martes, 26 de febrero de 2013

Maldita raza


-Bienvenido, Espartero, es un placer poder entrevistar a alguien como usted.

-¡Para nada! El placer es mío, créame. –dijo el toro bravo.

-Bueno, comencemos, si no le importa.

-Claro, pregunte sin pudor. Solo pido cierta rapidez, ya mismo vienen a recogerme los del albergue.

-Descuide. Bueno, empecemos por el principio. Cuénteme sobre su infancia.

-Bueno, creo recordar bien mis tiempos de ternerito. Nací, claro, bajo el manto de una ganadería. Una dehesa como otra cualquiera. El invierno era templado, y aunque el verano apretaba, siempre había una sombra fresca bajo una encina.

-¿Qué tal su familia? Si me permite la pregunta.

-Por supuesto. Pues mi madre muy cariñosa, claro. A mi padre no lo vi. Bueno, realmente, a mi madre tampoco demasiado. Siempre traté más con los mayorales. En cuanto crecí un poco, me fueron apartando. Siempre con otros terneros de mi tamaño.

-Ahá. ¿Y qué tal el asunto profesional?

-Uff, qué te voy a contar que no sepas. Funesto, funesto.

-¿Para tanto?

-Y más. Seleccionan a los más bravos, como yo. Si no al matadero. Y luego, en el ruedo…una atrocidad. ¿Cómo una raza como la de los hombres, que se proclama la más avanzada, puede ver divertimento en el vil asesinato de un animal?

-Es un misterio.

-Es un crimen. Los rejoneadores, con las malditas garrochas para sangrarte. Y las banderillas, “banderillas”. Son malditos arpones. ¿Sería usted capaz de defenderse con dos flechas clavadas en la espalda?

-No lo creo, ¿tanto se sufre?

-¡Y más! Luego tienes que enfrentarte a uno de esos matarifes, los toreros. Te marea y te marea. De vez en cuando se hace justicia y le das una cornada a uno. Me contaban que antaño, si hacías eso, te cosían a tiros. Al final, cuando estás tan exhausto como para dejar de luchar por tu vida, te clavan la espada.

-Y fin.

-¡Si hay suerte! Cuántos de esos criminales han errado el golpe y han hecho al toro caer desfallecido, con los cuatro palmos de metal dentro.

-Pero, entonces, ¿cómo se explica que esté usted vivo?

-Soy uno de esos raros casos de indulto.

-Ahá…Bueno, por fortuna, se prohibió el toreo.

-¡Una desgracia!

-¿¡Cómo!?

-Sí, sí. Suena como si estuviera loco.

-Se lo puedo asegurar.

-Compréndame. Mi raza es el producto de una selección artificial destinada a producir ejemplares bravos y violentos. Porque no tenemos un especial interés alimenticio, hay otras razas para eso. Dígame, ¿de qué servimos nosotros ahora? Las dehesas están vacías. Bueno, salvo por el ganado para carne.

-No sé, son ustedes animales realmente hermosos.

-¿Y? De eso no se come. Ya no somos rentables. Fuimos diseñados para resistir y sufrir, para apretar los dientes y vender caro el pellejo.

-Tiene usted un crudo punto de vista.

-El que hay. El que hay.

-Para concluir, ¿cómo resumiría usted todo lo dicho?

-Simple: Mi raza está maldita. Ideados para morir luchando, rescatados para desaparecer.

-Vaya. Bueno, eso es todo. Muchas gracias.

-A usted. Adiós.

domingo, 24 de febrero de 2013

Barridos y estocadas


Últimamente he visto estimulado mi interés en aspectos de hoplología (el estudio de las armas), ya sea por lo que haya podido ir filtrando de mis avances en la universidad o por lo que me haya encontrado indagando en libros, internet y demás. No pretendo hacer un artículo de rigor. Simplemente, basándome en información historiográfica, voy a comentar un aspecto que me llama mucho la atención dentro de la historia bélica: las armas de perforación frente a las contundentes y de corte.

Esto pretende explicar la idea que mantengo sobre que las civilizaciones más avanzadas se caracterizaban por emplear un armamento dedicado a la perforación y la estocada, producto de un entrenamiento riguroso, frente a pueblos menos especializados y más primitivos que preferían el empleo de armas contundentes y toscas (como las hachas) que se basaban en una mera condición física y el arrojo en la batalla.

Todas las culturas se remontan a otras anteriores, habiendo sido fruto de una adaptación evolutiva y aglutinamiento de aspectos tomados de culturas adyacentes, de tal manera que si se quiere hacer una observación comparativa hay que remontarse a los primeros choques entre civilizaciones, consiguiendo así que se repitan las mínimas características posibles entre unos y otros. Yo me centraré en las legiones romanas y las hordas celtas.

Conocemos como celtas, fundamentalmente, a todos los pueblos europeos que limitaban con el imperio romano. No piensen en germanos, estos estaban detrás de los celtas, más al norte. Así pues, los romanos se enfrentaron a los celtas desde que comenzaron su política expansionista. Me voy a centrar en los de la Europa Occidental, los galos.

No hay que descartar que algunos celtas se hicieran mercenarios. El famoso Viriato, por ejemplo, tenía el fundamental interés de llegar al mediterráneo para ser contratado por los ricos cartagineses. Así pues, por diplomacia o dinero, hubo de haber celtas que cooperaran con los romanos. La mayoría, claro,  se mostró indomable y escogió el camino de las armas. Ahí voy yo.

En el combate, los celtas se presentaban con un aspecto feroz. Sus protecciones eran casi inexistentes: cinturones de cuero grueso, algún brazal…aunque los capacetes y cascos simples no eran tan raros de ver, ya fuera de cuero o metal. Predominaban las armas ofensivas: clavas, hachas, lanzas… y en lo tocante a proyectiles habría hondas y algún arco. Por supuesto usaban escudos: unos ovalados y estrechos, cubiertos con piel, decorados y con un umbo central. Claro que los mejores empleaban espadas. Ya me voy acercando.

Las espadas celtas eran de relativo gran tamaño: las de última generación podían alcanzar tranquilamente los 90 cm, con una hoja de filos paralelos y un ancho de 4 cm prácticamente en todo el recorrido salvo por la punta, de carácter ojival. La empuñadura se componía de un mango ligeramente aplanado; el pomo y la guarda solían tener el mismo diseño y un valor ornamental que salta a la vista.

Por otro lado, tenemos al legionario romano. No hace falta hablar de tácticas y entrenamientos para observar su supremacía en el campo de batalla. El armamento de las legiones romanas se puede resumir en una palabra: perforación. Obviando las largas spathas de los equites, todo se reducía a flechas, pilums, lanceas, spiculum…en definitiva, armas de punta con carácter arrojadizo (salvo la lancea) que permitían su uso en carácter defensivo (evidentemente, nadie se defendía con una flecha en la mano, no me sean puntillosos). Por supuesto, lo mejor para el final: el gladius y el scutum. Irremisiblemente, esto posee un cierto carácter celta que viene de muy atrás. Porque los romanos inventaron poco, pero lo remodelaron y optimizaron casi todo. Al grano.

El scutum es un escudo de gran tamaño, que por esta época (s. III – I a.C.) era prácticamente más ovalado que rectangular. Poseía una cierta curvatura horizontal y en el centro destacaba un umbo de bronce para sujetarlo. Estaban forrados en cuero y normalmente adornados con alguna figura o símbolo característico de la legión en concreto. Un detalle importante eran los bordes reforzados en bronce, que otorgaban una consistencia superior. Sumado a los cascos de bronce y las lorigas de cota de malla, tenemos un soldado (no guerrero) realmente bien protegido.

Y el quid de la cuestión: el gladius. Unos cincuenta centímetros de acero terminado en una aguzada punta y una forma de huso en el centro. La espada podía tener un ancho de entre 5’4 – 7’4 cm en la salida del pomo, con un leve estrechamiento en el recorrido, hasta llegar a los 4’6 – 6 cm de justo antes de la punta que nacía desde un estrechamiento de 2 cm. Pomo y guarda eran de madera, tendiendo a un aspecto redondeado. Resulta muy interesante el mango: las del tipo Pompeya (s. I d.C) incluyen cuatro surcos en el mango, resultando un diseño ergonómico extremadamente útil.

Así pues tenemos ya las dos piezas del rompecabezas. La espada larga, de mayor peso y peor factura de los celtas, frente a la punzante y manejable gladius romana. Y de estas se puede deducir todo lo anterior. Las espadas celtas denotan una táctica basada en el número de individuos y el arrojo de los mismos, pues las dimensiones de sus espadas y su condición de contundencia y corte preeminente frente al concepto de estocada revelan una formación guerrera en vez de militar. Además revelan la importancia en su cultura de los héroes guerreros con la observación de los detalles de sus guardas, que aunque siguen patrones similares queda claro que cada guerrero se costeaba la más llamativa que pudiese.
Y lo anterior, frente a la preferencia romana por lo práctico. La función tan especializada de sus espadas es signo inequívoco del uso de tácticas favorables a la misma. Sus relativamente reducidas proporciones están contrapuestas a la de las espadas celtas, dando más valor a la técnica marcial que a la pericia guerrera. Sus pomos y guardas de madera son el máximo exponente de la funcionalidad frente a la estética.

Se puede decir así que las espadas celtas operan en un radio, basándose en su tamaño para abarcar en un barrido al enemigo, golpeándolo con más o menos tino, mientras que las gladius estocan en un punto concreto seleccionado, como la axila, la ingle o el cuello.

Concluiré con una frase del refranero popular: “Más vale maña que fuerza”.

IMÁGENES DE INTERÉS

Excelente representación de un legionario romano en los siglos a.C. en actitud de lanzar un "pilum".


Ejemplo de guerreros celtas armados con sus largas espadas: pese a los escudos largos, obran de manera furibunda y arrojada.


miércoles, 13 de febrero de 2013

Descalabro bajo santa mirada

     A los que la presente vieren y entendieren:

     Espero disfruten de otra desventura del buen Don Hernán Ramírez Salazar, sabueso de las Españas. 

     Para aquel que estuviera distraído, en el episodio de Lances por Triana y el Rey pueden observar el comienzo de todo.

     Sin más, buen provecho.

---x---

Golpeó  otra vez la persiana de esparto a la ventana, movida por el viento. Producía esto un soniquete que Hernán no quiso aguantar más, y lo tomó como señal para levantarse del catre, cuyos maderos crujieron. Se puso en pié, en calzones y camisa, y se estiró para desperezarse. Antes de terminar la maniobra se contrajo bruscamente, pues aún le dolía la herida del costado. “Maldito austriaco, así se ahogue en azufre”, espetó para sus adentros. Se dio la vuelta para abrir la ventana y tirar de la persiana, con lo que tuvo una honda bocanada de aire fresco y un Sol matutino por primer desayuno.

La estancia, amén de catre y ventana, tenía poco más: baúl con cerrojo, silla y mesa. Se fue para la mesa, que junto con la silla bien podían hacer las veces de esqueleto de rama, pues eran las dos de modesta figura. Hizo uso del agua de la jofaina, limpiándose a conciencia rostro y orejas, barbas y zonas de pudor además la herida. No era gran esta cosa, pero daba ruido. Echó mano del ungüento del boticario. “Me he de estar untando las savias de la zarza de Moisés, pues un poco más y dejo los hígados por pagarla”. Se puso vendas limpias y se vistió, salvo por el sombrero y el capote. Echó mano del coleto, pasando la mano sobre el remiendo. “Sálveme Santiago de otro mal fierro”. Y como en él era rutina, revisó su cofre.

Este, como bestia dormida, se quejó con el crujir de la cerradura y se desperezó chirriando las bisagras. Todo en su sitio: el uniforme de los Morados Viejos, un par de copas y tazas de plata (que no vendía por no verse con monedas de fácil gasto en la mano) y cacharros varios propios de un soldado. A pesar de ser coselete, (poseía buena armadura que le cubría desde la cabeza a las rodillas) prefería dejar el caparazón en el cuartel, donde pagaba a un mozo por tenerla limpia y a buen ojo.

Se despidió el cofre, con un chirriar y un crujir. Hernán tomó sombrero, capote y la espada nueva. Una ropera como todas, que siendo española era de mejor factura que otras en Europa, pues sus buenos escudos le costó. “Espero que a ti no te tenga que soltar en carnes ajenas y duermas en la vaina”, musitó acordándose de la que tuvo hasta hace dos noches, que quedó hincada, aún rota, en la cara de un austriaco vocinglero.

Y ya sin más, echó mano de la puerta para bajar a las dependencias comunes de la posada en busca de algo con lo que engañar al hambre. Antes de dar el último paso dedicó una mirada y un pensamiento a la estancia: “Sea esto bendición para un mendigo y terrible ultraje para un rey, mas para mí que velo por ambos y todo lo que corre entre medias es pan de cada día”. Cerró la puerta y fue bajando escaleras.

Era un establecimiento hecho por y para el pueblo. Vaya, que no salía de austero. Mesas y sillas de madera de olivo, suelo de loza, techo de madera y paredes encaladas. Algún azulejo bien colocado, flores…pero por mejores adornos había jamones, chorizos y quesos bien guardados en la despensa, en compañía de caldos espirituosos.

-Buen día tenga, Don Hernán –dijo la tabernera. Mujer mayor, hecha en el trabajo.

-Buen día, buen día, Doña Eusebia –y sonrió. Porque Hernán era tan perro viejo como buen samaritano- Tráigame usted algo para engañar el hambre, que parto en poco.

Así dio cuenta de pan frito para abrigar las tripas, queso viejo para reponer la sangre y un trinqui de aguardiente para calentar el ánima.

Y salió, camino abajo por la Calle Feria, que no poco había de andar, hasta llegar a San Pedro, y otros Santos y Santas más que habría de pisar (en caso de ser calle) o rodear (en caso de ser edificio) hasta llegar a lo que antes fue judería. Concretamente, iba hacia la Plaza de Curtidores. El asunto era que, en pos de darle matarile al tal Waltz, había encontrado a una alcahueta que le habría de ser útil.

Vio por el camino a la típica fauna: Tenderos con brillo de avaricia en los ojos, mujeres temerosas de Dios, multitud de mendigos a expensas de la poca caridad…pero sobre todo, destacaban los que pretendiendo ser hidalgos, siendo poco más que hijos de algo, andaban por la calle tiesos como si tuvieran dentro un espetón y a un salto de decir que son más godos que nadie; siempre con buenos capotes para tapar los remiendos en la ropa y exhibiendo manchas de guisados y migas en las pecheras como si fueran medallas. Porque en esta época de hambre y pícaros, poco faltaba para por poner cadenas hasta a los agujeros.

Pasó la parroquia de San Nicolás y torció finalmente hacia la plaza, llegando al poco. El tufo fruto del curtir de cueros era signo inequívoco de hallarse en la mentada plaza. En estas que Hernán, esquivando a los mozos cargados con fardos de pieles crudas, se metió en un callejón limítrofe para dar con una puerta vieja. Dio dos golpes fuertes y separados y dos más suaves y seguidos.

-Somos pobres y nada tenemos –musitó una voz anciana desde dentro.

-A ponerle solución vengo –respondió, pues era la contraseña, Hernán.

Sonó el batir de pestillos y tablas, y la puerta se abrió. Apareció entonces la anciana más jorobada y nariguda que Hernán conocía, Juana la Costurera. Le sonrió la vieja con los pocos dientes que tenía, y lo hizo pasar. Esta mujer tenía por oficio remendar los pesares de corazones de varón lampantes de fémina, urdiendo encuentros. Pues en su cajón de sastre tenía por herramientas los años de la experiencia y un arsenal de coimas, barraganas y alguna que otra mesalina.

-Tome asiento vuesa merced, que en seguida le traigo un refrigerio –la voz, lejos de confortable, era de hurraca rancia.

Se sentó Hernán en una silla desvencijada, desembarazándose únicamente del sombrero. La estancia era pobre hasta para las ratas. Poco más que mesa y sillas, amén de unos cestos con trapos en una esquina. La vieja se perdió tras una puerta con cortinas que daría a una lacena, situada junto a una escalera sin barandas que llevaba a un piso superior. “Algún hoyo lleno de platas tendrá la vieja zorra”, se decía Hernán, que ya había estado allí un par de veces. Volvió la vieja con jarra y vasos de barro.

-Ah, cuenta vuecencia hoy con un aura guerrera soberbia –dijo la vieja mientras servía el vino, muy zalamera. Hernán la miró con ojos indiferentes.

-Hállome como me he de hallar –dijo, lapidario- venía a…

-¡Oh! ¿Pero acaso corre mala suerte semejante mozo de tan galantes dimensiones? –saltó pronto la anciana cuca. Estaba Hernán con la palabra en los labios cuando la vieja raposa saltó de nuevo- No ha vos de preocuparse, pues tengo yo mozas como Pepita Candores, o la salerosa de Jazmina, que pese a ser…-le quería enredar la anciana en sus trajines, como era costumbre. No paraba ni para beber. Al contrario que Hernán, que mantenía los buches lentos en la boca, como si los fuera a escupir.

-A ver si me atiende, Doña Juana…

-¡Por supuesto! ¿Acaso he descuidado yo alguna vez cualquiera de los favores que me haya de haber pedido vuecencia, capitán de las Españas? ¡Porque en esta mi casa…


-¡Está bien ya! –arrancó a decir Hernán con un golpe en la mesa que hizo saltar los vasos- ¡Como me trate de vuecencia otra vez y siga con semejantes jerigonzas, no va a haber boticario en la Castilla ni doctore en la Génova que rehaga sus carnes, de la estacadera que le meto! ¡Oiga ya, comadre! – y finalizó. La vieja vació su vaso de un buche.

-Oigo pues.

-Está bien. Como ya le hube de contar en otra ocasión, por azares de la vida he de encontrarme con un penco austriaco. Y como sus tórtolas trajinan en el puerto, porque lo sé y lo he vivido, habrá usted de buscar hasta bajo los adoquines a un tal Walz.

Y le explicó Hernán todas las señas.

-Pero, buen soldado, las muchachas con las que opero no son ratas de calle, sino gatas de alcoba. Su costumbre es salir a tiro hecho y no ponerse a pescar.

-Mire, Juana, me trae sin cuidado qué diantres verdes haga o deshaga el atajo de fulanas que tiene debajo la alpargata, pero voto a Satán, a Belcebú y a todos los judíos que dieron la última voz en el Quemadero de Tablada que usted me trae a ese Waltz, o va a tener por santa sepultura una acequia y por inri un puñal en el cogote –y dicho esto, unió Hernán índice y corazón con la mano diestra para trazar una cruz en el aire.

Quedó la vieja espantada, con los ojos glaucos clavados en los pardos de Hernán, con la boca mal abierta de tal manera que los anecdóticos dientes parecían estar asomados con curiosidad. Se puso en pié Hernán y soltó diez monedas en la mesa.

-No sea que le falte forraje a la mula –dijo, lapidario. Apuró su vaso, se caló el sombrero y salió a la calle. Esputó al comparar el olor del cubil de la anciana con el de las curtidurías y no saber atinar a cual era peor. Marchó de nuevo a la posada de Doña Eusebia, para dejar que se hiciera la vieja a la idea. Ya se encargaría la hurraca de hacerle llegar su decisión final.

Y, en efecto, al medio día siguiente estaba casi todo dispuesto. Según urdió la anciana en función a las exigencias del buen Hernán, al tan requerido Waltz lo habría de enganchar una de las fulanas que trabajaban para la alcahueta. Esta meretriz, con aspecto de buen postín, habría de pasear al austriaco por cierto lugar que convendrían casi a última hora. La culminación del plan sería que, por fingida desgracia, saldría un matasiete al encuentro de la pareja que en desdichado lance terminaría con la vida del extranjero; Hernán sería ese salteador.

Quedó la cosa en aguardar rondando la vieja parroquia de Omnium Sanctorum; reconocería al sujeto por ir acompañado de una meretriz con un mantón rojo de flecos sobre los hombros. Así que se hubo de preparar bien el buen Hernán. Para prevenir, iría embozado, no fuera que saliera mal la cosa y se quedara con su cara quien no debía. Decidió no catar vino, más que un vaso corto de aguardiente por entonar el cuerpo, además de comer pan solo como era costumbre antes de los lances en el ejército. Por previsión última, añadió a su equipo un buen argumento mayor de entre su panoplia personal: Una pistola de llave de rueda. Más que pistola era un pistolón, antaño de un viejo reitre alemán, que ganó jugando a las naipes en Génova; pese a tener que poner tierras y aguas por medio debido a lo trucado de estas.

Así, hecho un sicario de las Españas, comenzó a rondar la santa casa. Iba escondiéndose en soportales y postigos, huyendo de los noctívagos transeúntes. Borrachos, mujeres de la calle y mendigos, amén de otros con las mismas o peores pintas que él. Y es que de noche y a solas, por aquella España de falsas honras y tripas locuaces, un fulano embozado de cuerpo entero era de lo último que uno quería encontrarse. Pero si algo le puso a Hernán los pelos de punta fue una pareja de corchetes, que vestidos de negro y con chuzos y espadas, caminaban regando los adoquines con la luz de un farol.

Conque en estas estaba, escudriñando las esquinas, nuestro buen Hernán. El capote tapándole el medio cuerpo derecho, con la mano diestra sobre la pistola. Espada y daga en sus fundas. Sombrero calado y lienzo oscuro tapando el hocico de sabueso. Hasta que sonó la flauta. Venía una voluptuosa y alegre mujer de moral dislocada, colgando de los brazos de dos hombres. Ella, con un llamativo mantón rojo con flecos. Estaba a parte muy maquillada y repeinada, natural en mujeres de tal condición. Ellos, de pintorescos ropajes: jubones de mangas acuchilladas, calzas dispares…y prominente barba en uno de ellos, que era alto y fuerte. Algo raro le vio Hernán a la barba, parecía especialmente áspera. “Será que por hereje se cría pelo de bestia animal” discurrió Hernán, pero lo borroso de la noche no le daba para ver como quisiera. Así pues, se agazapó como raposa ante conejera para asaltar los por detrás. Al verlos pasar, oyó a la mujer cantar una copla alegre. Tenía buena voz y los dos hombres no decían más palabra que la risa. Se aseguró Hernán de que no pasara nadie por la calle para pasar a la acción.

Y frente a la entrada principal a la Parroquia de Todos los Santos, les saltó Hernán a la retaguardia.

-¡A plomo te convido, hereje! –y esperó Hernán a que el tipo no barbado se diera la vuelta con tal de no darle muerte a traición. Cuando creyó oportuno, apretó el gatillo y accionó la pistola. Primero un silbido suave y luego un fogonazo prolongado. Salió una corta llamarada por la punta, una nube de pólvora quemada y un proyectil que hendió la frente del sorprendido.

La mujer respondió chillando y tirándose al suelo. El otro, el barbado, se encogió bruscamente de hombros y levantó torpemente las manos. Hernán sacó su daga con la zurda y la hundió hondo en las entrañas, buscando el estómago.

-¡Sean los santos testigos de tu capitulación! –exclamó Hernán con destellos de virulenta ira en los espejos del alma.

-¡Guárdeme San Ginés! ¡Piedad! –dijo el herido, al caer desfallecido. Salió el fierro de las tripas seguido de un borboteo lento.

Y estas palabras dejaron a Hernán clavado en el sitio. ¿San Ginés? O peor, ¡¿En castellano?! “Así ha debido de quedar, que del susto ha aprendido idioma y hasta la barba se le ha torcido”. Efectivamente, la barba torcida. Se agachó nuestro soldado y con la diestra (había enfundado la pistola)  le tiro de la barba. Se quedó con esta en la mano. ¡Un postizo!

-¡Asesino! –gritó la mujer, despechada y llorando- ¡Qué mundo este, que unos actores reciben muerte en la calle! ¡Asesino! ¡Habré yo de ser la siguiente!

Hernán dio un paso atrás, con los ojos abiertos como platos. No podía ser. El destino se burló de él. ¡La mujer tenía un mantón rojo de flecos! ¡Imposible! ¿Acaso serían todos los Santos de la parroquia testigos de la siniestra broma que el destino se acababa de cobrar? Veloces pasos sobre los adoquines lo pusieron sobre aviso, y la poco nítida figura de los dos corchetes hizo presencia en el principio de la calle precedidos de la luz del candil.

-¡Alto a la orden! ¡Alto! –gritó uno. Emprendían la carrera hasta la escena.

-¡Que me ardan las tripas! –maldijo Hernán, y se enfundo tan pronto la daga sucia de sangre como echó a correr.

Y durante esa frenética carrera con la mente hirviendo y el corazón acelerado, poco antes de torcer para entrar en un callejón, una pintoresca pareja se le quedó mirando perpleja: Eran una mujer con un mantón rojo de flecos, y un tipo alto, fornido, rubio y barbado, ataviado con unos coloridos ropajes de soldado extravagante.

domingo, 3 de febrero de 2013

Lances por Triana y el Rey


Anno domini 1627. Un aguacero de mil diablos en la noche oscura y un coro de fieros vientos azotaban la vieja Sevilla. Con una mano sujetando el capote encerado y con la otra agarrando el sombrero de ancha ala, Hernán maldecía su suerte. Caminaba, encorvado contra el viento, sobre el Puente de Barcas rumbo al viejo barrio de Triana. Los maderos crujían con el movimiento del agua, y los pesados garfios de metal hacían golpeteo sordo allá en el lecho de río, como si una bestia de titánicas proporciones se agitara en un inquieto sueño.

Repasaba mentalmente las órdenes del Sargento Olivares. “Un austriaco de talla soberbia, con barba rubia. De esos que vinieron por el rey y se quedan por la paga. No irá solo, y por uniforme lleva mil colores. Atiende por Waltz. Llevan en la ciudad desde hace tres días, llegaron por mar”. Hernán era soldado del Tercio de los Morados Viejos de Sevilla, ocupando la posición de piquero coselete en primera línea. Esto se traduce en la armadura de tres cuartos de yelmo, gola de malla y coselete (un peto de metal, de ahí el nombre con que referrise al soldado), con los brazos guarnecidos también y faldones hasta la rodilla. Era fiero, leal y católico, como todos en los Tercios Españoles. Pero Felipe IV era rey de muchas gentes, y así pues sus tropas habían gastado suela en casi todos los confines de Europa.

Nada tenía esto de malo, pero en el contexto de la que sería conocida como la Guerra de los Treinta Años, se tenía buen ojo en observar a la tropa. Y al parecer, de entre estos soldados extranjeros momentáneamente en Sevilla a la espera de tomar un navío, había alguno que otro más protestante que el clavo que usó Lutero para colgar sus ideas de la puerta de Wittenberg. ¿Y a santo de qué había traidores entre las filas? Pues para espiar, preparar un sabotaje, o sepa Dios qué. Pero como tampoco interesaba que se hiciese voz popular sobre que en el ejército se podía colar cualquiera, tuvieron los entendidos buen cuidado de solucionar el asunto.

Así que en estas un eclesiástico de actitud inquisitorial puso en aviso a un sargento del tercio español, que advirtió a sus mejores hombres. Con el olfato a punto y la bolsa pidiendo platas, el soldado Hernán Ramírez Salazar buscaba hincar el fierro en carne con precio. Contaba claro con una espada ropera y una daga de vela, sendas de acero castellano. Por lo demás, iba ataviado de pardos y cueros, salvo la camisa blanca. Evidentemente, no iba a pasearse por Sevilla, de taberna en taberna, con su equipo de soldado; amén de que estaba prohibido. Para la ocasión y por prevenir llevaba puesto un coleto de cuero grueso, remendado del uso.

Antes de que sonaran las diez de la noche, nuestro bravo estaba ya pisando adoquines trianeros. Se detuvo en todas las tabernas que fue encontrando, que no eran pocas, atendiendo en dar con los soldados extranjeros. Llegó así a la tasca “Tio Gila”. Entró y sonrió para sus adentros. Hoy, por lo que fuese, había soldados varios.

La taberna era casi un callejón con techo: mesas a un lado y otro y al fondo una escalera a la planta de arriba junto a la modesta barra, y tras esta ya la cocina y despensas. Suelo y techo de madera, y las paredes encaladas. Adornos humildes, como ramas de olivo, algún apero viejo y unos azulejos pintados con solera de vez en cuando.

En las mesas, por fauna, había un par de grupos de rufianería popular. Destacaban unos arcabuceros vocingleros, reconocidos por Hernán debido a que la piel y ropas estaban sucias de pólvora quemada y sudor, sazonado todo con lamparones de vino. Más recogidos, en una esquina, vio unos soldados extranjeros. Eran  lansquenetes, sin duda: calzas desparejadas, zapatos de charol negro, jubones de mangas acuchilladas y cintas varias, todo en colores vivos y sin ninguna uniformidad entre unos y otros; dos eran especialmente grandes y corpulentos, de barba rubia. Eran pues tres los arcabuceros y cinco los alemanes. Mal lance si se terciaba cruzar aceros.

Se descubrió Hernán: cara morena, pelo rizado corto, barba zaína. Sombrero y capote en un brazo, sendos chorreando. Con la espada inquieta en la vaina, echó a andar hasta la barra. Le atendió el tal Gila, un gitano viejo y gordo, casi calvo. Pidió y pagó una jarra de vino, y se fue con los arcabuceros.

-¡Buenas tengan! –dijo, alegre. Soltó sombrero y capote en un banco libre.

-¡Sean así para todos! –respondió uno de los fulanos.

-Espero no importune a sus mercedes que un camarada se siente a compartir el vino –dijo Hernán, ocupando un taburete.

-¡Claro, tome asiento! –Dijo un segundo- Siempre y cuando se presente, claro.

-Sea. Soy Hernán Ramírez, de los Morados Viejos. Coselete a órdenes del sargento Olivares.

-Aquí estamos Jaime de la Rosa  –dijo el que habló primero. Bastante delgado, castaño y bien afeitado.

-Jesús Granada, a lo que sirva –siguió el segundo. Pelo especialmente corto, y con entradas. El más maduro.

-Luis Vallejo –el tercero, y que aún no habló. Era taciturno, tenía ojeras y un tajo viejo en la oreja derecha.

-Y todos nos hemos alistado hoy en los Morados Viejos. Hemos andado de tiros en el Campo de las Calaveras, saliendo por la Puerta de Jerez -apuntó Jaime.

El Capitán lo dispuso como campo de tiro provisional. Al parecer los cuarteles están llenos últimamente. –corroboró Jesús.

-¡Estupendo pues! ¡Brindemos por las futuras gestas! ¡Muerte al flamenco! –Dijo Hernán, siguiendo la corriente de los arcabuceros.

-¡Por España y el Rey! –le siguió Jaime.

-¡Por Santiago! –bramó Jesús.

Y Luis apenas torció meda boca para reír, pero los cuatros dieron a la par un buen buche de vino tinto. Era el primer trago de Hernán, y cayó al instante de que el vino del tal Gila estaba más bautizado que el sobrino de un cardenal.

-Bien, compadres. Si no es molestia, ahora que estamos entre buenas gentes, ¿Qué me cuentan de los rubios de allí?

-Qué va a ser, que parecen teatreros afrancesados, con esas ropas de ramera rica –dijo riendo el veterano Jesús.

-Ciertamente –Hernán sonrió, siguiendo la broma- Pues resulta que ando yo buscando a uno que tienen por Waltz, o algo así. Arrastra deudas y faltas de honor.

-¿Faltas de honor? –Jesús se cruzó de brazos sobre la mesa, para atender.

-Explícate, amigo –Jaime dio un buche, se secó el hocico con la camisa sucia, y se arrimó.

Luis los imitó. Hernán se acercó a ellos, arrimándose más a la mesa y en clave de misterio.

-Sí sí. Al parecer, allá al norte en Flandes, su gente y la nuestra tenían que cercar una hacienda flamenca para hacerse con un gobernador. Pero al jefe de los muy germanos le dieron soberano tiro y cayó con los sesos para afuera. Este, el Waltz, según se ve era el lugarteniente, y en vez de echar hígados y seguir, votó retirada y dejó a los nuestros allí en medio, más solos que un galgo cojo. Se juntaron tres viudas de esos soldados, sevillanas, para darme paga y que terminase yo con el tal Waltz. A lo que voy ahora, es a saber si el puñetero Waltz está ahí, y si vuecencias gustan de echarme una mano amiga. So recompensa en plata, claro –y nada mas callar, para sus adentros pidió perdón a Dios por la mentira que acababa de soltar. Atacó al vino en busca de sosiego.

-¡Serán puercos! –dijo Jesús.

-¡Claro! ¡Y con mi parte te puedes quedar! –dijo Jaime.

Luis frunció el ceño, y asintió.

-Sea pues, compañeros. Ahora, iré a comprobar si está el fulano.

Echó Hernán dos vistazos a los soldados extranjeros antes de levantarse. No vio espadas roperas ni aceros típicos. Tenían una especie de espada corta y ancha, con los gavilanes de la guardia haciendo un ocho y la empuñadura ensanchándose hasta el pomo. Significativamente más cortas que su ropera, pero de poco le valdría hasta una pica, si se le tiran encima las cinco fieras. Terminó la jarra de tinto y se puso en pié. Se acercó a los germanos, y alegremente dijo:

Aló, amigos! –igual que todo buen soldado de los Tercios, en más de una lengua chapurreaba algo- ¡Vino bueno! –se hacía más el borracho de lo que estaba. Los lansquenetes tenían la cara roja de beber y se lo tomaron como un chiste.

-¡Es ist lächerlich! Ja ja –dijo uno de ellos.

-¡Block stinkt! Ja ja ja –comentó uno, y los demás empezaron a reír más.

-¿Waltz? ¿Es alguno Waltz? –dijo Hernán. Aún mantenía el papel de cómico borracho. Giró la cara un momento a sus compañeros, que habían vaciado las jarras y estaban serios. Listos.

-¡Sic her ist der sohn eines esels! –y ya los austriacos empezaron a reír a carcajada limpia.

Hernán comenzó a perder los nervios. Una cosa era hacer el lelo un momento, pero no responder a una pregunta y reírse en su misma cara, era otra muy distinta.

-¡Así que nadie conoce a Waltz eh! ¡Pues ahora van a conocer a Hernán Ramírez Salazar! –y echó mano de la jarra de vino más grande que había en la mesa, y se la estampó en toda la cara al que más fuerte se reía.

Jarra y cara se hicieron añicos. El sujeto se llevó las manos al rostro, que le escocía por el sudor y el vino en los cortes.

Los otros rubios, que vieron al amigo con la cara hecha polvo, reaccionaron tarde. Hernán, pese a no ser especialmente fuerte, sacudió un golpe en la bulbosa nariz de un austriaco con un jubón amarillo y celeste especialmente llamativo. Crujió el hocico y comenzó a salir sangre.

Se pusieron en pie los otros tres, y antes de que sacaran sus espadas, que para el que le interese se llamaban “katzbalger”, los arcabuceros del rey brincaron desde su mesa.

-¡Santiago y cierra! –Luis, que era el más callado, echó mano de la daga de vela que tenía en el cinturón, detrás de los riñones. Se tiró a por uno de los dos barbudos, el cual tuvo la espada en la mano lo que tardó Luis en perforarle los riñones.

Aquí ya el follón era mayúsculo. Con espadas y dagas los cuatro españoles y los cuatro austriacos (estaba el atravesado por Luis ya boca abajo y soltando el último aliento) se repartían estopa brava. Las gentes huían de la taberna, agolpadas y para sus casas, pese a que algún borracho se quedó frito sobre la mesa. Gila escondió a sus hijas (que servían las mesas con alegría) en la despensa, y salió a la puerta con un candil, llamando a gritos a la guardia.

Esto era señal de que había que terminar pronto. Porque por muy soldado español que se fuese, a cualquiera lo meten en el calabozo. Y en este caso de Hernán, que no estaba seguro de si el Waltz estaba allí o no, no interesaba dar más explicaciones de las justas al alguacil de turno.

Así pues, intentó parar el espadazo del teutón que tenía delante. Estaba peleando con el restante barbado con vida (eran dos y el primero cayó, factura de Luis ante San Pedro). Y así sería el espadazo que le arrease el bruto de colores, que la ropera, muy usada ya, se partió por la mitad. Y el tajo, que seguía en el aire, le hizo un mal roce en el coleto, provocando una raja seria en la prenda y una herida leve en el hombre.

Hernán, perro viejo en mordidas, enganchó la espada enemiga por la guarda con su daga, y aunque estaba su espada rota a la mitad, le dio un centellazo al contrario, que le entró por el ojo y topó con el hueso.

Chorreando sangre y otros caldos, el barbado bravo calló de rodillas. Le dejó Hernán la espada puesta, “no fuera que cogiera frío”. Poco le servía la espada rota, y llevándola a un herrero, dineros aparte, sabe Dios qué remiendo le harían. Cuando echó ojo de la situación, no le gustó mucho.
Jesús se hacía cargo, esgrimiendo una daga con la diestra y una estaca con la siniestra, de dos tipos, a cada cual más estrafalario; uno de ellos era el de la nariz rota. Luis seguía, aunque sangraba de un costado, forcejeando con un tercero. Jaime, no obstante, tenía una mano sobre el estómago, tiñendo las ropas de tinto. Estaba sentado en un taburete y respiraba como un fuelle roto. Hernán dudó un momento.

-¡Llévate a Jaime al boticario, calle abajo! ¡Nosotros nos encargamos de esto, voto a Satán! –bramó Jesús, que acababa de dar un estacazo a uno de los rubios, a costa casi de recibir un espadazo.

A Hernán le faltó tiempo para incorporar a Jaime y salir por la puerta. Antes de darse cuenta, ya estaban dando taconazos por el adoquinado trianero. La lluvia amainó sobremanera, ahora apenas caía polvo de agua.

-Mal lance, voto a mil- Dijo Hernán.

-¡Ah! ¡Cierto! –se quejó Jaime.

-Eran diestros. Pero me he cobrado sus carcajadas, maldición.

-¡Sí! –continuó Jaime, y volvió a resoplar. Estaba perdiendo sangre- No parecían tan irrespetuosos cuando veníamos desde Toledo.

Hernán trastabilló al oír eso, a lo que Jaime respondió con un sonoro “ay”. Siguió, andando, más con paso nervioso que apresurado.

-¿Desde Toledo?

-Sí. A Luis, Jesús y a mí, junto a unos varios, nos dieron permiso para cambiar de compañía. Decidimos bajar al sur. Nos encontramos con estos austriacos, alguna que otra vez, en posadas. Incluso cruzamos el Despeña Perros juntos.

-¿Y cuánto hace de eso, amigo? –Inquirió Hernán.

-Hará cosa de dos semanas, aunque ellos probablemente llegaran antes que nosotros.

-Pues mal rayo los parta hoy –concluyó nuestro protagonista.

Realmente estaba frustrado. Había albergado la esperanza de que alguno de esos puñeteros barbados fuera el que andaba buscando. Pero era imposible: los que él buscaba llevaban escasos días, y llegaron en barco. Igualmente, fue precipitado por su parte. Además le había costado una espada, por barata que fuese.

Llegó a la puerta del boticario, y con Jaime mal puesto en el poyete, sacudió dos patadas al portón. Cuando sonó el crujir de la cerradura vieja y antes de que se asomara el boticario, deseó buena ventura al maltrecho Jaime y echó a correr por las calles, no fuera que el matasanos se quedara con su cara para mal. Deseando perderse o que lo fulminara Dios de un centellazo por la mala suerte, se sumergió en la noche de Sevilla.