jueves, 2 de enero de 2014

Sangriento cénit

Los finales no siempre son felices. A veces, lo feliz es que haya un final. En esta tercera y última entrega de El ciego que desafió al Sol se narra como culminan una serie de hechos insólitos, atados a la vida del joven Dorell Bauport. La entrega anterior, indispensable para comprender el contenido de lo aquí narrado, es Dos soles. Decidan ustedes ahora si quieren o no arriesgarse presencial el final de otra historia, o mantenerla imperecedera e inconclusa en sus mentes.

---X---

Piegro pasó volando a toda velocidad a la altura de su nuca, piando enérgicamente, y Dorell giró sobre su propio eje alzando el escudo para bloquear el golpe de una maza de hierro de factura simple. Ignoró al enemigo que dejó atrás, dándole la espalda, de la que colgaba la enorme espada enfundada en metal de la que no se desprendía jamás. El fulano de cara sucia y ropajes de cuero remendadas era un miliciano, que a punto estuvo de ensartarlo con una lanza de no ser porque el búho de las arenas se abalanzó directo al rostro, sacándole un ojo de un solo golpe. Esas garras servían para más que escarbar nidos en la tierra cálida.

La escaramuza se desenvolvía según lo previsto. Los hombres de escudo de los nara-terun, capitaneados por Dorell, habían tomado por sorpresa a la retaguardia de un grupo armado corzalino; unos treinta soldados y poco más del centenar de milicianos. Milicia. “Si tienen hambre y no con qué pagar, que se coman su propia carne”, llegó a oírle decir Dorell a un aristócrata lejos, en Córzalon. Los hombres de escudo rondaban los ochenta individuos, el factor sorpresa había resultado muy útil; todo gracias a los exploradores. No fue en absoluto complicado encontrar al enemigo: algunos estaban borrachos, y producían escándalo de peleas y canciones día y noche. Una actitud demasiado despreocupada para un entorno hostil, impropia de los estrictos y tiránicos corzalinos que iba contra el mismísimo lema del ejército: “recto e implacable como la senda del sol”. Por desgracia para Dorell, su amor por la tierra libre y su nueva gente a veces le llevaba a olvidar (queriendo y sin querer) las artimañas de los que desde hace seis meses llamaba “hombres de lejos”, corzalinos. Los atacaron al amanecer.

Habían pasado sólo seis meses desde que Bauport se había convertido en el líder de los hombres de escudo, pero tanto su valor compasivo como ese aura de misticismos y protección que tejieron Maren y su hija en torno a él lo convirtieron rápidamente en uno de los miembros más carismáticos y admirados dentro de la tribu. Si misión actual era cazar las patrullas de milicianos que atravesaban Las Lomas, y de momento lo estaba consiguiendo.

En estos momentos, blandía una espada corta de hierro detallada con ámbar y oro así como un escudo de madera y piel adornado con glifos protectores del Anciano Blanco. Sus hombres, como él, luchaban con espada corta y escudo, y todos tenían los pies pintados de blanco. Incluido él mismo.

En el momento que Piegro se alejó del rostro ensangrentado del rufián, Dorell le provocó un tajo garrafal en el pescuezo, dejando al oponente desangrándose como un cerdo. Describió un círculo alrededor suyo por ver si tocaba hierro con acero, pero entorno a él la lucha estaba tan muerta como el enemigo. Piegro lo guió hasta un reducido número de valientes necios que, con unos frondosos matorrales de espinos a la espalda, se defendían a muerte de los hombres de escudo.

Un par de docenas de los guerreros desataron hondas de cuero de entre sus ropajes de piel, y comenzaron a bombardear a los oponentes con un aluvión de piedras. Cuando las caras empezaron a crujir y las lanzas miraron al suelo, los hombres de escudo cargaron con más gloria que pena. No hubo prisioneros. El combate terminó antes del medio día.

Siguiendo la costumbre, los morenos y atezados guerreros saquearon los cadáveres: sólo cuchillos de acero y las cotas de malla de dos sargentos fueron de interés; ni una espada, ni coraza. Reorganizó a sus hombres, cargaron a los heridos en camillas improvisadas con las ropas de los vencidos y astas de lanza, y a los muertos les pintaron la cara de blanco y los enterraron. Pusieron rumbo noreste, pues la batalla había sido en un vallecillo torrencial de los que solo llevan agua cuando se dan los Días de Lluvia, algo más al sur de donde se produjo la última batalla de Dorell como Hijo de Aetán.

Así pues, con Piegro revoloteando alto en torno a las inmediaciones del grupo para vigilar, los nara-terun llevaban aproximadamente medio día de viaje. Dorell caminaba distraído, agradeciendo un sol cálido y puro. Estaba perfectamente recuperado de sus antiguas heridas y tenía claro que su futuro estaba con su pueblo, y quizás con alguien más. De repente, los hombres gritaron y retrocedieron, y Dorell cometió el acto reflejo de mirar en todas direcciones sin ver nada. Piegro llegó a toda velocidad y comenzó a tirarle de sus prendas de piel de ciervo rojo, incitándole a que corriera. Dorell permaneció en el sitio, con los nervios crispados y una mano en el pomo de la espada corta y puntiaguda. No lo vio, pero lo olió. Un olor a fuerza salvaje, a muerte rápida. Un tigre emperador.

Enorme, más grande que un caballo, saltó de entre unos matorrales altos. Un animal extremadamente corpulento, capaz de arrancarle la cabeza a un hombre de un zarpazo. El pelaje era de color ocre con rayas oscuras, y una cresta de pelo marrón casi negro le recorría todo el lomo, desde donde nacía la cola hasta la parte superior de la cabeza. Dorell era un hombre honorable, pero seguía siendo un hombre, así que el miedo le agarrotó los músculos inmovilizándolo. El tigre se acercó tanto que pudo sentir el peso de sus pisadas en el suelo de alrededor. Un escalofrío recorrió su espinazo. Entonces se produjo la sentencia de muerte para cualquier presa: un instante de silencio sepulcral. De repente, era demasiado tarde.

El tigre dio un salto, tan enorme como era, derribando a Dorell. Cayó de espaldas aparatosamente, y los hombres corrieron a socorrerle; Piegro cogió altura para lanzarse en picado. El tigre comenzó a gruñir, un gruñido que a Dorell se le antojó como si una tormenta quisiera escapar de las entrañas de la criatura, y de repente brotó el rugido. Bauport no había oído jamás algo semejante, ni las campanas de la Torre Celeste de Córzalon ni los cuernos enanos que oyó en cierta ocasión en una lejana montaña sonaban así.

Pero antes de que los hombres, o al menos los pocos que siguieron con la idea de salvarle en la mente, llegaran al animal, este saltó con increíble gracilidad y se perdió entre unos arbustos espesos y altos, de hojas verde claro y frutos diminutos y amarillos. Reincorporaron a Dorell.

-¡Daurel, Daurel! ¿Estás herido? –uno de los hombres de escudo, morenos de piel y barbudos, le puso la mano en el hombro y lo miró de abajo arriba.

-Nada. Bien, bien – Dorell se comunicaba en su primitivo idioma, mucho menos rico en léxico que el corzalino pero casi igual de musical y agradable al oído. Había tenido tiempo de aprenderlo.

Los hombres viajaban en un grupo cerrado con parejas de exploradores que iban y venían, a pie. La marcha era tranquila, y las únicas veces que hablaban era para decir que no ocurría nada o para el cambio para portar a los heridos. Dorell se había acostumbrado a caminar por terreno irregular, con paso decidido y gracias a Piegro, que le avisaba con un gorjeo antes de tropezar con ningún obstáculo.  Por supuesto, necesitaba asistencia en labores concretas, pero los hombres se la prestaban gustosos; realmente tenían fe en él, gracias al apoyo que le concedieron el Anciano Blanco y su hija. A menudo, Anamara era un tema recurrente en los fugaces pensamientos de Dorell.

Llegado el anochecer, se determinó establecer campamento. Escogieron una zona rodeada de hierba alta y matojos de espinos. Con gran habilidad, arrancaron y despedazaron los matojos de espinos que estorbaban. Estos fueron usados junto con la hierba alta para coser una especie de barricada herbácea y así evitar que se aproximaran alimañas en la noche. Hicieron lechos también, asegurándose de que no había ninguna madriguera ni hoyo de escorpiones cerca. No encendieron ningún fuego y comieron tortas asadas frías; sobra decir quién se las preparó a Dorell. Se establecieron turnos de guardia y la mayoría se fue a dormir, como una gran manada. Dorell no hubo de hacer guardia, y se fue a dormir. Piegro, puesto que no podía ver a los roedores con la hierba tan alta, picoteó una torta y se fue a dormir junto al cuello de su protegido, hecho un ovillo de plumas suaves, esponjosas y del color de la arena. Todos conciliaron un sueño tranquilo.

No obstante, ninguno era consciente de lo que se hallaba en la oscuridad de las planicies. Porque peor que vivir el desencadene de un hecho terrible, es la promesa de vivirlo irremediablemente en un futuro. Un individuo irrumpió en el campamento. Un individuo que había pasado desapercibido a los oídos de los guardias, que había atravesado la empalizada y ahora estaba de pie, sin haber sido visto aún, junto a Dorell.

-¡Corre, Daurel, el  Anciano Blanco espera! ¡Hay peligro! –gritó en mitad de la noche, y el revuelo fue mayúsculo. Nadie prendió ningún fuego, pero por doquier había hombres de escudo aferrándose a sus espadas, tanteando en la noche y gruñéndose unos a otros. Dorell dio un pingo, alarmado, y tanteó en vano buscando su arma. No oyó lo que decía.

-¡El Anciano Blanco llama! –pronto unos hombres de escudo lo prendieron, alarmados, justo cuando Dorell había oído lo que decía. Era un nanga, perteneciente a una tribu de las Hierbas Altas, próxima a los nara-terun, valiosos aliados conocidos por ser excelentes exploradores y buenos lanzadores de jabalina; apreciados por seguir senderos invisibles en la estepa, auténticos navegantes de la sabana. Este, en concreto, era afortunado de no llevar arma alguna que pudiera situarlo en la desgraciada tesitura de un asesino capturado. Sólo era un mensajero.

-¡Quietos! ¡Tú, habla! –dijo poniéndose en pie. Uno de sus guerreros tomó su mano diestra y puso en ella la espada de hierro adornada con hilos de bronce y pomo de ámbar. Piegro miraba fijamente al individuo con unos ojos de insondables pupilas negras rodeadas por un ribete ambarino. De repente, despreocupado, comenzó a rascarse bajo un ala con el pico.

-¡El Anciano Blanco te hace llamar! ¡Problemas al norte, cerca de los nara-terun! ¡Guerra! ¡Muerte!

Esas palabras, atropelladas y jadeantes, fueron suficiente para que el corazón de Dorell diera un vuelco y latiese como la estepa bajo una estampida de ciervos rojos.

-¡Despertad! ¡Guerra! ¡Proteged a los nara-terun! –gritó girando en redondo, para que todos lo oyesen y quedase clara la orden.

-¡Nunca viajamos de noche! ¡La estepa es oscura! –gruñó uno de los guerreros más veteranos.

Dorell alzó el brazo y Piegro se posó en su puño, sujetándose suavemente con sus garras para no hacerle daño. Extendió las alas con plumas naranjas como los rayos de un sol dormido. Dorell sonrió satisfecho, y todos comprendieron. El numeroso grupo se puso en marcha.

Como un lucero azafranado, Piegro guiaba la marcha, seguido por Dorell, cosa que contribuyó a su respeto en el grupo, pues los nara-terun temen a lo negro de la noche igual que idolatran el blanco del día. Él, en su condición de ciego, caminaba igual en penumbra que en claridad. Además una especie de vínculo lo unía a Piegro, que cabriolando por el aire, piaba de tal o cual forma, comunicándose con su amigo invidente. Algunos hombres miraban nerviosos de un lado a otro, temiendo por el tigre del día anterior.

Así, tras toda la noche y el día siguiente de marcha, llegaron a la aldea principal de los nara-terun, allá donde Dorell fue acogido. Todos estuvieron de acuerdo en que sin el búho de noche y el nanga de día, el trayecto habría sido más largo y lento. Al margen de lo que podría ser considerada una situación crítica, la aldea seguía su ritmo habitual, solo perturbada por una menor presencia masculina en las labores mundanas. Por el contrario, el Anciano Blanco Maren sí los recibió exasperado y turbado en la puerta misma de la aldea. Apenas tenerlo cerca echó mano del brazo de Dorell para guiarlo rápidamente hasta su choza. Por el camino se cruzaron con numerosos nangas que afilaban sus puntiagudas jabalinas, de caña y punta de bronce en forma de hoja de laurel, que conversaban amenos con hombres de escudo, los cuales seguían con la mirada el paso agitado de Dorell y Maren.

Atravesaron la entrada seguidos por el aleteo de Piegro. Anamara estaba seria y muda, sentada en un catre. No le hacía falta ver, Dorell la sintió. Maren, nervioso, comenzó a hablar:

-El jefe Arelan está muerto –dijo, estrechando las manos de Dorell- hace dos lunas, muerto.

-¿¡Qué!? ¿¡Muerto!? ¿¡Cómo es posible!? –bramó Dorell en corzalino, palabras que el viejo chamán recibió con mirada interrogante, e hicieron a la joven Anamara clavar la mirada en él, ausente.

-Mandé al nanga para buscarte, pero el mensajero llegó tarde –prosiguió el ilustre- Come algo. Una asamblea espera- y el anciano salió fuera, aguardando para llevarlo hasta la Tierra Blanca y discutir entre los notables restantes en la aldea, pues muchos habían partido con Arelan. Maren se encontró con el nanga y lo miró con reprobación.

-Tu jefe recibirá mis quejas con furia –le espetó, seco y con su voz venerable, el Anciano Blanco al mensajero.

-Lo suplico, Anciano Blanco, piedad. No fue culpa mía, sólo cuidé del mensaje poniéndome a salvo –respondió el nanga con voz lastimera.

-¿A salvo de qué? –los ojos del anciano, castaños e insondables como la estepa, se clavaron en el alma del nanga.

-De un tigre emperador, Anciano Blanco.



Dorell, abatido física y moralmente, se tambaleó un poco, deseó hundirse entre los cojines cálidos y mullidos de su habitación, cuando era niño. Qué lejos aquel caserío solariego, el dulzor de las uvas devoradas a escondidas. Qué lejos cualquier roce cariñoso, benefactor, desinteresado.

Anamara tomó su antebrazo derecho, y con la delicadeza de quien vuelve a colocar un recién nacido en su cuna, puso una cálida, especiada y cremosa torta de leche de cabra y bayas dulces. Dorell la devoró sin darse cuenta, hambriento. Luego buscó más con la mano, a posta la torta e inconscientemente la mano de la joven. Ella lo sentó en el camastro, y puso sobre su regazo de piel de ciervo rojo (tal como correspondía al jefe de los hombres de escudo) una esterilla de mimbre repleta de tortas. Comió rápido, en silencio. Ella, triste, lo contempló. Vio a un hombre bueno, amable y tranquilo, un ser de bien perdido en una vorágine de destrucción. Volvió a bajar la vista y derramó una lágrima. Piegro saltó al hombro de ella desde una repisa, y se acurrucó junto a su cuello, rozándose con su mullido plumaje y emitiendo un consolador gorjeo. Dorell se puso en pie y Piegro fue con él; ambos salieron por la puerta sin ayuda, pues Dorell se conocía de sobra la estancia. Maren, que daba golpes con su bastón de ámbar y arlino en el suelo como señal de impaciencia, los llevó a donde tendría lugar la reunión.

Como era habitual fue tras la empalizada interior, en el recinto de tierra blanca. Ya no estaba la guardia de élite del jefe, que marchó a luchar junto a él. Ahora había simples hombres de escudo. El grupo era apenas un tercio de lo que fue en la primera reunión a la que Dorell asistió, el día de su Juicio de Espada. La mayoría ancianos y algún hombre de escudo veterano; todos con los pies blancos, salvo Dorell y el nervioso Mindar, quien cuchicheaba rápidamente con su maestro Maren, provocando los gruñidos de este; desde luego llevaba días sin sonreír. Pronto comenzaron a hablar.

-Necesitamos un jefe nuevo –dijo, seco, un anciano demasiado viejo para luchar.

-No, necesitamos un jefe, necesitamos vencer –tajó uno de los veteranos, con la barba adornada con placas de asta de ciervo rojo.

-Me necesitáis a mí –dijo, resoluto, Dorell, justo cuando el Anciano Blanco iba a pronunciarse. Por supuesto, la expectación fue máxima y todos los rostros morenos enmarcados en cabellos y barbas rizadas, se fijaron en él- yo conozco al enemigo. He sido un hombre de lejos, he sido un hombre de hierro, y ya los he matado antes.

Todos se miraron entre sí, como quien ve una solución tan clara que hasta le hace desconfiar.

-Pero hace soles que no tenemos noticias de la tribu Gurme –dijo el mismo veterano que intervino antes- necesitamos sus mazas de sangre y su furia.

-Y su número –habló al fin Maren- varios escudos o mazas hacen falta para detener a un ciervo sin cuernos.

-¿Y los nanga? Han acudido –argumentó Bauport.

-Sus brazos solo sirven para arrojar jabalinas y sus ojos para seguir rastros. No luchan bien con el escudo y la espada –respondió otro veterano, uno con una fea cicatriz que le partía uno de los agujeros de la nariz.

-¿Qué queda, entonces? ¿Quién, nadie más? –dijo Dorell, alzando los brazos desafiante- ¿solo brutos con maza y débiles con dardos?

-No –tosió más que habló el Nara-Terún más anciano que Dorell había escuchado. Era un hombre reducido a su mínima expresión, que por la mirada de afecto y preocupación que Maren le tendió furtivamente, debía de haber sacado a relucir un asunto escabroso. Su voz era seca, como de un fuelle lleno de arena a punto de vaciarse- no. Están los nor-ghumar.

Todos los presentes emitieron un sonido de asombro y acto seguido comenzaron a cuchichear entre sí. Todos salvo Dorell, que se hallaba en una desesperante inopia. Maren suspiró abatido.

-Sí, los nor-ghumar. Los hombres de los carros. Antaño fueron nuestros hermanos –dijo el viejo, que se habría puesto en pié de no ser porque las piernas le flaquearon.

-Pero ya no, nos abandonaron hace mucho –dijo el primer anciano, el que intervino en primer lugar.

-¡Nos abandonaron en la lucha con la tribu Gurme, antes de tenerla como aliados!-gruñó el viejo veterano con la fea cicatriz.

-Una lucha que iniciamos nosotros mismos –y todos callaron al oír al Anciano Blanco- pues éramos nosotros los que necesitábamos las tierras de los hombres de maza para nuestras aldeas.

-¿Y qué hicieron ellos mientras ganábamos cada trozo con nuestra sangre? –gruñó un hombre de mediana edad, ricamente adornado con ámbar, probablemente dueño de alguna mina.

-¡Ganar la suya propia! –espetó Maren, volviéndose al pudiente, del que no aprobaba su presencia en la asamblea por dedicarse a algo poco digno como el lucro basado en el trabajo de otros- y gracias a que se fueron, o el jefe Areuan, padre del padre de…

-No es momento de hurgar en viejas rencillas –interrumpió Dorell. Nadie interrumpía al Anciano Blanco. Salvo, al parecer, su protegido- ¿Son nobles?

-Buenos aliados mientras duraron –dijo Maren, con el ceño fruncido.

-¿Viven lejos? –el joven hablaba nervioso.

-A tres jornadas de mensajero, ¡al este! –respondió el segundo anciano, con su voz rota, que se dejaba llevar por la emoción, como si él mismo quisiera recorrer la distancia a su renqueante paso.

-¡Hemos de avisarles, pues lo que un día acabe con uno, puede terminar con otro! –animó el joven jefe de los hombres de escudo. Los veteranos, más tácticos y castrenses, parecían coincidir.

-¡Sus carros tirados por enormes ciervos rojos podrían aplastar a los ciervos sin cuernos!-enunció el veterano de la barba adornada.

-Y son buenos en la lucha cuando se bajan del carro: sus mazas de cuerno pueden destrozarle el lomo a un tigre emperador de dos golpes –argumentó un tercer veterano, el aparentemente más joven, que jugaba con un guijarro entre sus manos curtidas y morenas.

Mientras la discusión proseguía, un hombre de escudo corrió apresurado, levantando una polvareda nívea. Llegó con la respiración alterada, más por el nerviosismo que por la carrera, y antes de acercarse al círculo gritó:

-¡Anciano Blanco! ¡Han llegado tres nangas! ¡Nangas que fueron con Arelan! ¡Los encontraron perdidos!–el hombre había soltado la espada y el escudo en la carrera, y apremiaba con las manos desnudas al anciano para que le siguiese- ¡Tienes que verlos, Anciano Blanco! ¡Tienes que oírlos!

Todos los integrantes de la asamblea se miraron conmocionados. Maren se apoyó por un instante en su báculo, cerrando los ojos y gruñendo para sí. Pronto fue con el hombre de escudo, no sin antes tomar a Dorell del brazo para que le siguiera. Piegro, en silencio, se situó en el hombro de su amigo. Una sensación de amarga tragedia mordió sus corazones cuando, al llegar a la tienda de Maren, encontraron un grupo de hombres de escudo discutiendo, junto a numerosos curiosos locales. Entraron.

Anamara atendía como podía a los tres heridos, en los camastros. Los tres nangas. Tenían las piernas destrozadas de correr, errantes, entre rocas duras y espinos.  Todos tenían la mirada ida, respiraban trabajosamente y en su frente perlaba el sudor; pero eso no era lo peor. Sus cuerpos estaban llenos de las heridas más cruentas que jamás Anamara había visto: era como cortes en plena cauterización, como laceraciones ígneas que devoraban su carne. Las costras eran de color negro y hedían a muerte, corrupción y carne quemada. A cada instante las heridas se hacían más grandes y humeantes. La sustancia negra, venenosa y corrosiva que las impregnaba no dejaba escapar gota de sangre alguna, y así heridas que no superasen la que podría haber infligido una flecha o un dardo ahora tenían las dimensiones del más cruento de los hachazos. Antes de darse cuenta, uno de los tres nanga sufrió unos estertores horribles y dejó de respirar.

-¡Fuera! –gritó Maren- ¡Salid!

-¡Padre… -dijo la joven, que intentaba dar de beber a los heridos.

-Todos, ¡todos! –gritó furioso el anciano, empuñando su báculo.

Dorell estaba confuso, solo había olido algo parecido a una mezcla entre carne putrefacta y cuerno quemado;  ahora Anamara lo conducía al exterior. Todos fuera empezaron a parlotear nerviosos, elucubrando. Sólo Dorell y Piegro guardaban silencio, inmóviles, intentando oír. Algunos hablaban de maldiciones, otros de una nueva magia de los hombres de lejos. Solo coincidieron en guardar silencio cuando Maren comenzó a demostrar su poder.

Primero del interior comenzaron a llegar unos murmullos guturales, que fueron aumentando hasta convertirse en rugidos arcanos y profundos. Aquellos que rodeaban la tienda comenzaron a alejarse, nerviosos, pero sin dejar de vigilar la entrada en penumbra, pues ya anochecía.

De repente hubo un estallido de luz y polvo blanco. La tierra tembló mínimamente, lo suficiente como para que dos hombres tropezaran consigo mismos y cayeran al suelo al intentar retirarse. Las pocas mujeres y niños que había chillaron y se metieron en sus chozas. Sólo Dorell y Anamara, sujetos por la mano, permanecieron atentos.

De repente, tras la nimia sacudida, un humo negro comenzó a escapar por la puerta y ventanas, elevándose en volutas y desapareciendo en la tenue brisa vespertina de la sabana. El humo era tóxico, haciendo toser y enrojeciendo los ojos del que estuviera demasiado cerca. Dorell se mantuvo impasible y Anamara se cubrió la cara tras su hombro. Como una exhalación, el Anciano Blanco surgió, impoluto, de la tormenta venenosa.

-¡Los cien hijos de Ashash! ¡Muerte negra! –dijo el anciano, con una voz abatida y llena de pesadumbre- ¡ha vuelto la muerte negra! –gritó a los hombres de escudo. Dorell no sabía de qué hablaba.

-¿Qué hacemos, Anciano Blanco? –preguntó un resoluto hombre de escudo. Maren se dirigió hacia él, y luego al resto.

-Corred. A todas las aldeas, nara-terun, nanga y gurme. Decid que yo, Maren, guardián y administrador de la Tierra Blanca, he convocado la guerra. Prometed piel de anillos de hierro, prometed ámbar y prometed sangre ¡Que mi mensaje corra por toda la estepa! –y dicho esto, la paz desapareció de tanta tierra como pudo bañar el sol en más de diez días de recorrido por un el cielo limpio.

A la mañana siguiente al menos tres centenares de hombres de escudo y algunos nangas que acampaban cerca se dirigían al noroeste, siguiendo la ruta que llevó el jefe Arelan con sus guerreros hace varios días. A la cabeza, Maren y Dorell. A todos asombró como Dorell cargaba con su pesada gran espada de batalla, envainada, a la espalda, además de su espada corta de hierro afilado y un escudo bendecido por el Aciano Blanco; nunca llevaba cota de mallas para evitar los tintineos al moverse. Nangas iban y venían rastreando el camino que siguió Arelan. En la aldea solo quedaron mujeres y niños y sólo los varones incapacitados para la lucha; eso incluía a Anamara y a los aprendices de Maren, entre ellos el joven y nervioso Mindar.

Durante ese viaje Maren tuvo tiempo de explicarle a Dorell qué era la Muerte Negra. Existe al norte, sobre el Valle de Soudgaren, una región rocosa que encierra unos pantanos terribles y oscuros. Y es en esos pantanos donde moran las terribles Brujas de la Ciénaga, mujeres que realizan pactos carnales y espirituales con los demonios animistas, engendrando así a los terribles monstruos que, en las noches más oscuras, se atreven a emerger de sus cunas para devorar a los hombres. La más terrible de todas ellas es Ashash y sus hijos, retoños de un terrible diablo serpiente, tienen la piel cubierta de escamas negras, la agilidad de una víbora y un veneno cruel, un veneno infame que untan en sus dardos y arpones que corrompe la carne como la ponzoña y la quema como el fuego. Al parecer, Ashash había emergido de su nido de lodo y juncos, y sus hijos tenían hambre. Estos pensamientos enturbiaban las entrañas de todos los nara-terun, pero eran un pueblo fuerte.

Al cuarto día, a solo uno más del destino, decidieron acampar junto a un riachuelo de los que se forman solo tras los Días de Lluvias, que ahora era poco más que un reguero de lodo. A la tropa se le fueron uniendo más batidores nanga, y ahora rondaban casi los cuatrocientos integrantes a la espera de encontrarse, si todo iba bien, con casi cuatrocientos nangas más y todo un contingente de guerrero gurme. El estado de los hombres de Arelan era un misterio.

Dorell estaba distraído, tendido boca arriba sobre unas pieles de cabra cosidas a modo de esterilla. Tenía su pesado espadón a un lado, junto al escudo, y la espada de hierro envainada y rozándole el costado; le transmitía tranquilidad. Se imaginaba la constelación de estrellas, inamovibles testigos de los devenires mortales, mientras Piegro bailoteaba entretenido sobre su vientre. A Piegro le encantaba canturrear, siempre fue alegre. Según pensaba Dorell esta alegría perpetua estaba quedaba justificada de sobra con el hecho de poder volar libre como un pájaro en vez de ser esclavo de sus palabras como un hombre. De repente, Piegro se quedó en silencio, y Dorell escuchó los ronquidos de los hombres dormidos.

Inadvertidos, sibilinos y taimados, una treintena de criaturas más negras que la noche serpenteaban por el lodo, con sus ojos cristalinos y acuosos buscando a las presas inadvertidas. Al llegar a la rivera emergieron del fango, mostrándole a la Luna y las estrellas su auténtica forma. Eran un endiablado cruce entre ser humano y serpiente, con cuerpos delgados y flexibles, extremidades ágiles y una cola fina y larga. Sus cabezas eran de pura serpiente, con terribles colmillos ganchudos retráctiles y lengua viperina e inquieta. Tres de ellos empuñaron cerbatanas cargadas de dardos provistos de su propio veneno. Eliminaron a tres de los guardias con precisión mortífera.

Las cerbatanas siguieron matando con su sonido sordo, hasta que ya habían caído veinte de los hombres. Una ráfaga de viento truncó la trayectoria de uno de los dardos, que fue a clavarse en el pie de un nanga dormido. Este, padeciendo un dolor horrible debido a la quemadura ponzoñosa del veneno, comenzó a gritar, alarmando a todos los hombres. Comenzó el ataque directo.

Veinte de los Hijos de Ashash fulminaron a la misma cantidad de hombres arrojándoles sus arpones de hueso envenenado. Luego todos se lanzaron a la carga. Corrían y serpenteaban por igual, mordiendo en las extremidades a los hombres, que en la penumbra mal se podían defender. Por cada nara-terun que clavaba la espada o nanga que acertaba con la jabalina, el bando enemigo ya había producido diez terribles y fulminantes bajas.

Dorell estaba de pie sobre su pellejo de cabra, escuchando únicamente los gritos de los hombres, pues los diablos del pantano no emitían sonido alguno más allá de un potente siseo al ver la muerte. Piegro revoloteaba sobre él, previendo las trayectorias de los enemigos con su mente de rapaz y preparado para alertar a su amo.

El búho de las arenas se precipitó sobre un diablo del pantano que iba a atacar a su amo y se aproximaba reptando a su retaguardia. Piegro se lanzó sobre sus ojos, hundiendo las garras en las cuencas oculares, para luego piar enérgicamente y elevar el vuelo. El monstruo se retorció como un rayo de carne y escamas, para quedar lacio y sin vida cuando la espada de Dorell le seccionó la parte superior del cráneo.

Como un meteoro naranja, Piegro pasó volando, rozándole el hombro izquierdo con las patas al joven. Este giró sobre sí mismo y se cubrió con el escudo, flexionando las piernas y esperando un impacto. Así fue, pues uno de esos diablos había saltado con las fauces abiertas dispuesto a arrancarle la yugular. Pero no encontró carne, sino madera. Uno de los glifos, sabiamente tejidos por Maren, estalló en sus fauces produciéndole unas quemaduras que hacían hervir su piel y despedían un vapor blanco y puro. Nuevamente, la hoja de Dorell bebió sangre enemiga.

Pero el caos era incontrolable, los hombres combatían a ciegas prácticamente y ya habían perdido a unos cincuenta hombres mientras que el enemigo apenas a una docena. Súbitamente el aire nocturno estalló, bañando con una luz dorada y cálida a los hombres de escudo y batidores, achicharrando los ojos de las bestias tenebrosas. Era Maren, que alzaba su báculo de arlino y ámbar sobre las cabezas de todos. Los mismos ojos de Maren producían destellos ambarinos y sus cabellos teñidos de blanco se agitaban con el poder de su magia. Los hombres, enardecidos y alumbrados, reaccionaron acribillando a los monstruos, pues su superioridad numérica era de diez a uno. Algunas de las criaturas consiguieron huir, arrastrando a pobres y agónicos heridos hasta las profundidades de la corriente de lodo, quizá hacia ríos subterráneos o quién sabe qué destino incierto. Entre heridos y muertos, perdieron a un centenar de hombres.



Anamara llevaba todo el día corriendo y agradecía la hierba verde y fresca de las llanuras fluviales. Sólo llevaba encima un pellejo de agua y la prisa en su corazón. Emprendió la desesperada carrera la misma mañana que la comitiva, en dirección contraria. Hace ya casi tres días. No podía permitir que, fueran quienes fuesen, destruyeran a su pueblo. Ni a su padre, ni a su Daurel. No podía permitir que un espíritu puro, redimido, amable como aquel joven de tez blanca sucumbiera en una guerra que se debía vencer gracias a él mismo. Él, que no pertenecía a ninguna tribu, debería unirlas a todas, igual que el Sol reparte sus rayos indistintamente cuando quema la penumbra. Pero necesitaban ayuda.

De repente, tras de sí, escuchó un gañido animal, un berrido de dos enormes ciervos rojos, que corrían uno muy junto de otro. Antes de darse cuenta, sus piernas quedaron inmóviles, unidas por un lazo, y cayó de bruces al suelo. Quedó inconsciente.



Masacre y cuervos. Al fin, los nara-terun, nanga y gurme de todas las aldeas se habían unido, formando un contingente de casi dos mil individuos. Una avanzadilla compuesta por los principales cada tribu había dado por fin con el jefe Arelan, o lo que quedaba de él. Había cuerpos en descomposición de engendros del pantano, nara-terun y hombres de lejos.

-Los hombres de lejos llegaron después –dijo Hanga, uno de los jefes nanga. Era bajo, con pelo y barba recogidos en trenzas con hierba seca. Iba vestido con ropajes de duro junco seco trenzado y llevaba tres jabalinas. Escudriñaba el suelo atentamente- con el combate empezado. Oportunistas. Los nuestros sufrieron dos emboscadas.

-A muchos se les clamará por venganza –tronó más que habló Brum, de los Gurme. Era igual de alto que Dorell, y no especialmente corpulento, pero las fibras de su cuerpo parecían talladas en dura roca. Portaba además una gran maza de hierro con pinchos en forma de ganchos, un arma contundente que otorgaba un aire mortífero a su figura, adornada con innumerables argollas de bronce. En su barba y cabellos lucía colmillos de jabalí. Era el hijo menor del maza de sangre que murió en la taballa, hace seis meses, en la que Dorell sufrió el accidente más afortunado de su vida.

Dorell se mantenía en silencio, al igual que sus hombres de escudo. Los nanga y los gurme discutían entre comenzar una guerra de guerrillas enfocada a las granjas enemigas o un potente ataque frontal. Esta avanzadilla no superaba los cincuenta integrantes, cuando llegó un grupo de batidores a informar, alarmados. Entre ellos, el batidor que fue encargado de llevar el mensaje a Dorell cuando luchaba lejos, al sur, hace días.

El revuelo fue generalizado, los hombres de Brum alzaron sus armas furibundos, y los nerviosos batidores de Hanga sopesaron sus jabalinas: los exploradores habían traído a un hombre de lejos, certeramente herido en el muslo. Mataron a su caballo y ahora traían a este desgraciado con un objetivo: hablar con Dorell. Todos se opusieron, todos menos Dorell y sus hombres de escudo. En pleno griterío, Dorell alzó sus manos y se hizo el silencio, pues la valentía y pureza del guerrero ciego, del perdonado por el tigre emperador, el viajero nocturno, era respetada en toda la estepa.

-Lo llevaremos al campamento, con el ejército –y el hombre, que venía cansado de forcejear, empezó a patalear y a llorar, pidiendo clemencia por él y por sus hijos.

-Sean tus palabras hecho –dijeron los batidores, y los hombres de escudo asintieron conformes. Los gurme estaban aún recelosos.

-¡Tu espada! ¡Reconozco tu espada! –gritó el corzalino, palabras que solo Dorell y Piegro entendieron. Lo ignoraron, pues para el resto de guerreros no eran más que bramidos ininteligibles. Siguió gritando a espaldas de Bauport- ¡tú eres el que desapareció, hace meses! ¡maldito, ahora eres un perro más! –Dorell siguió sin prestarle atención, y comenzó a calmar a Piegro acariciándole el buche- ¡Aetán te prenderá en llamas, a ti y a todos estos sucios salvajes!

Dorell hizo llamar a Brum y le tendió la mano, que el fiero hombre tomó. Dorell se acercó y le dijo:

-Cuando el hombre de lejos me haya contado los secretos de sus guerreros, tú, Brum de los Gurme, honrarás la muerte de tu padre sacrificando su cuerpo –con voz tranquila y átona.

La mirada de ojos oscuros y ceñudos acompañada de una sonrisa voraz y depredadora provocó que el corzalino se palideciera, comenzara a temblar y pusiera en zafarrancho las tripas.



-¡Miente! –gruñó un anciano con un tocado de astas de ciervo. Había otros tres más así en la sala, además de una imponente figura y una joven muchacha postrada y con los ojos llorosos. Era una habitación forrada al completo de pieles de ciervo rojo, y todos salvo la muchacha se sentaban en tronos de astas, con la figura preeminente en el centro.

-¡Los demonios del pantano llevan sin aparecer desde hace muchos Días de Lluvias, antes incluso de que yo viera la luz! –gritó otro anciano.

-¡Es una trampa, una emboscada para que los nara-Terun y los gurme nos aplasten como a una brizna seca! –dijo el anciano menos desmejorado. El más viejo de todos, con un ojo vacío, aún no había hablado.

-Mis ancianos hablan, mujer de la tierra blanca –habló la imponente figura central. Era de complexión atlética, testa poderosa y hombros anchos. Lucía pieles de ciervo rojo adornadas con un cinturón de bronce y piedras transparentes de color purpúreo. Su cabello estaba sujeto con una corona de bronce y gema al igual que el cinturón, y lucía la característica barba de los nor-ghumar: de color castaño claro, muy rizada y sin bigote.- ¡Guerreros! ¡Lleváosla!

En ese momento, mientras dos poderosos guardias ataviados con pieles de ciervo rojo y placas de bronce a modo de armadura la cogían por las axilas, como si no pesara nada, el gran jefe Aghaneon le dio la espalda al asunto y se dirigió al sabio tuerto. Justo cuando iba a hablar, fue interrumpido.

-¡No lo entiendes! –dijo la muchacha, con la voz quebrada por el llanto- ¡No se trata de los nara-terun, los gurme o los nor-ghumar! ¡No se trata de nuestras tribus! ¡Los hombres de lejos queman la estepa y construyen con piedra más alto que las lomas! ¡Devorarán nuestro sol y nos encerrarán bajo tierra para que busquemos su bronce brillante! –el jefe se volvió hacia ella, rojo de ira, con sus ojos de color verde como la hierba de su tierra enmarcados en unas cejas densas como arbustos- ¡Los demonios del pantano sólo son una consecuencia! ¡hasta ellos huyen de su hierro! ¡Sé un gran jefe! ¡Guía a tu pueblo!

El caudillo se levantó impetuosamente, dejando caer su pesado trono de astas. En el más absoluto de los silencios se habría podido oír a la sangre de sus venas hervir con la furia de mil estampidas, cuando la mano tibia y delicada del anciano tuerto lo sujetó. El marchito sabio se aproximó cojeando hasta la chica. Los guardianes, como perros amaestrados, la colocaron de pie y se retiraron. El anciano le secó las lágrimas con sus pulgares huesudos, empleando la delicadeza de quien recoge el rocío en pétalos de una flor; luego examinó minuciosamente las gotas con su único ojo funcional .Le dedicó una sonrisa desdentada, una sonrisa de las que prometen alegría, como las que hace soles que no asomaban en el rostro de su padre Maren. El anciano se volvió hacia el terrible Aghaneon.



Sangre y cadáveres. El desgraciado prisionero al que interrogó Dorell habló de un campamento abandonado, un puesto de avanzada construido cuando aún se estaba definiendo la frontera de ocupación corzalina hace años. Dijo que se mandarían un destacamento de varios cientos de hombres para ir preparando una ofensiva al interior de la estepa. Después de que el hombre fuera literalmente devorado por el terrible Brum, los nara-terun ocuparon el viejo campamento abandonado: poco más ya que una empalizada de rocas y maderos roídos, restos de hogares y un pozo seco. Allí permanecieron, alcanzando casi un millar de guerreros. Había cientos de nangas reptando por la estepa como exploradores, sin llegar a cruzar Las Lomas, frontera natural hacia el valle ocupado por los corzalinos. Los gurme protegían la retaguardia, o más bien eran mantenidos lejos a la espera de un enfrentamiento más decisivo, pues los nara-terun podrían ocuparse de unos cientos de soldados.

Y así fue. Llegaron poco más de trescientos milicianos y soldados, que se vieron abrumados frente a la masa de hombres de escudo, siendo además flanqueados por los nangas, que los acribillaron con sus jabalinas. La batalla duró escasas horas, y fue durante el saqueo de los cadáveres cuando Dorell ató cabos y se dio cuenta de que estaban perdidos.

Los hombres comentaban entre sí que apenas había pieles de anillos de hierro para repartir, al igual que ocurría con las espadas. Lo mismo venía pasando con las tropas erráticas que Dorell cazaba hace días al sur. Ni rastro de soldados con lanza y coraza, de sacerdotes y lo que es peor: de caballeros. Sólo eran cebos. Sus temores se justificaron al anochecer, cuando los hombres se distribuían para descansar fuera y dentro de un campamento que no podía albergarlos a todos.

Sabían que los guerreros de las estepas son inactivos de noche, que se confiaban con las victorias y que estarían en ese campamento. Todo había sido una red de señuelos tejida por las mentes de los maestres de campo en el Castillo de Soudgaren, pues en los pendones de las tropas lucía el escudo del caballo blanco y el castillo de los Vaugenet. Justo cuando los nangas llegaban corriendo para informar, aparecieron por lo alto de Las Lomas. Un núcleo de cientos de soldados acorazados, provistos de lanzas, espadas y escudos marchaba, arropado por ingentes cantidades de milicianos traídos de todas las granjas, prisiones y puertos de Córzalon, hombres hambrientos de oro y sangre con el brillo de un sol atroz rielando en sus ojos. Quedaría claro como los guerreros luchan por la necesidad de sus gentes, y los soldados batallan por el deseo de unos magnates.

El choque fue desmedido. Nangas, gurme y nara-terun vendían caro el pellejo. Los nangas aparecían y desaparecían entre matojos y hierbas altas, escupiendo jabalinas como avispas furiosas que calvan sus aguijones en una bestia enorme. Los gurme hendían yelmos y destrozaban espinazos, furibundos y enardecidos por su maza de sangre Brum.  Dorell dirigía a los hombres de escudo, en el núcleo de la contienda, contra los soldados. Ni rastro de Maren.

Brum, que bramaba como un psicópata mientras destrozaba a dos hombres con cada golpe, inició su ritual. Se sacudió un porrazo avernal en el pecho con su maza de pinchos ganchudos, un golpe que podría derribar a un hombre bien pertrechado. De repente, su maza comenzó a brillar con halos de energía roja y convulsa. Luego la alzó alta, como un pilar de muerte a punto de cernerse para sesgar las vidas de aquellos que estuvieran a su sombra. Y cayó. Como el apoteósico puño de un dios vengativo y salvaje, la maza se estrelló en el suelo, produciendo un cráter ancho como un pozo y tan hondo como alto es un hombre. El estallido causado por la pura magia salvaje lanzó por los aires a una docena de soldados, que volaron varios metros y cayeron, presas del pánico, sobre sus congéneres. Los Gurme cargaron enardecidos por el terrible poder de su jefe, que tenía los segundos contados.

Como una exhalación de acero, un diablo saltó de entre las filas de los soldados, pasando por encima del cráter, con una larga y aguda espada en sus manos. Un hombre vetusto, tuerto y con un mostacho erizado de pura furia, la cara contorsionada y sed de venganza. No llevaba yelmo, pero sí una armadura de metal de tres cuartos. Al igual que el despiadado y glorioso rayo parte a un orgulloso roble en dos en mitad de una tormenta, Gauchex atravesó la garganta del gran Brum, bautizando su barba pagana con los chorros de sangre que despedía su sonrisa de salvaje.

No obstante, aún había un sol con fuerza. En uno de los enfrentamientos más encarnizados contra un grupo de hombres de escudo, en la parte exterior de la pobre empalizada del campamento medio derruido, el mismo sacerdote de Aetán que dejó huérfano a Brum convertía en cenizas a los hombres. Con su fulgurante báculo de plata coronado por un sol y cabalgando a una mula blanca, despedía rayos de pura luz argentina, derribando y prendiendo en llamas a multitud de hombres. Sus cabellos níveos se agitaban con cada aspaviento que practicaba para manipular el poder de su bastón. De repente, uno de sus rayos se apagó, absorbido por una nube de luz ambarina. El sacerdote, raquítico y disminuido, lanzó otro rayo atroz, que volvió a ser absorbido. Casi se le salen los ojos de las órbitas cuando contempló al Anciano Blanco emerger tras un grupo de hombres de escudo. Guerreros, soldados y milicianos recularon, temerosos, pues dos potencias inimaginables iban a colisionar.

El sacerdote comenzó a trazar halos de luz plateada en el aire, siguiendo un ritual minucioso, mientras miraba nervioso al anciano chamán. Maren, por su parte, impregnó sus dedos en arcilla blanca y se repasó las facciones del rostro mientras murmuraba con voz gutural. Uno y otro estaban abandonados a sus rituales, con los corazones encogidos. El sacerdote cerró los ojos para concentrarse en su dios Aetán, y comenzó a ver la luz. Una luz pura, blanca, cálida. Una luz que le quemaba por dentro y por fuera. Maren había terminado primero, y mientras alzaba su cayado y gritaba a los cielos, del oscuro firmamento brotó un rayo de luz alimentada con las últimas lenguas de luz solar. El día murió finalmente y de forma prematura, al igual que el sacerdote, su mula y una veintena de soldados, que terminaron abrasados por la luz de las estepas. Una pérdida importante para los corzalinos y un respiro vital para los hombres libres.

Dorell, que luchaba en el interior del campamento, se defendía a duras penas. Gracias a los glifos que Maren intrincó sobre la piel que recubría el escudo había evitado más de un golpe mortal. Piegro revoloteaba a su alrededor como un satélite gorjeante, y ambos empezaban a no dar abasto. Por suerte, en el campamento solo entraron milicianos, hombres torpes y brutos que los consumados guerreros de los nara-terun conseguían afrontar, pese a la superioridad numérica del enemigo. Entonces, como un trueno para su corazón, un bramido cruzó el aire haciéndole temer lo peor. Eran toques de cuerno de caballería, sonidos de muerte que recorrieron el cielo en ese fatídico anochecer. Muchos hombres morirían con ese día, para dar paso a la oscura noche.

Nuevamente el enemigo apareció sobre Las Lomas. Centenar y medio de jinetes, todos soldados consumados. En el centro, una veintena de Caballeros de la Santa Justicia capitaneados por un verdadero terror: Gutrep de Lyonuse, el Hijo de Aetán con el que Dorell habría tenido más de una discrepancia, y que sentía un gusto malsano en la muerte de los salvajes.

Comenzó la carga. Los jinetes se dividirían en dos mitades para flanquear a los guerreros y el núcleo de caballeros cargaría en línea recta hacia el campamento tomado, así las tres partes se reunirían en retaguardia para preparar una carga conjunta. De esta forma, y bajo un cielo vespertino, estos ángeles de la muerte desplegaron sus alas, unas alas que chillaron y vibraron como cien espíritus enfurecidos por la fricción con el viento. Las tropas corzalinas les abrieron paso.

La veintena de caballeros saltó la empalizada devorada por el tiempo y con las pesadas espadas, mayores que un montante, comenzaron la carnicería. Dorell quiso hacerles frente, pero Piegro, temeroso de perder a su amo, lo guió hasta un muro abandonado donde una mano tiró de él para esconderlo. Era el cojo Naeran, el mismo que le hizo de intérprete cuando despertó hace más de seis meses. Dorell se resistía, sujeto por Naeran, a permanecer a cubierto. Los caballeros hendían piel, carne y madera sin reparo. Y entonces, de repente, los nara-terun que se hallaban al otro extremo del poblado estallaron en vítores. Naeran no se lo creyó en un primer momento, tardó en poder explicarle a Dorell.

Una atronadora e imponente estampida de ciervos rojos, enormes animales más grandes que un caballo y con cornamentas similares a un árbol muerto y terrible. Cada pareja tiraba de un gran carro de dos ruedas hecho en madera y bronce, tripulados por cuatro guerreros, esgrimiendo estos enormes mazas de cuerno.  Al frente de todos, un carro descomunal tirado por dos sementales de colosal tamaño que no paraban de espumarajear y berrear, comandando por Aghaneon en persona, y Anamara a su diestra. Como una colisión entre los derrumbamientos de dos montañas sobre un valle, caballeros y carros se estrellaron produciendo una matanza sin igual.

Los caballos fueron ensartados con sus cornamentas, o estas se partieron al chocar con una pieza de la barba del animal. Algunos caballeros salieron catapultados sobre los tripulantes, convirtiéndose en un auténtico proyectil debido a la armadura y derribándolos a todos. Otras veces, el caballero amputó la cabeza del ciervo o de algún guerrero, o ambas, esquivando a la mole en movimiento. Pronto, los carros  y los caballeros estaban detenidos, impidiéndose el paso unos a otros entre las escombreras del campamento, y echaron pie a tierra. Gutrep, salvaje, constituía un ojo de mandoblazos y destripamiento en el centro de la vorágine destructiva. Corzalinos y nara-terun, junto a algún nanga, se sumaron a la lucha. El campamento constituía pues el último círculo dentro del infierno general de la batalla.

Naeran y Dorell se lanzaron a por Gutrep, con Piegro revoloteando alrededor, nervioso. La llegada de los terribles guerreros nor-ghumar fue crucial. Aunque no eran más de cincuenta, sus terribles mazas hacían estragos en el grupo de milicianos que, armados de cualquier manera, componían a las tropas corzalinas.

La gran espada de batalla de Gutrep partió en dos a un escudo, junto al hombre que lo portaba. Dio un giro sobre sí mismo y rompió una jabalina al vuelo, para luego bloquear un tajo. No pudo bloquear el golpe de la hoja de Naeran, que furioso contra toda Córzalon y lo que entraña, hizo muesca en su espaldar de metal. El corpulento Hijo de Aetán se giró, clavando los ojos de plata de su celada en la mirada castaña y furiosa del cojo, y se dispuso a finarlo cuando su espada chocó con algo. Dorell, que inexplicablemente mantenía una conexión residual con el Hijo de Aetán por su vida pasada, frenó el golpe con su espada de hierro, recibiendo esta una muesca. Gutrep se asombró, pero pronto reconoció a Dorell, pues su visión lo revelaba como un hereje. Divertido, Gutrep dejó a su mágica espada hacer, profiriendo golpes garrafales que Dorell defendía a duras penas con el escudo, cuyos glifos emitían nubes de polvo blanco y chispas cada vez que recibía un golpe, reduciendo el daño mágicamente. Naeran, por su lado, acometía aquí y allá al coloso, que bloqueaba los golpes sin inmutarse casi, enfrentándose a los dos. Piegro, nervioso, guiaba a su amo, pero algo lo perturbó. Damelien, el odioso lacayo de Gutrep, apareció en escena.

Con su figura rapaz y faz de aguilucho, fue descubierto por el búho intentando acercarse a Dorell por detrás, armado con dos dagas punzantes. Piegro no podía avisar a su amo, pues si se despistaba, Gutrep le asestaría un golpe mortal. Tenía que ser rápido. Ahora era una criatura de la estepa y usaría a la estepa como ayuda. Velozmente voló hacia un matojo espinoso y grande que había crecido apoyado en una tapia medio derruida. Se perdió entre sus tallos. Salió volando luego con algo amarillento en el pico, directo hacia Damelien. Sobrevoló al sibilino siervo y le arrojó, directo al cuello, un diminuto y mortífero escorpión. La criatura, asustada, hincó su aguijón repetidas veces en el cuello del escudero. Primero las sintió como pinchazos de una aguja hirviendo, luego, un golpe de calor invadió su cuerpo y al instante cayó de bruces, mareado, con la vista borrosa y asfixiado por los propios músculos de su cuello.

La batalla a nivel general estaba en un punto de inflexión. Los caballeros y los carros, más que contrarrestarse, produjeron terribles daños en los bandos contrarios. A nivel particular, Dorell había sufrido un mandoblazo en las costillas, por donde sangraba profusamente, y una estocada en el muslo derecho. Gutrep apenas había sufrido golpes en su armadura por parte de Naeran, que cojeaba agotado a su alrededor. Enntonces, un golpe certero partió el escudo en añicos, estallando en volutas de humo que no perturbaron a ninguno de los dos. Dorell cayó junto al pozo seco, con el brazo roto y una dolorosa mueca en el rostro. Gutrep, cínico, le puso la pesada bota sobre su estómago. Sobraban las palabras, y alzó el enorme espadón al cielo crepuscular. Era tal su ira inquina, su fanatismo por las persecuciones heréticas, las ansias de destruir a un antiguo compañero, un héroe caído, que no lo vio venir. No la vio venir.

Anamara, que había estado hasta entonces protegida sobre uno de los carros, saltó de su posición y corrió en auxilio de Dorell en cuanto vio la situación. Echó mano de lo primero que vio, la punta de una jabalina de bronce rota por el asta, que tomó a modo de puñal. Con todas sus fuerzas y en un golpe certero, coló la daga por detrás de la rodilla de Gutrep, una zona carente de placas de armadura. El hombre bramó, desprevenido, y de derrumbó al suelo de espaldas, pues lo habían herido en la pierna que usaba para apoyarse. Anamara soltó el arma, asustada, y ayudó a Dorell a levantarse. Naeran, por su parte, dio una patada al mandoble, haciéndose daño en el pié pero aleándolo del coloso derribado. Piegro, raudo, aterrizó junto a la cabeza de Gutrep gorjeando para indicar el lugar. El caballero postrado manoteaba, en vano, buscando su arma, mostrando una mueca de espanto.

En el exterior del campamento las cosas iban de mal en peor. Sin previo aviso, en la retaguardia de los corzalinos aparecieron docenas de demonios del pantano, imprevistos monstruos de toda índole: cocodrilos de seis patas que partían en dos a un hombre de un bocado, tortugas bípedas con caparazones de escamas puntiagudas que vomitaban un ácido corrosivo que devoraba acero, cuero y carne por igual, hombres-sapo con garras como garfios que saltaban de soldado en guerrero y de jinete en miliciano arrancando yugulares, ojos y lenguas. Las pesadillas nocturnas acosaban a los hombres, en vista de que ningún sol alumbraba ya y todo se había convertido en una carnicería. En uno de los últimos núcleos de lucha encarnizada entre corzalinos y tribales, dos figuras se encontraron. Dos hombres. Gauchex y Maren se vieron cara a cara, justo cuando sus grupos rehechos tras la cargas de carros y caballos iban a lanzarse el uno sobre el otro. Los gurme cayeron los primeros, enloquecidos por la muerte de su caudillo, y la mayoría de los milicianos habían sucumbido como primera fila o protegiendo los flancos, aplastados por los ciervos. El anciano de barba blanca y el tuerto de vigoroso mostacho se leyeron la mirada: el ojo frío y glauco de uno y la mirada ancestral y esteparia del otro decidieron sacrificar una victoria en pos de sus pueblos, y fueron en retirada. No podían enfrentarse mientras las bestias se cebaban con ellos, y tampoco podían unir fuerzas deliberadamente.

Dorell se alzó y tomó con sumo esfuerzo su antigua espada irremediablemente envainada. La arrojó al pozo, provocando un sonoro estruendo metálico contra los adoquines de las paredes. El eco resonó en todo el campamento, y muchos rostros se volvieron para verle. Arrancó uno de los adoquines sueltos que componían el borde y saltó a horcajadas sobre su enemigo. Entonces, preso de sus ansias de redención e ira, estrelló la piedra en el rostro de Gutrep. Este manoteó en los hombros de Dorell, agarrándolo por el brazo partido y provocándole un estertor de dolor. Gutrep solo gruñía. Otro golpe, en la celada con filigranas de plata. Y otro, y otro. La mirada de Aetán se desfiguró como el hocico del caballero vencido, que murió mucho antes de que Dorell dejara de hundir y levantar el peñasco de la masa sanguinolenta que ahora componía su rostro.

En mitad de ese frenesí destructor, Dorell fue alzado en jarras por un hombre de escudo y un vigoroso nor-ghumar, que le explicaron tan rápido como pudieron que la lucha había terminado. De repente, no oía más chocar de aceros y hierros, sino gritos de los suyos apremiándose, y voces de sufrimiento más allá de la empalizada. Venían hombres corriendo de todas direcciones. Nadie se quedó a saquear los cadáveres y a él lo subieron en el carro personal de reserva de Aghaneon. Sólo los pocos gurme que sobrevivieron se quedaron a morir luchando, mientras los nanga desaparecían entre las hierbas altas y los nara-terun emprendían la carrera de vuelta a casa. Cuatro carros permanecieron esperando a que Maren esparciera arcilla en polvo sobre el suelo, que pronto empezó a brillar, asegurando que esto les daría algún tiempo.


Así Dorell, Anamara, Piegro y los Nara-Terun escaparon de la muerte, recordando que al derramar sangre preso de las tinieblas se invocan a los demonios de la noche. Así Gauchex puso a salvo a sus hombres, comprendiendo que los sucios salvajes pueden tener mismo honor que uno mismo. De esta forma se cierra un cúmulo de muertes y pérdidas, una sombra terrible, a la espera de un alba soleado, seguido de otra penumbra ominosa que vendrá remendada por un amanecer brillante. Así continuará el ciclo del hombre, sin fin, con sus días y sus noches.