antiguos. ¿Y si tu enemigo eres tú? ¿Existe la redención? ¿O tu verdadero enemigo es tan superior, que prefieres culparte a ti mismo del fracaso, huyendo de él? Aquí presento el segundo relato de la modesta trilogía de El ciego que desafió al Sol . La primera entrega, absolutamente indispensable para comprender lo aquí narrado, se presenta en El brillo de lo salvaje .
Ahora, lean, o no. Eso ya es asunto suyo.
---X---
El mar de pastos dorados se extendía
infinito. Lejos, frente a él, veía una montaña enorme y a sus pies un valle
verde regado por un río, de los varios que descendían desde la mole rocosa.
Desde las alturas, surcando el plano
celeste, pudo ver inmensos antílopes de color rojizo y cuernos retorcidos que
galopando señoriales, sobre las lomas de hierbas secas. Enormes arlinos,
gigantes árboles de corteza gris oscuro y hojas pequeñas y onduladas, daban
cobijo a grupos de monos chillones de pelaje pardo y colmillos criminales que
gruñían desde la seguridad de sus nidos a una pareja de tigres emperador que
pretendía sestear a la sombra. Transportado por el viento, pasó fluidamente
entre las patas de un enorme ciervo zancudo que se disponía a postrarse para
beber agua de un ancho río. Un río colosal, titánico y gigantesco, que recorría
la estepa como un tajo de plata; también descendía de aquella montaña. Era
maravilloso.
Detuvo la vista en una serie de montículos de
pasto y barro, ¿chozas? Redondas. Y familias. Niños jugando con jirones de
cuero y varas finas, hombres holgazaneando tranquilos a la sombra, mujeres
meciendo a bebés…algunos hombres y mujeres tenían los pies pintados de blanco.
De repente, comenzó a precipitarse sobre una de las chozas, la angustia hizo
presa de él, y todo volvió a ser demasiado doloroso. Se hizo la oscuridad…
El Sol lucía
alto en el cielo despejado. Anamara hacía girar un molino de grano manual,
compuesto por dos pesadas losas circulares; cada movimiento era coreado por el
crujir y machacar de los tubérculos duros que trituraba. Estaba dentro de una
de las chozas, de las más grandes del poblado. Tenía dentro tres lechos de
pasto seco cubierto con telas de lino. Había distribuidos varios sacos y cestas
llenas de enseres y utillaje. A un lado, un hogar sencillo que culminaba en una
chimenea de barro. Las paredes de adobe estaban adornadas con infinidad de
símbolos pintados en blanco: dibujos tribales, intrincados, pero de formas
relajadas, curvas y puntos, representando elementos astrales, animales o
humanos. De hecho, apoyados en un lado, tres grandes sacos de cuero mostraban
un elemento primordial: una polvo seco de arcilla blanca. Pero era uno de los
lechos, o lo que reposaba en él, lo que le preocupaba.
Tendido cuan
largo era un hombre pálido dormía profundamente. Desprovisto de su ropa de
guerra y armas (de las cuales solo conservaba una larga espada envainada y una
celada de media máscara en forma de rostro en llamas), el joven roncaba
plácidamente, emitiendo tal vez algún quejido suave y esporádico. Su aspecto,
por desgracia, era más perturbador. Tenía la pierna derecha recta, en
cabestrillo, y cubierta de cataplasmas en la pantorrilla: dos feísimas
cicatrices, fruto del hueso roto que atravesó la carne, dejaban constancia de
un accidente terrible. El torso estaba también vendado, tal vez por alguna
costilla rota, al igual que el hombro derecho. El rostro, barbado y esbelto,
era un sereno espejo de un alma tranquila, aunque no en paz.
Anamara se
levantó. Era más baja que ese hombre. Todos en la aldea lo eran. La tribu de
los Nara-Terun, al igual que prácticamente todas en la Estepa de las Tribus,
eran gentes no muy altas, pero de complexión atlética, y piel y cabellos
morenos; algunos eran fornidos y de hombros anchos. Anamara seguía los
estándares de sus gentes: esbelta, de curvas suaves en todos su ser. Una melena
negra zaína, casi lisa, fruto de cuidados con peine de hueso. Su rostro, más
que salvaje, reflejaba una expresión
indómita. Una mirada profunda, de ojos marrones con vetas doradas, como la
inmensa estepa. Cubría su cuerpo ágil, joven, con unas ropas de lana finas
tejidas por ella misma en uno de los telares, situado en una sala aparte en la
choza contigua. Iba descalza y tenía los pies pintados de blanco.
Había recogido
la harina y se disponía a preparar el amasado, mientras miraba al herido. De
repente entró un hombre anciano, calvo y con una larga barba grisácea, con
mechones de pelo apelmazados con barro blanco, el mismo barro blanco que
iluminaba los muros, y que teñía sus pies y los de la muchacha; los pies del
anciano estaban más descoloridos. El hombre ataviaba una túnica larga de lana
fina, blanca impoluta, que se ceñía con un cinturón de piel de serpiente verde
adornada con unas piezas de ámbar pulido. Se apoyaba en un bastón de madera de
arlino con más piezas de ámbar incrustadas en su mitad superior. Tenía una
sonrisa casi perenne.
-Aún queda para
la comida, padre –comunicó la hija, que pronto apartó la vista del herido.
-He hablado con
Onmo y sus hombres de escudo. Sigue sin parecerles bien –dijo el anciano,
mientras se dirigía a uno de los sacos de arcilla seca. Se sentó en un austero
banco de madera, metió los pies en una palangana de barro sin decorar y comenzó
a echar arcilla con una pequeña pala. Acto seguido, humedeció la mezcla con el
agua de una vasija. Le reconfortaba el tacto viscoso, maleable y puro de la
arcilla.
-Pues que lo
hubieran matado –dijo ella, resoluta. En contra de la seca voz del anciano,
ella tenía una voz de tono agradable, dulce, pero severa en el habla.
-No digas
tonterías –el anciano se frotaba los pies con la mezcla, y se los teñía hasta
casi debajo de la rodilla- los hombres de escudo no hacen esas cosas. Eran
prisioneros inválidos. No son hombres de mazas como esas bestias de la tribu
Gurme.
-Pues haberlos
abandonado a las afueras del poblado –volvió a decir ella. Comenzaba a amasar
la harina seca de tubérculo con leche de cabra y ya tenía una olla de barro en
el fuego.
-No juegues con
tu viejo padre. Sabes que de ser así habrían atraído a animales cazadores. Hace
poco fueron los Días de las Lluvias, y los huargos y tigres emperador han
venido siguiendo las manadas desde el norte. No se puede verter sangre de
ningún tipo en las cercanías del poblado.
-Entonces, que se
quede –solucionó, resoluta. Comenzó a hacer bolas con la masa, y la condimentó
con unas aromáticas y diminutas hojas secas.
-Lo hará. Ya,
lo tiene que hacer. Espero que no te equivoques –el padre, que terminó la
labor, se enjuagó las manos en agua limpia y extendió los pies en dirección al
fuego, para que se secaran- y más después del sacrificio del otro. Ni siquiera
a Mindar, que siempre te apoya, le hizo gracia. Como ya dije…
-No se debe
verter sangre en las inmediaciones de la aldea, padre –respondió, mientras
atendía la comida.
-Eso. Eso –el
hombre, satisfecho con la labor, se puso en pie y tomó el cayado. Miró goloso
la olla- ah, que bien huele, Anamara. ¿me das un…
-No está listo,
padre –regañó, severa- vuelve en un momento.
Cuando el
hombre se dispuso a salir por el hueco de la puerta algo entró con gran
revuelo. Un pequeño búho de las arenas. Un ave recortada, del tamaño de una
gallina, pero con una cabeza redonda, ojos grandes y pico ganchudo y diminuto.
Su plumaje era anaranjado con motas rojizas, y sus patas de un amarillo muy
intenso. Con un cantar poco armonioso, como de chillidos intermitentes, fue a
parar a los pies de la chica.
-Parece que no
eres el único con hambre –dijo ella, divertida. La primera sonrisa desde que
entró su padre.
-Parece que ya
vuela mejor –comentó el hombre- los espíritus hacen su trabajo. Es extraño ver
un alma tan pura entre los hombres de lo lejos. Pero aún así… -el anciano
comenzó a fruncir el gesto.
-Ya, ya. Pero
él nos ayudará. Lo he visto. Sabes que siempre veo esas cosas –dedicó una
mirada de reojo al joven postrado en la cama. Los dos sabían que se
recuperaría, no hedía a muerto. De hecho, la estancia estaba colmándose del
agradable aroma de las tortas especiadas.
Luego, por
acallar al búho que no paraba de gorjear frotándose entre sus piernas, le echó
una pizca de la masa cruda. Divertido, la tomó con el pico y se quedó mirando
al anciano. El hombre, serio, lo contempló, apoyado en su cayado. El animal
caminó con el característico paso bamboleante de los búhos, y depositó la poca
masa que le dieron a los pies del chamán. La chica estaba pendiente. El búho le
calvó sus enormes ojos ambarinos, que se reflejaron en los ojos marrón claro
del anciano.
-Es ciertamente
raro…-y no pudo resistirse a agacharse y acariciar al búho, que cerró los ojos
con tranquilidad y se dejó hacer- Volveré tan pronto como pueda. Cuida de
nuestros…huéspedes. Onmo aún quería tratar cosas conmigo en la asamblea. –dicho
esto, salió de la estancia.
El búho, que
quedó quieto un instante, devoró en dos picotazos el alimento y revoloteó hasta
el joven postrado. Se acomodó sobre su pecho, y quedó mirándolo fijamente,
hasta que los ojos se le fueron cerrando y pareció quedar dormido. Anamara
terminó de preparar la comida, incluso preparó los cueros de vino de higos para
servirle a su padre, pero este tardó más de lo debido.
El anciano
Maren se atusó la barba, y jugueteó con uno de los apelmazados mechones
cubiertos de barro seco y blanco. Dejó atrás las tres chozas que le
correspondían como Anciano Blanco, donde vivía con su única hija, y fue andando
hasta el centro de la aldea. Todo el asentamiento era igual: chozas de barro y
hierbas, redondas y con techo abovedado, del que salía alguna chimenea. No había
puertas y la ventanas eran redondas también, abiertas. Se cruzó con mujeres y
niños que le sonreían y a los que sonreía. Todos vestían sencillas pieles de
antílope, pero no todos tenían los pies teñidos con el barro blanco.
Sólo las
parejas que hubieran engendrado un retoño podían permitirse ese distintivo. Sólo
con la excepción de que uno de los padres muriese un hijo del mismo sexo que el
difunto podría heredar el honor si haber cumplido la condición. Anamara tenía los
pies blancos y era madre.
Maren caminaba
por la tierra pisada por miles de pies en cientos de años. La costumbre de
teñirse los pies conllevó a que la misma tierra se volviera blancuzca, aunque
debido a que aún estaban recientes los Días de Lluvias, el suelo era marrón
oscuro y algo húmedo. Finalmente llegó al centro de la aldea.
Los Nara-Terun,
o “señores de tierra blanca”, construyen sus aldeas en torno a unos depósitos
de arcilla blanca que, de vez en cuando, afloran en la mitad sur de la Estepa
de las Tribus. De esta forma el corazón de la aldea era una especie de cantera
que se fortificaba con empalizadas de madera y adobe y en la que únicamente
podía vivir el jefe de la tribu, su familia y servidores; es en estos núcleos
de arcilla blanca de donde se extrae, también, el preciado ámbar. Esta aldea
era relativamente grande para sus estándares habituales, pues acogía a unas
cinco mil personas, y la cantera podría albergar a casi más de la mitad en caso
de necesidad. A las puertas de la empalizada le esperaba un grupo de hombres.
Todos armados;
tenían escudos de piel y madera adornados con glifos blancos y espadas cortas
de hierro, menos un joven. Moreno como todos, con mechones de pelo teñido con
barro blanco en la barba y los cabellos zaínos, se adelantó apresurado. Llevaba
la misma túnica de lana blanca e impoluta, sujeta también con un cinturón de
serpiente verde y ámbar. Su cara fina y de pómulos marcados reflejaba
nerviosismo.
-Vamos, Anciano
Blanco, los hombres esperan –dijo el joven, con voz inquieta. No obtuvo más
respuesta que una mirada seria del anciano, que convirtió la sonrisa en un tajo
sobrio de su faz cuarteada por el sol. La docena de hombres armados abrió las
pesadas puertas de madera reforzada con adobe y planchas de bronce. Al entrar,
de repente, desapareció la tierra oscura para dar lugar al más prístino blanco
que reflectaba los rayos del sol. A primera vista, todo era una cantera: un
solar repleto de socavones, con rampas descendientes, cortes planos, algún
llano y unas pocas chozas como las de afuera, con la salvedad de que el barro
de los ladrillos también era blanco. En el centro, en torno a donde por las
noches se encendía una hoguera, aproximadamente dos docenas de hombres se
disponían sentados en círculo. Algún sirviente iba y venía de las chozas, y
sólo había guardias armados con escudos y espadas cortas de hierro patrullando
toda la cantera; eran unos cien en total, y estaban prácticamente blancos de
estar en perpetuo contacto con la tierra: eran la guardia personal del jefe,
que vigilaban el sagrado mineral.
Todas las
miradas se clavaron en Maren, pero él estaba sereno, e intentó forzar alguna
sonrisa en vano. Los hombres se pusieron en pie, todos, y le dejaron paso al
centro del círculo. Todos practicaron reverencias y él les correspondió con medias
sonrisas, aunque altivo. En el centro junto a los restos de cenizas estaba Arelan,
jefe de la aldea. Iba ataviado con pieles de antílope rojo adornadas con una
constelación de cuentas ambarinas y su barba y cabellos estaban sujetos con anillos
de bronce; igual que todos los presentes, tenía los pies blancos hasta las
rodillas. Era corpulento, aunque no muy alto, pero su mirada severa tenía la capacidad
de encoger a todos sobre los que la posase. Junto a Maren y su ayudante, que
era Mindar, se dispusieron otros cuatro jóvenes con el mismo atavío. Comenzó la
asamblea.
-Ya ha llegado
el Anciano Blanco, ¡comencemos, con el sol en alto! –dijo un hombre corpulento
entre el grupo.
-¡Hablad, pues!
–bramó Arelan, con una voz de trueno roto- Se decidió mantener con vida al
hombre de lejos, porque la hija del Anciano Blanco es vidente y lo protege.
-¡Me niego, me
niego! –una figura imponente surgió de entre los presentes. Iba ataviado de
pieles de ciervo rojo y tenía parches de cota de malla robada de los cadáveres
durante las últimas batallas contra los corzalinos. Incluso tenía una espada
corzalina, que no pudo llevar a la asamblea por estar prohibidas las armas. No
obstante, de su cinturón de cuero grueso colgaba un yelmo de cimera, casi
cilíndrico, afanado del cuerpo de un caballero. Era Omno.- es una bestia, un
ladrón, como todos ¡Debe morir!
Nones y sises
estallaron en la concurrencia. Hombres se vociferaban unos a otros, de repente.
Los asuntos de matar y morir eran muy serios en la Estepa de las Tribus. Sólo
Arelan y Maren permanecían en silencio.
-¡Ahoguémoslo
antes de que salga del sueño de muerte! –vociferó un anciano, calvo y de barba
rala, con un pesado collar de ámbar.
-¡El cuerpo
atraerá a las bestias cazadoras! ¡Nunca se mata nada con sangre después de los
Días de Lluvia! –gritó otro.
-¡La tribu es
grande, da igual! ¡Echémoslo al fuego como un desperdicio más! –gruñó un orondo
hombre que olía a especias picantes.
Maren alzó el
bastón, golpeó el suelo con el haciéndolo descender verticalmente y una nube de
polvo blanco estalló en el suelo, mágicamente. Él era el Anciano Blanco, sólo
él sabía administrar los glifos blancos para los escudos y los hogares, y su
voz era la primera. Todos callaron, y Maren dejó de sonreír.
-El hombre de
lejos no es malo. Su acompañante tampoco. Hice los sacrificios y los espíritus
lo han acogido en un búho de las arenas; su vínculo es tan fuerte que no se separa del
hombre de lejos y siempre vuela hasta él, pese a ser ya un animal libre.
-¡Porque son
como el fuego y el humo! ¡Y ninguno bueno! –replicó Omno.
-¡Son como el
Sol y sus destellos! –replicó Maren, alzando sus manos al cielo. Sus discípulos
callaban, con la mirada baja.
-Y si los
espíritus están contentos, ¿por qué no ha despertado del sueño muerto? –Y tras
decir esto, Omno se llevó inconscientemente la mano a la espada que no tenía.
Gruñó.
-Los espíritus
no lo han despertado porque yo no lo he pedido, Omno, jefe de los hombres de
escudo –habló, más sereno, Maren.
-¡Pues
pídeselo! –dijo una voz.
-¡Que sane y
demuestre que es bueno! –habló otra, la más jovial hasta el momento.
-¿Y qué haréis
con él cuando despierte del sueño muerto, eh? –dijo Omno, mientras giraba sobre
si mismo para contemplar a todos los hombres. Los miró uno a uno, y solo Maren
le sostuvo la mirada, y solo ante Arelan la hubo de bajar- ¿Le daréis el
blanco, el mismo que tenemos? ¡Es un guerrero, de los hombres de lejos! ¡Un
ladrón!
-Si era un
guerrero, lo trataremos como un guerrero –dijo Maren, y todos comenzaron a
murmurar- Se someterá a un juicio de espada, aquí, sobre la Madre –Maren abarcó
todo el terreno blanco con un ademán- y como en todos los juicios de guerrero,
serás tú, Omno, quien lo oficie.
El rostro de
Omno se congestionó de pura ira, incluso le temblaron los cabellos y la barba
larga adornada con aros de bronce. En un juicio de espada, el jefe de los
hombres de escudo debía combatir con el juzgado, y se detenía sólo cuando la
primera sangre cayese sobre suelo blanco
de la cantera. Si perdía el jefe de los hombres de espada, al juzgado se le
perdonaban todos los delitos y era acogido en la aldea como un hombre de escudo.
Antes de que Omno articulase palabra, Maren se adelantó:
-O no te crees
capaz, guerrero. ¿Temes su espada gigante? Ya no monta en un antílope sin
cuernos de los hombres de lejos –Maren se apoyó con ambas manos en el bastón, y
miró a su forzudo oponente, esperando respuesta. Todos estaban expectantes.
-No temo a los
objetos que serán mis trofeos –habló Omno, recompuesto- pero si se somete al
juicio, deberá empuñar nuestras armas. Una espada o un hacha de hierro.
-¡Eso! Y Omno
es el jefe de los hombres de escudo, ¡que lleve uno también! –dijo un hombre
entre los presentes.
-Ah, pero
entonces, según la ley, no podrás hacerte con sus trofeos, gran guerrero, y
pasarán al tesoro de la tribu –dijo el Anciano Blanco, a lo que Arelan miró con
doblada atención- debido a que no los empuñaba en el combate sobre el que
venciste.
-¡Pues que
lleve su espada, Anciano Blanco. Que sea con su propia arma con la que le venza
Omno! –habló el mismo viejo que propuso ahogar al cautivo.
Y antes de que
Omno se diera cuenta, todos estaban de acuerdo en el combate, Arelan dio por
terminada la asamblea. El belicoso guerrero contemplaba pasmado a Maren y sus
aprendices marcharse. Maren, antes de perderle la vista, lo miró. El anciano
volvió a sonreír, y Omno frunció tanto el ceño como si fuera a partirlo.
-Omno estará
furioso, Anciano Blanco –dijo Mindar, cuando atravesaban las puertas. Todos
debían referirse a Maren como Anciano Blanco, salvo sus familiares de sangre
directa- lo destrozará de un golpe.
-No –dijo
Maren, sonriente, quitándole peso al asunto.
No hablaron
nada más. El pequeño grupo se redujo hasta quedar solos Maren y Mindar, y cuando
este último se dirigía a su choza familiar, habló Maren:
-Se ve la piel
en sus pies y oigo tu estómago. Ven a mi casa.
Y como siempre
que un miembro de la tribu ofrece comida y barro blanco, Mindar debía aceptar.
Llegaron a la choza donde yacía el extranjero, donde Anamara los esperaba sobre
una estera de hierba seca trenzada y surtida con el almuerzo: cuencos de barro
blanco (un lujo) con leche de cabra, deliciosas tortas especiadas y, como
excepción, un cuenco de miel; además de varios vasos de cuerno con vino de
higos. Ojos de anciano y joven miraron a lo que para uno y otro era lo más
dulce. El búho de arena sesteaba sobre el cuerpo que respiraba tranquilamente.
Entreabrió un ojo, sacudió sus plumas y siguió durmiendo, parecía un pequeño
montón de hojas otoñales.
-No vengo solo
–dijo el padre, soltando el báculo despreocupadamente y sentándose en la
estera, frente a su hija.
-Ya lo veo
–dijo Anamara, con una sonrisa de cortesía. Ella ya estaba sentada. Minder la miraba
sonriente, y se disponía a sentarse junto a ella, cuando habló Maren.
-Toma, mi
discípulo, y siéntate a mi lado, junto a la miel –y Mindar tuvo, a su pesar,
que sentarse junto al anciano, en el lado opuesto a Anamara.
Charlaron sobre
la asamblea. Maren la contó a rasgos generales, y Mirden puntualizó las
explicaciones ensalzando la figura de su maestro. Anamara observaba atenta, con
sus ojos de sabana insondable fijados en su padre. De repente, antes de llegar
a la parte del juicio de espadas, el búho comenzó a revolotear y ulular, y el
cuerpo del joven que yacía magullado y con los ojos cerrados se arqueó en una
postura terrible, y empezó a gruñir entre dientes, con las extremidades
temblando.
Anamara saltó
como un gato salvaje a su lado, a la cama. El hombre parecía luchar por vivir.
Apenas movía los brazos salvo por los temblores mientras los dedos se abrían y
cerraban con nerviosismo espasmódico. La mujer miró rápidamente a su padre, que
se levantó como un árbol blanco y echó mano de su báculo. Mindar quedó casi
atragantado con una torta, aún sentado. Maren puso el bastón en el pecho del
hombre para comenzar a entonar unas palabras en la voz más grave y profunda que
podía emitir; sonaba como si una caverna respirase. Las piedras de ámbar
comenzaron a brillar y el joven quedó inmóvil, dormido natural y plácidamente.
El búho se posó otra vez sobre él para devorarlo con la mirada, como si al
parpadear fuera a desaparecer.
Los tres se
miraron entre sí, el primero en hablar fue Maren:
-Ahora duerme,
descansa por primera vez desde la batalla. Despertará mañana. Tenle preparado
piezas de carne, miel y leche, y mucha agua, pero vigílalo y que lo tome todo
muy poco a poco menos el agua. Mirden, quédate con ella. No salgáis ninguno de
aquí ni dejéis que entre uno que no sea yo. Ignorad al búho, pero no les
impidáis estar juntos. Y escondedle el arma.
Maren no esperó
una respuesta. Todos tenían que acatar las órdenes del Anciano Blanco. No lo
dijo, pero estaba claro que acudía a ver al jefe, a la cantera de tierra
blanca. Se encontró con algunos de los integrantes de la asamblea que volvían a
sus grandes chozas de notables. El Anciano Blanco no habló con nadie, ni
tampoco miró otra cosa que no fuera al frente; tampoco dedicó ninguna sonrisa.
No había tiempo que perder. Le dejaron atravesar la empalizada a la cantera. El
recinto parecía otro mundo. Blanco. Adoraba ese lugar. Los guardias le
dedicaron una mirada, curiosos, y siguieron patrullando. Entró a la choza mayor
como una exhalación.
Tenía ocho
ventanas redondas, y el techo abovedado. Tanto suelo como paredes eran blancos.
Esteras de lana albar y pieles de antílope rojo, unas cuantas espadas de hierro
decoradas con incrustaciones de bronce y ámbar, varios escudos de la misma
guisa, un gran cajón de bronce cerrado con un intrincado nudo, un par de cotas
de malla en relativamente buen estado y una maza de acero de buena factura
fruto del saqueo…todo eso en los bordes de la pared o colgado de las mismas, y
el centro libre, amplio. Cabrían unas doce personas de pié: era donde el jefe
recibía a las visitas en privado. Sentado en un trono de pura arcilla blanca
tapizado con la piel pajiza y ocre de un tigre emperador, Arelan jugueteó con
las argollas de bronce de su barba mientras miraba al Anciano.
-Mañana
despertará –dijo Maren. Serio.
-¿Y acaso he de
saludarle yo el primero? –dijo Arelan, mientras se inclinaba hacia delante, con
las manos al borde de los reposabrazos forrados con recio pelo- ¿He de darle la
bienvenida a mi aldea? –sus movimientos
eran pesados. Arelan fue un gran guerrero en su juventud, fiero como un jabalí,
y sabía rodearse de un aura de brutalidad cuando fruncía el ceño.
-No –fue la
respuesta, seca- Pero el hombre de lejos no entiende nuestra voz. Necesitamos a
Naeran, y solo me ayudará si se lo ordenas tú.
-Anciano
Blanco, tus palabras siempre han sido sabias y jamás dejarás de contar con mi
apoyo –dijo Arelan, en voz queda- pero ayudar a un hombre de lejos es
peligroso. Muchos hombres se oponen. Omno y muchos de sus hombres de escudo
ponen mala cara, y…
-Y tú eres el
jefe, Arelan hijo de Arnan, hijo de Arenuan, señores de los Nara-Terun y la
Tierra Blanca. Sirvo a tu familia desde el padre de tu padre, y siempre obraron
bien, incluso en las situaciones de flaqueza. Eres fuerte, eres el jefe. Todos
te seguirán, hasta que el blanco sea negro.
“Negro”, pensó
Arelan, y enterró su cara en las manos, pensativo. Soltó un bufido y respondió:
-Es complicado
ser un buen jefe. Seguí tu consejo pactando con los hombres de mazas de la
tribu Gurme, y nos costó tierras.
-Pero salvó
vidas.
-¿Cuándo? ¿En
la derrota contra los hombres de lejos? –dijo el jefe, torciendo el ceño con
ironía.
-Imaginad como
habría ido de no tener a los hombres de mazas. Quizá el jefe de los Nara-Terun
hubiera sido convertido en cenizas en vez del Maza de Sangre de los Gurme.
Arelan le clavó
la mirada torva. De vez en cuando le gustaría volver a la juventud, cuando solo
era un hombre de escudo más, para vivir salvaje y libre. Pero ahora era el
jefe, y el Anciano Blanco hablaba con la voz de la Madre.
-Está bien –y
se puso en pié- Tú eres el Anciano Blanco, hijo predilecto de la Madre. Mis
hombres de espadas te traerán a Naeran, y le cortarán la cabeza si no enseña la
voz al hombre de lejos.
Maren, Arelan y
Naeran pasaron una noche dura, de negociaciones, y bien acertado estuvo el jefe
en emplear una espada como argumento. Anamara pasó también la noche en vela,
intercambiado miradas con el silencioso búho de las arenas, mientras Mindel
roncaba sentado contra la pared. El hombre de lejos dormía plácidamente por
primera vez en mucho tiempo. Y el día siguiente fue más duro.
Dorell
despertó. Pero todo seguía negro. Estaba dolorido; casi no podía mover la
pierna derecha, el hombro del mismo lado le ardía y le costaba respirar hondo
por unos vendajes en el torso.
-Ah…ah…alguien.
Ayuda ¿Dónde estoy? –alzó la mano izquierda un poco, y algo lo sorprendió. Se
dio cuenta, además, que estaba en un lecho, tumbado, y no llevaba la armadura
puesta. Ni el casco. Retiró la mano y se agitó asustado. Estaba completamente
ciego, no tenía su visión sagrada, y algo le correteaba por encima mientras
ululaba. El búho de arena estaba pletórico, andando en círculos y dando
saltitos sobre él, buscando su mano para enterrar la cabeza de suaves plumas
entre sus dedos y picotearle suavemente las yemas.
Oyó voces,
ruidos. Había gente. Una mujer joven extasiada y maravillada, otro joven que
hablaba rápido y un anciano que los hizo callar a todos; las voces eran
aflautadas, como pájaros cantando un galimatías. Un cuarto habló luego:
-Hola, hombre
de lejos –no pronunciaba bien la erre y hacia paradas a destiempo- no temas
miedo. Anciano Blanco sana bien –desde luego, parecía hablar a regañadientes, y
hacía pausas después de cada frase. Como si esperara una aprobación.
-Dónde estoy,
qué es esto, ¿soy prisionero? –no quería moverse, no sabía si había alguna
pared, ni qué lo rodeaba. Le dolía mucho la cabeza, tenía que pensar rápido y
ese pájaro no dejaba de regocijarse encima suya.
-Estás con los
Nara-Terun –continuó hablándole- yo soy Naeran.
-Me llamo
Dorell Bauport, soy…era…-demasiado que decir- ¿porqué estoy aquí?
Nadie habló y
se hizo un silencio que Dorell supo aprovechar. Oía pasos de gente fuera, y
entraba brisa fresca por el hueco abierto de una puerta y varias ventanas. Olía
a hogar cálido y especias exóticas. Escuchaba a la gente fuera: mujeres,
hombres y niños. Luego, escuchó la voz del hombre anciano, tras el cual Naeran
volvió a hablar.
-Porque eres
bueno, Daorel Bapor –no pronunció bien el nombre, pero eso es lo que menos le
importaba ahora a Dorell-.
De repente,
todo vino a la mente de Dorell. La segunda carga. La congoja en su corazón, el
caballo que se desvaneció entre sus piernas, volar…y el golpe. Pero antes de
cerrar los ojos…¡Piegro! Piegro, saltó de entre la multitud. El bueno de
Piegro. De repente, el corazón le iba a estallar. No podía perder a su
lazarillo. No ahora, rodeado de tinieblas.
-¿sólo yo?
¿nadie…-y tubo que bufar, porque el pájaro le había restregado la cabeza
redonda y suave por el rostro, gorjeando y haciéndole cosquillas en la nariz.
-No. Otro
hombre de lejos. Espíritus le salvaron también. Su espíritu, contigo ahora –y
Naeran le tomó las manos. Eran algo más pequeñas que las suyas, pero muy
recias, llenas de callos, y firmes. Lo guió para tocar al búho de las arenas,
que se dejó. Era un poco más grande que una gallina.
-¿Piegro?
–preguntó, incrédulo, Dorell. El búho ululó alegremente- ¿Eres tú, Piegro? –y
cada vez que decía su nombre, Piegro intentaba decirle lo mucho que se alegraba
de verle, pese a su nueva forma.
Y así fue yendo
todo, lento y trabajoso, hasta pasado el medio día. Naeran había sido un
guerrero de la tribu Nara-Terun que resultó prisionero hace varios años en un
ataque a una granja corzalina no tan mal defendida como parecía. Lo llevaron
como esclavo a las minas de oro que hay bajo el Faro de los Caballeros, donde
sufrió un accidente que lo dejaría casi impedido de una pierna. Como no era muy
conflictivo, y supo aprender el idioma (en parte a base de latigazos), el
mayordomo del baluarte lo vendió a un terrateniente fronterizo como esclavo de
cámara, y fue hecho libre en una de las primeras incursiones de las últimas
batallas.
Dorell
comprendió que no querían hacerle daño. Los dos jóvenes no se fueron, pero
tampoco hablaron. Solo hablaban el Anciano Blanco y Naeran. Le explicó que el
Anciano Blanco era su benefactor así como su hija, y que ahora Dorell se veía
en una especie de deuda con la tribu. De vez en cuando, la mujer joven se
acercaba y le daba algo de comer: carne, miel o leche. Lo tomaba con ganas, y
le sabía a gloria, pero se lo daban en raciones pequeñas, aunque seguidamente.
Su estómago daba molestias sólo al principio. Bebió mucha agua.
De vez en
cuando lo dejaban solo, entonces aprovechaba para pensar. En uno de los
descansos Naeran lo atendió verbalmente mientras le quitaban los vendajes. Tres
pares de manos se ocuparon de él y ningunas eran del intérprete: unas eran
frías, con un tacto como cubierto de arena fina o polvo, pero magistrales;
luego había otro par, nervioso y brusco, que le retiraba los vendajes a
trompicones y entre temblores; pero luego estaban otras dos, las más pequeñas
pero recias, que actuaban con decisión y firmeza. Al parecer todo fue bien,
salvo por que aún cojearía un poco con la pierna derecha. Se impresionó al oír
que llevaba dos semanas dormido.
Lo ayudaron a
sentarse en el lecho, y se mareó. Incluso tuvo náuseas, pero se tranquilizó. Lo
ayudaron a ponerse en pie, varias veces. Las piernas le temblaban al principio.
Se apoyó en el mismo Naeran y en el joven de voz nerviosa, que se encogía
cuando lo tocaban. Dorell era bastante más alto, y pudo comprobar que ellos
eran más robustos. El joven iba ataviado con una ropa fina de lana, y Naeran
con pieles. Los dos tenían el pelo negro y recio. Finalmente, pudo levantarse y
sentarse solo. Lo ayudaron a hacer sus necesidades en una vasija, y luego lo
desprendieron de las pocas ropas que le quedaban (que era poco más que unos
calzones), para asearlo. Dorell insistió en hacerlo el mismo, y así le dejaron.
Quedó vestido con una simple túnica de lana.
Pasaron dos
días más así, hasta que fue capaz de andar solo por la habitación con una leve
cojera. Naeran le habló de Mindel, aprendiz de Maren, y le recordó que era
Anamara la que insistió en salvarle. Le contó que ella lo estuvo velando,
incansable, y que también fue la chica quien lo vio en sus visiones. Por
supuesto, se encargó de dejarle claro que realmente seguía vivo gracias al jefe
Arelan. Aún no le habló de Onmo y el combate.
Naeran le
explicó que era un deseo de la Madre que ahora les ayudara, porque él y su
amigo eran buenos, a diferencia de todos los hombres de lejos que habían visto.
Contó cómo ahora tenían que luchar con otras tribus porque, al llegar los Días
de Lluvias, no podían bajar al valle tal cual llevaban haciendo generaciones,
debido a que los hombres de lejos se lo habían arrebatado.
Tenía sentido,
pensó Dorell, pues eso explicaba los primeros “ataques” que leía en los
antiguos códices antes de tomar el voto de Hijo de Aetán, en los que se narraba
como “eran muchos e fieros los salvajes que bajaban de la estepa a finales de
la primavera, e de mucha condición e muy distinta”. Cada palabra de Naeran caía
sobre Dorell como una losa. La culpabilidad lo invadía, recordando la tortura
de sus últimos segundos en aquella reveladora carga de caballería. Comprendió
como había estado sirviendo a un Dios Sol que brillaba mediante, por y para el
oro y el poder de los hombres, como él mismo había ayudado a propagar sus rayos
hambrientos. Ya no veía nada. Había perdido su don, pero sus ojos seguían
sellados. Aetán lo había abandonado, o él había abandonado a Aetán. Se alegró
de estar ciego; así no podrían volver a deslumbrarle.
La noche del
tercer día tras su despertar lo dejaron a solas en la choza. Se sentó en el
suelo, sobre esteras de hierba trenzada, apoyado en la pared con las piernas
estiradas. Piegro jugueteaba en su regazo: le picoteaba los dedos hasta que él
lo acariciaba. Comenzaba a comprender al buen Piegro. Cuando había caminado, se
posaba en su hombro, en silencio, y ululaba cuando iba a tropezar con algo.
-Ay, Piegro…-dijo
en voz queda- ¿qué será de nosotros ahora?
Su amigo cesó
el juego y se le quedó mirando. Dorell hundió su cara entre sus manos, abatido.
Piegro dio un salto y batió las alas hasta su hombro, pero siguió pendiente, en
silencio.
-Cuántas muertes…-continuó-
Demasiadas. Hombres salvajes, enanos, trasgos…la frontera de Córzalon ha sido
testigo de muchos errores. E infieles de Karogundia…Bueno, infieles –recalcó la
última palabra- quién sabe que es un infiel ya. Yo mismo, Piegro ¿seré un
hereje ahora?–volvió la cara e hizo cosquillas a Piegro en el buche- No, ¿eh? No.
Nadie cuida de un hombre si cree que es peligroso. O tal vez nos quieran
utilizar. Tal vez ese Naerun me esté oyendo ahora mismo, pero qué más da. ¿Qué
será de los otros Hijos de Aetán?
Se acordó del
arrogante Gutrep y del silencioso Rubrean. Hijo de Aetán. Dorell había
renunciado a su familia y sus bienes, que no eran pocos, por ingresar en la
guardia de honor. Primero había tenido que ser Caballero de la Santa Justicia y
patrullar la frontera del reino, un puesto de orgullo, pero quiso más.
Demasiado. Fue entonces cuando lo abandonó todo y aceptó a Aetán como su padre.
Pero ya no era así. Ahora era huérfano. Era dos veces huérfano. Además de ciego
y a efectos casi mudo y sordo, pues no podía hablar ni oír sin Naerun.
Por un momento,
se le ocurrió que no le habían preguntado información alguna sobre su
procedencia, ni ningún dato de carácter militar, ni nada. Todos se habían
afanado en sanarlo y explicarle que era bueno, que lo querían, y que debía
estar agradecido a la Madre. “Madre”. Al parecer llaman Madre a todo lo
natural, de lo que viven, como si fuera un todo; el máximo grado de la Madre
era una cierta arcilla blanca que guardaban con celo en un pequeño fortín, y
sobre el que el Anciano Blanco tenía prácticamente total potestad, aunque no
viviera sobre ella. Solo en una ocasión Dorell se acordó de su casa, de
Córzalon, de su deber y Aetán; rápidamente decidió que nunca más querría volver
a vivir bajo ese sol.
El blanco. Los
colores. Se acordaba de cómo eran. Esa noche durmió en el suelo, sobre las
esteras, con Piegro acurrucado junto a su cuello. Estaba harto del catre.
Durmió pensando que, tarde o temprano, los Nara-Terun le dirían cómo darles las
gracias. Dorell no se dio cuenta, pero en ningún momento, ni en sus monólogos
con Piegro, ni en sus pensamientos y por supuesto ni siquiera hablando con
Naeran, se refirió a estas gentes como “salvajes”.
Amaneció y
Anamara lo despertó dándole algunas palmadas en el pecho. Inspiró sonoramente,
y se estiró a gusto, aunque aún le dolía algo la pierna. Se le escapó una
carcajada cuando Piegro se sacudió también, a su manera, y las plumas le
hicieron cosquillas en la oreja. Juraría que la muchacha también rió. Por un
momento se sorprendió de que Naeran ni ninguno de los otros apareciera, o
hablase. No obstante, la chica lo tomó de la mano, lo ayudó a levantarse y lo
guió hasta el catre, donde se sentó con él en el borde.
Anamara le puso
en las manos un cuenco con tortas, las que solía hacer ella, pero frías. De
ayer. Las mojó en leche de cabra, haciendo una especie de gachas, que Dorell
tomó agradecido. Él se servía solo, pero ella permanecía a su lado, en
silencio. Dorell era ciego, pero sabía que lo observaba. Piegro se debía llevar
bien con ella, porque saltaba de uno a otro. La mujer era tan silenciosa que
parecía no estar allí. Cuando Dorell hubo terminado, dejó el recipiente vacío a
un lado y se quiso incorporar. Al apoyarse, puso una mano sin querer sobre el
muslo de ella. Se sorprendió, pues aún debajo de las ropas de lana fina, notaba
unos músculos firmes, duros, y levantó la mano rápido, cohibido. No conocía las
costumbres. Ella, no obstante, tomó su mano, y las unió por las palmas,
comparando los tamaños. Dorell notó una mano pequeña y firme. Tal como la
recordaba.
-Daurel Bapor
–dijo ella. Tenía la voz musical, con trazos de dulzura en las vocales y un
genio determinante en las consonantes. Anamara lo soltó, salió de la tienda
rápidamente y volvió cargada. Dorell se quedó sentado, sin saber bien que
ocurriría ahora, y luego ella volvió y él sintió como arrojaba algo grande a
sus pies. No le cupo duda de lo que era: su pesado y gran montante envainado
cayó en un golpe seco y amortiguado sobre las esterillas de hierba seca y
pieles de cabra.
Dorell iba a
intentar preguntar por Naeran, pero este entró a la estancia. Era
inconfundible: su andar descompasado por la cojera lo caracterizaba ante los
sentidos del antiguo caballero.
-Daurel Bapor
–dijo- recuerda tu espada. Mañana darás las primeras gracias a los Nara-Terun.
Maren decidió
no comunicarle nada sobre el duelo hasta que hubieran pasado unos días para
conocerle mejor. Cuando vio que no daba señal alguna de querer huir, ni
presentaba ningún comportamiento reprochable, permitió que Naeran le comunicase
los motivos de su juicio. Dorell estuvo conforme, y prometió demostrar que
retribuiría al Anciano Blanco la fe puesta en su persona. Esta vez, fue él
quien pidió pasar la noche a solas; aún conservaba la costumbre de velar las
armas. Incluso insistió a Piegro de que saliera, que al principio se mostró
reticente, revoloteando escandalosamente cerca de la entrada, pero finalmente
se perdió batiendo alas sobre las otras chozas.
Dorell dejó, a
tientas, la espada sobre el camastro, y anduvo por la choza. Ya se la conocía.
Repasaba las paredes con las manos, midió el tamaño del hogar tocándolo con la
punta del pie descalzo, y no tropezó con ninguna cesta ni saco: puso especial
cuidado en no acercarse a donde estaba la arcilla blanca pulverizada. Luego
comenzó a prepararse para el definitivo juicio de su conciencia. Iba a comprobar
si dejaba de contar, definitivamente, con el favor de un dios no deseado.
Se dirigió a
donde estaba su gran espadón, tendió las manos y sus dedos se estremecieron al
tocar la guarda de metal, fría. La cogió y sopesó. Estaba un poco más débil que
antes, pero aún se encontraba en forma. Puso la mano diestra en el mango. El
tacto del cuero, amoldado a su mano ya, lo reconfortó por un momento. Y tiró.
Volvió a tirar. Hizo fuerza hasta gruñir, para nada. La espada estaba encerrada
en su vaina. Fue una de las noches más felices para Dorell, y se fue a dormir
plácidamente.
Lo despertó
Piegro, piando, y Anamara lo recibió con unas tortas recién hechas. Era la
primera noche en la que fue la tranquilidad de espíritu y no el cansancio lo
que le trasportaron al sueño. Un “Daurel Bapor” de Anamara, y sus tortas, lo
pusieron de buen humor. Luego llegó Naeran, que primero le preguntó si estaba
todo bien, y luego le ayudó a vestirse. Le cambiaron la túnica de lana, larga,
por otra más corta y sin mangas, le pusieron además un chaleco de cuero de
cabra y un cinturón del mismo material. La mente de Dorell estaba ya en el
combate. Naeran le advirtió que sería a primera sangre, y que su enemigo
llevaría una espada corta y un escudo (Dorell se encargó de que le explicase
detenidamente las proporciones de las armas), y que sonaría un cuerno cuando la
sangre de alguno de los dos cayera al suelo blanco.
Así pues, salió
de la choza. El Sol. Pero no un sol vengativo, dorado, posesivo. Era un sol
redentor, cálido, salvaje. La brisa esteparia infló sus pulmones y sintió cómo
hundía raíces en esa tierra libre, como uno de esos inmenso árboles grises que
nunca vería, pero que crecían majestuosos en las riberas de los ríos de la
región. El cojo Naeran se adelantó a Dorell y fue apartando a los curiosos.
Anamara tomó al joven del brazo, y eso le reconfortaba. Nada malo le ocurriría
junto a su mayor benefactora. Apenas prestó atención a la reacción de las
gentes, buenas y o malas, a su paso. Piegro estaba posado en su hombro libre,
pues en el otro llevaba apoyado el gran espadón.
De esta manera
fue guiado hasta la empalizada y la tierra blanca. Naeran no habló nada en el
idioma de Córzalon, y lo hicieron pasar; todo estaba preparado así que no hubo
muchas demoras. Iba descalzo, como todos, y notó que la famosa tierra blanca
era más suave, compacta, que la común de afuera. Anamara lo condujo tras los
pasos renqueantes del intérprete, y llegó hasta una pequeña multitud. Oyó
hablar a ancianos, jóvenes y adultos revueltos, pero cuando hablaba Maren todos
callaban. Entonces Naeran sustituyó a Anamara, y le habló de forma que sólo
ellos pudieran oírse mutuamente:
-Preparado,
Daurel Bapor –le habló, mientas lo guiaba a un punto alejado del grupo- ahora
luchas en tierra sagrada. Primera sangre, recuerda.
-¿Porqué
protestan? –inquirió el joven. Según tenía entendido, allí se reunirían los
notables de la aldea, y no le tranquilizaba en absoluto que las cabezas
populares discutieran antes de un combate en el que él participaba. Naeran lo
guió hasta un círculo de unos 5 metros de diámetro excavado en la tierra
blanca, y lo ayudó a bajar los peldaños; tendría un metro de profundidad.
Piegro revoloteaba a su alrededor.
-Temen tu
espada de hombre ciego –dijo Naeran, entre dientes- Omno está nervioso, tendrá
cuidado. No será bravo como antiguo gran hombre de escudos.
-¿Quién era el
antiguo gran hombre de escudos? –preguntó Dorell.
-Yo –dijo
Naeran, con una carcajada torcida. Dejó al antiguo caballero con los talones
apoyados en un extremo del círculo, a la espera de que llegara Omno y se
situase en el otro- Suerte, hombre de lejos.
Dorell no lo
supo, pero Maren y Mindel, así como otros cuatro asistentes del Anciano Blanco,
esperaban con todas sus fuerzas que derrotase a Omno. Era un hombre mezquino y
beligerante, la piedad huía de sus actos y su sed de ámbar y blanco era
preocupante. Los hombres más agresivos le seguían en la batalla y arrastraban a
muchos consigo. El mismo poder de Arelan flaqueaba cada vez que negaba una
petición a Omno. Mindel tenía en sus manos un cuerno, de tal forma que él sería
el encargado de hacerlo sonar a la primera sangre. Pronto llegó Omno.
Venía vestido
con innumerables retales y piezas de cota de mallas saqueadas de la batalla, de
tal forma que tenía todo el torso, parte superior de los brazos y muslos cubierto
con varias capas de jirones superpuestos. Aros de bronce le adornaban la barba
y el cabello negros. Empuñaba una ancha y corta, pero puntiaguda, espada de
hierro, con adornos de bronce en el filo e incrustaciones de ámbar en la
empuñadura y el pomo; de hecho este último era una gran bola de ámbar. Podría
haber usado una espada corzalina saqueada, pero prefería emplear un arma de
prestigio entre sus gentes. El escudo, pesado, era de madera con una capa de
piel de cabra, y restos de antigua pintura blanca. Maren se encargó de que
tanto él como sus discípulos estuvieran muy ocupados en los últimos días como
para pintarle ningún glifo protector en él.
No dirigió
ninguna palabra a nadie, solo se abrió paso entre la multitud y saltó al ruedo.
Se situó en el extremo contrario a Dorell. Pronto, Piegro levantó el vuelo, y
ululó sobre la cabeza de Omno, que intentó espantarlo, aunque cesó cuando el
animal se hubo callado. Dorell comprendió, y se encaró con el contrincante.
Arelan dio la señal en su idioma, y el cojo Naeran palmeó a Dorell para que
comenzara. Omno, más alto y corpulento que sus congéneres, se puso en guardia.
Todos esperaron
que Dorell desenvainara su enorme hoja, pero no fue así. Simplemente, la
empuñó, con la vaina puesta (como no podía ser de otro modo) y apuntando al
suelo, en silencio. Omno era precavido, demasiado. Tanto que su armadura de
jirones de cota de mallas era el lazarillo perfecto para Dorell. Oía a Piegro
revolotear, en silencio.
De repente,
como una fiera a la caza, Omno se abalanzó sobre Dorell, con la intención de
atravesarlo con su espada. Pretendía que la primera sangre fuera también la
última. Para asombro de los Nara-Terun, Dorell describió un tremendo arco con
la espada, que pesaba más por llevar la vaina. El arma hizo vibrar el aire con
un sonido aterrador, e impactó de lleno en el escudo de Omno. El escudo se
partió en dos y Omno cayó derribado, coreado por un grito ahogado que recorrió
la multitud. Dorell rehízo el golpe para intentar acertarle en el suelo, pero
su pierna aún estaba resentida y flaqueó, fallando el intento y haciéndole
detenerse para recueprar el equilibrio. Sabía que Omno no desaprovecharía la
oportunidad.
Omno se puso
rápido en pie, mostró los dientes como un perro y agitó la espada amenazadoramente,
pero para el joven ciego no era más que un cencerro de mallas. Piegro pasó
volando por encima del enemigo, y pió justo sobre su cabeza. Dorell, torpe, se
dio la vuelta, ofreciéndole la espalda. Omno no desaprovechó la oportunidad.
Volvió a
saltar, con el cruel hierro en las manos y una mirada de locura en los ojos. La
trampa había funcionado. Dorell se giró, describiendo otro arco enorme, y
partió la cadera de Omno de un solo golpe. Mindel estuvo a punto de llevarse el
cuerno a los labios, pero Maren le sujetó la mano: aún no había sangre en el
suelo blanco.
Ahora era un
blanco perfecto, en el suelo. Dorell no oyó cuerno alguno, ni dio muestras de
esperarlo. Los chillidos, roncos y sufridos, estaban en su punto de mira. Hizo
descender la espada desde tan alto como pudo e impactó sobre la espalda del
enemigo, que había caído boca abajo. Su columna vertebral crujió, y dejó de
emitir sonido alguno. Quizá tuviera alguna herida interna, o algún hueso habría
perforado la piel desde adentro, no obstante las gruesas cotas de malla no
dejaron pasar ni una gota de sangre. El suelo estaba blanco y Omno muerto.
Piegro se posó
en el hombro de Dorell, que se apoyó en la espada, atendiendo a su alrededor.
No sintió más que el sol sobre su rostro y la tierra compacta, pura, bajo sus
pies; pues todos, sumidos en el más absoluto de los silencios, observaban al
primer Nara-Terun que había vencido en un Juicio de Espadas sin derramar sangre
sobre la Madre.