lunes, 21 de julio de 2014

Bonda, la del muladar

Las desavenencias del Cabo Negro se habían cobrado otra víctima, o casi un centenar de ellas. El Spicechest, un navío mercante antes grueso y de tres palos, ahora se convertía en astillas contra el Muro de Líbar, unos terribles acantilados, empujado por una legión de olas grises y furiosas. En el cielo rayos y truenos aplaudían la danza del océano mientras las nubes volvían ciega a la mañana.

Percy Banner aferraba su violín mientras se encogía en la proa de un largo bote de remos que milagrosamente salvó varias olas y se alejó de los peñascos, justo cuando el Spicechest estaba trabado en un enorme banco de arena antes de estrellarse contra el Muro de Líbar. Unos llorando y otros maldiciendo, cuatro hombres remaban; Tarugo Hank (marinero de segunda), Lewis Pitt (ayudante de carpintero), Fitz el Rata (marinero de segunda) y Darren el Cazuelas (cocinero). El bote se sacudía entre las olas como una hoja seca atada al bufido de un titán.

-No cantan ya…no cantan –decía Tarugo. Era un hombre bajo, corpulento, de rostro vulgar- ya no cantan.

-¡Calla y rema, Tarugo, rema por la puta que nos parió y las estrellas del cielo! –Lewis Pitt, un joven alto y delgado, dejaba correr hileras de lagrimones por sus mejillas, con la desesperación brillando en sus ojos azules y los mechones de pelo rubio pegados a su frente por el sudor.

Los cuatro hombres de mar se afanaban en remar mientras el joven Percy clavaba su vista en las rocas salientes que rodeaban los restos del barco. <<Sus asientos, son sus asientos>>, murmuraba para sí, <<el mar es su teatro, los acantilados la escena y nosotros los actores de una tragedia>> murmuraba el joven. Segundo hijo del mercader de especias Maximilian Hatcherthry Banner, Percybald Banner solo representaba los ojos de su padre en el trayecto comercial por castigo a su vida licenciosa. Solo era un retoño arrepentido en su cuna, atrapado entre un mar de lágrimas y la ira del cielo. <<Al menos, ya no cantan>>.

Los recuerdos recientes sacudían su mente como tábanos furiosos bajo la piel; deseaba con toda su alma que se fueran pero no sabía cómo sacarlos. Estaba en la bodega, conversando con Lewis Pitt y Fitz el Rata sobre ciertos locales del Puerto Franco de Werthry, lejos en su Arlandia natal, cuando comenzaron a bombardear sus oídos. Antes de darse cuenta, Lewis paró de reír, Fitz dejó en el aire el final de un chiste picante y los tres andaban contra su voluntad a cubierta. Quería parar, quería mirar a su alrededor, quería gritar, pero solo veía un escalón de madera detrás de otro, hasta que una terrible sacudida lo derribó y perdió el conocimiento por un instante.

Con los músculos de plomo y la mirada perdida, se reincorporó como pudo e instó a sus compañeros a hacer lo mismo. Encontraron saliendo de la cocina a Darren el Cazuelas, pringado entero de gachas y con una expresión en su cara de luna llena que preguntaba <<¿Cómo hemos podido chocar?>>

Y, de nuevo, ese arrebatador sonido invadió sus oídos. Reanudaron la marcha hacia cubierta, tropezando como peleles animados con todos los objetos que se desparramaron por el suelo debido al choque. Cuando Percy llegó a la salida a cubierta, solo pudo sacar la cabeza: un conjunto de jarcias, cajones y aparejos cayó obstruyendo el recorrido. Haciendo acopio de todas sus fuerzas, inútilmente, se ahogaba en la impotencia de no ser dueño de sus actos, mientras con rostro bobalicón veía como los hombres se arrojaban cual borregos desnortados por la borda. Así, hasta que dejó de oír nada y volvió a ser él, como si despertara de un horrible sueño.

Se giró un instante y vio como el Cazuelas, Lewis y el Rata se miraban confusos; Tarugo Hank había aparecido tras ellos, compartiendo con sus compañeros un rostro de horror y consternación. Rápidamente se dispusieron a despejar la salida a cubierta para intentar resolver el misterio. Pese a ser todos, salvo Percy, dignos hombres de mar, subieron a trompicones debido a que el barco se había encallado en un banco de arena y rocas; unas furiosas olas lo empujaban poco a poco como para liberarlo…solo que lo empujaban en dirección al Muro de Líbar, unos grandes acantilados de roca gris y escarpada.

Pesarosos, miraron por doquier, no viendo a camarada alguno. Prestos se asomaron por la borda al oír voces en peligro, y comprobaron horrorizados el espectáculo que se producía. Toda la tripulación desde el capitán al grumete, salvo ellos mismos, se debatía entre las olas clamando socorro. Tarugo Hank se giró presto a tomar algún cabo que lanzar al mar con tal de socorrer a los afligidos, pero Lewis y el Rata se ocuparon de detenerlo e instarlo a que mirara bien; en cuanto observó, Hank cerró los ojos en gesto temeroso y se le vencieron las rodillas.

Los marinos, indefensos, se debatían entre la furiosa tormenta mientras tentáculos gruesos como brazos de labriego los arrastraban a las rocas. Criaturas grotescas, nauseabundas, ahogaban a los hombres en la mar negra para luego reptar hasta una roca, como si las olas fueran brisa para ellas. En su mitad inferior tenían un incierto número de tentáculos rematados en duros garfios en lugar de ventosas con las que aferraban los cadáveres mientras trepaban a una roca, del mismo modo que un halcón aferra a un ratón con su garra mientras se acomoda en una rama.

Pero lo más horrible era su mitad superior: tronco, brazos y cabeza. Muchos marinos se tienen en aprecio a sí mismo por haber visto tritones: criaturas antropomorfas, elegantes, solitarias y de buenos modales, siempre prestos a dar un buen consejo, advertir de un peligro o comerciar con joyas y especias; habituales en las cortes de los señores almirantes o en peñones de alta mar donde tenían lista agua dulce y pescado en salazón para que los barcos hicieran un alto. Pero esto no eran tritones; eran diablos del mar. Su piel era verdosa, salpicada de escamas negras y grises. Los brazos, largos y escuálidos, terminaban en garras duras y frías que empleaban para encaramarse a las rocas. Su rostro era una abominación entre pez y hombre, privada de nariz y con inertes ojos acuosos haciendo competencia en repugnancia a una enorme boca de dientes como agujas. Por corona, un amasijo de jirones de piel muerta y aletas desgarradas que les brotaban de la supuesta nuca, a modo de pútrida melena.

Pero no quedó ahí, aunque solo Percy y Darren siguieron mirando; uno petrificado por el espanto y el otro presa de la curiosidad morbosa. Una vez las criaturas arrastraban al cadáver a la superficie, sobre una roca, lo tomaban entre sus brazos como una viuda que llora al esposo muerto mientras sus cuerpos sufrían una metamorfosis increíble, haciendo que los espectadores se creyeran en la locura.

Los tentáculos salvajes se tornaron dos piernas de muslos carnosos mientras la anterior unión antinatural entre su vil tronco y la fétida parte de depredador abisal se transformaba en torneadas caderas y delicada cintura. En el vientre surgió un gracioso ombligo a la par que se manifestaba el sexo femenino y brotaban unos senos juveniles. Las zarpas se volvieron manos delicadas sujetas a brazos delgados, y la testa de sabandija depredadora se convertía en una cabeza menuda y proporcionada dotada de faz inocente flanqueada y coronada por una mata de suaves cabellos dispuestos en gracia salvaje. En un santiamén, el monstruo pasó a doncella; para luego fundirse en un beso con el difunto amante y succionarle todos los humores…antes de parpadear tres veces, Percy se dobló sobre la borda para devolver la comida al comprobar como Humphrey Doorman, el antaño vigoroso ayudante del contramaestre, quedaba reducido a un pellejo con frondosas patillas y atavío de marinero. Percy gritó cuando una mano le aferró el brazo.

Fitz el Rata lo instaba a correr hacia un bote de cuatro remos que se hallaba pendido de la borda. Las doncellas del diablo se saciaban en el rocaje, así que los iluminaba la estrella de la esperanza: quizá no los vieran. Percy corrió presto hacia el bote que sus compañeros disponían como almas temerosas ante el reclamo de los diablos. En un despiste sus pies se trabaron con un girón de vela rota por el temporal y el joven cayó de bruces. Mientras se levantaba entre maldiciones y sollozos, se percató de que junto a él, como dispuestos por mano ajena, estaban su violín y arco para hacer sonar al mismo. Por un instante, recordó que se lo prestó al bueno de Budden, un velero amigo de la música. Se lamentó por Budden, echó mano del instrumento y se subió al bote. Antes de darse cuenta, observaba el barco de lejos, zozobrando como una cuna gigante mecida por la furiosa mano del mar, sentado en la proa del bote mientras sus compañeros resoplaban de esfuerzo bogando.

Con horror vio como las mozas de carne descubierta y corazón podrido ya no reposaban en los peñascos, de donde las olas barrieron los cueros vacíos de sus víctimas. Lo que si vio fueron unas sombras verdosas y amorfas bajo la superficie que se dirigían a toda velocidad hacia el bote.

Los supervivientes surcaban las aguas por la cara interior del banco de arena, de tal forma que las olas, aunque aún impetuosas, llegaban mermadas. Aún así, el esfuerzo era mayúsculo y los cuatro se empeñaban en vencer al temporal, espoleados por el mejor látigo que podía conducir a un hombre: el miedo.

Temeroso, Percybald Banner hizo lo único que podía, lo único tan potente como para evadirlo de sus temores. Se acomodó el violín en el hombro y arrancó una tonadilla de sus cuerdas, una melodía gritona y agresiva, festiva y alegre, nacida en mil tabernas de Arlandia.

Sus compañeros parecieron no darse cuenta, pero si vieron algo peor. Provocando un grito de horror en los marineros, una criatura abordó la embarcación. Mientras se aferraba a la popa con sus tentáculos relampagueantes, siseó una baba roja (quizá por la pitanza) mientras lanzó sus zarpas contra Darren. Darren, espantado, pataleó y logró zafarse en los primeros intentos, hasta que una de las garras se le cerró en torno al tobillo. El hombre, un gordo patán famoso por rebañar las ollas más que limpiarlas, sacudió una coz que dejaría en evidencia a las más fieras mulas de la Marca Verde e hizo saltar la mitad de los dientes al monstruo, que se perdió entre chillidos.

Asombrados, los otros tres seguían remando, mientras Darren el Cazuelas se recomponía los calzones recién ensuciados.

-¡Están cantando! –gritó Fitz- ¡Vuelven, vuelven a cantar! –y soltó el remo para taparse los oídos. Los monstruos volvían a lanzar al aire su melodía embaucadora, opresiva.

-¡Sí, cantan! –gritó Percy- ¡Pero no nos detenemos! –y dio un puntapié a Tarugo- ¡Lewis sigue remando! ¡Y yo tocando! –Tarugo quedó mirando espantado a Percy- ¿Eres amo de tus actos como yo, Lewis? ¿O estás embrujado?

-¡Amo cruel soy de mí, pues se me va a partir el lomo de tanto ordenarme remar, Percy! –gritaba Lewis, entre desesperado y asombrado.

-¡Pues remad, remad amigos! –gritó Percy, mientras tocaba el violín con toda su alma- ¡Remad y oíd, pues seréis testigo de un duelo jamás presenciado! –con los temblores fruto de la lucha entre el miedo y el renovado arrojo, Percy hablaba a sus camaradas- ¡Darren ha metido en vereda a esa criatura a base de golpes, preparaos para hacer lo propio si se tercia, que yo haré lo mío! –y comenzó a cantar von voz de rufián ardiente:

>>¡Brinden!, por lo que les vengo a contar,
¡Brinden! Por quién nació en el muladar

Percy entonaba tan alto como podía, desafiando a rayos y truenos con sus pulmones de hijo rebelde y habituado a tabernas y descalabros.

>>¡Brinden! Por la más sucia fulana,
pues no hay hierro que atienda esa lana

Una de las criaturas horribles asomó por el lado de Tarugo Hank. Pese a ser un hombre corpulento, soltó el remo de un grito. Lewis, adelantado, manoteó para sacar su inseparable cuchillo (con el que se entretenía haciendo tallas) e hincárselo al monstruo en un ojo para devolverlo al mar.

>>¡Brinden! Por la de torcida napia
y revirados ojos de sepia

Tarugo recibió otro puntapié, y se hizo cargo de los dos remos, dejando libre a Lewis.

>>¡Brinden! Por la tullida de una pata
que se cura si bien ve la plata

Fitz el Rata, de constitución consumida y dientes atropellados, se deshizo en gritos y voces cuando un monstruo echó zarpas en la borda, a las que Fitz machacó cual herrero frustrado a golpe de cabilla. Ya ninguno oía los truenos, las olas rompiendo contra el acantilado ni la canción del diablo.

>>¡Brinden! Por la de fétido aliento,
y gorda de culo sin asiento

Darren mantenía a raya a dos monstruos haciendo oscilar su remo como una guadaña, mientras su fofa y redonda cara de luna se teñía de arrebol a causa de la ira y el desquite contra los verdugos de sus compañeros.

>>¡Brinden! Por la vaga cual marrano
Y sus dedos de menos por mano

Estaban a punto de bordear un cabo; Tarugo remaba como si no hubiera un mañana, al igual que sus compañeros que se turnaban según la circunstancia.

>>¡Brindad! Por la de brazo de herrero
y de lengua ruin de carretero

Lewis se sujetaba un corte, fruto de un zarpazo, de un costado mientras cosía a puñaladas a uno de los monstruos, aferrado a la borda.

>>¡Brindad! Por la mal vista por un tuerto
y negras orejas de muerto

Estaban a punto de pasar un cabo y poder refugiarse en una cala. La tormenta amainaba, y la última de las criaturas se limitó a sisear algo ininteligible en una lengua maldita mientras se perdía entre las olas.

>>Pero aún brindando lo acordado
Como para un burro haber ahogado
Ni por el oro de los enanos
a su piel arrimarás las manos,

Cantaban los hombres a viva voz ya, mientras olas menos salvajes los empujaban a una cala perdida y observaban al Spicechest colisionar contra el acantilado, lejos, casi ocultado ya por un cabo.

>>Pues es por Bonda, la del muladar
            por lo que los hombres se van al mar