jueves, 23 de febrero de 2012

¿Puede un hombre moral mantener la misma en un ámbito inmoral?

Las presentes líneas pretenden esbozar una respuesta razonable a una pregunta que en su día me formuló un camarada, estando al menos yo ebrio de filosofar y cerveza. La pregunta es, pues: ¿Puede un hombre moral, mantener la susodicha en un ámbito inmoral? Procedo a redactar mis pensamientos al respecto.
Supondré durante todo el escrito que esta “moral” a la que nos referimos es una moral basada en el honor, el deber y el bien en general. De esta manera, esa persona (le llamaré Sujeto) está definida por esa moral, pues todos tenemos una (si carecemos de moral alguna ya sea buena o mala es que somos un ser inerte, y si tenemos más de una seríamos unos desequilibrados).
Ahora bien, el Sujeto emplea su moral día a día para tomar decisiones y responder antes estímulos, es su gran directriz. Del mismo modo, esa moral debe encajar en el ambiente, o no dará frutos. Comparemos su moral a una cuchara, por ejemplo: Es idónea para tomar sopa, pero imposibilita el cortar un filete. Así, de esta forma, la moral debe estar en consonancia con lo que la rodea. ¿Y qué ocurre cuando el ambiente es inmoral respecto a esa moral?
Eso dependerá de la fortaleza del individuo. Supongamos a un sacerdote. Unos vándalos anarquistas vienen a agredirle argumentando que cualquier religión es funesta y deben erradicarla; el sacerdote puede estar preparado físicamente y vencer a los vándalos, o ser débil y no poder resistir a los matachines. Del mismo modo, el sacerdote podría mantener un debate con un representante de otra religión, el cual podría convencerle o no sobre la veracidad de lo que defiende. De esta manera, un hombre debe de estar preparado física y mentalmente para defender su moral. De hecho, en muchas ocasiones debemos escoger entre ser fieles a nuestra forma de actuar (íntimamente relacionado con nuestra moral) o amoldarnos al entorno y así ahorrarnos penalidades o conseguir otros fines.
Asimismo, podemos escoger enfrentarnos al entorno, donde podemos subyugarlo a nuestra moral si somos más fuertes, aprender a convivir con respeto mutuo, o sufrir el mayor acto para preservarla y hacerla inmortal, muriendo por ella, y convirtiéndonos en mártires de la causa que es nuestra moral.

viernes, 3 de febrero de 2012

Hunz Van Berg

Diminutos copos de nieve caían sobre el adoquinado de la Calle Mayor de Kromville. El viejo reloj de bronce que moraba en lo más alto de la más alta torre, tañó sus campanas y avisó de la séptima hora del día. Al repicar de las campanas, unos palomos levantaron vuelo para regresar a sus mullidos nidos. En algunas casas relucía el dorado de las velas para alumbrar la creciente penumbra. El sereno pasaba con su pica encendida, prendiendo la mecha de los candiles de gas de las farolas. El orondo charcutero atrancó la puerta de su negocio y el sastre tendió un toldo sobre el escaparate.

En las puertas de las casas lucían lindas cintas rojas y roscos de muérdago pendían de los portones. Las madres arropaban a sus hijos en acogedores lechos de lino y lana, tras darles un afable beso en la frente. Los cansados trabajadores ya colgaron sus delantales. Era la víspera de Navidad.

Calle abajo, una figura delgada como la espiga del centeno, y curvada como una caña al viento caminaba apoyado en su bastón de roble barnizado, que casi parecía una tercera pierna. Una chistera de fieltro negro le tapaba su antigua calva y un mostacho canoso le hacía de soporte para su nariz aguileña, balcón de una tez fría y anciana. Un traje que no se sabría decir si negro o azul acompañado de unos zapatos de un cuero atemporal le darían un aspecto de enterrador retirado, de no ser por esa bufanda de lana granate y oro.

El señor Hunz Van Berg, propietario de una manufacturía de herrajes, se dirigía, como siempre, a su lugar preferido. La vieja taberna de El León de Oro. Era un establecimiento para ciudadanos de medio pelo. Pero para un hombre de su edad, solo como la Estrella Polar en el atardecer del día, poco más se podía pedir que un ponche caliente y un asiento cómodo.

Este ser, ente que definía la pulcritud de la mediocridad, era tan avaro que de poder ser racionaría la suela de sus zapatos andando de puntillas. Mientras fumaba de una pipa, exhalando un humillo grisáceo, entró en la taberna.

-¡Felices fiestas, señor Van Berg!-dijo el corpulento tabernero, Otto-.

-Ponme una de esas jarras de cerveza aguada que tienes-gruñó entre dientes el viejo Hunz-no te daré una propina, si es lo que pretendes-y sobre su mesa dejó la chistera y el bastón. Colgó la chaqueta a un lado de la silla.

Con sus nudosas manos aferró el asa de la jarra cobriza de cerveza de cebada. Inmiscuyó su aguileña nariz y olfateó el líquido ámbar. Refunfuñó por no poderle encontrar ninguna falta y la alzó, para beber. Nunca brindaba. Nada le parecía merecer la pena.

Reposado en esa silla de madera de abeto, cavilaba mientras engullía la cerveza. Se frotó sus hundidos ojos e intentó rememorar tiempos pasados.


Una cálida luz solar tostaba la piel del chiquillo, que correteaba feliz en un campo de centeno. Una mujer alta, de mirada cálida, lo llamó desde el portal de una casa solariega. Olía a estofado de ternera.


El muchacho, de una agradable cabellera morena, besó a su madre en la mejilla, y los dos se dispusieron a almorzar. El padre, un hombre alto y vigoroso, salió de su habitación, apoyado en un bastón negro y escuálido. Una tos seca reverberaba en su garganta.

Hunz pidió otra jarra, malhumorado. Siguió bebiendo.

La casa nueva no le gustaba. Y su tío le parecía extraño, tenía todo el día un olor igual que el líquido amarillento que su padre bebía de vez en cuando, cosa que parecía trabarle la lengua y arrebolarle las mejillas. Los tejados grises se perdían, empuntados, en el techo humeante que escupían las chimeneas. Pero Madre dijo que era lo que había que hacer, porque Padre ya no estaba.

Al joven no le gustaba, pero tenía que trabajar en un sucio y negro almacén de carbón mineral. Pero a Madre le hacía falta dinero, porque Tío le pedía un alquiler por compartir la casa. No le gustaban los niños. Y esto no le gustaba a Hunz.

El viejo Van Berg soltó a regañadientes unas monedas de cobre manoseadas en la barra, pagando así su cuenta. No le gustaba desperdiciar las monedas de mayor valor en transacciones tan banales. Como él decía, “El dinero es dinero”.

Se abrochó su vieja casaca negra y se enredó la bufanda dorada y granate al pescuezo. Se encasquetó la chistera de fieltro milenario y tomó ese viejo y horrible bastón escuálido que tanta simetría le refería.

Hizo restañar las bisagras del viejo establecimiento al abrir la puerta con una simple vidriera púrpura. La nieve arreciaba, y con una mano en el bolsillo correspondiente, echó a andar calle arriba.

El joven Van Berg avanzó escalafones en cuestión de años, y a su temprana edad de diecinueve años ya era capataz de un escuadrón del almacén. El año pasado enterró a la difunta Madre, víctima de la tuberculosis, como Padre. No invirtió en flores, ni cintas de bonito color rojo. Un entierro simple y escueto. El dinero lo empleó en comprarle la casa al banco, y así ser el quién le cobraría a partir de entonces el alquiler a su tío borracho.

El viejo Van Berg rechinaba sus dientes. Se le había caído al suelo el medio puro que se estaba fumando al golpear con el raquítico bastón a un andrajoso que se le acercó a pedir con su hijo en brazos. Iba aprisa hacia su casa, tenía frío y ansiaba tomarse una copa de coñac frente a su pequeña chimenea.

Hunz Van Berg, a los veinticinco años de edad, tuvo suficiente dinero como para vender su casa y comprarse una más grande en el barrio medio, cerca de los comercios más sibaritas, en el núcleo urbano. Incluso empezó a usar sombrero, una lustrosa chistera de fieltro negro azabache. Los días de frío, usaba una bufanda dorada y roja, herencia de su madre, y para espolear a su caballo, empleaba ese viejo bastón raquítico del padre. Además, por aquel entonces se asoció con un artesano y su hijo, herreros, que fabricaban herrajes para los caballos.

Su llave de hierro giró ciento ochenta grados al accionar la cerradura, y acto seguido entró, dejó la chistera y el bastón en una silla, y colgó su casaca en el perchero. Se quedó en mangas de camisa. Prendió la chimenea y encendió las luces a gas. Se reclino en su apolillado sillón y vertió unas gotas de coñac en esa copa cascarillada.

Van Berg ya era todo un comerciante. Cuando murió su asociado, el heredó el negocio, y contratando al hijo de su antiguo compañero a un salario lo suficientemente bajo como para contratar a otros dos, incrementó la producción. Los metales los compraba en un desguace. De esta manera, poco a poco, todos los caballos de Kromville se sujetaban a sus carruajes con cerrojos de doble cierre Van Berg.

El anciano, cuando casi se había quedado dormido, maldijo. La chimenea se había quedado sin leña, y el gas había dejado de emanar de los candiles. Hacía frío en la sala. Gruñendo sobre sus impuestos y la mala mantención de las infraestructuras, salió raudo como un rayo cojo, travesando el pasillo de suelo de madera crujidora y paredes mal empapeladas, hasta tomar el pomo de su puerta mientras agarraba el bastón.

La gran manufacturía de Van Berg pasaba una mala racha. Al parecer, surgieron nuevas tecnologías, y una especie de máquinas similares a las locomotoras pero que tomaban su energía del engrudo petrolífero empezaron a hacerse más habituales. Finalmente, el viejo negocio del adulto casi anciano Van Berg empezó a flaquear. El gruñón Hunz tiranizaba cada gota de sangre de sus trabajadores, para luego retirarse a la taberna del León de Oro, donde se llenaba el buche de cerveza, y luego se encerraba en su morada sucia, antaño espléndida, ahora casi deshabitada. Nadie quería servirle en su propia casa.

El viejo Van Berg abrió su puerta de una patada, dirigiéndose a la toma de gas más cercana. Cuando iba bajando los helados escalones, su bastón se partió en dos enormes astillas. El viejo se catapultó al frente con un chillido equiparable al de un perro apaleado, y aterrizó en la fría nieve.

Tumbado boca abajo, el anciano Van Berg se llevó la mano al costado. La mitad inferior del negro bastón se le incrustó entre las costillas y el pulmón. Tendido, rendido, acabado, el anciano relajó su entrecejo como nunca lo hizo en más de sesenta años, y su mueca de enfado se tronó relajada. Fijó la mirada en un callejón de enfrente, donde una familia de tres o cuatro miembros, tapujada en mil harapos, se entronaba alrededor de un fuego improvisado.

Antes de que se le cerraran los ojos, contempló como partían trozos de carne dura adherida al hueso de un jamón, y se la repartían de buen agrado. Los niños reían, y la madre y el padre los arropaban bajos sus brazos.

Se giró como pudo, y mirando al cielo, con sus cabellos entremezclados con la nieve, y una mano sujetando el criminal trozo de madera, dejó que las lágrimas inundaran sus hundidas cuencas oculares, y cerró los ojos por última vez.

Un niño de cabellos oscuros despertó junto a un olmo, en el centro de un campo de centeno. Corrió, llamando a sus padres, rumbo a una casa solariega.