Los finales no siempre son felices. A veces, lo feliz es que haya un final. En esta tercera y última entrega de El ciego que desafió al Sol se narra como culminan una serie de hechos insólitos, atados a la vida del joven Dorell Bauport. La entrega anterior, indispensable para comprender el contenido de lo aquí narrado, es Dos soles. Decidan ustedes ahora si quieren o no arriesgarse presencial el final de otra historia, o mantenerla imperecedera e inconclusa en sus mentes.
---X---
Piegro pasó
volando a toda velocidad a la altura de su nuca, piando enérgicamente, y Dorell
giró sobre su propio eje alzando el escudo para bloquear el golpe de una maza
de hierro de factura simple. Ignoró al enemigo que dejó atrás, dándole la
espalda, de la que colgaba la enorme espada enfundada en metal de la que no se
desprendía jamás. El fulano de cara sucia y ropajes de cuero remendadas era un
miliciano, que a punto estuvo de ensartarlo con una lanza de no ser porque el
búho de las arenas se abalanzó directo al rostro, sacándole un ojo de un solo
golpe. Esas garras servían para más que escarbar nidos en la tierra cálida.
La escaramuza
se desenvolvía según lo previsto. Los hombres de escudo de los nara-terun,
capitaneados por Dorell, habían tomado por sorpresa a la retaguardia de un
grupo armado corzalino; unos treinta soldados y poco más del centenar de
milicianos. Milicia. “Si tienen hambre y no con qué pagar, que se coman su
propia carne”, llegó a oírle decir Dorell a un aristócrata lejos, en Córzalon.
Los hombres de escudo rondaban los ochenta individuos, el factor sorpresa había
resultado muy útil; todo gracias a los exploradores. No fue en absoluto
complicado encontrar al enemigo: algunos estaban borrachos, y producían
escándalo de peleas y canciones día y noche. Una actitud demasiado
despreocupada para un entorno hostil, impropia de los estrictos y tiránicos corzalinos
que iba contra el mismísimo lema del ejército: “recto e implacable como la
senda del sol”. Por desgracia para Dorell, su amor por la tierra libre y su
nueva gente a veces le llevaba a olvidar (queriendo y sin querer) las artimañas
de los que desde hace seis meses llamaba “hombres de lejos”, corzalinos. Los
atacaron al amanecer.
Habían pasado
sólo seis meses desde que Bauport se había convertido en el líder de los
hombres de escudo, pero tanto su valor compasivo como ese aura de misticismos y
protección que tejieron Maren y su hija en torno a él lo convirtieron rápidamente
en uno de los miembros más carismáticos y admirados dentro de la tribu. Si
misión actual era cazar las patrullas de milicianos que atravesaban Las Lomas,
y de momento lo estaba consiguiendo.
En estos
momentos, blandía una espada corta de hierro detallada con ámbar y oro así como
un escudo de madera y piel adornado con glifos protectores del Anciano Blanco.
Sus hombres, como él, luchaban con espada corta y escudo, y todos tenían los
pies pintados de blanco. Incluido él mismo.
En el momento
que Piegro se alejó del rostro ensangrentado del rufián, Dorell le provocó un
tajo garrafal en el pescuezo, dejando al oponente desangrándose como un cerdo. Describió
un círculo alrededor suyo por ver si tocaba hierro con acero, pero entorno a él
la lucha estaba tan muerta como el enemigo. Piegro lo guió hasta un reducido
número de valientes necios que, con unos frondosos matorrales de espinos a la
espalda, se defendían a muerte de los hombres de escudo.
Un par de
docenas de los guerreros desataron hondas de cuero de entre sus ropajes de
piel, y comenzaron a bombardear a los oponentes con un aluvión de piedras.
Cuando las caras empezaron a crujir y las lanzas miraron al suelo, los hombres
de escudo cargaron con más gloria que pena. No hubo prisioneros. El combate
terminó antes del medio día.
Siguiendo la
costumbre, los morenos y atezados guerreros saquearon los cadáveres: sólo
cuchillos de acero y las cotas de malla de dos sargentos fueron de interés; ni
una espada, ni coraza. Reorganizó a sus hombres, cargaron a los heridos en
camillas improvisadas con las ropas de los vencidos y astas de lanza, y a los
muertos les pintaron la cara de blanco y los enterraron. Pusieron rumbo
noreste, pues la batalla había sido en un vallecillo torrencial de los que solo
llevan agua cuando se dan los Días de Lluvia, algo más al sur de donde se
produjo la última batalla de Dorell como Hijo de Aetán.
Así pues, con
Piegro revoloteando alto en torno a las inmediaciones del grupo para vigilar,
los nara-terun llevaban aproximadamente medio día de viaje. Dorell caminaba
distraído, agradeciendo un sol cálido y puro. Estaba perfectamente recuperado
de sus antiguas heridas y tenía claro que su futuro estaba con su pueblo, y
quizás con alguien más. De repente, los hombres gritaron y retrocedieron, y
Dorell cometió el acto reflejo de mirar en todas direcciones sin ver nada.
Piegro llegó a toda velocidad y comenzó a tirarle de sus prendas de piel de
ciervo rojo, incitándole a que corriera. Dorell permaneció en el sitio, con los
nervios crispados y una mano en el pomo de la espada corta y puntiaguda. No lo
vio, pero lo olió. Un olor a fuerza salvaje, a muerte rápida. Un tigre
emperador.
Enorme, más
grande que un caballo, saltó de entre unos matorrales altos. Un animal
extremadamente corpulento, capaz de arrancarle la cabeza a un hombre de un
zarpazo. El pelaje era de color ocre con rayas oscuras, y una cresta de pelo
marrón casi negro le recorría todo el lomo, desde donde nacía la cola hasta la
parte superior de la cabeza. Dorell era un hombre honorable, pero seguía siendo
un hombre, así que el miedo le agarrotó los músculos inmovilizándolo. El tigre
se acercó tanto que pudo sentir el peso de sus pisadas en el suelo de
alrededor. Un escalofrío recorrió su espinazo. Entonces se produjo la sentencia
de muerte para cualquier presa: un instante de silencio sepulcral. De repente,
era demasiado tarde.
El tigre dio un
salto, tan enorme como era, derribando a Dorell. Cayó de espaldas aparatosamente,
y los hombres corrieron a socorrerle; Piegro cogió altura para lanzarse en
picado. El tigre comenzó a gruñir, un gruñido que a Dorell se le antojó como si
una tormenta quisiera escapar de las entrañas de la criatura, y de repente
brotó el rugido. Bauport no había oído jamás algo semejante, ni las campanas de
la Torre Celeste de Córzalon ni los cuernos enanos que oyó en cierta ocasión en
una lejana montaña sonaban así.
Pero antes de
que los hombres, o al menos los pocos que siguieron con la idea de salvarle en
la mente, llegaran al animal, este saltó con increíble gracilidad y se perdió
entre unos arbustos espesos y altos, de hojas verde claro y frutos diminutos y
amarillos. Reincorporaron a Dorell.
-¡Daurel,
Daurel! ¿Estás herido? –uno de los hombres de escudo, morenos de piel y barbudos,
le puso la mano en el hombro y lo miró de abajo arriba.
-Nada. Bien,
bien – Dorell se comunicaba en su primitivo idioma, mucho menos rico en léxico
que el corzalino pero casi igual de musical y agradable al oído. Había tenido
tiempo de aprenderlo.
Los hombres
viajaban en un grupo cerrado con parejas de exploradores que iban y venían, a
pie. La marcha era tranquila, y las únicas veces que hablaban era para decir
que no ocurría nada o para el cambio para portar a los heridos. Dorell se había
acostumbrado a caminar por terreno irregular, con paso decidido y gracias a
Piegro, que le avisaba con un gorjeo antes de tropezar con ningún
obstáculo. Por supuesto, necesitaba
asistencia en labores concretas, pero los hombres se la prestaban gustosos;
realmente tenían fe en él, gracias al apoyo que le concedieron el Anciano
Blanco y su hija. A menudo, Anamara era un tema recurrente en los fugaces
pensamientos de Dorell.
Llegado el
anochecer, se determinó establecer campamento. Escogieron una zona rodeada de
hierba alta y matojos de espinos. Con gran habilidad, arrancaron y despedazaron
los matojos de espinos que estorbaban. Estos fueron usados junto con la hierba
alta para coser una especie de barricada herbácea y así evitar que se
aproximaran alimañas en la noche. Hicieron lechos también, asegurándose de que
no había ninguna madriguera ni hoyo de escorpiones cerca. No encendieron ningún
fuego y comieron tortas asadas frías; sobra decir quién se las preparó a
Dorell. Se establecieron turnos de guardia y la mayoría se fue a dormir, como
una gran manada. Dorell no hubo de hacer guardia, y se fue a dormir. Piegro,
puesto que no podía ver a los roedores con la hierba tan alta, picoteó una
torta y se fue a dormir junto al cuello de su protegido, hecho un ovillo de
plumas suaves, esponjosas y del color de la arena. Todos conciliaron un sueño
tranquilo.
No obstante,
ninguno era consciente de lo que se hallaba en la oscuridad de las planicies.
Porque peor que vivir el desencadene de un hecho terrible, es la promesa de
vivirlo irremediablemente en un futuro. Un individuo irrumpió en el campamento.
Un individuo que había pasado desapercibido a los oídos de los guardias, que
había atravesado la empalizada y ahora estaba de pie, sin haber sido visto aún,
junto a Dorell.
-¡Corre,
Daurel, el Anciano Blanco espera! ¡Hay peligro!
–gritó en mitad de la noche, y el revuelo fue mayúsculo. Nadie prendió ningún
fuego, pero por doquier había hombres de escudo aferrándose a sus espadas,
tanteando en la noche y gruñéndose unos a otros. Dorell dio un pingo, alarmado,
y tanteó en vano buscando su arma. No oyó lo que decía.
-¡El Anciano Blanco llama! –pronto unos hombres de escudo lo
prendieron, alarmados, justo cuando Dorell había oído lo que decía. Era un nanga,
perteneciente a una tribu de las Hierbas Altas, próxima a los nara-terun,
valiosos aliados conocidos por ser excelentes exploradores y buenos lanzadores
de jabalina; apreciados por seguir senderos invisibles en la estepa, auténticos
navegantes de la sabana. Este, en concreto, era afortunado de no llevar arma
alguna que pudiera situarlo en la desgraciada tesitura de un asesino capturado.
Sólo era un mensajero.
-¡Quietos! ¡Tú, habla! –dijo poniéndose en pie. Uno de sus guerreros
tomó su mano diestra y puso en ella la espada de hierro adornada con hilos de
bronce y pomo de ámbar. Piegro miraba fijamente al individuo con unos ojos de
insondables pupilas negras rodeadas por un ribete ambarino. De repente,
despreocupado, comenzó a rascarse bajo un ala con el pico.
-¡El Anciano Blanco te hace llamar! ¡Problemas al norte, cerca de los
nara-terun! ¡Guerra! ¡Muerte!
Esas palabras, atropelladas y jadeantes, fueron suficiente para que el
corazón de Dorell diera un vuelco y latiese como la estepa bajo una estampida
de ciervos rojos.
-¡Despertad! ¡Guerra! ¡Proteged a los nara-terun! –gritó girando en
redondo, para que todos lo oyesen y quedase clara la orden.
-¡Nunca viajamos de noche! ¡La estepa es oscura! –gruñó uno de los
guerreros más veteranos.
Dorell alzó el brazo y Piegro se posó en su puño, sujetándose
suavemente con sus garras para no hacerle daño. Extendió las alas con plumas
naranjas como los rayos de un sol dormido. Dorell sonrió satisfecho, y todos
comprendieron. El numeroso grupo se puso en marcha.
Como un lucero azafranado, Piegro guiaba la marcha, seguido por Dorell,
cosa que contribuyó a su respeto en el grupo, pues los nara-terun temen a lo
negro de la noche igual que idolatran el blanco del día. Él, en su condición de
ciego, caminaba igual en penumbra que en claridad. Además una especie de
vínculo lo unía a Piegro, que cabriolando por el aire, piaba de tal o cual
forma, comunicándose con su amigo invidente. Algunos hombres miraban nerviosos
de un lado a otro, temiendo por el tigre del día anterior.
Así, tras toda la noche y el día siguiente de marcha, llegaron a la
aldea principal de los nara-terun, allá donde Dorell fue acogido. Todos
estuvieron de acuerdo en que sin el búho de noche y el nanga de día, el
trayecto habría sido más largo y lento. Al margen de lo que podría ser considerada
una situación crítica, la aldea seguía su ritmo habitual, solo perturbada por
una menor presencia masculina en las labores mundanas. Por el contrario, el
Anciano Blanco Maren sí los recibió exasperado y turbado en la puerta misma de
la aldea. Apenas tenerlo cerca echó mano del brazo de Dorell para guiarlo
rápidamente hasta su choza. Por el camino se cruzaron con numerosos nangas que
afilaban sus puntiagudas jabalinas, de caña y punta de bronce en forma de hoja
de laurel, que conversaban amenos con hombres de escudo, los cuales seguían con
la mirada el paso agitado de Dorell y Maren.
Atravesaron la entrada seguidos por el aleteo de Piegro. Anamara estaba
seria y muda, sentada en un catre. No le hacía falta ver, Dorell la sintió.
Maren, nervioso, comenzó a hablar:
-El jefe Arelan está muerto –dijo, estrechando las manos de Dorell-
hace dos lunas, muerto.
-¿¡Qué!? ¿¡Muerto!? ¿¡Cómo es posible!? –bramó Dorell en corzalino,
palabras que el viejo chamán recibió con mirada interrogante, e hicieron a la
joven Anamara clavar la mirada en él, ausente.
-Mandé al nanga para buscarte, pero el mensajero llegó tarde –prosiguió
el ilustre- Come algo. Una asamblea espera- y el anciano salió fuera,
aguardando para llevarlo hasta la Tierra Blanca y discutir entre los notables
restantes en la aldea, pues muchos habían partido con Arelan. Maren se encontró
con el nanga y lo miró con reprobación.
-Tu jefe recibirá mis quejas con furia –le espetó, seco y con su voz
venerable, el Anciano Blanco al mensajero.
-Lo suplico, Anciano Blanco, piedad. No fue culpa mía, sólo cuidé del
mensaje poniéndome a salvo –respondió el nanga con voz lastimera.
-¿A salvo de qué? –los ojos del anciano, castaños e insondables como la
estepa, se clavaron en el alma del nanga.
-De un tigre emperador, Anciano Blanco.
Dorell, abatido física y moralmente, se tambaleó un poco, deseó
hundirse entre los cojines cálidos y mullidos de su habitación, cuando era
niño. Qué lejos aquel caserío solariego, el dulzor de las uvas devoradas a
escondidas. Qué lejos cualquier roce cariñoso, benefactor, desinteresado.
Anamara tomó su antebrazo derecho, y con la delicadeza de quien vuelve
a colocar un recién nacido en su cuna, puso una cálida, especiada y cremosa
torta de leche de cabra y bayas dulces. Dorell la devoró sin darse cuenta,
hambriento. Luego buscó más con la mano, a posta la torta e inconscientemente
la mano de la joven. Ella lo sentó en el camastro, y puso sobre su regazo de
piel de ciervo rojo (tal como correspondía al jefe de los hombres de escudo)
una esterilla de mimbre repleta de tortas. Comió rápido, en silencio. Ella,
triste, lo contempló. Vio a un hombre bueno, amable y tranquilo, un ser de bien
perdido en una vorágine de destrucción. Volvió a bajar la vista y derramó una
lágrima. Piegro saltó al hombro de ella desde una repisa, y se acurrucó junto a
su cuello, rozándose con su mullido plumaje y emitiendo un consolador gorjeo.
Dorell se puso en pie y Piegro fue con él; ambos salieron por la puerta sin
ayuda, pues Dorell se conocía de sobra la estancia. Maren, que daba golpes con
su bastón de ámbar y arlino en el suelo como señal de impaciencia, los llevó a
donde tendría lugar la reunión.
Como era habitual fue tras la empalizada interior, en el recinto de
tierra blanca. Ya no estaba la guardia de élite del jefe, que marchó a luchar
junto a él. Ahora había simples hombres de escudo. El grupo era apenas un
tercio de lo que fue en la primera reunión a la que Dorell asistió, el día de
su Juicio de Espada. La mayoría ancianos y algún hombre de escudo veterano;
todos con los pies blancos, salvo Dorell y el nervioso Mindar, quien
cuchicheaba rápidamente con su maestro Maren, provocando los gruñidos de este;
desde luego llevaba días sin sonreír. Pronto comenzaron a hablar.
-Necesitamos un jefe nuevo –dijo, seco, un anciano demasiado viejo para
luchar.
-No, necesitamos un jefe, necesitamos vencer –tajó uno de los
veteranos, con la barba adornada con placas de asta de ciervo rojo.
-Me necesitáis a mí –dijo, resoluto, Dorell, justo cuando el Anciano
Blanco iba a pronunciarse. Por supuesto, la expectación fue máxima y todos los
rostros morenos enmarcados en cabellos y barbas rizadas, se fijaron en él- yo
conozco al enemigo. He sido un hombre de lejos, he sido un hombre de hierro, y
ya los he matado antes.
Todos se miraron entre sí, como quien ve una solución tan clara que
hasta le hace desconfiar.
-Pero hace soles que no tenemos noticias de la tribu Gurme –dijo el
mismo veterano que intervino antes- necesitamos sus mazas de sangre y su furia.
-Y su número –habló al fin Maren- varios escudos o mazas hacen falta
para detener a un ciervo sin cuernos.
-¿Y los nanga? Han acudido –argumentó Bauport.
-Sus brazos solo sirven para arrojar jabalinas y sus ojos para seguir
rastros. No luchan bien con el escudo y la espada –respondió otro veterano, uno
con una fea cicatriz que le partía uno de los agujeros de la nariz.
-¿Qué queda, entonces? ¿Quién, nadie más? –dijo Dorell, alzando los
brazos desafiante- ¿solo brutos con maza y débiles con dardos?
-No –tosió más que habló el Nara-Terún más anciano que Dorell había
escuchado. Era un hombre reducido a su mínima expresión, que por la mirada de
afecto y preocupación que Maren le tendió furtivamente, debía de haber sacado a
relucir un asunto escabroso. Su voz era seca, como de un fuelle lleno de arena
a punto de vaciarse- no. Están los nor-ghumar.
Todos los presentes emitieron un sonido de asombro y acto seguido
comenzaron a cuchichear entre sí. Todos salvo Dorell, que se hallaba en una
desesperante inopia. Maren suspiró abatido.
-Sí, los nor-ghumar. Los hombres de los carros. Antaño fueron nuestros
hermanos –dijo el viejo, que se habría puesto en pié de no ser porque las
piernas le flaquearon.
-Pero ya no, nos abandonaron hace mucho –dijo el primer anciano, el que
intervino en primer lugar.
-¡Nos abandonaron en la lucha con la tribu Gurme, antes de tenerla como
aliados!-gruñó el viejo veterano con la fea cicatriz.
-Una lucha que iniciamos nosotros mismos –y todos callaron al oír al
Anciano Blanco- pues éramos nosotros los que necesitábamos las tierras de los
hombres de maza para nuestras aldeas.
-¿Y qué hicieron ellos mientras ganábamos cada trozo con nuestra
sangre? –gruñó un hombre de mediana edad, ricamente adornado con ámbar,
probablemente dueño de alguna mina.
-¡Ganar la suya propia! –espetó Maren, volviéndose al pudiente, del que
no aprobaba su presencia en la asamblea por dedicarse a algo poco digno como el
lucro basado en el trabajo de otros- y gracias a que se fueron, o el jefe
Areuan, padre del padre de…
-No es momento de hurgar en viejas rencillas –interrumpió Dorell. Nadie
interrumpía al Anciano Blanco. Salvo, al parecer, su protegido- ¿Son nobles?
-Buenos aliados mientras duraron –dijo Maren, con el ceño fruncido.
-¿Viven lejos? –el joven hablaba nervioso.
-A tres jornadas de mensajero, ¡al este! –respondió el segundo anciano,
con su voz rota, que se dejaba llevar por la emoción, como si él mismo quisiera
recorrer la distancia a su renqueante paso.
-¡Hemos de avisarles, pues lo que un día acabe con uno, puede terminar
con otro! –animó el joven jefe de los hombres de escudo. Los veteranos, más
tácticos y castrenses, parecían coincidir.
-¡Sus carros tirados por enormes ciervos rojos podrían aplastar a los
ciervos sin cuernos!-enunció el veterano de la barba adornada.
-Y son buenos en la lucha cuando se bajan del carro: sus mazas de
cuerno pueden destrozarle el lomo a un tigre emperador de dos golpes –argumentó
un tercer veterano, el aparentemente más joven, que jugaba con un guijarro
entre sus manos curtidas y morenas.
Mientras la discusión proseguía, un hombre de escudo corrió apresurado,
levantando una polvareda nívea. Llegó con la respiración alterada, más por el
nerviosismo que por la carrera, y antes de acercarse al círculo gritó:
-¡Anciano Blanco! ¡Han llegado tres nangas! ¡Nangas que fueron con
Arelan! ¡Los encontraron perdidos!–el hombre había soltado la espada y el
escudo en la carrera, y apremiaba con las manos desnudas al anciano para que le
siguiese- ¡Tienes que verlos, Anciano Blanco! ¡Tienes que oírlos!
Todos los integrantes de la asamblea se miraron conmocionados. Maren se
apoyó por un instante en su báculo, cerrando los ojos y gruñendo para sí.
Pronto fue con el hombre de escudo, no sin antes tomar a Dorell del brazo para
que le siguiera. Piegro, en silencio, se situó en el hombro de su amigo. Una
sensación de amarga tragedia mordió sus corazones cuando, al llegar a la tienda
de Maren, encontraron un grupo de hombres de escudo discutiendo, junto a
numerosos curiosos locales. Entraron.
Anamara atendía como podía a los tres heridos, en los camastros. Los
tres nangas. Tenían las piernas destrozadas de correr, errantes, entre rocas
duras y espinos. Todos tenían la mirada
ida, respiraban trabajosamente y en su frente perlaba el sudor; pero eso no era
lo peor. Sus cuerpos estaban llenos de las heridas más cruentas que jamás Anamara
había visto: era como cortes en plena cauterización, como laceraciones ígneas
que devoraban su carne. Las costras eran de color negro y hedían a muerte,
corrupción y carne quemada. A cada instante las heridas se hacían más grandes y
humeantes. La sustancia negra, venenosa y corrosiva que las impregnaba no
dejaba escapar gota de sangre alguna, y así heridas que no superasen la que
podría haber infligido una flecha o un dardo ahora tenían las dimensiones del
más cruento de los hachazos. Antes de darse cuenta, uno de los tres nanga
sufrió unos estertores horribles y dejó de respirar.
-¡Fuera! –gritó Maren- ¡Salid!
-¡Padre… -dijo la joven, que intentaba dar de beber a los heridos.
-Todos, ¡todos! –gritó furioso el anciano, empuñando su báculo.
Dorell estaba confuso, solo había olido algo parecido a una mezcla
entre carne putrefacta y cuerno quemado; ahora Anamara lo conducía al exterior. Todos
fuera empezaron a parlotear nerviosos, elucubrando. Sólo Dorell y Piegro
guardaban silencio, inmóviles, intentando oír. Algunos hablaban de maldiciones,
otros de una nueva magia de los hombres de lejos. Solo coincidieron en guardar
silencio cuando Maren comenzó a demostrar su poder.
Primero del interior comenzaron a llegar unos murmullos guturales, que
fueron aumentando hasta convertirse en rugidos arcanos y profundos. Aquellos
que rodeaban la tienda comenzaron a alejarse, nerviosos, pero sin dejar de vigilar
la entrada en penumbra, pues ya anochecía.
De repente hubo un estallido de luz y polvo blanco. La tierra tembló
mínimamente, lo suficiente como para que dos hombres tropezaran consigo mismos
y cayeran al suelo al intentar retirarse. Las pocas mujeres y niños que había
chillaron y se metieron en sus chozas. Sólo Dorell y Anamara, sujetos por la
mano, permanecieron atentos.
De repente, tras la nimia sacudida, un humo negro comenzó a escapar por
la puerta y ventanas, elevándose en volutas y desapareciendo en la tenue brisa
vespertina de la sabana. El humo era tóxico, haciendo toser y enrojeciendo los
ojos del que estuviera demasiado cerca. Dorell se mantuvo impasible y Anamara
se cubrió la cara tras su hombro. Como una exhalación, el Anciano Blanco
surgió, impoluto, de la tormenta venenosa.
-¡Los cien hijos de Ashash! ¡Muerte negra! –dijo el anciano, con una
voz abatida y llena de pesadumbre- ¡ha vuelto la muerte negra! –gritó a los
hombres de escudo. Dorell no sabía de qué hablaba.
-¿Qué hacemos, Anciano Blanco? –preguntó un resoluto hombre de escudo.
Maren se dirigió hacia él, y luego al resto.
-Corred. A todas las aldeas, nara-terun, nanga y gurme. Decid que yo,
Maren, guardián y administrador de la Tierra Blanca, he convocado la guerra.
Prometed piel de anillos de hierro, prometed ámbar y prometed sangre ¡Que mi
mensaje corra por toda la estepa! –y dicho esto, la paz desapareció de tanta
tierra como pudo bañar el sol en más de diez días de recorrido por un el cielo
limpio.
A la mañana siguiente al menos tres centenares de hombres de escudo y
algunos nangas que acampaban cerca se dirigían al noroeste, siguiendo la ruta
que llevó el jefe Arelan con sus guerreros hace varios días. A la cabeza, Maren
y Dorell. A todos asombró como Dorell cargaba con su pesada gran espada de
batalla, envainada, a la espalda, además de su espada corta de hierro afilado y
un escudo bendecido por el Aciano Blanco; nunca llevaba cota de mallas para
evitar los tintineos al moverse. Nangas iban y venían rastreando el camino que
siguió Arelan. En la aldea solo quedaron mujeres y niños y sólo los varones incapacitados
para la lucha; eso incluía a Anamara y a los aprendices de Maren, entre ellos
el joven y nervioso Mindar.
Durante ese viaje Maren tuvo tiempo de explicarle a Dorell qué era la
Muerte Negra. Existe al norte, sobre el Valle de Soudgaren, una región rocosa
que encierra unos pantanos terribles y oscuros. Y es en esos pantanos donde moran
las terribles Brujas de la Ciénaga, mujeres que realizan pactos carnales y
espirituales con los demonios animistas, engendrando así a los terribles
monstruos que, en las noches más oscuras, se atreven a emerger de sus cunas
para devorar a los hombres. La más terrible de todas ellas es Ashash y sus
hijos, retoños de un terrible diablo serpiente, tienen la piel cubierta de
escamas negras, la agilidad de una víbora y un veneno cruel, un veneno infame
que untan en sus dardos y arpones que corrompe la carne como la ponzoña y la
quema como el fuego. Al parecer, Ashash había emergido de su nido de lodo y
juncos, y sus hijos tenían hambre. Estos pensamientos enturbiaban las entrañas
de todos los nara-terun, pero eran un pueblo fuerte.
Al cuarto día, a solo uno más del destino, decidieron acampar junto a
un riachuelo de los que se forman solo tras los Días de Lluvias, que ahora era
poco más que un reguero de lodo. A la tropa se le fueron uniendo más batidores
nanga, y ahora rondaban casi los cuatrocientos integrantes a la espera de
encontrarse, si todo iba bien, con casi cuatrocientos nangas más y todo un
contingente de guerrero gurme. El estado de los hombres de Arelan era un
misterio.
Dorell estaba distraído, tendido boca arriba sobre unas pieles de cabra
cosidas a modo de esterilla. Tenía su pesado espadón a un lado, junto al
escudo, y la espada de hierro envainada y rozándole el costado; le transmitía
tranquilidad. Se imaginaba la constelación de estrellas, inamovibles testigos
de los devenires mortales, mientras Piegro bailoteaba entretenido sobre su
vientre. A Piegro le encantaba canturrear, siempre fue alegre. Según pensaba
Dorell esta alegría perpetua estaba quedaba justificada de sobra con el hecho
de poder volar libre como un pájaro en vez de ser esclavo de sus palabras como
un hombre. De repente, Piegro se quedó en silencio, y Dorell escuchó los
ronquidos de los hombres dormidos.
Inadvertidos, sibilinos y taimados, una treintena de criaturas más
negras que la noche serpenteaban por el lodo, con sus ojos cristalinos y
acuosos buscando a las presas inadvertidas. Al llegar a la rivera emergieron
del fango, mostrándole a la Luna y las estrellas su auténtica forma. Eran un
endiablado cruce entre ser humano y serpiente, con cuerpos delgados y
flexibles, extremidades ágiles y una cola fina y larga. Sus cabezas eran de
pura serpiente, con terribles colmillos ganchudos retráctiles y lengua viperina
e inquieta. Tres de ellos empuñaron cerbatanas cargadas de dardos provistos de
su propio veneno. Eliminaron a tres de los guardias con precisión mortífera.
Las cerbatanas siguieron matando con su sonido sordo, hasta que ya
habían caído veinte de los hombres. Una ráfaga de viento truncó la trayectoria
de uno de los dardos, que fue a clavarse en el pie de un nanga dormido. Este,
padeciendo un dolor horrible debido a la quemadura ponzoñosa del veneno,
comenzó a gritar, alarmando a todos los hombres. Comenzó el ataque directo.
Veinte de los Hijos de Ashash fulminaron a la misma cantidad de hombres
arrojándoles sus arpones de hueso envenenado. Luego todos se lanzaron a la
carga. Corrían y serpenteaban por igual, mordiendo en las extremidades a los
hombres, que en la penumbra mal se podían defender. Por cada nara-terun que
clavaba la espada o nanga que acertaba con la jabalina, el bando enemigo ya
había producido diez terribles y fulminantes bajas.
Dorell estaba de pie sobre su pellejo de cabra, escuchando únicamente
los gritos de los hombres, pues los diablos del pantano no emitían sonido
alguno más allá de un potente siseo al ver la muerte. Piegro revoloteaba sobre
él, previendo las trayectorias de los enemigos con su mente de rapaz y
preparado para alertar a su amo.
El búho de las arenas se precipitó sobre un diablo del pantano que iba
a atacar a su amo y se aproximaba reptando a su retaguardia. Piegro se lanzó sobre
sus ojos, hundiendo las garras en las cuencas oculares, para luego piar
enérgicamente y elevar el vuelo. El monstruo se retorció como un rayo de carne
y escamas, para quedar lacio y sin vida cuando la espada de Dorell le seccionó
la parte superior del cráneo.
Como un meteoro naranja, Piegro pasó volando, rozándole el hombro
izquierdo con las patas al joven. Este giró sobre sí mismo y se cubrió con el
escudo, flexionando las piernas y esperando un impacto. Así fue, pues uno de
esos diablos había saltado con las fauces abiertas dispuesto a arrancarle la
yugular. Pero no encontró carne, sino madera. Uno de los glifos, sabiamente
tejidos por Maren, estalló en sus fauces produciéndole unas quemaduras que
hacían hervir su piel y despedían un vapor blanco y puro. Nuevamente, la hoja
de Dorell bebió sangre enemiga.
Pero el caos era incontrolable, los hombres combatían a ciegas
prácticamente y ya habían perdido a unos cincuenta hombres mientras que el
enemigo apenas a una docena. Súbitamente el aire nocturno estalló, bañando con
una luz dorada y cálida a los hombres de escudo y batidores, achicharrando los
ojos de las bestias tenebrosas. Era Maren, que alzaba su báculo de arlino y
ámbar sobre las cabezas de todos. Los mismos ojos de Maren producían destellos
ambarinos y sus cabellos teñidos de blanco se agitaban con el poder de su
magia. Los hombres, enardecidos y alumbrados, reaccionaron acribillando a los
monstruos, pues su superioridad numérica era de diez a uno. Algunas de las
criaturas consiguieron huir, arrastrando a pobres y agónicos heridos hasta las
profundidades de la corriente de lodo, quizá hacia ríos subterráneos o quién
sabe qué destino incierto. Entre heridos y muertos, perdieron a un centenar de
hombres.
Anamara llevaba todo el día corriendo y agradecía la hierba verde y
fresca de las llanuras fluviales. Sólo llevaba encima un pellejo de agua y la
prisa en su corazón. Emprendió la desesperada carrera la misma mañana que la comitiva,
en dirección contraria. Hace ya casi tres días. No podía permitir que, fueran
quienes fuesen, destruyeran a su pueblo. Ni a su padre, ni a su Daurel. No
podía permitir que un espíritu puro, redimido, amable como aquel joven de tez
blanca sucumbiera en una guerra que se debía vencer gracias a él mismo. Él, que
no pertenecía a ninguna tribu, debería unirlas a todas, igual que el Sol
reparte sus rayos indistintamente cuando quema la penumbra. Pero necesitaban
ayuda.
De repente, tras de sí, escuchó un gañido animal, un berrido de dos enormes ciervos rojos, que corrían uno muy junto de otro. Antes de darse cuenta, sus piernas quedaron inmóviles, unidas por un lazo, y cayó de bruces al suelo. Quedó inconsciente.
Masacre y cuervos. Al fin, los nara-terun, nanga y gurme de todas las
aldeas se habían unido, formando un contingente de casi dos mil individuos. Una
avanzadilla compuesta por los principales cada tribu había dado por fin con el
jefe Arelan, o lo que quedaba de él. Había cuerpos en descomposición de
engendros del pantano, nara-terun y hombres de lejos.
-Los hombres de lejos llegaron después –dijo Hanga, uno de los jefes
nanga. Era bajo, con pelo y barba recogidos en trenzas con hierba seca. Iba
vestido con ropajes de duro junco seco trenzado y llevaba tres jabalinas. Escudriñaba
el suelo atentamente- con el combate empezado. Oportunistas. Los nuestros
sufrieron dos emboscadas.
-A muchos se les clamará por venganza –tronó más que habló Brum, de los
Gurme. Era igual de alto que Dorell, y no especialmente corpulento, pero las
fibras de su cuerpo parecían talladas en dura roca. Portaba además una gran
maza de hierro con pinchos en forma de ganchos, un arma contundente que
otorgaba un aire mortífero a su figura, adornada con innumerables argollas de
bronce. En su barba y cabellos lucía colmillos de jabalí. Era el hijo menor del
maza de sangre que murió en la taballa, hace seis meses, en la que Dorell
sufrió el accidente más afortunado de su vida.
Dorell se mantenía en silencio, al igual que sus hombres de escudo. Los
nanga y los gurme discutían entre comenzar una guerra de guerrillas enfocada a
las granjas enemigas o un potente ataque frontal. Esta avanzadilla no superaba
los cincuenta integrantes, cuando llegó un grupo de batidores a informar,
alarmados. Entre ellos, el batidor que fue encargado de llevar el mensaje a
Dorell cuando luchaba lejos, al sur, hace días.
El revuelo fue generalizado, los hombres de Brum alzaron sus armas
furibundos, y los nerviosos batidores de Hanga sopesaron sus jabalinas: los
exploradores habían traído a un hombre de lejos, certeramente herido en el
muslo. Mataron a su caballo y ahora traían a este desgraciado con un objetivo:
hablar con Dorell. Todos se opusieron, todos menos Dorell y sus hombres de
escudo. En pleno griterío, Dorell alzó sus manos y se hizo el silencio, pues la
valentía y pureza del guerrero ciego, del perdonado por el tigre emperador, el
viajero nocturno, era respetada en toda la estepa.
-Lo llevaremos al campamento, con el ejército –y el hombre, que venía
cansado de forcejear, empezó a patalear y a llorar, pidiendo clemencia por él y
por sus hijos.
-Sean tus palabras hecho –dijeron los batidores, y los hombres de escudo
asintieron conformes. Los gurme estaban aún recelosos.
-¡Tu espada! ¡Reconozco tu espada! –gritó el corzalino, palabras que
solo Dorell y Piegro entendieron. Lo ignoraron, pues para el resto de guerreros
no eran más que bramidos ininteligibles. Siguió gritando a espaldas de Bauport-
¡tú eres el que desapareció, hace meses! ¡maldito, ahora eres un perro más!
–Dorell siguió sin prestarle atención, y comenzó a calmar a Piegro
acariciándole el buche- ¡Aetán te prenderá en llamas, a ti y a todos estos
sucios salvajes!
Dorell hizo llamar a Brum y le tendió la mano, que el fiero hombre
tomó. Dorell se acercó y le dijo:
-Cuando el hombre de lejos me haya contado los secretos de sus
guerreros, tú, Brum de los Gurme, honrarás la muerte de tu padre sacrificando
su cuerpo –con voz tranquila y átona.
La mirada de ojos oscuros y ceñudos acompañada de una sonrisa voraz y
depredadora provocó que el corzalino se palideciera, comenzara a temblar y
pusiera en zafarrancho las tripas.
-¡Miente! –gruñó un anciano con un tocado de astas de ciervo. Había
otros tres más así en la sala, además de una imponente figura y una joven
muchacha postrada y con los ojos llorosos. Era una habitación forrada al
completo de pieles de ciervo rojo, y todos salvo la muchacha se sentaban en
tronos de astas, con la figura preeminente en el centro.
-¡Los demonios del pantano llevan sin aparecer desde hace muchos Días
de Lluvias, antes incluso de que yo viera la luz! –gritó otro anciano.
-¡Es una trampa, una emboscada para que los nara-Terun y los gurme nos
aplasten como a una brizna seca! –dijo el anciano menos desmejorado. El más
viejo de todos, con un ojo vacío, aún no había hablado.
-Mis ancianos hablan, mujer de la tierra blanca –habló la imponente
figura central. Era de complexión atlética, testa poderosa y hombros anchos.
Lucía pieles de ciervo rojo adornadas con un cinturón de bronce y piedras
transparentes de color purpúreo. Su cabello estaba sujeto con una corona de bronce
y gema al igual que el cinturón, y lucía la característica barba de los nor-ghumar:
de color castaño claro, muy rizada y sin bigote.- ¡Guerreros! ¡Lleváosla!
En ese momento, mientras dos poderosos guardias ataviados con pieles de
ciervo rojo y placas de bronce a modo de armadura la cogían por las axilas,
como si no pesara nada, el gran jefe Aghaneon le dio la espalda al asunto y se
dirigió al sabio tuerto. Justo cuando iba a hablar, fue interrumpido.
-¡No lo entiendes! –dijo la muchacha, con la voz quebrada por el
llanto- ¡No se trata de los nara-terun, los gurme o los nor-ghumar! ¡No se
trata de nuestras tribus! ¡Los hombres de lejos queman la estepa y construyen
con piedra más alto que las lomas! ¡Devorarán nuestro sol y nos encerrarán bajo
tierra para que busquemos su bronce brillante! –el jefe se volvió hacia ella,
rojo de ira, con sus ojos de color verde como la hierba de su tierra enmarcados
en unas cejas densas como arbustos- ¡Los demonios del pantano sólo son una
consecuencia! ¡hasta ellos huyen de su hierro! ¡Sé un gran jefe! ¡Guía a tu
pueblo!
El caudillo se levantó impetuosamente, dejando caer su pesado trono de
astas. En el más absoluto de los silencios se habría podido oír a la sangre de
sus venas hervir con la furia de mil estampidas, cuando la mano tibia y
delicada del anciano tuerto lo sujetó. El marchito sabio se aproximó cojeando
hasta la chica. Los guardianes, como perros amaestrados, la colocaron de pie y
se retiraron. El anciano le secó las lágrimas con sus pulgares huesudos,
empleando la delicadeza de quien recoge el rocío en pétalos de una flor; luego
examinó minuciosamente las gotas con su único ojo funcional .Le dedicó una
sonrisa desdentada, una sonrisa de las que prometen alegría, como las que hace
soles que no asomaban en el rostro de su padre Maren. El anciano se volvió
hacia el terrible Aghaneon.
Sangre y cadáveres. El desgraciado prisionero al que interrogó Dorell
habló de un campamento abandonado, un puesto de avanzada construido cuando aún
se estaba definiendo la frontera de ocupación corzalina hace años. Dijo que se
mandarían un destacamento de varios cientos de hombres para ir preparando una
ofensiva al interior de la estepa. Después de que el hombre fuera literalmente
devorado por el terrible Brum, los nara-terun ocuparon el viejo campamento
abandonado: poco más ya que una empalizada de rocas y maderos roídos, restos de
hogares y un pozo seco. Allí permanecieron, alcanzando casi un millar de
guerreros. Había cientos de nangas reptando por la estepa como exploradores,
sin llegar a cruzar Las Lomas, frontera natural hacia el valle ocupado por los
corzalinos. Los gurme protegían la retaguardia, o más bien eran mantenidos
lejos a la espera de un enfrentamiento más decisivo, pues los nara-terun
podrían ocuparse de unos cientos de soldados.
Y así fue. Llegaron poco más de trescientos milicianos y soldados, que
se vieron abrumados frente a la masa de hombres de escudo, siendo además
flanqueados por los nangas, que los acribillaron con sus jabalinas. La batalla
duró escasas horas, y fue durante el saqueo de los cadáveres cuando Dorell ató
cabos y se dio cuenta de que estaban perdidos.
Los hombres comentaban entre sí que apenas había pieles de anillos de
hierro para repartir, al igual que ocurría con las espadas. Lo mismo venía
pasando con las tropas erráticas que Dorell cazaba hace días al sur. Ni rastro
de soldados con lanza y coraza, de sacerdotes y lo que es peor: de caballeros. Sólo
eran cebos. Sus temores se justificaron al anochecer, cuando los hombres se
distribuían para descansar fuera y dentro de un campamento que no podía albergarlos
a todos.
Sabían que los guerreros de las estepas son inactivos de noche, que se
confiaban con las victorias y que estarían en ese campamento. Todo había sido
una red de señuelos tejida por las mentes de los maestres de campo en el
Castillo de Soudgaren, pues en los pendones de las tropas lucía el escudo del
caballo blanco y el castillo de los Vaugenet. Justo cuando los nangas llegaban
corriendo para informar, aparecieron por lo alto de Las Lomas. Un núcleo de
cientos de soldados acorazados, provistos de lanzas, espadas y escudos
marchaba, arropado por ingentes cantidades de milicianos traídos de todas las
granjas, prisiones y puertos de Córzalon, hombres hambrientos de oro y sangre
con el brillo de un sol atroz rielando en sus ojos. Quedaría claro como los
guerreros luchan por la necesidad de sus gentes, y los soldados batallan por el
deseo de unos magnates.
El choque fue desmedido. Nangas, gurme y nara-terun vendían caro el
pellejo. Los nangas aparecían y desaparecían entre matojos y hierbas altas,
escupiendo jabalinas como avispas furiosas que calvan sus aguijones en una
bestia enorme. Los gurme hendían yelmos y destrozaban espinazos, furibundos y
enardecidos por su maza de sangre Brum. Dorell dirigía a los hombres de escudo, en el
núcleo de la contienda, contra los soldados. Ni rastro de Maren.
Brum, que bramaba como un psicópata mientras destrozaba a dos hombres
con cada golpe, inició su ritual. Se sacudió un porrazo avernal en el pecho con
su maza de pinchos ganchudos, un golpe que podría derribar a un hombre bien
pertrechado. De repente, su maza comenzó a brillar con halos de energía roja y
convulsa. Luego la alzó alta, como un pilar de muerte a punto de cernerse para
sesgar las vidas de aquellos que estuvieran a su sombra. Y cayó. Como el
apoteósico puño de un dios vengativo y salvaje, la maza se estrelló en el
suelo, produciendo un cráter ancho como un pozo y tan hondo como alto es un
hombre. El estallido causado por la pura magia salvaje lanzó por los aires a
una docena de soldados, que volaron varios metros y cayeron, presas del pánico,
sobre sus congéneres. Los Gurme cargaron enardecidos por el terrible poder de
su jefe, que tenía los segundos contados.
Como una exhalación de acero, un diablo saltó de entre las filas de los
soldados, pasando por encima del cráter, con una larga y aguda espada en sus
manos. Un hombre vetusto, tuerto y con un mostacho erizado de pura furia, la
cara contorsionada y sed de venganza. No llevaba yelmo, pero sí una armadura de
metal de tres cuartos. Al igual que el despiadado y glorioso rayo parte a un
orgulloso roble en dos en mitad de una tormenta, Gauchex atravesó la garganta
del gran Brum, bautizando su barba pagana con los chorros de sangre que
despedía su sonrisa de salvaje.
No obstante, aún había un sol con fuerza. En uno de los enfrentamientos
más encarnizados contra un grupo de hombres de escudo, en la parte exterior de
la pobre empalizada del campamento medio derruido, el mismo sacerdote de Aetán
que dejó huérfano a Brum convertía en cenizas a los hombres. Con su fulgurante
báculo de plata coronado por un sol y cabalgando a una mula blanca, despedía
rayos de pura luz argentina, derribando y prendiendo en llamas a multitud de
hombres. Sus cabellos níveos se agitaban con cada aspaviento que practicaba
para manipular el poder de su bastón. De repente, uno de sus rayos se apagó,
absorbido por una nube de luz ambarina. El sacerdote, raquítico y disminuido,
lanzó otro rayo atroz, que volvió a ser absorbido. Casi se le salen los ojos de
las órbitas cuando contempló al Anciano Blanco emerger tras un grupo de hombres
de escudo. Guerreros, soldados y milicianos recularon, temerosos, pues dos
potencias inimaginables iban a colisionar.
El sacerdote comenzó a trazar halos de luz plateada en el aire,
siguiendo un ritual minucioso, mientras miraba nervioso al anciano chamán. Maren,
por su parte, impregnó sus dedos en arcilla blanca y se repasó las facciones
del rostro mientras murmuraba con voz gutural. Uno y otro estaban abandonados a
sus rituales, con los corazones encogidos. El sacerdote cerró los ojos para
concentrarse en su dios Aetán, y comenzó a ver la luz. Una luz pura, blanca,
cálida. Una luz que le quemaba por dentro y por fuera. Maren había terminado
primero, y mientras alzaba su cayado y gritaba a los cielos, del oscuro
firmamento brotó un rayo de luz alimentada con las últimas lenguas de luz solar.
El día murió finalmente y de forma prematura, al igual que el sacerdote, su
mula y una veintena de soldados, que terminaron abrasados por la luz de las
estepas. Una pérdida importante para los corzalinos y un respiro vital para los
hombres libres.
Dorell, que luchaba en el interior del campamento, se defendía a duras
penas. Gracias a los glifos que Maren intrincó sobre la piel que recubría el
escudo había evitado más de un golpe mortal. Piegro revoloteaba a su alrededor
como un satélite gorjeante, y ambos empezaban a no dar abasto. Por suerte, en
el campamento solo entraron milicianos, hombres torpes y brutos que los
consumados guerreros de los nara-terun conseguían afrontar, pese a la
superioridad numérica del enemigo. Entonces, como un trueno para su corazón, un
bramido cruzó el aire haciéndole temer lo peor. Eran toques de cuerno de
caballería, sonidos de muerte que recorrieron el cielo en ese fatídico
anochecer. Muchos hombres morirían con ese día, para dar paso a la oscura
noche.
Nuevamente el enemigo apareció sobre Las Lomas. Centenar y medio de
jinetes, todos soldados consumados. En el centro, una veintena de Caballeros de
la Santa Justicia capitaneados por un verdadero terror: Gutrep de Lyonuse, el
Hijo de Aetán con el que Dorell habría tenido más de una discrepancia, y que
sentía un gusto malsano en la muerte de los salvajes.
Comenzó la carga. Los jinetes se dividirían en dos mitades para
flanquear a los guerreros y el núcleo de caballeros cargaría en línea recta
hacia el campamento tomado, así las tres partes se reunirían en retaguardia
para preparar una carga conjunta. De esta forma, y bajo un cielo vespertino,
estos ángeles de la muerte desplegaron sus alas, unas alas que chillaron y
vibraron como cien espíritus enfurecidos por la fricción con el viento. Las
tropas corzalinas les abrieron paso.
La veintena de caballeros saltó la empalizada devorada por el tiempo y
con las pesadas espadas, mayores que un montante, comenzaron la carnicería.
Dorell quiso hacerles frente, pero Piegro, temeroso de perder a su amo, lo guió
hasta un muro abandonado donde una mano tiró de él para esconderlo. Era el cojo
Naeran, el mismo que le hizo de intérprete cuando despertó hace más de seis
meses. Dorell se resistía, sujeto por Naeran, a permanecer a cubierto. Los
caballeros hendían piel, carne y madera sin reparo. Y entonces, de repente, los
nara-terun que se hallaban al otro extremo del poblado estallaron en vítores.
Naeran no se lo creyó en un primer momento, tardó en poder explicarle a Dorell.
Una atronadora e imponente estampida de ciervos rojos, enormes animales
más grandes que un caballo y con cornamentas similares a un árbol muerto y
terrible. Cada pareja tiraba de un gran carro de dos ruedas hecho en madera y
bronce, tripulados por cuatro guerreros, esgrimiendo estos enormes mazas de
cuerno. Al frente de todos, un carro
descomunal tirado por dos sementales de colosal tamaño que no paraban de
espumarajear y berrear, comandando por Aghaneon en persona, y Anamara a su
diestra. Como una colisión entre los derrumbamientos de dos montañas sobre un
valle, caballeros y carros se estrellaron produciendo una matanza sin igual.
Los caballos fueron ensartados con sus cornamentas, o estas se
partieron al chocar con una pieza de la barba del animal. Algunos caballeros
salieron catapultados sobre los tripulantes, convirtiéndose en un auténtico
proyectil debido a la armadura y derribándolos a todos. Otras veces, el
caballero amputó la cabeza del ciervo o de algún guerrero, o ambas, esquivando
a la mole en movimiento. Pronto, los carros
y los caballeros estaban detenidos, impidiéndose el paso unos a otros
entre las escombreras del campamento, y echaron pie a tierra. Gutrep, salvaje,
constituía un ojo de mandoblazos y destripamiento en el centro de la vorágine
destructiva. Corzalinos y nara-terun, junto a algún nanga, se sumaron a la
lucha. El campamento constituía pues el último círculo dentro del infierno
general de la batalla.
Naeran y Dorell se lanzaron a por Gutrep, con Piegro revoloteando
alrededor, nervioso. La llegada de los terribles guerreros nor-ghumar fue
crucial. Aunque no eran más de cincuenta, sus terribles mazas hacían estragos
en el grupo de milicianos que, armados de cualquier manera, componían a las
tropas corzalinas.
La gran espada de batalla de Gutrep partió en dos a un escudo, junto al
hombre que lo portaba. Dio un giro sobre sí mismo y rompió una jabalina al
vuelo, para luego bloquear un tajo. No pudo bloquear el golpe de la hoja de
Naeran, que furioso contra toda Córzalon y lo que entraña, hizo muesca en su
espaldar de metal. El corpulento Hijo de Aetán se giró, clavando los ojos de
plata de su celada en la mirada castaña y furiosa del cojo, y se dispuso a
finarlo cuando su espada chocó con algo. Dorell, que inexplicablemente mantenía
una conexión residual con el Hijo de Aetán por su vida pasada, frenó el golpe
con su espada de hierro, recibiendo esta una muesca. Gutrep se asombró, pero
pronto reconoció a Dorell, pues su visión lo revelaba como un hereje.
Divertido, Gutrep dejó a su mágica espada hacer, profiriendo golpes garrafales
que Dorell defendía a duras penas con el escudo, cuyos glifos emitían nubes de
polvo blanco y chispas cada vez que recibía un golpe, reduciendo el daño
mágicamente. Naeran, por su lado, acometía aquí y allá al coloso, que bloqueaba
los golpes sin inmutarse casi, enfrentándose a los dos. Piegro, nervioso,
guiaba a su amo, pero algo lo perturbó. Damelien, el odioso lacayo de Gutrep,
apareció en escena.
Con su figura rapaz y faz de aguilucho, fue descubierto por el búho
intentando acercarse a Dorell por detrás, armado con dos dagas punzantes.
Piegro no podía avisar a su amo, pues si se despistaba, Gutrep le asestaría un
golpe mortal. Tenía que ser rápido. Ahora era una criatura de la estepa y
usaría a la estepa como ayuda. Velozmente voló hacia un matojo espinoso y
grande que había crecido apoyado en una tapia medio derruida. Se perdió entre
sus tallos. Salió volando luego con algo amarillento en el pico, directo hacia Damelien.
Sobrevoló al sibilino siervo y le arrojó, directo al cuello, un diminuto y
mortífero escorpión. La criatura, asustada, hincó su aguijón repetidas veces en
el cuello del escudero. Primero las sintió como pinchazos de una aguja
hirviendo, luego, un golpe de calor invadió su cuerpo y al instante cayó de
bruces, mareado, con la vista borrosa y asfixiado por los propios músculos de
su cuello.
La batalla a nivel general estaba en un punto de inflexión. Los
caballeros y los carros, más que contrarrestarse, produjeron terribles daños en
los bandos contrarios. A nivel particular, Dorell había sufrido un mandoblazo
en las costillas, por donde sangraba profusamente, y una estocada en el muslo
derecho. Gutrep apenas había sufrido golpes en su armadura por parte de Naeran,
que cojeaba agotado a su alrededor. Enntonces, un golpe certero partió el
escudo en añicos, estallando en volutas de humo que no perturbaron a ninguno de
los dos. Dorell cayó junto al pozo seco, con el brazo roto y una dolorosa mueca
en el rostro. Gutrep, cínico, le puso la pesada bota sobre su estómago.
Sobraban las palabras, y alzó el enorme espadón al cielo crepuscular. Era tal
su ira inquina, su fanatismo por las persecuciones heréticas, las ansias de
destruir a un antiguo compañero, un héroe caído, que no lo vio venir. No la vio
venir.
Anamara, que había estado hasta entonces protegida sobre uno de los
carros, saltó de su posición y corrió en auxilio de Dorell en cuanto vio la
situación. Echó mano de lo primero que vio, la punta de una jabalina de bronce
rota por el asta, que tomó a modo de puñal. Con todas sus fuerzas y en un golpe
certero, coló la daga por detrás de la rodilla de Gutrep, una zona carente de
placas de armadura. El hombre bramó, desprevenido, y de derrumbó al suelo de
espaldas, pues lo habían herido en la pierna que usaba para apoyarse. Anamara
soltó el arma, asustada, y ayudó a Dorell a levantarse. Naeran, por su parte,
dio una patada al mandoble, haciéndose daño en el pié pero aleándolo del coloso
derribado. Piegro, raudo, aterrizó junto a la cabeza de Gutrep gorjeando para
indicar el lugar. El caballero postrado manoteaba, en vano, buscando su arma,
mostrando una mueca de espanto.
En el exterior del campamento las cosas iban de mal en peor. Sin previo
aviso, en la retaguardia de los corzalinos aparecieron docenas de demonios del
pantano, imprevistos monstruos de toda índole: cocodrilos de seis patas que
partían en dos a un hombre de un bocado, tortugas bípedas con caparazones de
escamas puntiagudas que vomitaban un ácido corrosivo que devoraba acero, cuero
y carne por igual, hombres-sapo con garras como garfios que saltaban de soldado
en guerrero y de jinete en miliciano arrancando yugulares, ojos y lenguas. Las
pesadillas nocturnas acosaban a los hombres, en vista de que ningún sol
alumbraba ya y todo se había convertido en una carnicería. En uno de los
últimos núcleos de lucha encarnizada entre corzalinos y tribales, dos figuras
se encontraron. Dos hombres. Gauchex y Maren se vieron cara a cara, justo
cuando sus grupos rehechos tras la cargas de carros y caballos iban a lanzarse
el uno sobre el otro. Los gurme cayeron los primeros, enloquecidos por la
muerte de su caudillo, y la mayoría de los milicianos habían sucumbido como
primera fila o protegiendo los flancos, aplastados por los ciervos. El anciano
de barba blanca y el tuerto de vigoroso mostacho se leyeron la mirada: el ojo
frío y glauco de uno y la mirada ancestral y esteparia del otro decidieron
sacrificar una victoria en pos de sus pueblos, y fueron en retirada. No podían
enfrentarse mientras las bestias se cebaban con ellos, y tampoco podían unir
fuerzas deliberadamente.
Dorell se alzó y tomó con sumo esfuerzo su antigua espada
irremediablemente envainada. La arrojó al pozo, provocando un sonoro estruendo
metálico contra los adoquines de las paredes. El eco resonó en todo el
campamento, y muchos rostros se volvieron para verle. Arrancó uno de los
adoquines sueltos que componían el borde y saltó a horcajadas sobre su enemigo.
Entonces, preso de sus ansias de redención e ira, estrelló la piedra en el
rostro de Gutrep. Este manoteó en los hombros de Dorell, agarrándolo por el
brazo partido y provocándole un estertor de dolor. Gutrep solo gruñía. Otro
golpe, en la celada con filigranas de plata. Y otro, y otro. La mirada de Aetán
se desfiguró como el hocico del caballero vencido, que murió mucho antes de que
Dorell dejara de hundir y levantar el peñasco de la masa sanguinolenta que ahora
componía su rostro.
En mitad de ese frenesí destructor, Dorell fue alzado en jarras por un
hombre de escudo y un vigoroso nor-ghumar, que le explicaron tan rápido como
pudieron que la lucha había terminado. De repente, no oía más chocar de aceros
y hierros, sino gritos de los suyos apremiándose, y voces de sufrimiento más
allá de la empalizada. Venían hombres corriendo de todas direcciones. Nadie se
quedó a saquear los cadáveres y a él lo subieron en el carro personal de
reserva de Aghaneon. Sólo los pocos gurme que sobrevivieron se quedaron a morir
luchando, mientras los nanga desaparecían entre las hierbas altas y los
nara-terun emprendían la carrera de vuelta a casa. Cuatro carros permanecieron
esperando a que Maren esparciera arcilla en polvo sobre el suelo, que pronto
empezó a brillar, asegurando que esto les daría algún tiempo.
Así Dorell, Anamara, Piegro y los Nara-Terun escaparon de la muerte,
recordando que al derramar sangre preso de las tinieblas se invocan a los
demonios de la noche. Así Gauchex puso a salvo a sus hombres, comprendiendo que
los sucios salvajes pueden tener mismo honor que uno mismo. De esta forma se
cierra un cúmulo de muertes y pérdidas, una sombra terrible, a la espera de un
alba soleado, seguido de otra penumbra ominosa que vendrá remendada por un
amanecer brillante. Así continuará el ciclo del hombre, sin fin, con sus días y
sus noches.