Anno domini
1627. Un aguacero de mil diablos en la noche oscura y un coro de fieros vientos
azotaban la vieja Sevilla. Con una mano sujetando el capote encerado y con la
otra agarrando el sombrero de ancha ala, Hernán maldecía su suerte. Caminaba,
encorvado contra el viento, sobre el Puente de Barcas rumbo al viejo barrio de
Triana. Los maderos crujían con el movimiento del agua, y los pesados garfios
de metal hacían golpeteo sordo allá en el lecho de río, como si una bestia de
titánicas proporciones se agitara en un inquieto sueño.
Repasaba
mentalmente las órdenes del Sargento Olivares. “Un austriaco de talla soberbia,
con barba rubia. De esos que vinieron por el rey y se quedan por la paga. No
irá solo, y por uniforme lleva mil colores. Atiende por Waltz. Llevan en la
ciudad desde hace tres días, llegaron por mar”. Hernán era soldado del Tercio
de los Morados Viejos de Sevilla, ocupando la posición de piquero coselete en
primera línea. Esto se traduce en la armadura de tres cuartos de yelmo, gola de
malla y coselete (un peto de metal, de ahí el nombre con que referrise al
soldado), con los brazos guarnecidos también y faldones hasta la rodilla. Era
fiero, leal y católico, como todos en los Tercios Españoles. Pero Felipe IV era
rey de muchas gentes, y así pues sus tropas habían gastado suela en casi todos
los confines de Europa.
Nada tenía
esto de malo, pero en el contexto de la que sería conocida como la Guerra de
los Treinta Años, se tenía buen ojo en observar a la tropa. Y al parecer, de
entre estos soldados extranjeros momentáneamente en Sevilla a la espera de
tomar un navío, había alguno que otro más protestante que el clavo que usó
Lutero para colgar sus ideas de la puerta de Wittenberg. ¿Y a santo de qué
había traidores entre las filas? Pues para espiar, preparar un sabotaje, o sepa
Dios qué. Pero como tampoco interesaba que se hiciese voz popular sobre que en el
ejército se podía colar cualquiera, tuvieron los entendidos buen cuidado de
solucionar el asunto.
Así que en
estas un eclesiástico de actitud inquisitorial puso en aviso a un sargento del
tercio español, que advirtió a sus mejores hombres. Con el olfato a punto y la bolsa pidiendo platas, el soldado Hernán Ramírez Salazar buscaba hincar el
fierro en carne con precio. Contaba claro con una espada ropera y una daga de
vela, sendas de acero castellano. Por lo demás, iba ataviado de pardos y
cueros, salvo la camisa blanca. Evidentemente, no iba a pasearse por Sevilla,
de taberna en taberna, con su equipo de soldado; amén de que estaba prohibido.
Para la ocasión y por prevenir llevaba puesto un coleto de cuero grueso,
remendado del uso.
Antes de que
sonaran las diez de la noche, nuestro bravo estaba ya pisando adoquines
trianeros. Se detuvo en todas las tabernas que fue encontrando, que no eran
pocas, atendiendo en dar con los soldados extranjeros. Llegó así a la tasca
“Tio Gila”. Entró y sonrió para sus adentros. Hoy, por lo que fuese, había
soldados varios.
La taberna
era casi un callejón con techo: mesas a un lado y otro y al fondo una escalera
a la planta de arriba junto a la modesta barra, y tras esta ya la cocina y
despensas. Suelo y techo de madera, y las paredes encaladas. Adornos humildes,
como ramas de olivo, algún apero viejo y unos azulejos pintados con solera de
vez en cuando.
En las
mesas, por fauna, había un par de grupos de rufianería popular. Destacaban unos
arcabuceros vocingleros, reconocidos por Hernán debido a que la piel y ropas
estaban sucias de pólvora quemada y sudor, sazonado todo con lamparones de
vino. Más recogidos, en una esquina, vio unos soldados extranjeros. Eran lansquenetes, sin duda: calzas desparejadas,
zapatos de charol negro, jubones de mangas acuchilladas y cintas varias, todo
en colores vivos y sin ninguna uniformidad entre unos y otros; dos eran
especialmente grandes y corpulentos, de barba rubia. Eran pues tres los
arcabuceros y cinco los alemanes. Mal lance si se terciaba cruzar aceros.
Se descubrió
Hernán: cara morena, pelo rizado corto, barba zaína. Sombrero y capote en un
brazo, sendos chorreando. Con la espada inquieta en la vaina, echó a andar
hasta la barra. Le atendió el tal Gila, un gitano viejo y gordo, casi calvo.
Pidió y pagó una jarra de vino, y se fue con los arcabuceros.
-¡Buenas
tengan! –dijo, alegre. Soltó sombrero y capote en un banco libre.
-¡Sean así
para todos! –respondió uno de los fulanos.
-Espero no
importune a sus mercedes que un camarada se siente a compartir el vino –dijo
Hernán, ocupando un taburete.
-¡Claro,
tome asiento! –Dijo un segundo- Siempre y cuando se presente, claro.
-Sea. Soy
Hernán Ramírez, de los Morados Viejos. Coselete a órdenes del sargento
Olivares.
-Aquí
estamos Jaime de la Rosa –dijo el que
habló primero. Bastante delgado, castaño y bien afeitado.
-Jesús
Granada, a lo que sirva –siguió el segundo. Pelo especialmente corto, y con
entradas. El más maduro.
-Luis
Vallejo –el tercero, y que aún no habló. Era taciturno, tenía ojeras y un tajo
viejo en la oreja derecha.
-Y todos nos
hemos alistado hoy en los Morados Viejos. Hemos andado de tiros en el Campo de
las Calaveras, saliendo por la Puerta de Jerez -apuntó Jaime.
El Capitán lo dispuso como campo de tiro provisional. Al parecer los cuarteles están llenos últimamente. –corroboró Jesús.
-¡Estupendo
pues! ¡Brindemos por las futuras gestas! ¡Muerte al flamenco! –Dijo Hernán,
siguiendo la corriente de los arcabuceros.
-¡Por España
y el Rey! –le siguió Jaime.
-¡Por
Santiago! –bramó Jesús.
Y Luis
apenas torció meda boca para reír, pero los cuatros dieron a la par un buen
buche de vino tinto. Era el primer trago de Hernán, y cayó al instante de que
el vino del tal Gila estaba más bautizado que el sobrino de un cardenal.
-Bien, compadres.
Si no es molestia, ahora que estamos entre buenas gentes, ¿Qué me cuentan de
los rubios de allí?
-Qué va a
ser, que parecen teatreros afrancesados, con esas ropas de ramera rica –dijo
riendo el veterano Jesús.
-Ciertamente
–Hernán sonrió, siguiendo la broma- Pues resulta que ando yo buscando a uno que
tienen por Waltz, o algo así. Arrastra deudas y faltas de honor.
-¿Faltas de
honor? –Jesús se cruzó de brazos sobre la mesa, para atender.
-Explícate,
amigo –Jaime dio un buche, se secó el hocico con la camisa sucia, y se arrimó.
Luis los
imitó. Hernán se acercó a ellos, arrimándose más a la mesa y en clave de
misterio.
-Sí sí. Al
parecer, allá al norte en Flandes, su gente y la nuestra tenían que cercar una
hacienda flamenca para hacerse con un gobernador. Pero al jefe de los muy
germanos le dieron soberano tiro y cayó con los sesos para afuera. Este, el
Waltz, según se ve era el lugarteniente, y en vez de echar hígados y seguir,
votó retirada y dejó a los nuestros allí en medio, más solos que un galgo cojo.
Se juntaron tres viudas de esos soldados, sevillanas, para darme paga y que
terminase yo con el tal Waltz. A lo que voy ahora, es a saber si el puñetero
Waltz está ahí, y si vuecencias gustan de echarme una mano amiga. So recompensa
en plata, claro –y nada mas callar, para sus adentros pidió perdón a Dios por
la mentira que acababa de soltar. Atacó al vino en busca de sosiego.
-¡Serán
puercos! –dijo Jesús.
-¡Claro! ¡Y
con mi parte te puedes quedar! –dijo Jaime.
Luis frunció
el ceño, y asintió.
-Sea pues,
compañeros. Ahora, iré a comprobar si está el fulano.
Echó Hernán
dos vistazos a los soldados extranjeros antes de levantarse. No vio espadas
roperas ni aceros típicos. Tenían una especie de espada corta y ancha, con los
gavilanes de la guardia haciendo un ocho y la empuñadura ensanchándose hasta el
pomo. Significativamente más cortas que su ropera, pero de poco le valdría
hasta una pica, si se le tiran encima las cinco fieras. Terminó la jarra de
tinto y se puso en pié. Se acercó a los germanos, y alegremente dijo:
-¡Aló, amigos! –igual que todo buen
soldado de los Tercios, en más de una lengua chapurreaba algo- ¡Vino bueno! –se
hacía más el borracho de lo que estaba. Los lansquenetes tenían la cara roja de
beber y se lo tomaron como un chiste.
-¡Es ist
lächerlich! Ja ja –dijo uno de ellos.
-¡Block
stinkt! Ja ja ja –comentó uno, y los demás empezaron a reír más.
-¿Waltz? ¿Es
alguno Waltz? –dijo Hernán. Aún mantenía el papel de cómico borracho. Giró la
cara un momento a sus compañeros, que habían vaciado las jarras y estaban
serios. Listos.
-¡Sic her
ist der sohn eines esels! –y ya los austriacos empezaron a reír a carcajada
limpia.
Hernán
comenzó a perder los nervios. Una cosa era hacer el lelo un momento, pero no
responder a una pregunta y reírse en su misma cara, era otra muy distinta.
-¡Así que
nadie conoce a Waltz eh! ¡Pues ahora van a conocer a Hernán Ramírez Salazar! –y
echó mano de la jarra de vino más grande que había en la mesa, y se la estampó
en toda la cara al que más fuerte se reía.
Jarra y cara
se hicieron añicos. El sujeto se llevó las manos al rostro, que le escocía por
el sudor y el vino en los cortes.
Los otros
rubios, que vieron al amigo con la cara hecha polvo, reaccionaron tarde.
Hernán, pese a no ser especialmente fuerte, sacudió un golpe en la bulbosa
nariz de un austriaco con un jubón amarillo y celeste especialmente llamativo.
Crujió el hocico y comenzó a salir sangre.
Se pusieron
en pie los otros tres, y antes de que sacaran sus espadas, que para el que le
interese se llamaban “katzbalger”, los arcabuceros del rey brincaron desde su
mesa.
-¡Santiago y
cierra! –Luis, que era el más callado, echó mano de la daga de vela que tenía
en el cinturón, detrás de los riñones. Se tiró a por uno de los dos barbudos, el
cual tuvo la espada en la mano lo que tardó Luis en perforarle los riñones.
Aquí ya el
follón era mayúsculo. Con espadas y dagas los cuatro españoles y los cuatro
austriacos (estaba el atravesado por Luis ya boca abajo y soltando el último
aliento) se repartían estopa brava. Las gentes huían de la taberna, agolpadas y
para sus casas, pese a que algún borracho se quedó frito sobre la mesa. Gila
escondió a sus hijas (que servían las mesas con alegría) en la despensa, y
salió a la puerta con un candil, llamando a gritos a la guardia.
Esto era
señal de que había que terminar pronto. Porque por muy soldado español que se
fuese, a cualquiera lo meten en el calabozo. Y en este caso de Hernán, que no
estaba seguro de si el Waltz estaba allí o no, no interesaba dar más
explicaciones de las justas al alguacil de turno.
Así pues,
intentó parar el espadazo del teutón que tenía delante. Estaba peleando con el
restante barbado con vida (eran dos y el primero cayó, factura de Luis ante San
Pedro). Y así sería el espadazo que le arrease el bruto de colores, que la
ropera, muy usada ya, se partió por la mitad. Y el tajo, que seguía en el aire,
le hizo un mal roce en el coleto, provocando una raja seria en la prenda y una
herida leve en el hombre.
Hernán,
perro viejo en mordidas, enganchó la espada enemiga por la guarda con su daga,
y aunque estaba su espada rota a la mitad, le dio un centellazo al contrario,
que le entró por el ojo y topó con el hueso.
Chorreando
sangre y otros caldos, el barbado bravo calló de rodillas. Le dejó Hernán la
espada puesta, “no fuera que cogiera frío”. Poco le servía la espada rota, y
llevándola a un herrero, dineros aparte, sabe Dios qué remiendo le harían.
Cuando echó ojo de la situación, no le gustó mucho.
Jesús se
hacía cargo, esgrimiendo una daga con la diestra y una estaca con la siniestra,
de dos tipos, a cada cual más estrafalario; uno de ellos era el de la nariz
rota. Luis seguía, aunque sangraba de un costado, forcejeando con un tercero.
Jaime, no obstante, tenía una mano sobre el estómago, tiñendo las ropas de
tinto. Estaba sentado en un taburete y respiraba como un fuelle roto. Hernán
dudó un momento.
-¡Llévate a
Jaime al boticario, calle abajo! ¡Nosotros nos encargamos de esto, voto a
Satán! –bramó Jesús, que acababa de dar un estacazo a uno de los rubios, a
costa casi de recibir un espadazo.
A Hernán le
faltó tiempo para incorporar a Jaime y salir por la puerta. Antes de darse
cuenta, ya estaban dando taconazos por el adoquinado trianero. La lluvia amainó
sobremanera, ahora apenas caía polvo de agua.
-Mal lance,
voto a mil- Dijo Hernán.
-¡Ah!
¡Cierto! –se quejó Jaime.
-Eran
diestros. Pero me he cobrado sus carcajadas, maldición.
-¡Sí!
–continuó Jaime, y volvió a resoplar. Estaba perdiendo sangre- No parecían tan
irrespetuosos cuando veníamos desde Toledo.
Hernán
trastabilló al oír eso, a lo que Jaime respondió con un sonoro “ay”. Siguió,
andando, más con paso nervioso que apresurado.
-¿Desde
Toledo?
-Sí. A Luis,
Jesús y a mí, junto a unos varios, nos dieron permiso para cambiar de compañía.
Decidimos bajar al sur. Nos encontramos con estos austriacos, alguna que otra
vez, en posadas. Incluso cruzamos el Despeña Perros juntos.
-¿Y cuánto
hace de eso, amigo? –Inquirió Hernán.
-Hará cosa
de dos semanas, aunque ellos probablemente llegaran antes que nosotros.
-Pues mal
rayo los parta hoy –concluyó nuestro protagonista.
Realmente
estaba frustrado. Había albergado la esperanza de que alguno de esos puñeteros
barbados fuera el que andaba buscando. Pero era imposible: los que él buscaba
llevaban escasos días, y llegaron en barco. Igualmente, fue precipitado por su
parte. Además le había costado una espada, por barata que fuese.
Llegó a la
puerta del boticario, y con Jaime mal puesto en el poyete, sacudió dos patadas
al portón. Cuando sonó el crujir de la cerradura vieja y antes de que se
asomara el boticario, deseó buena ventura al maltrecho Jaime y echó a correr
por las calles, no fuera que el matasanos se quedara con su cara para mal.
Deseando perderse o que lo fulminara Dios de un centellazo por la mala suerte,
se sumergió en la noche de Sevilla.