jueves, 19 de septiembre de 2013

El brillo de lo salvaje

“¿Justicia? ¿Justicia para quién? Todos tienen su justicia. Engañas a tu alma para seguir aplastándolo todo a tu alrededor. Entonces tus acciones son justas.”, o al menos es lo que pensaba, después de muchos descalabros,  Dorell Bauport. Quizá sea un razonamiento algo crudo pero, en un mundo donde las naciones pretenden devorarse unas a otras y donde los dioses brillan por su ausencia o son temidos por su presencia, tampoco despunta demasiado. No obstante, el hecho de que Dorell hubiese sido un caballero de la Orden de la Santa Justicia hace cobrar a sus palabras un aire más siniestro.

Y es que esta orden de caballeros, propia de Córzalon (la región humana más al oeste del Viejo Continente sin contar las islas de Arlandia, más al sur) se dedicaba a salvaguardar dicho reino en nombre de Aetán, el Dios Sol. La religión de Aetán realmente era una “herejía” surgida de la figura de Karón, patrón del Imperio Karogundio (vecino de Córzalon por la vertiente oriental). La guerra civil producto de las diferencias religiosas en las que unos mantenían que Karón fue un hombre que hizo frente a los dioses y otros aseguraban que realmente era la representación en la tierra del poderoso Dios Sol, amén de asuntos más turbios, provocó la fundación del nuevo reino aprovechando las tierras al otro lado de los Montes Aullantes, arrebatadas a hombres salvajes, que por aquel entonces, en su variopintas formas, ocupaban muchos terrenos del mundo.  Así pues, el pilar de esta nación es su religión, cuyos preceptos rigen desde las directrices de gobierno a la forma de vida en el día a día de sus gentes.

De vez en cuando algún miembro de la Orden de la Santa Justicia decide tomar los votos de Hijo de Aetán, un rango superior, y dedicarse a recorrer los caminos predicando y llevando a cabo la “Santa Justicia”, algo así como enmendar los desmanes del mundo según los designios de Aetán. Estos sujetos suelen ser extremadamente religiosos, incluso fanáticos. Sus votos se resumen brevemente: “Transmite la palabra con el verbo o con la espada”. El paso a Hijo de Aetán conlleva cierto ritual.

La ceremonia comienza a plena luz del día. El caballero inca la rodilla en el suelo, descubierto y desarmado; debe mantener la mirada fija en el astro rey. Entonces, un sacerdote de Aetan se le aproxima y posa su mano sobre el rostro, cubriéndole los dos ojos con la mano, y comienza a recitar: “¿Vos, caballero, prometéis abandonar vuestras tierras y todo cuanto poseéis, así como a vuestros seres queridos, a cambio de recibir el don de nuestro Señor, para predicar sus virtudes por el mundo conocido y hasta donde os lleven vuestras fuerzas?”; a lo que el caballero ha de responder “Sí, lo prometo”; continúa el sacerdote: “¿Vos, caballero, portaréis un yelmo y una espada bendecidos por Aetán, y los usaréis sólo como herramienta para vuestra labor de justa predicación?”; a lo que el caballero ha de responder: “Sí, lo prometo”; y el sacerdote volverá a preguntar: “¿Juráis pues convertiros en un digno Hijo de Aetán, y todo cuando ello conlleve?” y viene el último “Sí, lo prometo”.

Y tras lo anterior, el sacerdote habrá de retirar la mano. Si el caballero es realmente puro a juicio de Aetán, sus ojos jamás volverán a abrirse y quedará ciego. El caballero se yergue para aceptar los dos presentes de la Orden: una gran espada de batalla y un yelmo con visera. Las grandes espadas de batalla bendecidas por los sacerdotes de Aetán poseen vida propia, convirtiendo a sus poseedores en excelentes espadachines mientras sean empuñadas y se empleen en nombre del dios; de lo contrario se encierran en su vaina, de la que no volverán a salir hasta que su usuario yazca muerto.

Por otro lado, está el yelmo: es una celada de acero adornada con llamas y rayos por su superficie, simulando que estos brotan desde la visera inmóvil; esta a su vez tapa el rostro hasta la nariz, dejando al descubierto la boca. Esta visera no tiene agujeros para la vista: está adornada como si fuera el rostro de Aetán, con unos perennes ojos abiertos labrados en plata. Esta pieza de armadura mágica permite a los caballeros ver las intenciones de los seres vivos que les rodean, adivinar lo que va a ocurrir para poder prejuzgar sus movimientos y responderles en consecuencia; siempre siguiendo los preceptos de Aetán. Esta habilidad viene también determinada por la pureza del caballero: a más calidad de espíritu, más podrá escudriñar en el futuro de quienes le rodean.

Así pues, el caballero ha de marcharse allá donde la Orden crea conveniente. En este caso, los designios de Aetán apuntaban a las tierras salvajes de Líbar, en el extremo más al sur del Viejo Continente. Se trataba de una sagrada colonización en contra de los infieles, solo que en lugar de buscar la conversión de sus almas impuras, lo que se ansiaba era el bendito regalo de su tierra: el oro de las minas.

De esta forma, el reino de Córzalon comenzó a enviar naves al lejano sur, con tantos rezos como sacos vacíos y hambrientos de valioso mineral, todo salvaguardado por los Hijos de Aetán, entre los cuales estaba el resoluto Dorell Bauport. Hubo suerte en la travesía y ningún velero pirata de Arlandia hizo presencia: los astutos saqueadores preferían los barcos de vuelta con las bodegas llenas.

Tras tres semanas de travesía, Dorell puso la bota en tierra líbara. Él era alto, de complexión esbelta y ágil. No tenía cabello bajo la celada (los Hijos de Aetán suelen afeitarse la cabeza por comodidad a la hora de llevar el casco) y una barba corta y cerrada afloraba en la parte libre de su rostro. Iba ataviado con ropa de guerra: se protegía con una loriga de cota de mallas, peto y espaldar de acero así como los brazales y grebas. Los guantes eran de cuero al igual que las botas, solo que éstas tenían refuerzo en la punta. En el lado del corazón, en el peto, tenía incrsutado un sol de plata. Por supuesto lo más impresionante era el yelmo: los ojos argenta de Aetán escudriñaban todo cuanto ante ellos se cruzaba desde esa visera a modo de media faz.

Desembarcaron en el puerto de Loumbert, en la Bahía de las Fieras. Loumbert era un pequeño asentamiento costero, guarnecido con torres de piedra y empalizadas de troncos, tanto cara al mar como a la tierra. El sol era cálido y la tierra fértil, por lo que los barcos se ahorraban el tener que traer sacos de grano y otros alimentos; había campos de trigo y cebada, así como árboles frutales y además unos cerros bajos perfectos para los rebaños. Todo al servicio de las guarniciones. Algunas pequeñas aldeas y el puerto dormían tranquilas bajo la sombra del castillo de Soudgaren, más conocido con el nombre de El Faro de los Caballeros. Se trataba de una mole de pura roca construida sobre el cerro más alto de la región, a tres días a caballo desde Loumbert. Contaba con un doble amurallado, foso profundo e incluso una capilla, situada en lo más alto del fuerte. Era sin duda la fortificación más imponente erigida por el hombre al sur del Gran Baluarte, allá lejos en la frontera meridional del Imperio de Karogundia. Su misión era defender el Valle de Soudgaren, así como sus minas.

Seigmond Vaugenet, el Gran Maestre de la Orden de la Santa Justicia que se encargó hace años de construir el castillo, no quiso emplazarlo en la sierra de la que descendía el río Veras (causa mayor del valle) por miedo a que los ataques de salvajes y bestias, así como los accidentado del terreno, impidieran o retrasaran demasiado la puesta en funcionamiento del mismo. En el cerro donde se encontraba, casi en el centro del valle, podía dominarlo todo. Y, por supuesto, albergaba en su interior la mina más fructífera del valle. Para recordar tanto a los seguidores de Aetán como a los insurrectos indígenas que el poderoso dios estaba presente, una inmensa cúpula chapada en plata, coronando la capilla, proyectaba los reflejos del sol en todas direcciones mientras fuera de día; eso le valió el mote.

Así pues, Dorell se puso en marcha hacia la torre mayor del puerto, donde le encomendarían las órdenes más inmediatas y concretas. El cálido sol hacía refulgir los metales de su armadura. Su gran espada, pendiendo de tientos de cuero en su espalda, se zarandeaba coreando los pasos del caballero. Las construcciones civiles del puerto eran modestas: cabañas de madera y adobe, ya fueran viviendas o almacenes. Sólo la capilla y las torres eran de roca. Iba acompañado de Piegro, su escudero: un tipo no muy alto pero fornido, desdentado a medias y moreno, no costaba imaginar que nació en una porqueriza al pie de los Montes Aullantes, en la frontera de Córzalon con Karogundia.

-¡Paso a un caballero, paso! –iba gruñéndole a la gente, se apartasen o no; caminaba cargado con un macuto así como provisto de una daga en el cinto y una vara en la mano. Las calles no estaban demasiado concurridas: no era un puerto comercial, salvo por algún mercante que quisiera abastecerse. Todo estaba sujeto a las órdenes castrenses de un Gran Maestre sentado en el castillo de Soudgaren y sus gobernadores en los distintos asentamientos en derredor del baluarte.

-Se diría que presumes de amo, mi buen Piegro, más que velar por él –dijo, sonriente, Dorell. Caminaba tranquilo y “miraba” en todas direcciones. Estaba contento de comprobar que todas las personas estaban debidamente consagradas a Aetán, o así lo revelaba su mirada mística. No se diría de él que era ciego salvo por que apoyaba su mano diestra en el hombro zurdo del criado.

-Mi deber es ahorrarle esfuerzos innecesarios, señor, y pienso hacerlo –apuntó el escudero mientras ayudaba a su amo a esquivar un charco- vos me escogisteis de entre todos los sirvientes que pusieron a vuestra disposición, y os lo agradezco.

-Vamos, sólo podía escoger a uno, lo sabes –argumentó el caballero- y tú eras el de aspecto más saludable y trabajador –intentaba restar importancia a las palabras, como si fueran minucias.

-¡Vamos! –Dorell no supo si se lo dijo a él o a quién, pero desde luego escuchó como la vara de Piegro golpeaba algo macizo, y luego el relinchar de una mula- alegrad los oídos a vuestro pobre Piegro una última y única vez más por hoy, amo –los dos sabían que, obviamente, Dorell no había podido escoger a su lacayo por su aspecto físico porque era ciego; como todos los Hijos de Aetán.

-Fue por tu alma pura y sacrificada a Aetán –bufó Dorell. No le gustaba despedir elogios alegremente- aunque elegí de los últimos, no sé qué se llevaron los anteriores…

-Gracias, mi señor –dijo alegremente Piegro. Sabía que el don de la visión de Aetán en su amo era especialmente fuerte, más que en algunos de sus compañeros de armas, y también sabía que Dorell no escogió de los últimos- ahora, dejad de os guíe, intentaremos andar más rápido.

Dorell estaba distraído observando a unos niños jugar: su visión especial le permitía ver su futuro. Podía regular el grado de futuro que quería revelar, y tiró alto. De los tres que había, vio a dos formar una familia y tener hijos. Trabajaban duro en la tierra y parecían felices, el sol de Aetán velaba por ellos. El otro, no obstante, no estaba. Tenía el futuro negro, o mejor dicho, “en negro”. No le dio tiempo a observar su futuro más reciente, los golpes en la puerta de la torre mayor que propinó Piegro con la vara le distrajeron; la puerta era alta y ancha como para que pasaran dos caballeros montados. Normalmente los caballeros de la Santa Justicia acuden a las capillas, pero al tratarse de una colonia regentada por la orden, tenían bajo su poder todas las estructuras militares y por ello las tomaban como centros de administración. Un sirviente enjuto, moreno y medio calvo abrió el portón; tenía manos de trabajador.

-¿Sí…oh! –se fijó al instante en Dorell- un caballero nuevo ¡Tened la bondad de pasar! –Dorell, como hacía con todo el mundo, le dio una pasada rutinaria con su vista. Un hombre más, trabajador, más o menos honesto y religioso.

Entraron en la estancia. Era una especie de enorme zaguán que conducía a un patio de armas amplio, encerrado en el amurallado del complejo: a un lado del patio había barracones de soldados y al otro estaban los establos. Al fondo, la entrada a la torre propiamente dicha. Era cuadrada. El sirviente los condujo a través del patio. Dorell observó que, además de soldados normales, había más caballeros. Reconoció a cuatro caballeros conversando junto a sus monturas por el brillo especial que despedían, y a otro hijo de Aetán aguardando a que su escudero trajese a las monturas para partir; lo reconoció por el candor plateado que iluminaba su futuro.

-Yo también lo he visto, señor –le musitó Piegro, que ahora caminaba junto a él cogido del brazo- su lacayo es esquelético, y él es enorme ¡Seguro que es más avaro que los enanos!

-No blasfemes, o creeré que gruñes tanto como tus parientes.

-¿Los cerdos, amo? –preguntó confuso, y algo molesto.

-No, no –y Bauport se aguantó una carcajada- los de verdad. Tu familia. Todos los que vivís a los pies de los Montes Aullantes tenéis una curiosa predisposición al jaleo desmedido. Desde luego, el nombre de la región es muy apropiado.

-Señor, usted sabe que es por los lobos. No se mofe de un pobre escudero…

-Lobos. Ya, ya… -y decidió Dorell que lo mejor era dejar la conversación antes de provocarle un cómico berrinche a su escudero. No le gustaba el ruido innecesario, debido en parte a su autoimpuesto estado constante de alerta.

El sirviente de la torre abrió el portón, reforzado con bandas de hierro, y pasaron al interior. La estancia se componía básicamente de panoplias, soportes de escudos y otro mobiliario propio de la soldadesca, además de toneles y cajas. Junto a la puerta había una mesa con cuatro sillas para los soldados en las guardias, y las paredes iluminadas por candiles de aceite. La preeminencia la tenían las anchas escaleras que comenzaban junto a la pared. Comenzaron a subir; Dorell fue un poco más lento los dos o tres primeros escalones, pero se hizo pronto a las dimensiones de los mismos y comenzó a subir con naturalidad. Fueron ascendiendo cada una de las cuatro plantas hasta llegar a la cuarta (que estaba cerrada por ser las dependencias personales del gobernador) y finalmente la quinta y última, sin contar la superior, que da al exterior. Era la sala donde el gobernador recibía a quien hubiera que recibir, fuera cual fuese el motivo. El sirviente les pidió que pasaran con un ademán, para luego dar media vuelta y perderse escaleras abajo.

El suelo, al igual que el techo, era de madera, cosa que se repetía en todas las plantas. Se veían las gruesas viga. Los candelabros estaban apagados, pues las ventanas, aunque estrechas, estaban abiertas. La luz era algo pobre, pero así se evitaban gastos innecesarios. En un lado de la sala, junto a una mesa, un lacayo aguardaba a la espera de que alguien solicitase alguno de sus servicios. En la mesa había desde pan y queso a jarras para servir cerveza o agua, además de papel, lacre, un candil…en definitiva, cualquier cosa de uso cotidiano. Quedó claro que ese sirviente era el camarero personal del gobernador, que lo observaba todo desde una gran mesa al otro lado.

Esto no era una corte, sino más bien una oficina. Desde su mesa rústica y resistente, el gobernador atendía varios documentos. Su espada era recta, larga y fina, como acostumbran los corzalinos, y descansaba sobre la mesa. No llevaba ropa de guerra, sino unas cómodas vestiduras, adornado en todo caso por un jubón bermellón y un collar de plata. El gobernador era un hombre de mediana estatura y no tan entrado en carnes como en años; algunas canas asomaban en su pelo negro y corto. Ojos marrones vivos, atentos, y rostro aparentemente serio. Bigote extremadamente espeso y abultado. Los que si iban bien pertrechados eran los cuatro guardias que le flanqueaban con petos y espaldares, así como cascos, espadas al cinto y lanzas en mano. Alzó la vista al ver a caballero entrar.

-Sir Dorell Bauport, Hijo de Aetán, joven y nato de Brindos, soleadas tierras al sur de nuestra Córzalon –dijo, medio sonriente.

-Y este es Piegro, mi escudero –dijo Dorell, asintiendo. Piegro se erguió tanto como si de repente creciera un palmo.

-¡Ah, bien! –dijo, sonriendo y reordenando sus documentos, orgulloso de los mismos, como si hubiera ganado un juego- ¡Bienvenido a mi querido Loumbert! –era tal el bigote que lucía, que al sonreír no se le veía la fila superior de dientes- ¡y ahora, también la suya! ¡Todos tenemos mucho trabajo, mi buen Dorell! Mi nombre es Felbert Norbu, gobernador.

-Vos diréis –habló, escueto, Dorell. Era bastante serio con los asuntos oficiales. Piegro atendía casi más que su amo. El viaje largo en barco le resultó pesado, y ahora deseaba retirarse a una celda y reposar.

-Os diré, os diré, pero seguidme, si gustáis –y el gobernador rodeó su amplia mesa y tomó al caballero del brazo, dada su condición de invidente. Dorell le miró, había visto siervos más fervientes en las calles fuera de la torre, pero no encontró nada preocupante. La visión de Aetán no permitía descubrir el fin de las personas, pero se aventuró a augurar que este acabaría en una cama cómoda y no por heridas. Se preguntaba cómo sería la habitación a la que le conduciría. Le gustaba la luz, aunque no esperaba unos ventanales enormes.

Lo acompañó, y comenzaron a bajar escaleras. Piegro iba detrás, ofuscado por verse ignorado, pero eso era sentimiento común para todos los escuderos.

-Bien…ah, permitidme que os diga que tenéis un físico encomiable –el gobernador era más bajo que él- ¡os vendrá bien! Hace falta músculo para hacer entrar en razón a esos salvajes.

-La fe se ha de esgrimir a la par que la espada –pronunció Dorell. Pese a ser joven, apenas unos veinticinco años, era muy sereno y meditabundo.

-Sí, sí, claro. Descuidad, estaréis acompañado de otro caballero –habló Felbert. Iban bajando escalones.

-Vaya, acostumbro a estar solo en mis rezos, pero no me importa –respondió Dorell. En su celda, en Córzalon, estaba solo. Es lo más normal- pero, ¿y mi escudero?

-Ah, el…bueno, estará bien con vos, también, supongo –comunicó el bigotudo.

-¿Conmigo, también? –Dorell estaba confuso. ¿Iba a dormir en una celda de caballero o en una cuadra con las bestias?

Antes de darse cuenta, ya se encontraban de nuevo en el patio de armas. El gobernador se quedó en la puerta de la torre, sonriente.

-Pida un caballo, y lo que necesite ¡Espero verle pronto, sano y salvo! –y sin mediar más, dio el asunto por zanjado con un estruendoso golpe de puerta.

Dorell se quedó boquiabierto, por un segundo, tanteando en el aire. Piegro tomó la mano.

-Ese tipo es un descortés, un juntaletras y…-gruñía el escudero.

-Y un hombre que se merece nuestro respeto como cualquier otro, Piegro. No seas descortés. Andará ocupado…-realmente estaba molesto.

-No, es así. Es un tipo bastante nervioso –tronó más que sonó una voz tras suyo. Era el Hijo de Aetán que vieron antes. Tenía un físico de toro, un mentón  duro e impolutamente rasurado y unas manos como palas; una de estas sujetaba una correa atada a la cintura de su escudero, el cual suponía su antítesis. El lacayo era escuchimizado, brazos permanentemente en postura de ave de presa, como si se fuera a tirar a por una rata, a juego con su nariz de aguilucho- Ah, disculpad. Permitid que me presente. Soy sir Gutrep de Lyonuse, y este es mi criado Damelien –el robusto caballero dio un tirón suave de la correa.

Dorell los repasó a ambos. El aura plateada de sir Gutrep era inferior a la suya, pero por poco. No le gustaba Damelien, su futuro estaba lleno de claroscuros. De momento, auguraba que combatirían hombro con hombro en nombre de Aetán; era de esperar.

-A sus pies –se humilló el rapaz.

-Sir Dorell Bauport, y aquí mi fiel Piegro, de los Montes Aullantes –y dio una recia palmada en su sirviente, que hinchó el pecho como un palomo. Sir Gutrep asintió conforme.

-Pues, sir Dorell, será mejor que haga caso del entusiasta Felbert y ordene a su criado que le procure una montura. Debemos partir cuanto antes –comunicó Gutrep- hay problemas en la frontera.

No tardaron mucho en procurar montura para los caballeros y sus criados. Salieron a trote de Loumbert y fueron remontando el río Veras por un sendero junto al mismo, dirección noroeste. Se les fueron uniendo tropas de las aldeas: tanto soldados profesionales como milicias, algunos a pie y otros a caballo. Los Hijos de Aetán, pese a ser ciegos, pueden montar a caballo con naturalidad debido a que con su videncia pueden observar su futuro cercano e ir pendientes de no desembocar en un accidente. De momento, sólo estaban ellos dos al cargo de las tropas, además de un par de sargentos que se habían encargado de organizar a los soldados y milicianos. Siempre hicieron noche bajo la seguridad de las aldeas bien vigiladas, nunca en mitad de la naturaleza. Dorell tenía el nerviosismo de los novatos, nunca había participado en una empresa militar crucial.

A la altura del Castillo de Soudgaren, en una explanada frente a sus murallas y antes de vadear el río, les esperaba otro contingente: más soldados y milicianos, así como varias figuras preeminentes a caballo.

Una de ellas era especialmente llamativa a los ojos de los Hijos de Aetán. Era una vida sacrificada al dios, templada y severa: Goufred Vaugenet, Gran Maestre del Castillo de Soudgaren  y descendiente directo de Seigmond Vaugenet; sin duda habría sido un digno hijo de Aetán de haber tomado los votos. Era un hombre de mirada dura y recia, como su barba gris y longa; no llevaba más armadura que una cota de mallas con adornos en oro y un tabardo con el escudo de su familia: un brioso corcel blanco tirando de un castillo del mismo color sobre las aguas, con un fondo verde. A su diestra aguardaba un tercer hijo de Aetán, complexión parecida a Dorell pero más bajo y facciones más llanas; se llamaba Rubrean Palec y su escudero con pintas de pastor era Joen. Además, había once caballeros de la Orden de la Santa Justicia.

-Que Aetan os ilumine en el día –dijo Dorell en cuanto se hubieron detenido ante el grupo. Iba a la cabeza, con Gutrep a la diestra y Piegro a la siniestra.

-Y que vele por nuestras noches, caballeros. Sed bienvenidos a Soudgaren, un jardín verde en mitad de las tierras salvajes–habló el Gran Maestre. Su voz era profunda y su tono paternal- siento no poder recibiros como es debido, pero la situación es cruda. Debéis dirigiros a El Linde, un pequeño asentamiento que hemos fortificado en el extremo más septentrional , al pie de Las Lomas ¡Raudos, mis hombres os guiarán!

No hubo tiempo casi ni despedirse. La urgencia había de ser superior, así que Dorell, Gutrep, Rubrean (que aún no había hablado), los escuderos, los caballeros y casi todos los que disponían de caballo se adelantaron, dejando a la infantería atrás a marcha forzada. En total, serían unos cuarenta jinetes y unos noventa infantes. Nadie habló por el camino, sólo se oía el rumor del río cada vez más tenue (tras cruzarlo por el vado junto al castillo) y el golpear de los cascos en la tierra. Ciertamente, Soudgaren era una tierra fértil y verde. Los árboles crecían rodeados de matojos frondosos y no se levantaba mucho polvo al correr: la tierra no era seca. Pequeños monos saltaban de árbol en árbol chillando al pasar de los jinetes, y aves gordas y pardas levantaban el vuelo de entre algunos arbustos por el mismo motivo. Llegaron a Rocavigía, una aldea edificada en torno a una gran roca sobre la que se construyó una torre de madera; estaba a casi un día a caballo de El Faro de los Caballeros, y ya anochecía. Pasaron allí la noche y partieron al amanecer, avisando de que en dos o tres días llegaría un pequeño contingente de tropas a pie. Se les unieron doce jinetes más, entre soldados y hombres de armas. Cuando llegaron a El Linde eran cincuenta y tres jinetes. Llegaron al quinto día a caballo desde Loumbert, y para que llegasen el resto de tropas faltarían aún otros tres o cuatro días.

El linde era un asentamiento donde vivirían unas seiscientas personas, capaz de acoger a unos cuatrocientos soldados y sus monturas si se apretaban el cinturón, aunque estos traían provisiones para una semana. Estaba situada en lo alto de un montículo entre una serie de lomas que iban desde el Valle de Soudgaren a la denominada Estepa de las Tribus, prácticamente inexplorada. La villa vivía del pastoreo y la agricultura. Se había visto obligada a mantener una guarnición constante de cincuenta hombres en vista de las incursiones de los salvajes y bestias que bajaban de la estepa al valle verde. Dorell y las tropas fueron recibidas con un ansioso suspiro de alivio.

Se acomodaron como pudieron y comenzaron a preparar las armas, no había tiempo que perder. El oficial al mando era el Capitán Gauchex, un viejo soldado lleno de remiendos. La misma noche de su llegada, las cabezas notables de las tropas se reunieron en La Piel del Lobo, la posada más grande de la aldea. Se juntaron dos mesas para hacer una más amplia y poder discutir sentados. Había tres hombres además de Dorell, Gutrep y Rubrean, que no había hecho más que presentarse desde que lo vieron por primera vez. Al entrar en la estancia preparada para el concilio, los tres caballeros vieron lo mismo: una figura imbuida de los poderes de Aetán, serena y de futuro tranquilo: un sacerdote; las otras dos tenían demasiados claroscuros, por lo que serían hombres de armas fuera de ninguna orden religiosa: soldados, mercenarios o simples milicianos, aunque una tenía un candor agradable, como de lealtad y palabra. Los escuderos esperaron fuera, donde les dieron de comer.

-La situación evoluciona de molesta a preocupante –dijo Gauchex. Era de media estatura, los pómulos marcados y la cara bien afeitada salvo un espeso mostacho, tuerto del ojo izquierdo. Iba vestido con un gambesón acolchado de color rojo oscuro, su armadura de tres cuartos esperaba en una silla junto a él al igual que su espada; este hombre era el alma claroscura con el candor especial- han lanzado tres ataques desde la semana pasada, comenzaron el lunes y hubo un día entre ataque y ataque. Primero, tomaron despistados a los aldeanos y saquearon dos granjas, sólo dejaban viva una víctima en cada ataque, fueron unos cuarenta. Los llamamos Sabandijas, porque son capaces de reptar por el lecho de un río o entre los arbustos, y disparan unas flechas envenenadas mortíferas.

-Esos perros las pagarán, ¡vienen a destruir y a reírse! –gruñó un hombre entrado ya en años, vestido con ropas de campesino y una armadura de cuero remendada y sucia de sangre y polvo. Su cara era redonda y la nariz bulbosa, cabellera y barba desordenadas. Un hacha de considerable tamaño estaba apoyada en su silla; esta era el otro alma claroscura, más mezquina- ¡Son bestias, y sus cabezas deberían descansar sobre nuestras chimeneas!

Los tres caballeros estaban en silencio, salvo Gutrep, que asintió a ese comentario. Gauchex retomó la palabra tras esa intervención. Quería informar debidamente a los Hijos de Aetán.

-El segundo ataque fue el más cruento. Se dividieron en dos grupos, presumiblemente serían dos tribus distintas. Unos tenían escudos de piel y madera adornados con garabatos blancos, en el otro grupo había individuos que corrían enajenados enarbolando unas mazas con puntas de hierro. Masacraron, literalmente, tres granjas. Los únicos supervivientes fueron los que consiguieron huir, y contaron como los dos grupos, al encontrarse, lucharon entre sí como si fueran enemigos. Sabemos que se produjo una lucha encarnizada, pero desconocemos el motivo y quienes fueron los vencedores.

Los caballeros estaban muy atentos: eran comportamientos muy extraños. La sexta figura, aparte de Gauchex y el agresivo y sucio barbudo, era un anciano de escaso pelo, cara consumida y que vestía con una sotana larga y blanca, de bordados dorados; el sacerdote. No saludó al entrar porque los mismos caballeros lo reconocerían y además nunca se ha de molestar con palabras a los guerreros invidentes.

-¿Alguien ha intentado comunicarse con ellos? –preguntó, cortésmente, Dorell.

-Oíd lo que han dicho los presentes: son bestias salvajes. Emboscan como serpientes, devoran como los osos en verano y se pelean entre ellos aunque sean de la misma madre, como los polluelos de las rapaces. Y como bestias que son, deberán ser tratadas –habló el belicoso Gutrep, con su voz altanera y sonora. El capataz de guerra barbudo gruñó de satisfacción al oír eso, pero Gauchex y el sacerdote permanecieron impávidos, meditabundos.

-Hemos oído lo que bien han podido hablar los elocuentes presentes, a falta de un tercer y docto hombre –intervino vez Rubrean. Todos se le quedaron mirando un segundo, sorprendidos. Su voz era seca, quebrada, como si bebiera humos. Rápido, observaron todos al sacerdote, pues era a quien hacía referencia. Este hombre del dios, de rostro seco y pellejudo, dijo:

-Que el Sol de Plata fulmine las sombras de su dominio como el día se abate sobre las tinieblas –y, definitivamente, se hizo la guerra. Una guerra que alguien tenía que perder.

Se sucedieron, desde lo ocurrido, dos ataques más. Todos perpetrados por los salvajes con los escudos adornados de blancos glifos, a los que dieron en llamar “albares”. La guarnición del asentamiento se dedicó a reorganizar toda la zona, destinando algunas tropas a las granjas emplazadas de cara al interior del valle, permitiendo a los salvajes desfogarse con las aldeas en la frontera exterior; de esta forma pudieron aguardar a recibir todo el ejército disponible. Se congregaron ciento treinta infantes: unos cincuenta eran soldados con armaduras de tres cuartos, lanzas y escudos, el resto eran hombres de armas de equipo tosco y variado (desde hachas a espadas cortas, pasando por armas de asta improvisadas y algún peto o casco de cuero). Por otro lado, había ya unos sesenta jinetes, entre soldados y hombres de armas, los caballeros de la Santa Justicia y los tres Hijos de Aetán formaban aparte.

Gracias a la labor de los exploradores, se pudieron cumplir las cávalas del buen Gauchex: un contingente de unos trescientos salvajes se dirigía directo a El Linde, envalentonado con haber destruido ya una decena de granjas. Sería el momento de aplastarlo, y tras esto, preparar un avance sobre la inhóspita Estepa de las Tribus y destruir su campamento. El plan consistía en bloquearles la entrada en un paso llano de Las Lomas (la cadena de colinas marcadas que separaba el valle de la estepa), mientras la caballería se dividía en dos grupos y hacía un movimiento en pinza. Para asombro de todos, los once caballeros de la Santa Justicia y los tres Hijos de Aetán constituirían un único grupo.

Así pues, en la víspera del combate, todos se separaron en regimientos y grupos. Los escuderos pasaron a formar parte de la mesnada, mientras que los caballeros se dedicaron a velar las armas toda la noche. Una última acción harían los lacayos por sus amos: vestir a los caballos. Les colocaron pesadas bardas de lona gruesa, cuero y metal. Protegieron el cuello del animal con cota de mallas y su cabeza con placas de acero. Por último, en la parte posterior silla, instalaron unas maravillosas alas plegadas, hechas con láminas de tejo y longas plumas de águila, que iban conectadas a un mecanismo accionado por un cordel a la parte frontal. Los lacayos se inclinaron ante los caballos de sus señores e imploraron que los trajeran de vuelta. Piegro dejó caer una lágrima, pero se ciñó un yelmo de cuero que se supo conseguir y agarró fuerte una pesada maza de madera con refuerzos de metal: se prometió a sí mismo que nunca abandonaría a su amo.

Con el gemir lastimero de algún perro o el ulular de algún búho estepario, el crepitar de fogatas salvajes o aldeanas, todos, buenos y malos, o malos y buenos, durmieron esa noche dispuestos a luchar, que no a morir, al día siguiente. La luna estaba medio llena y no había estrellas.

Llegó el día marcado. Las tropas de corzalinos marcharon a la guerra y todo se dispuso tal como dijo Gauchex: un firme núcleo de soldados con armaduras, escudos y lanzas, flanqueado por hombres de armas, resistiría a los salvajes, en lo que la caballería hiciese lo suyo. Los soldados llevaban el pendón del caballo y el castillo de los Vaugenet, así como un toro negro sobre fondo verde, un ganso pescando a una serpiente roja o un hacha rota sobre fondo amarillo; todos símbolos de los asentamientos de los que provenían los integrantes del contingente, así como, en preeminencia, el de El Linde, un león blanco dormido a los pies de una lona amarilla. Asomaba el Sol.

Pese a su condición, los salvajes fueron puntuales. Y entregados. Al poco de estar preparada toda la soldadesca, apareció por lo alto de la curva del terreno una marabunta de individuos vociferantes, de pieles tostadas y cabellos negros, ataviados con pieles, armas toscas de hierro y escudos de piel y madera con glifos blancos. Solo a un dios del caos, que no estaba presente, le habría hecho gracia que los albares atacasen al alba.

Se arrojaron enarbolando cuchillas, lanzas y hachas contra el cuadro de infantería de soldados y los dos grupos de milicianos, y en esa tierra no se volvió a ver un combate más encarnizado en mucho tiempo. Los soldados cumplían su tarea: perforaban las tripas enemigas con sus lanzas, chocaban escudo con escudo y entonaban el nombre de Aetán, podían estar orgullosos de no ceder casi un paso. Era en los flancos, donde los furiosos campesinos hacían frente a los salvajes, donde la guerra se convertía en carnicería.

Piegro estaba casi en tercera fila, que al poco se convirtió en primera. Manejaba su maza con una torpeza que suplían sus ansias de sobrevivir y la palabra de guiar siempre a su amo. La agitaba con tal furia sobre sí, y eran tal los gañidos que emitía su boca de almena, que los salvajes se lo pensaban dos veces antes de acercarse a él. Desarmó a uno del escudo y a otro le cascó la cabeza como si fuera una calabaza madura, y luego comenzó a girar en torno a sí, enajenado, llegando incluso a desarmar por error a un compañero que sucumbió a sus pies por el hachazo de un enemigo en el cuello. Seguía manejando el tremendo garrote cuando, como si todo se detuviera un instante, vio como una piedra de considerable tamaño  se dirigía a alta velocidad contra él, para luego notar el golpe sordo y caer de espaldas. Por un momento estuvo sordo, e incluso se hizo daño en el brazo izquierdo al caer y descargar su peso sobre el mismo. Tardó un instante en darse cuenta de que aún estaba vivo y casi intacto, aunque todo le daba vueltas. Otro miliciano le pasó por encima, un tipo alto y delgado armado con una espada oxidada, que se lanzó contra el enemigo. Piegro aprovechó el respiro; perdió su garrote en la caída, pero tanteó y dio con una maza de hierro macizo, hasta el corto mango, que podría manejar con la diestra. Se hallaba en el flanco derecho.

Gauchex asestaba cortes y estocadas como si los mismísimos avernos conjurasen contra la sangre de sus enemigos. Regó tierra, plantas y cadáveres con los jugos de sus contrincantes, y junto a sus soldados demostró que no hay mayor acero ni más afilado que las almas de unos soldados voluntariosos y una disciplina férrea. Su espada, larga y fina, era la lengua envenenada de una serpiente que devoraría a los salvajes ratones de uno en uno, o siete en siete. Un auténtico torbellino se formaba a su alrededor: a este lo desjarretaba de un golpe en la rodilla, a aquel gritón lo enmudecía de un mandoble en la quijada, a ese lo entretenía mientras un soldado lo ensartaba como a un lechón. No hubo escudo blanco que no quedase rojo ni grito que no fuera acallado, pues todos gritaban “¡Aetán, Aetán brilla!” y predicaban con el acero. El ojo lúcido de Gauchex brillaba con el hambre de un asesino y su bigote se erizaba como el lomo de un gato acorralado.

El grupo de caballería más numeroso, de unos sesenta soldados y hombres de armas a caballo, se disponía a las afueras del asentamiento a preparar su marcha. Estaban quietos, recibiendo órdenes, aunque ya montados. Dejarían que la batalla se madurase un poco más, para tomar a los salvajes cansados, y por lo que decían los correos, salvo el flanco de milicia a la derecha, todo marchaba a la perfección. Estaban terminando de atribuirse pendones y sargentos, cuando algo hizo que los caballos se encabritaran y a los hombres les encogieran los corazones. De una zona de hierba alta próxima, junto a la granja en la que se encontraban (que fue dispuesta para todas las caballerías) se alzó y lanzó un centenar de salvajes enajenados, iracundos y armados con cruentas mazas con largos y afilados pinchos de hierro. No podían creérselo, ¡los salvajes habían colado guerreros tras el perímetro de seguridad de Gauchex! Los hombres cargaron a caballo sobre los salvajes, aplastando cajas torácicas y cráneos con las pezuñas de sus monturas, atravesando lomos con sus lanzas y maldiciendo con sus bocas, pero la carga estuvo falta de fuerza, y algo primitivo y ancestral movía a esos bárbaros, con los estómagos llenos de setas alucinógenas. Desmontaban a los jinetes a porrazos, incluso arrojaban sus pesadas armas con inusitada fuerza para desgraciar de por vida (o de por muerte) a los que no tenían buena armadura (como era el caso de los milicianos a caballo). Estaba claro que estos hombres de Córzalon tenían que deshacerse de estos salvajes antes de protagonizar una carga que probablemente no realizarían.

Los Hijos de Aetán se pusieron en pie. Estaban en su campamento, aún en El Linde. Los Caballeros de la Santa Justicia ya estaban montados. Las armaduras de todos relucían con el Divino Sol y nadie abrió la boca. Marcharon, acudiendo a su juramento.

Piegro sosegó su furia desmedida. En el brazo izquierdo, que ya le costaba estirazar desde su derribe, le habían herido con una cuchilla tosca de hierro casi oxidado, y el brazo de la maza empezaba a cansársele del esfuerzo. Se dedicaba a no ceder terreno. El ambiente estaba cargado, el Sol apretaba y las voces de los moribundos y los fieros colmaba los oídos. Acero golpeando madera, hierro atravesando cuero, carne recibiendo muerte y almas escapando de sus prisiones. La guerra jamás es feliz, pero puede llegar a ser hermosa. Esta era, por el contrario, horrible. Apareció un tipo enorme, un barbudo gordo y ataviado con una armadura de cuero remendada, que partía de dos en dos a los salvajes y sus escudos con un hacha enorme. El muy bastardo se reía con cada golpe, y escupía sobre los muertos. Piegro se enfureció, por la falta de respeto, por sus heridas, por no saber dónde estaba su amo y porque el mundo era un corral de alimañas sin pastor. Que Aetán se los lleve a todos.

Los jinetes eran ya casi la mitad y apenas diez o doce luchaban aún a caballo. La carga de los salvajes maceros había sido devastadora, y aunque quedaba menos de la tercera parte de los mismos, su avance era incontenible. Comenzaron a replegarse en dirección al asentamiento, buscando los apoyos de las guarniciones fijas en la empalizada.

El cuadro de soldados se mantenía, firme e irresoluto. Habían perdido a una veintena de hombres, pero ninguno osaba dar un paso atrás sin el comandante Gauchex. La formación se había resentido un palmo o dos, la distancia justa que se perdía entre la caída de un soldado y lo que tardase en ser repuesto. Gauchex, por la contra, seguía en una inamovible primera fila, llegado el punto de que se había convertido en testaferro de sus tropas, un mascarón de proa consagrado a la carnicería y rendido a una sed de muerte apoteósica.

El vil y rechoncho barbudo yacía boca abajo, con la cabeza partida en dos como un melón y los sesos latentes reptando por el suelo, inertes. Piegro estaba en las últimas, lo habían herido en un costado y el golpe de la roca que lo derribó casi al comienzo de la batalla empezaba a pesarle: notaba un dolor latente en la parte superior de la frente, además había recibido un golpe con una macana en la boca y había perdido dos o tres dientes más, con lo que tenía un incómodo sabor a sangre. Pero no cejaba en el intento, lucharía hasta el último estertor, por la promesa a su amo.

El contingente de corzalinos llegaba casi a la mitad, y aunque llevaban un buen ritmo y los salvajes caían a decenas, la batalla se recrudecía. Inesperadamente, al bando enemigo llegaron refuerzos, unos cruentos salvajes con mazas con pinchos que, enajenados, irrumpían a golpes por doquier y contra todo. Llegaron desde el flanco izquierdo, chocando con la castigada milicia, que los recondujo al cuadro de infantería, donde fueron retenidos a duras penas. Gauchex recibió un inesperado golpe en el costado que le hizo hincar la rodilla. Los hombres a su alrededor chillaron de espanto, y una turba de enemigos se tragó al comandante. Los hombres quedaron espantados, y algunos cayeron a causa de la distracción, pero para asombro de los temerosos, Gauchex emergió como un fénix redentor de sus cenizas de tripas y sangre. Cubierto en barro sanguinolento, le faltaba la mitad derecha de su faldón de escamas laminadas y el yelmo. Su cabeza cana quedaba al descubierto, y su puño izquierdo con el brazo flexionado apretaba el costado zurdo, donde la herida. Su mano diestra, vengadora de lo siniestro, era ya un rayo aberrante y criminal que no despedía clemencia, y con un grito de furia y dolor el duro del comandante mandó cuadrar a sus tropas y reponerse al envite. Los hombres, soldados, lucharon a brazo partido, con lanzas rotas y yelmos abollados, por el hideputa de su comandante, Gauchex El Inmortal y su bigote costroso como una alimaña apuñalada.

Por primera vez en toda la batalla, Piegro vio a uno de los otros lacayos. Era el aguilucho de Damelien. Llevaba puesta una coraza de cuero que le estaba grane y sucia de sangre, con los cierres de cuero mal cortados y sujeta con dos cinturones por encima; iba armado con dos dagas largas y afiladas. Él en sí no tenía herida alguna, y se dedicaba a apuñalar a los desprevenidos, su mirada torva pero viva y su nariz de gavilán apuntaban a costados y vientres donde hincaba sus garras aceradas; aunque normalmente se escondía tras otros milicianos más grandes. De repente, un fogonazo llamó la atención de Piegro. De entre la multitud de salvajes con escudos blancos y enajenados con porras brutales se alzó un tipo colosal, una mole de músculo bronceado, ataviado con pellejos y pieles. Su barba era negra como sus cabellos, y muy rizados. Sus recios pelos estaban adornados con dientes de jabalí y en su cuerpo lucían argollas de bronce que le atravesaban la piel. Entre sus puños, grandes e imponentes como adoquines, sujetaba una descomunal maza de madera, recubierta con tachuelas de bronce y petos de hierro. Comenzó a enarbolarla sobre su cabeza, y el aire a su alrededor se convirtió en humo bermellón, rayos describían arcos de aro en aro por su cuerpo, y su maza quedaba imbuida con un poder sobrenatural y ancestral.

El terror se apoderó de la tropa miliciana. Comenzaban a retroceder, temerosos del coloso; superaba en altura a los salvajes en un par o tres de cabezas, como a los corzalinos. Dirigió una carga que apenas pudo ser resistida. El flanco comenzaba a flaquear y disgregarse. Piegro cayó bajo dos corpulentos individuos muertos en el ímpetu, convirtiéndose en testigo mudo. El titán bárbaro destrozaba de un golpe a dos o tres individuos, y a su alrededor sus seguidores, armados con mazas, relegaron a los albares y sembraron el caos. Sus rayos de energía roja saltaban de un salvaje a otro y volvían a sí mismo. Piegro se estaba desembarazando poco a poco, y entonces oyó el relinchar de una mula.

Una mula blanca, vieja y lanuda. Sobre la bestia de tiro, una figura débil, enclenque y raquítica. Un anciano con una toga blanca, cabellos argentinos. En sus manos portaba un largo báculo de plata pura, con un sol de plata encastrado en la punta. Impasible, el anciano avanzaba entre los milicianos, en su mula blanca, hacia los bárbaros. Pocos creerían lo que vieron, y Piegro menos que ninguno, pero este hombre, el sacerdote, quedaría en sus memorias como una de las más maravillosas criaturas.

Alzó el báculo entre el gentío, y los rayos del Sol se reflejaron en la nítida plata. Comenzó a entonar plegarias, salmos y súplicas, y el sol en el báculo comenzó a arder en un fuego blanco y prístino. La mula estaba en completo silencio, tranquila. El anciano comenzó a girar el báculo sobre su cabeza, como si amasara el aire, y la luz comenzó a congregarse a su alrededor en un vórtice flamígero. Como un cometa, el anciano golpeó la masa de aire luminoso y flameante con su báculo y salió catapultada contra los salvajes bárbaros. Los enemigos estallaron en llamas blancas y se convirtieron en polvo fino y harinoso que se perdió en el fragor de la batalla.

Con los ánimos renovados, los milicianos se lanzaron a la carga tras el anciano, y Piegro con ellos, libre y empuñando una lanza partida. Los cascos de plata de la mula blanca trituraron los restos calcinados del coloso enemigo. Pero nada pintaba bien ya. La caballería no había aparecido, y llegó un tercer contingente de un centenar de albares más. Gauchex tenía a un cuarto de sus hombres lucharon por no expirar y al resto muertos. El flanco izquierdo casi no existía y el derecho, pese a la nueva presencia del Sumo Patriarca Foelus Mingnolae (tales eran la posición y nombre del sacerdote) no podía resistir. Era mediodía y el sol calentaba un mar de llantos, tripas, sangre y aceros, cuando, desde lo alto de una loma al este, catorce caballos hicieron batir la tierra con sus cascos, y catorce armaduras refulgieron con el candor del astro rey.

Como catorce ángeles redentores, los caballeros de la Santa Justicia y los Hijos de Aetán emprendieron la más gloriosa, suicida y legendaria carga que esas tierras alejadas de la civilización contemplarían en mucho tiempo. Con las grandes espadas apuntando al cielo, en formación de cuña y capitaneados por el gran Gutrep, los caballeros tiraron de los cordeles en sus sillas de montar, y tras cada jinete se desplegaron dos alas blancas, preciosas, cuyas plumas cercenaron el viento como navajas de barbero, vibrando como un mar de víboras.  Imbuidos en un aura de luz sobrecogedora, cayeron sobre el flanco de los salvajes igual que un rayo de luz alumbra un pozo. No hubo hacha, escudo o torso que resistiera sus espadas, ni suicida, lanza o magia que contuviera la carga de sus corceles.

Como una exhalación de ira vital y pura seccionaron el ejército enemigo en dos, de punta a punta, y ni uno de ellos cayó, porque Aetán velaba por ellos. Los hombres tuvieron un respiro, acometieron sin piedad a los salvajes asustados y descontrolados. Una vez los temibles caballeros detuvieron su carga, se reagruparon al otro lado, fieros, indestructibles, silenciosos como desde el principio, y prepararon un segundo golpe.

A Dorell se lo llevaban los diablos. Había acabado con una docena o más de vidas, como quien aplasta, distraído, a un insecto. Pero estos no eran insectos. Eran personas, humanos. Gente que sentía y padecía. Pero así es la guerra. Al menos, la primera en la que participaba Dorell con tal magnitud. Los había observado, “observado”, y todos tenían el alma negra, pero no lo entendía: estos no eran los herejes de Karogundia que escaramuzaban en la frontera, ni usureros enanos que venían a exigir algún pago irracional; ¿acaso no tenía él que seleccionar a los aptos y adoctrinarlos, acogerlos? Aetán era selectivo, demasiado, ¡no podía haber tanta gente enferma, maligna! Eran criaturas que vivían como él, bajo el Sol, en un estado de salvajismo infantil y desmedido. ¿Estaban bajo el mismo Sol que él, Aetán los acogía, o acogería? Estas ideas galopaban por su mente, igual que las lágrimas por sus mejillas y su corcel por la batalla; y no volvió a ver ningún brillo.

Su mágica espada asestaba golpes a diestro y siniestro, y su caballo lo guió contra un salvaje grupo de maceros a punto de impactar contra el flanco derecho. Dorell deseó con todas sus fuerzas que todo terminara. De repente, algo crujió, su caballo relinchó y él salió despedido por los aires, con la espada zumbando a su lado, llorando por su dueño. Se estrelló contra el suelo y notó como cuerpo y alma se rompían en mil pedazos. Quedó boca arriba, mirando al Sol, en una vorágine de almas negras, cielo brumo y…

Piegro luchaba a brazo partido a dos metros del sacerdote. Que no cesaba de despedir llamas por su báculo a los enemigos que se acercasen demasiado. El estruendo de la guerra era común a sus oídos ya, y asestaba lanzazos a vientres, rostros y piernas como podía. Más aún ahora, tras contemplar de cerca la maravillosa carga de su amo. Sonrió y le vitoreó al reconocerlo a la diestra del fanfarrón de Gutrep, y se alegró al verlos retornar. Pero nada era hermoso en esta batalla, y, con el corazón congelado, contempló como un macero quebró la pierna de su caballo a pleno galope, cómo él salía despedido con su espada, que se guardó mágicamente en la vaina, y se estrelló contra el suelo llano, dando una vuelta de campana con la que seguro se rompió varios huesos, y quedó tendido boca arriba, lleno de suciedad e inmóvil.

Piegro gritó, gritó como nunca nadie le escuchó gritar, y salió corriendo hacia su amo. Abandonó al sacerdote, a la lanza partida y a su propia vida. Saltó sobre cadáveres, esquivó hierros y salvajes, y llegó hasta su amo. Se lanzó sobre un salvaje que, con un escudo roto, pretendía descargar un golpe garrafal sobre el rostro medio descubierto y sucio del pobre Bauport, aún con su celada puesta. Piegro derribó al enemigo albar, le arrebató el escudo y, con un trozo de asta rota que encontró en el suelo, le apuñaló la yugular sucia de sudor, sangre y barro. Como un perro salvaje, se hizo con una lanza aparentemente intacta, y comenzó a enarbolarla sobre su cabeza, creando un ficticio círculo de protección, con su amo como baluarte. Pero era imposible, el enemigo estaba hambriento y la lucha por la luz estaba perdida. Crueles, inhóspitos y feroces, como la tierra que los engendró, los albares se lanzaron sobre Dorell Bauport de Brindos y el fiel Piegro de los Montes Aullantes.


Y llegaron tropas auxiliares, tanto infantes como montados, en el momento clave. Enviados del Faro de los Caballeros. Pero Gauchex no quedaría conforme con el censo de tropas tras la batalla. Demasiados heridos, muertos y desaparecidos. Nuevamente, en nombre de un dios lejano y ávido de oro.