“¿Justicia?
¿Justicia para quién? Todos tienen su justicia. Engañas a tu alma para seguir
aplastándolo todo a tu alrededor. Entonces tus acciones son justas.”, o al
menos es lo que pensaba, después de muchos descalabros, Dorell Bauport. Quizá sea un razonamiento
algo crudo pero, en un mundo donde las naciones pretenden devorarse unas a
otras y donde los dioses brillan por su ausencia o son temidos por su
presencia, tampoco despunta demasiado. No obstante, el hecho de que Dorell
hubiese sido un caballero de la Orden de la Santa Justicia hace cobrar a sus
palabras un aire más siniestro.
Y es que esta
orden de caballeros, propia de Córzalon (la región humana más al oeste del
Viejo Continente sin contar las islas de Arlandia, más al sur) se dedicaba a
salvaguardar dicho reino en nombre de Aetán, el Dios Sol. La religión de Aetán
realmente era una “herejía” surgida de la figura de Karón, patrón del Imperio
Karogundio (vecino de Córzalon por la vertiente oriental). La guerra civil
producto de las diferencias religiosas en las que unos mantenían que Karón fue
un hombre que hizo frente a los dioses y otros aseguraban que realmente era la
representación en la tierra del poderoso Dios Sol, amén de asuntos más turbios,
provocó la fundación del nuevo reino aprovechando las tierras al otro lado de
los Montes Aullantes, arrebatadas a hombres salvajes, que por aquel entonces,
en su variopintas formas, ocupaban muchos terrenos del mundo. Así pues, el pilar de esta nación es su
religión, cuyos preceptos rigen desde las directrices de gobierno a la forma de
vida en el día a día de sus gentes.
De vez en
cuando algún miembro de la Orden de la Santa Justicia decide tomar los votos de
Hijo de Aetán, un rango superior, y dedicarse a recorrer los caminos predicando
y llevando a cabo la “Santa Justicia”, algo así como enmendar los desmanes del
mundo según los designios de Aetán. Estos sujetos suelen ser extremadamente
religiosos, incluso fanáticos. Sus votos se resumen brevemente: “Transmite la
palabra con el verbo o con la espada”. El paso a Hijo de Aetán conlleva cierto
ritual.
La ceremonia
comienza a plena luz del día. El caballero inca la rodilla en el suelo,
descubierto y desarmado; debe mantener la mirada fija en el astro rey.
Entonces, un sacerdote de Aetan se le aproxima y posa su mano sobre el rostro,
cubriéndole los dos ojos con la mano, y comienza a recitar: “¿Vos, caballero,
prometéis abandonar vuestras tierras y todo cuanto poseéis, así como a vuestros
seres queridos, a cambio de recibir el don de nuestro Señor, para predicar sus
virtudes por el mundo conocido y hasta donde os lleven vuestras fuerzas?”; a lo
que el caballero ha de responder “Sí, lo prometo”; continúa el sacerdote:
“¿Vos, caballero, portaréis un yelmo y una espada bendecidos por Aetán, y los
usaréis sólo como herramienta para vuestra labor de justa predicación?”; a lo
que el caballero ha de responder: “Sí, lo prometo”; y el sacerdote volverá a
preguntar: “¿Juráis pues convertiros en un digno Hijo de Aetán, y todo cuando
ello conlleve?” y viene el último “Sí, lo prometo”.
Y tras lo
anterior, el sacerdote habrá de retirar la mano. Si el caballero es realmente
puro a juicio de Aetán, sus ojos jamás volverán a abrirse y quedará ciego. El
caballero se yergue para aceptar los dos presentes de la Orden: una gran espada
de batalla y un yelmo con visera. Las grandes espadas de batalla bendecidas por
los sacerdotes de Aetán poseen vida propia, convirtiendo a sus poseedores en
excelentes espadachines mientras sean empuñadas y se empleen en nombre del
dios; de lo contrario se encierran en su vaina, de la que no volverán a salir
hasta que su usuario yazca muerto.
Por otro lado,
está el yelmo: es una celada de acero adornada con llamas y rayos por su
superficie, simulando que estos brotan desde la visera inmóvil; esta a su vez
tapa el rostro hasta la nariz, dejando al descubierto la boca. Esta visera no
tiene agujeros para la vista: está adornada como si fuera el rostro de Aetán,
con unos perennes ojos abiertos labrados en plata. Esta pieza de armadura
mágica permite a los caballeros ver las intenciones de los seres vivos que les
rodean, adivinar lo que va a ocurrir para poder prejuzgar sus movimientos y
responderles en consecuencia; siempre siguiendo los preceptos de Aetán. Esta
habilidad viene también determinada por la pureza del caballero: a más calidad
de espíritu, más podrá escudriñar en el futuro de quienes le rodean.
Así pues, el
caballero ha de marcharse allá donde la Orden crea conveniente. En este caso,
los designios de Aetán apuntaban a las tierras salvajes de Líbar, en el extremo
más al sur del Viejo Continente. Se trataba de una sagrada colonización en contra
de los infieles, solo que en lugar de buscar la conversión de sus almas
impuras, lo que se ansiaba era el bendito regalo de su tierra: el oro de las
minas.
De esta forma,
el reino de Córzalon comenzó a enviar naves al lejano sur, con tantos rezos
como sacos vacíos y hambrientos de valioso mineral, todo salvaguardado por los
Hijos de Aetán, entre los cuales estaba el resoluto Dorell Bauport. Hubo suerte
en la travesía y ningún velero pirata de Arlandia hizo presencia: los astutos
saqueadores preferían los barcos de vuelta con las bodegas llenas.
Tras tres
semanas de travesía, Dorell puso la bota en tierra líbara. Él era alto, de complexión
esbelta y ágil. No tenía cabello bajo la celada (los Hijos de Aetán suelen
afeitarse la cabeza por comodidad a la hora de llevar el casco) y una barba
corta y cerrada afloraba en la parte libre de su rostro. Iba ataviado con ropa de
guerra: se protegía con una loriga de cota de mallas, peto y espaldar de acero
así como los brazales y grebas. Los guantes eran de cuero al igual que las
botas, solo que éstas tenían refuerzo en la punta. En el lado del corazón, en
el peto, tenía incrsutado un sol de plata. Por supuesto lo más impresionante
era el yelmo: los ojos argenta de Aetán escudriñaban todo cuanto ante ellos se
cruzaba desde esa visera a modo de media faz.
Desembarcaron
en el puerto de Loumbert, en la Bahía de las Fieras. Loumbert era un pequeño asentamiento
costero, guarnecido con torres de piedra y empalizadas de troncos, tanto cara
al mar como a la tierra. El sol era cálido y la tierra fértil, por lo que los
barcos se ahorraban el tener que traer sacos de grano y otros alimentos; había
campos de trigo y cebada, así como árboles frutales y además unos cerros bajos
perfectos para los rebaños. Todo al servicio de las guarniciones. Algunas
pequeñas aldeas y el puerto dormían tranquilas bajo la sombra del castillo de
Soudgaren, más conocido con el nombre de El Faro de los Caballeros. Se trataba
de una mole de pura roca construida sobre el cerro más alto de la región, a
tres días a caballo desde Loumbert. Contaba con un doble amurallado, foso
profundo e incluso una capilla, situada en lo más alto del fuerte. Era sin duda
la fortificación más imponente erigida por el hombre al sur del Gran Baluarte,
allá lejos en la frontera meridional del Imperio de Karogundia. Su misión era
defender el Valle de Soudgaren, así como sus minas.
Seigmond
Vaugenet, el Gran Maestre de la Orden de la Santa Justicia que se encargó hace
años de construir el castillo, no quiso emplazarlo en la sierra de la que
descendía el río Veras (causa mayor del valle) por miedo a que los ataques de
salvajes y bestias, así como los accidentado del terreno, impidieran o
retrasaran demasiado la puesta en funcionamiento del mismo. En el cerro donde
se encontraba, casi en el centro del valle, podía dominarlo todo. Y, por
supuesto, albergaba en su interior la mina más fructífera del valle. Para
recordar tanto a los seguidores de Aetán como a los insurrectos indígenas que
el poderoso dios estaba presente, una inmensa cúpula chapada en plata,
coronando la capilla, proyectaba los reflejos del sol en todas direcciones
mientras fuera de día; eso le valió el mote.
Así pues, Dorell
se puso en marcha hacia la torre mayor del puerto, donde le encomendarían las
órdenes más inmediatas y concretas. El cálido sol hacía refulgir los metales de
su armadura. Su gran espada, pendiendo de tientos de cuero en su espalda, se
zarandeaba coreando los pasos del caballero. Las construcciones civiles del
puerto eran modestas: cabañas de madera y adobe, ya fueran viviendas o
almacenes. Sólo la capilla y las torres eran de roca. Iba acompañado de Piegro,
su escudero: un tipo no muy alto pero fornido, desdentado a medias y moreno, no
costaba imaginar que nació en una porqueriza al pie de los Montes Aullantes, en
la frontera de Córzalon con Karogundia.
-¡Paso a un
caballero, paso! –iba gruñéndole a la gente, se apartasen o no; caminaba
cargado con un macuto así como provisto de una daga en el cinto y una vara en
la mano. Las calles no estaban demasiado concurridas: no era un puerto
comercial, salvo por algún mercante que quisiera abastecerse. Todo estaba
sujeto a las órdenes castrenses de un Gran Maestre sentado en el castillo de
Soudgaren y sus gobernadores en los distintos asentamientos en derredor del
baluarte.
-Se diría que presumes
de amo, mi buen Piegro, más que velar por él –dijo, sonriente, Dorell. Caminaba
tranquilo y “miraba” en todas direcciones. Estaba contento de comprobar que
todas las personas estaban debidamente consagradas a Aetán, o así lo revelaba
su mirada mística. No se diría de él que era ciego salvo por que apoyaba su
mano diestra en el hombro zurdo del criado.
-Mi deber es
ahorrarle esfuerzos innecesarios, señor, y pienso hacerlo –apuntó el escudero
mientras ayudaba a su amo a esquivar un charco- vos me escogisteis de entre
todos los sirvientes que pusieron a vuestra disposición, y os lo agradezco.
-Vamos, sólo
podía escoger a uno, lo sabes –argumentó el caballero- y tú eras el de aspecto
más saludable y trabajador –intentaba restar importancia a las palabras, como
si fueran minucias.
-¡Vamos!
–Dorell no supo si se lo dijo a él o a quién, pero desde luego escuchó como la
vara de Piegro golpeaba algo macizo, y luego el relinchar de una mula- alegrad
los oídos a vuestro pobre Piegro una última y única vez más por hoy, amo –los
dos sabían que, obviamente, Dorell no había podido escoger a su lacayo por su
aspecto físico porque era ciego; como todos los Hijos de Aetán.
-Fue por tu alma
pura y sacrificada a Aetán –bufó Dorell. No le gustaba despedir elogios
alegremente- aunque elegí de los últimos, no sé qué se llevaron los anteriores…
-Gracias, mi
señor –dijo alegremente Piegro. Sabía que el don de la visión de Aetán en su
amo era especialmente fuerte, más que en algunos de sus compañeros de armas, y
también sabía que Dorell no escogió de los últimos- ahora, dejad de os guíe,
intentaremos andar más rápido.
Dorell estaba
distraído observando a unos niños jugar: su visión especial le permitía ver su
futuro. Podía regular el grado de futuro que quería revelar, y tiró alto. De
los tres que había, vio a dos formar una familia y tener hijos. Trabajaban duro
en la tierra y parecían felices, el sol de Aetán velaba por ellos. El otro, no
obstante, no estaba. Tenía el futuro negro, o mejor dicho, “en negro”. No le
dio tiempo a observar su futuro más reciente, los golpes en la puerta de la
torre mayor que propinó Piegro con la vara le distrajeron; la puerta era alta y
ancha como para que pasaran dos caballeros montados. Normalmente los caballeros
de la Santa Justicia acuden a las capillas, pero al tratarse de una colonia
regentada por la orden, tenían bajo su poder todas las estructuras militares y
por ello las tomaban como centros de administración. Un sirviente enjuto,
moreno y medio calvo abrió el portón; tenía manos de trabajador.
-¿Sí…oh! –se
fijó al instante en Dorell- un caballero nuevo ¡Tened la bondad de pasar!
–Dorell, como hacía con todo el mundo, le dio una pasada rutinaria con su
vista. Un hombre más, trabajador, más o menos honesto y religioso.
Entraron en la
estancia. Era una especie de enorme zaguán que conducía a un patio de armas amplio,
encerrado en el amurallado del complejo: a un lado del patio había barracones
de soldados y al otro estaban los establos. Al fondo, la entrada a la torre
propiamente dicha. Era cuadrada. El sirviente los condujo a través del patio.
Dorell observó que, además de soldados normales, había más caballeros.
Reconoció a cuatro caballeros conversando junto a sus monturas por el brillo
especial que despedían, y a otro hijo de Aetán aguardando a que su escudero trajese
a las monturas para partir; lo reconoció por el candor plateado que iluminaba
su futuro.
-Yo también lo
he visto, señor –le musitó Piegro, que ahora caminaba junto a él cogido del
brazo- su lacayo es esquelético, y él es enorme ¡Seguro que es más avaro que
los enanos!
-No blasfemes,
o creeré que gruñes tanto como tus parientes.
-¿Los cerdos,
amo? –preguntó confuso, y algo molesto.
-No, no –y
Bauport se aguantó una carcajada- los de verdad. Tu familia. Todos los que
vivís a los pies de los Montes Aullantes tenéis una curiosa predisposición al
jaleo desmedido. Desde luego, el nombre de la región es muy apropiado.
-Señor, usted
sabe que es por los lobos. No se mofe de un pobre escudero…
-Lobos. Ya, ya…
-y decidió Dorell que lo mejor era dejar la conversación antes de provocarle un
cómico berrinche a su escudero. No le gustaba el ruido innecesario, debido en
parte a su autoimpuesto estado constante de alerta.
El sirviente de
la torre abrió el portón, reforzado con bandas de hierro, y pasaron al
interior. La estancia se componía básicamente de panoplias, soportes de escudos
y otro mobiliario propio de la soldadesca, además de toneles y cajas. Junto a
la puerta había una mesa con cuatro sillas para los soldados en las guardias, y
las paredes iluminadas por candiles de aceite. La preeminencia la tenían las
anchas escaleras que comenzaban junto a la pared. Comenzaron a subir; Dorell
fue un poco más lento los dos o tres primeros escalones, pero se hizo pronto a
las dimensiones de los mismos y comenzó a subir con naturalidad. Fueron
ascendiendo cada una de las cuatro plantas hasta llegar a la cuarta (que estaba
cerrada por ser las dependencias personales del gobernador) y finalmente la
quinta y última, sin contar la superior, que da al exterior. Era la sala donde
el gobernador recibía a quien hubiera que recibir, fuera cual fuese el motivo.
El sirviente les pidió que pasaran con un ademán, para luego dar media vuelta y
perderse escaleras abajo.
El suelo, al
igual que el techo, era de madera, cosa que se repetía en todas las plantas. Se
veían las gruesas viga. Los candelabros estaban apagados, pues las ventanas,
aunque estrechas, estaban abiertas. La luz era algo pobre, pero así se evitaban
gastos innecesarios. En un lado de la sala, junto a una mesa, un lacayo
aguardaba a la espera de que alguien solicitase alguno de sus servicios. En la
mesa había desde pan y queso a jarras para servir cerveza o agua, además de
papel, lacre, un candil…en definitiva, cualquier cosa de uso cotidiano. Quedó
claro que ese sirviente era el camarero personal del gobernador, que lo
observaba todo desde una gran mesa al otro lado.
Esto no era una
corte, sino más bien una oficina. Desde su mesa rústica y resistente, el
gobernador atendía varios documentos. Su espada era recta, larga y fina, como
acostumbran los corzalinos, y descansaba sobre la mesa. No llevaba ropa de
guerra, sino unas cómodas vestiduras, adornado en todo caso por un jubón
bermellón y un collar de plata. El gobernador era un hombre de mediana estatura
y no tan entrado en carnes como en años; algunas canas asomaban en su pelo
negro y corto. Ojos marrones vivos, atentos, y rostro aparentemente serio.
Bigote extremadamente espeso y abultado. Los que si iban bien pertrechados eran
los cuatro guardias que le flanqueaban con petos y espaldares, así como cascos,
espadas al cinto y lanzas en mano. Alzó la vista al ver a caballero entrar.
-Sir Dorell
Bauport, Hijo de Aetán, joven y nato de Brindos, soleadas tierras al sur de
nuestra Córzalon –dijo, medio sonriente.
-Y este es Piegro,
mi escudero –dijo Dorell, asintiendo. Piegro se erguió tanto como si de repente
creciera un palmo.
-¡Ah, bien!
–dijo, sonriendo y reordenando sus documentos, orgulloso de los mismos, como si
hubiera ganado un juego- ¡Bienvenido a mi querido Loumbert! –era tal el bigote
que lucía, que al sonreír no se le veía la fila superior de dientes- ¡y ahora,
también la suya! ¡Todos tenemos mucho trabajo, mi buen Dorell! Mi nombre es
Felbert Norbu, gobernador.
-Vos diréis
–habló, escueto, Dorell. Era bastante serio con los asuntos oficiales. Piegro
atendía casi más que su amo. El viaje largo en barco le resultó pesado, y ahora
deseaba retirarse a una celda y reposar.
-Os diré, os
diré, pero seguidme, si gustáis –y el gobernador rodeó su amplia mesa y tomó al
caballero del brazo, dada su condición de invidente. Dorell le miró, había
visto siervos más fervientes en las calles fuera de la torre, pero no encontró
nada preocupante. La visión de Aetán no permitía descubrir el fin de las
personas, pero se aventuró a augurar que este acabaría en una cama cómoda y no
por heridas. Se preguntaba cómo sería la habitación a la que le conduciría. Le
gustaba la luz, aunque no esperaba unos ventanales enormes.
Lo acompañó, y
comenzaron a bajar escaleras. Piegro iba detrás, ofuscado por verse ignorado,
pero eso era sentimiento común para todos los escuderos.
-Bien…ah,
permitidme que os diga que tenéis un físico encomiable –el gobernador era más
bajo que él- ¡os vendrá bien! Hace falta músculo para hacer entrar en razón a
esos salvajes.
-La fe se ha de
esgrimir a la par que la espada –pronunció Dorell. Pese a ser joven, apenas
unos veinticinco años, era muy sereno y meditabundo.
-Sí, sí, claro.
Descuidad, estaréis acompañado de otro caballero –habló Felbert. Iban bajando
escalones.
-Vaya,
acostumbro a estar solo en mis rezos, pero no me importa –respondió Dorell. En
su celda, en Córzalon, estaba solo. Es lo más normal- pero, ¿y mi escudero?
-Ah, el…bueno,
estará bien con vos, también, supongo –comunicó el bigotudo.
-¿Conmigo,
también? –Dorell estaba confuso. ¿Iba a dormir en una celda de caballero o en
una cuadra con las bestias?
Antes de darse
cuenta, ya se encontraban de nuevo en el patio de armas. El gobernador se quedó
en la puerta de la torre, sonriente.
-Pida un
caballo, y lo que necesite ¡Espero verle pronto, sano y salvo! –y sin mediar
más, dio el asunto por zanjado con un estruendoso golpe de puerta.
Dorell se quedó
boquiabierto, por un segundo, tanteando en el aire. Piegro tomó la mano.
-Ese tipo es un
descortés, un juntaletras y…-gruñía el escudero.
-Y un hombre
que se merece nuestro respeto como cualquier otro, Piegro. No seas descortés.
Andará ocupado…-realmente estaba molesto.
-No, es así. Es
un tipo bastante nervioso –tronó más que sonó una voz tras suyo. Era el Hijo de
Aetán que vieron antes. Tenía un físico de toro, un mentón duro e impolutamente rasurado y unas manos
como palas; una de estas sujetaba una correa atada a la cintura de su escudero,
el cual suponía su antítesis. El lacayo era escuchimizado, brazos permanentemente
en postura de ave de presa, como si se fuera a tirar a por una rata, a juego
con su nariz de aguilucho- Ah, disculpad. Permitid que me presente. Soy sir
Gutrep de Lyonuse, y este es mi criado Damelien –el robusto caballero dio un
tirón suave de la correa.
Dorell los
repasó a ambos. El aura plateada de sir Gutrep era inferior a la suya, pero por
poco. No le gustaba Damelien, su futuro estaba lleno de claroscuros. De
momento, auguraba que combatirían hombro con hombro en nombre de Aetán; era de
esperar.
-A sus pies –se
humilló el rapaz.
-Sir Dorell
Bauport, y aquí mi fiel Piegro, de los Montes Aullantes –y dio una recia
palmada en su sirviente, que hinchó el pecho como un palomo. Sir Gutrep asintió
conforme.
-Pues, sir
Dorell, será mejor que haga caso del entusiasta Felbert y ordene a su criado
que le procure una montura. Debemos partir cuanto antes –comunicó Gutrep- hay
problemas en la frontera.
No tardaron
mucho en procurar montura para los caballeros y sus criados. Salieron a trote
de Loumbert y fueron remontando el río Veras por un sendero junto al mismo,
dirección noroeste. Se les fueron uniendo tropas de las aldeas: tanto soldados
profesionales como milicias, algunos a pie y otros a caballo. Los Hijos de
Aetán, pese a ser ciegos, pueden montar a caballo con naturalidad debido a que
con su videncia pueden observar su futuro cercano e ir pendientes de no
desembocar en un accidente. De momento, sólo estaban ellos dos al cargo de las
tropas, además de un par de sargentos que se habían encargado de organizar a
los soldados y milicianos. Siempre hicieron noche bajo la seguridad de las
aldeas bien vigiladas, nunca en mitad de la naturaleza. Dorell tenía el
nerviosismo de los novatos, nunca había participado en una empresa militar
crucial.
A la altura del
Castillo de Soudgaren, en una explanada frente a sus murallas y antes de vadear
el río, les esperaba otro contingente: más soldados y milicianos, así como
varias figuras preeminentes a caballo.
Una de ellas
era especialmente llamativa a los ojos de los Hijos de Aetán. Era una vida sacrificada
al dios, templada y severa: Goufred Vaugenet, Gran Maestre del Castillo de
Soudgaren y descendiente directo de
Seigmond Vaugenet; sin duda habría sido un digno hijo de Aetán de haber tomado
los votos. Era un hombre de mirada dura y recia, como su barba gris y longa; no
llevaba más armadura que una cota de mallas con adornos en oro y un tabardo con
el escudo de su familia: un brioso corcel blanco tirando de un castillo del
mismo color sobre las aguas, con un fondo verde. A su diestra aguardaba un
tercer hijo de Aetán, complexión parecida a Dorell pero más bajo y facciones
más llanas; se llamaba Rubrean Palec y su escudero con pintas de pastor era
Joen. Además, había once caballeros de la Orden de la Santa Justicia.
-Que Aetan os
ilumine en el día –dijo Dorell en cuanto se hubieron detenido ante el grupo.
Iba a la cabeza, con Gutrep a la diestra y Piegro a la siniestra.
-Y que vele por
nuestras noches, caballeros. Sed bienvenidos a Soudgaren, un jardín verde en
mitad de las tierras salvajes–habló el Gran Maestre. Su voz era profunda y su
tono paternal- siento no poder recibiros como es debido, pero la situación es
cruda. Debéis dirigiros a El Linde, un pequeño asentamiento que hemos
fortificado en el extremo más septentrional , al pie de Las Lomas ¡Raudos, mis
hombres os guiarán!
No hubo tiempo
casi ni despedirse. La urgencia había de ser superior, así que Dorell, Gutrep,
Rubrean (que aún no había hablado), los escuderos, los caballeros y casi todos
los que disponían de caballo se adelantaron, dejando a la infantería atrás a
marcha forzada. En total, serían unos cuarenta jinetes y unos noventa infantes.
Nadie habló por el camino, sólo se oía el rumor del río cada vez más tenue
(tras cruzarlo por el vado junto al castillo) y el golpear de los cascos en la
tierra. Ciertamente, Soudgaren era una tierra fértil y verde. Los árboles
crecían rodeados de matojos frondosos y no se levantaba mucho polvo al correr:
la tierra no era seca. Pequeños monos saltaban de árbol en árbol chillando al
pasar de los jinetes, y aves gordas y pardas levantaban el vuelo de entre
algunos arbustos por el mismo motivo. Llegaron a Rocavigía, una aldea edificada
en torno a una gran roca sobre la que se construyó una torre de madera; estaba
a casi un día a caballo de El Faro de los Caballeros, y ya anochecía. Pasaron
allí la noche y partieron al amanecer, avisando de que en dos o tres días
llegaría un pequeño contingente de tropas a pie. Se les unieron doce jinetes
más, entre soldados y hombres de armas. Cuando llegaron a El Linde eran
cincuenta y tres jinetes. Llegaron al quinto día a caballo desde Loumbert, y
para que llegasen el resto de tropas faltarían aún otros tres o cuatro días.
El linde era un
asentamiento donde vivirían unas seiscientas personas, capaz de acoger a unos
cuatrocientos soldados y sus monturas si se apretaban el cinturón, aunque estos
traían provisiones para una semana. Estaba situada en lo alto de un montículo
entre una serie de lomas que iban desde el Valle de Soudgaren a la denominada
Estepa de las Tribus, prácticamente inexplorada. La villa vivía del pastoreo y
la agricultura. Se había visto obligada a mantener una guarnición constante de
cincuenta hombres en vista de las incursiones de los salvajes y bestias que
bajaban de la estepa al valle verde. Dorell y las tropas fueron recibidas con
un ansioso suspiro de alivio.
Se acomodaron
como pudieron y comenzaron a preparar las armas, no había tiempo que perder. El
oficial al mando era el Capitán Gauchex, un viejo soldado lleno de remiendos. La
misma noche de su llegada, las cabezas notables de las tropas se reunieron en
La Piel del Lobo, la posada más grande de la aldea. Se juntaron dos mesas para
hacer una más amplia y poder discutir sentados. Había tres hombres además de
Dorell, Gutrep y Rubrean, que no había hecho más que presentarse desde que lo
vieron por primera vez. Al entrar en la estancia preparada para el concilio,
los tres caballeros vieron lo mismo: una figura imbuida de los poderes de
Aetán, serena y de futuro tranquilo: un sacerdote; las otras dos tenían
demasiados claroscuros, por lo que serían hombres de armas fuera de ninguna
orden religiosa: soldados, mercenarios o simples milicianos, aunque una tenía
un candor agradable, como de lealtad y palabra. Los escuderos esperaron fuera,
donde les dieron de comer.
-La situación
evoluciona de molesta a preocupante –dijo Gauchex. Era de media estatura, los
pómulos marcados y la cara bien afeitada salvo un espeso mostacho, tuerto del
ojo izquierdo. Iba vestido con un gambesón acolchado de color rojo oscuro, su
armadura de tres cuartos esperaba en una silla junto a él al igual que su
espada; este hombre era el alma claroscura con el candor especial- han lanzado
tres ataques desde la semana pasada, comenzaron el lunes y hubo un día entre
ataque y ataque. Primero, tomaron despistados a los aldeanos y saquearon dos
granjas, sólo dejaban viva una víctima en cada ataque, fueron unos cuarenta.
Los llamamos Sabandijas, porque son capaces de reptar por el lecho de un río o
entre los arbustos, y disparan unas flechas envenenadas mortíferas.
-Esos perros
las pagarán, ¡vienen a destruir y a reírse! –gruñó un hombre entrado ya en
años, vestido con ropas de campesino y una armadura de cuero remendada y sucia
de sangre y polvo. Su cara era redonda y la nariz bulbosa, cabellera y barba
desordenadas. Un hacha de considerable tamaño estaba apoyada en su silla; esta
era el otro alma claroscura, más mezquina- ¡Son bestias, y sus cabezas deberían
descansar sobre nuestras chimeneas!
Los tres
caballeros estaban en silencio, salvo Gutrep, que asintió a ese comentario.
Gauchex retomó la palabra tras esa intervención. Quería informar debidamente a
los Hijos de Aetán.
-El segundo
ataque fue el más cruento. Se dividieron en dos grupos, presumiblemente serían
dos tribus distintas. Unos tenían escudos de piel y madera adornados con
garabatos blancos, en el otro grupo había individuos que corrían enajenados
enarbolando unas mazas con puntas de hierro. Masacraron, literalmente, tres
granjas. Los únicos supervivientes fueron los que consiguieron huir, y contaron
como los dos grupos, al encontrarse, lucharon entre sí como si fueran enemigos.
Sabemos que se produjo una lucha encarnizada, pero desconocemos el motivo y
quienes fueron los vencedores.
Los caballeros
estaban muy atentos: eran comportamientos muy extraños. La sexta figura, aparte
de Gauchex y el agresivo y sucio barbudo, era un anciano de escaso pelo, cara
consumida y que vestía con una sotana larga y blanca, de bordados dorados; el
sacerdote. No saludó al entrar porque los mismos caballeros lo reconocerían y
además nunca se ha de molestar con palabras a los guerreros invidentes.
-¿Alguien ha
intentado comunicarse con ellos? –preguntó, cortésmente, Dorell.
-Oíd lo que han
dicho los presentes: son bestias salvajes. Emboscan como serpientes, devoran
como los osos en verano y se pelean entre ellos aunque sean de la misma madre,
como los polluelos de las rapaces. Y como bestias que son, deberán ser tratadas
–habló el belicoso Gutrep, con su voz altanera y sonora. El capataz de guerra
barbudo gruñó de satisfacción al oír eso, pero Gauchex y el sacerdote
permanecieron impávidos, meditabundos.
-Hemos oído lo
que bien han podido hablar los elocuentes presentes, a falta de un tercer y
docto hombre –intervino vez Rubrean. Todos se le quedaron mirando un segundo,
sorprendidos. Su voz era seca, quebrada, como si bebiera humos. Rápido,
observaron todos al sacerdote, pues era a quien hacía referencia. Este hombre
del dios, de rostro seco y pellejudo, dijo:
-Que el Sol de
Plata fulmine las sombras de su dominio como el día se abate sobre las
tinieblas –y, definitivamente, se hizo la guerra. Una guerra que alguien tenía
que perder.
Se sucedieron,
desde lo ocurrido, dos ataques más. Todos perpetrados por los salvajes con los
escudos adornados de blancos glifos, a los que dieron en llamar “albares”. La
guarnición del asentamiento se dedicó a reorganizar toda la zona, destinando
algunas tropas a las granjas emplazadas de cara al interior del valle,
permitiendo a los salvajes desfogarse con las aldeas en la frontera exterior;
de esta forma pudieron aguardar a recibir todo el ejército disponible. Se
congregaron ciento treinta infantes: unos cincuenta eran soldados con armaduras
de tres cuartos, lanzas y escudos, el resto eran hombres de armas de equipo
tosco y variado (desde hachas a espadas cortas, pasando por armas de asta
improvisadas y algún peto o casco de cuero). Por otro lado, había ya unos
sesenta jinetes, entre soldados y hombres de armas, los caballeros de la Santa
Justicia y los tres Hijos de Aetán formaban aparte.
Gracias a la
labor de los exploradores, se pudieron cumplir las cávalas del buen Gauchex: un
contingente de unos trescientos salvajes se dirigía directo a El Linde,
envalentonado con haber destruido ya una decena de granjas. Sería el momento de
aplastarlo, y tras esto, preparar un avance sobre la inhóspita Estepa de las
Tribus y destruir su campamento. El plan consistía en bloquearles la entrada en
un paso llano de Las Lomas (la cadena de colinas marcadas que separaba el valle
de la estepa), mientras la caballería se dividía en dos grupos y hacía un
movimiento en pinza. Para asombro de todos, los once caballeros de la Santa
Justicia y los tres Hijos de Aetán constituirían un único grupo.
Así pues, en la
víspera del combate, todos se separaron en regimientos y grupos. Los escuderos
pasaron a formar parte de la mesnada, mientras que los caballeros se dedicaron
a velar las armas toda la noche. Una última acción harían los lacayos por sus
amos: vestir a los caballos. Les colocaron pesadas bardas de lona gruesa, cuero
y metal. Protegieron el cuello del animal con cota de mallas y su cabeza con
placas de acero. Por último, en la parte posterior silla, instalaron unas
maravillosas alas plegadas, hechas con láminas de tejo y longas plumas de
águila, que iban conectadas a un mecanismo accionado por un cordel a la parte
frontal. Los lacayos se inclinaron ante los caballos de sus señores e
imploraron que los trajeran de vuelta. Piegro dejó caer una lágrima, pero se
ciñó un yelmo de cuero que se supo conseguir y agarró fuerte una pesada maza de
madera con refuerzos de metal: se prometió a sí mismo que nunca abandonaría a
su amo.
Con el gemir
lastimero de algún perro o el ulular de algún búho estepario, el crepitar de
fogatas salvajes o aldeanas, todos, buenos y malos, o malos y buenos, durmieron
esa noche dispuestos a luchar, que no a morir, al día siguiente. La luna estaba
medio llena y no había estrellas.
Llegó el día marcado.
Las tropas de corzalinos marcharon a la guerra y todo se dispuso tal como dijo
Gauchex: un firme núcleo de soldados con armaduras, escudos y lanzas,
flanqueado por hombres de armas, resistiría a los salvajes, en lo que la
caballería hiciese lo suyo. Los soldados llevaban el pendón del caballo y el
castillo de los Vaugenet, así como un toro negro sobre fondo verde, un ganso
pescando a una serpiente roja o un hacha rota sobre fondo amarillo; todos
símbolos de los asentamientos de los que provenían los integrantes del
contingente, así como, en preeminencia, el de El Linde, un león blanco dormido
a los pies de una lona amarilla. Asomaba el Sol.
Pese a su
condición, los salvajes fueron puntuales. Y entregados. Al poco de estar
preparada toda la soldadesca, apareció por lo alto de la curva del terreno una
marabunta de individuos vociferantes, de pieles tostadas y cabellos negros,
ataviados con pieles, armas toscas de hierro y escudos de piel y madera con
glifos blancos. Solo a un dios del caos, que no estaba presente, le habría
hecho gracia que los albares atacasen al alba.
Se arrojaron
enarbolando cuchillas, lanzas y hachas contra el cuadro de infantería de
soldados y los dos grupos de milicianos, y en esa tierra no se volvió a ver un
combate más encarnizado en mucho tiempo. Los soldados cumplían su tarea:
perforaban las tripas enemigas con sus lanzas, chocaban escudo con escudo y
entonaban el nombre de Aetán, podían estar orgullosos de no ceder casi un paso.
Era en los flancos, donde los furiosos campesinos hacían frente a los salvajes,
donde la guerra se convertía en carnicería.
Piegro estaba
casi en tercera fila, que al poco se convirtió en primera. Manejaba su maza con
una torpeza que suplían sus ansias de sobrevivir y la palabra de guiar siempre
a su amo. La agitaba con tal furia sobre sí, y eran tal los gañidos que emitía
su boca de almena, que los salvajes se lo pensaban dos veces antes de acercarse
a él. Desarmó a uno del escudo y a otro le cascó la cabeza como si fuera una
calabaza madura, y luego comenzó a girar en torno a sí, enajenado, llegando
incluso a desarmar por error a un compañero que sucumbió a sus pies por el
hachazo de un enemigo en el cuello. Seguía manejando el tremendo garrote
cuando, como si todo se detuviera un instante, vio como una piedra de
considerable tamaño se dirigía a alta
velocidad contra él, para luego notar el golpe sordo y caer de espaldas. Por un
momento estuvo sordo, e incluso se hizo daño en el brazo izquierdo al caer y
descargar su peso sobre el mismo. Tardó un instante en darse cuenta de que aún
estaba vivo y casi intacto, aunque todo le daba vueltas. Otro miliciano le pasó
por encima, un tipo alto y delgado armado con una espada oxidada, que se lanzó
contra el enemigo. Piegro aprovechó el respiro; perdió su garrote en la caída,
pero tanteó y dio con una maza de hierro macizo, hasta el corto mango, que
podría manejar con la diestra. Se hallaba en el flanco derecho.
Gauchex
asestaba cortes y estocadas como si los mismísimos avernos conjurasen contra la
sangre de sus enemigos. Regó tierra, plantas y cadáveres con los jugos de sus
contrincantes, y junto a sus soldados demostró que no hay mayor acero ni más
afilado que las almas de unos soldados voluntariosos y una disciplina férrea.
Su espada, larga y fina, era la lengua envenenada de una serpiente que
devoraría a los salvajes ratones de uno en uno, o siete en siete. Un auténtico
torbellino se formaba a su alrededor: a este lo desjarretaba de un golpe en la
rodilla, a aquel gritón lo enmudecía de un mandoble en la quijada, a ese lo
entretenía mientras un soldado lo ensartaba como a un lechón. No hubo escudo
blanco que no quedase rojo ni grito que no fuera acallado, pues todos gritaban
“¡Aetán, Aetán brilla!” y predicaban con el acero. El ojo lúcido de Gauchex
brillaba con el hambre de un asesino y su bigote se erizaba como el lomo de un
gato acorralado.
El grupo de
caballería más numeroso, de unos sesenta soldados y hombres de armas a caballo,
se disponía a las afueras del asentamiento a preparar su marcha. Estaban
quietos, recibiendo órdenes, aunque ya montados. Dejarían que la batalla se
madurase un poco más, para tomar a los salvajes cansados, y por lo que decían
los correos, salvo el flanco de milicia a la derecha, todo marchaba a la
perfección. Estaban terminando de atribuirse pendones y sargentos, cuando algo
hizo que los caballos se encabritaran y a los hombres les encogieran los
corazones. De una zona de hierba alta próxima, junto a la granja en la que se
encontraban (que fue dispuesta para todas las caballerías) se alzó y lanzó un
centenar de salvajes enajenados, iracundos y armados con cruentas mazas con
largos y afilados pinchos de hierro. No podían creérselo, ¡los salvajes habían
colado guerreros tras el perímetro de seguridad de Gauchex! Los hombres
cargaron a caballo sobre los salvajes, aplastando cajas torácicas y cráneos con
las pezuñas de sus monturas, atravesando lomos con sus lanzas y maldiciendo con
sus bocas, pero la carga estuvo falta de fuerza, y algo primitivo y ancestral
movía a esos bárbaros, con los estómagos llenos de setas alucinógenas.
Desmontaban a los jinetes a porrazos, incluso arrojaban sus pesadas armas con
inusitada fuerza para desgraciar de por vida (o de por muerte) a los que no
tenían buena armadura (como era el caso de los milicianos a caballo). Estaba
claro que estos hombres de Córzalon tenían que deshacerse de estos salvajes
antes de protagonizar una carga que probablemente no realizarían.
Los Hijos de
Aetán se pusieron en pie. Estaban en su campamento, aún en El Linde. Los
Caballeros de la Santa Justicia ya estaban montados. Las armaduras de todos
relucían con el Divino Sol y nadie abrió la boca. Marcharon, acudiendo a su
juramento.
Piegro sosegó
su furia desmedida. En el brazo izquierdo, que ya le costaba estirazar desde su
derribe, le habían herido con una cuchilla tosca de hierro casi oxidado, y el
brazo de la maza empezaba a cansársele del esfuerzo. Se dedicaba a no ceder
terreno. El ambiente estaba cargado, el Sol apretaba y las voces de los
moribundos y los fieros colmaba los oídos. Acero golpeando madera, hierro
atravesando cuero, carne recibiendo muerte y almas escapando de sus prisiones.
La guerra jamás es feliz, pero puede llegar a ser hermosa. Esta era, por el
contrario, horrible. Apareció un tipo enorme, un barbudo gordo y ataviado con
una armadura de cuero remendada, que partía de dos en dos a los salvajes y sus
escudos con un hacha enorme. El muy bastardo se reía con cada golpe, y escupía
sobre los muertos. Piegro se enfureció, por la falta de respeto, por sus
heridas, por no saber dónde estaba su amo y porque el mundo era un corral de
alimañas sin pastor. Que Aetán se los lleve a todos.
Los jinetes eran
ya casi la mitad y apenas diez o doce luchaban aún a caballo. La carga de los
salvajes maceros había sido devastadora, y aunque quedaba menos de la tercera
parte de los mismos, su avance era incontenible. Comenzaron a replegarse en
dirección al asentamiento, buscando los apoyos de las guarniciones fijas en la
empalizada.
El cuadro de
soldados se mantenía, firme e irresoluto. Habían perdido a una veintena de
hombres, pero ninguno osaba dar un paso atrás sin el comandante Gauchex. La
formación se había resentido un palmo o dos, la distancia justa que se perdía
entre la caída de un soldado y lo que tardase en ser repuesto. Gauchex, por la
contra, seguía en una inamovible primera fila, llegado el punto de que se había
convertido en testaferro de sus tropas, un mascarón de proa consagrado a la
carnicería y rendido a una sed de muerte apoteósica.
El vil y
rechoncho barbudo yacía boca abajo, con la cabeza partida en dos como un melón
y los sesos latentes reptando por el suelo, inertes. Piegro estaba en las últimas,
lo habían herido en un costado y el golpe de la roca que lo derribó casi al
comienzo de la batalla empezaba a pesarle: notaba un dolor latente en la parte
superior de la frente, además había recibido un golpe con una macana en la boca
y había perdido dos o tres dientes más, con lo que tenía un incómodo sabor a
sangre. Pero no cejaba en el intento, lucharía hasta el último estertor, por la
promesa a su amo.
El contingente
de corzalinos llegaba casi a la mitad, y aunque llevaban un buen ritmo y los
salvajes caían a decenas, la batalla se recrudecía. Inesperadamente, al bando
enemigo llegaron refuerzos, unos cruentos salvajes con mazas con pinchos que,
enajenados, irrumpían a golpes por doquier y contra todo. Llegaron desde el
flanco izquierdo, chocando con la castigada milicia, que los recondujo al
cuadro de infantería, donde fueron retenidos a duras penas. Gauchex recibió un
inesperado golpe en el costado que le hizo hincar la rodilla. Los hombres a su
alrededor chillaron de espanto, y una turba de enemigos se tragó al comandante.
Los hombres quedaron espantados, y algunos cayeron a causa de la distracción,
pero para asombro de los temerosos, Gauchex emergió como un fénix redentor de
sus cenizas de tripas y sangre. Cubierto en barro sanguinolento, le faltaba la
mitad derecha de su faldón de escamas laminadas y el yelmo. Su cabeza cana
quedaba al descubierto, y su puño izquierdo con el brazo flexionado apretaba el
costado zurdo, donde la herida. Su mano diestra, vengadora de lo siniestro, era
ya un rayo aberrante y criminal que no despedía clemencia, y con un grito de
furia y dolor el duro del comandante mandó cuadrar a sus tropas y reponerse al
envite. Los hombres, soldados, lucharon a brazo partido, con lanzas rotas y
yelmos abollados, por el hideputa de su comandante, Gauchex El Inmortal y su
bigote costroso como una alimaña apuñalada.
Por primera vez
en toda la batalla, Piegro vio a uno de los otros lacayos. Era el aguilucho de
Damelien. Llevaba puesta una coraza de cuero que le estaba grane y sucia de sangre,
con los cierres de cuero mal cortados y sujeta con dos cinturones por encima;
iba armado con dos dagas largas y afiladas. Él en sí no tenía herida alguna, y
se dedicaba a apuñalar a los desprevenidos, su mirada torva pero viva y su
nariz de gavilán apuntaban a costados y vientres donde hincaba sus garras
aceradas; aunque normalmente se escondía tras otros milicianos más grandes. De
repente, un fogonazo llamó la atención de Piegro. De entre la multitud de
salvajes con escudos blancos y enajenados con porras brutales se alzó un tipo
colosal, una mole de músculo bronceado, ataviado con pellejos y pieles. Su
barba era negra como sus cabellos, y muy rizados. Sus recios pelos estaban
adornados con dientes de jabalí y en su cuerpo lucían argollas de bronce que le
atravesaban la piel. Entre sus puños, grandes e imponentes como adoquines,
sujetaba una descomunal maza de madera, recubierta con tachuelas de bronce y
petos de hierro. Comenzó a enarbolarla sobre su cabeza, y el aire a su
alrededor se convirtió en humo bermellón, rayos describían arcos de aro en aro
por su cuerpo, y su maza quedaba imbuida con un poder sobrenatural y ancestral.
El terror se
apoderó de la tropa miliciana. Comenzaban a retroceder, temerosos del coloso;
superaba en altura a los salvajes en un par o tres de cabezas, como a los
corzalinos. Dirigió una carga que apenas pudo ser resistida. El flanco
comenzaba a flaquear y disgregarse. Piegro cayó bajo dos corpulentos individuos
muertos en el ímpetu, convirtiéndose en testigo mudo. El titán bárbaro
destrozaba de un golpe a dos o tres individuos, y a su alrededor sus
seguidores, armados con mazas, relegaron a los albares y sembraron el caos. Sus
rayos de energía roja saltaban de un salvaje a otro y volvían a sí mismo.
Piegro se estaba desembarazando poco a poco, y entonces oyó el relinchar de una
mula.
Una mula
blanca, vieja y lanuda. Sobre la bestia de tiro, una figura débil, enclenque y
raquítica. Un anciano con una toga blanca, cabellos argentinos. En sus manos
portaba un largo báculo de plata pura, con un sol de plata encastrado en la
punta. Impasible, el anciano avanzaba entre los milicianos, en su mula blanca,
hacia los bárbaros. Pocos creerían lo que vieron, y Piegro menos que ninguno,
pero este hombre, el sacerdote, quedaría en sus memorias como una de las más
maravillosas criaturas.
Alzó el báculo
entre el gentío, y los rayos del Sol se reflejaron en la nítida plata. Comenzó
a entonar plegarias, salmos y súplicas, y el sol en el báculo comenzó a arder
en un fuego blanco y prístino. La mula estaba en completo silencio, tranquila.
El anciano comenzó a girar el báculo sobre su cabeza, como si amasara el aire,
y la luz comenzó a congregarse a su alrededor en un vórtice flamígero. Como un
cometa, el anciano golpeó la masa de aire luminoso y flameante con su báculo y
salió catapultada contra los salvajes bárbaros. Los enemigos estallaron en
llamas blancas y se convirtieron en polvo fino y harinoso que se perdió en el
fragor de la batalla.
Con los ánimos
renovados, los milicianos se lanzaron a la carga tras el anciano, y Piegro con
ellos, libre y empuñando una lanza partida. Los cascos de plata de la mula
blanca trituraron los restos calcinados del coloso enemigo. Pero nada pintaba
bien ya. La caballería no había aparecido, y llegó un tercer contingente de un
centenar de albares más. Gauchex tenía a un cuarto de sus hombres lucharon por
no expirar y al resto muertos. El flanco izquierdo casi no existía y el
derecho, pese a la nueva presencia del Sumo Patriarca Foelus Mingnolae (tales
eran la posición y nombre del sacerdote) no podía resistir. Era mediodía y el
sol calentaba un mar de llantos, tripas, sangre y aceros, cuando, desde lo alto
de una loma al este, catorce caballos hicieron batir la tierra con sus cascos,
y catorce armaduras refulgieron con el candor del astro rey.
Como catorce
ángeles redentores, los caballeros de la Santa Justicia y los Hijos de Aetán
emprendieron la más gloriosa, suicida y legendaria carga que esas tierras
alejadas de la civilización contemplarían en mucho tiempo. Con las grandes
espadas apuntando al cielo, en formación de cuña y capitaneados por el gran
Gutrep, los caballeros tiraron de los cordeles en sus sillas de montar, y tras
cada jinete se desplegaron dos alas blancas, preciosas, cuyas plumas cercenaron
el viento como navajas de barbero, vibrando como un mar de víboras. Imbuidos en un aura de luz sobrecogedora,
cayeron sobre el flanco de los salvajes igual que un rayo de luz alumbra un
pozo. No hubo hacha, escudo o torso que resistiera sus espadas, ni suicida,
lanza o magia que contuviera la carga de sus corceles.
Como una
exhalación de ira vital y pura seccionaron el ejército enemigo en dos, de punta
a punta, y ni uno de ellos cayó, porque Aetán velaba por ellos. Los hombres
tuvieron un respiro, acometieron sin piedad a los salvajes asustados y
descontrolados. Una vez los temibles caballeros detuvieron su carga, se
reagruparon al otro lado, fieros, indestructibles, silenciosos como desde el
principio, y prepararon un segundo golpe.
A Dorell se lo
llevaban los diablos. Había acabado con una docena o más de vidas, como quien
aplasta, distraído, a un insecto. Pero estos no eran insectos. Eran personas,
humanos. Gente que sentía y padecía. Pero así es la guerra. Al menos, la primera
en la que participaba Dorell con tal magnitud. Los había observado,
“observado”, y todos tenían el alma negra, pero no lo entendía: estos no eran
los herejes de Karogundia que escaramuzaban en la frontera, ni usureros enanos
que venían a exigir algún pago irracional; ¿acaso no tenía él que seleccionar a
los aptos y adoctrinarlos, acogerlos? Aetán era selectivo, demasiado, ¡no podía
haber tanta gente enferma, maligna! Eran criaturas que vivían como él, bajo el
Sol, en un estado de salvajismo infantil y desmedido. ¿Estaban bajo el mismo
Sol que él, Aetán los acogía, o acogería? Estas ideas galopaban por su mente,
igual que las lágrimas por sus mejillas y su corcel por la batalla; y no volvió
a ver ningún brillo.
Su mágica
espada asestaba golpes a diestro y siniestro, y su caballo lo guió contra un
salvaje grupo de maceros a punto de impactar contra el flanco derecho. Dorell
deseó con todas sus fuerzas que todo terminara. De repente, algo crujió, su
caballo relinchó y él salió despedido por los aires, con la espada zumbando a
su lado, llorando por su dueño. Se estrelló contra el suelo y notó como cuerpo
y alma se rompían en mil pedazos. Quedó boca arriba, mirando al Sol, en una
vorágine de almas negras, cielo brumo y…
Piegro luchaba
a brazo partido a dos metros del sacerdote. Que no cesaba de despedir llamas
por su báculo a los enemigos que se acercasen demasiado. El estruendo de la
guerra era común a sus oídos ya, y asestaba lanzazos a vientres, rostros y
piernas como podía. Más aún ahora, tras contemplar de cerca la maravillosa
carga de su amo. Sonrió y le vitoreó al reconocerlo a la diestra del fanfarrón
de Gutrep, y se alegró al verlos retornar. Pero nada era hermoso en esta
batalla, y, con el corazón congelado, contempló como un macero quebró la pierna
de su caballo a pleno galope, cómo él salía despedido con su espada, que se
guardó mágicamente en la vaina, y se estrelló contra el suelo llano, dando una
vuelta de campana con la que seguro se rompió varios huesos, y quedó tendido
boca arriba, lleno de suciedad e inmóvil.
Piegro gritó,
gritó como nunca nadie le escuchó gritar, y salió corriendo hacia su amo.
Abandonó al sacerdote, a la lanza partida y a su propia vida. Saltó sobre
cadáveres, esquivó hierros y salvajes, y llegó hasta su amo. Se lanzó sobre un
salvaje que, con un escudo roto, pretendía descargar un golpe garrafal sobre el
rostro medio descubierto y sucio del pobre Bauport, aún con su celada puesta. Piegro
derribó al enemigo albar, le arrebató el escudo y, con un trozo de asta rota
que encontró en el suelo, le apuñaló la yugular sucia de sudor, sangre y barro.
Como un perro salvaje, se hizo con una lanza aparentemente intacta, y comenzó a
enarbolarla sobre su cabeza, creando un ficticio círculo de protección, con su
amo como baluarte. Pero era imposible, el enemigo estaba hambriento y la lucha
por la luz estaba perdida. Crueles, inhóspitos y feroces, como la tierra que
los engendró, los albares se lanzaron sobre Dorell Bauport de Brindos y el fiel
Piegro de los Montes Aullantes.
Y llegaron tropas auxiliares, tanto infantes
como montados, en el momento clave. Enviados del Faro de los Caballeros. Pero
Gauchex no quedaría conforme con el censo de tropas tras la batalla. Demasiados
heridos, muertos y desaparecidos. Nuevamente, en nombre de un dios lejano y
ávido de oro.