miércoles, 13 de junio de 2012

Error 404


Tengo varias visiones sobre el futuro. Ninguna utópica. Tal vez la mejor, gracias a las pelis, sea una en la que las sombras de la humanidad lucha entre sí por combustible, agua, y por qué no, algún que otro ideal. Ahora expondré la que más me aterra.

Soy un temeroso de la tecnología, de los avances meteóricos y los superhumanos. Quizá antiguamente se muriesen con 40 o 50 años, pero dudo que mucha gente padeciera cualquiera de la marabunta de dolencias, enfermedades y enfermedades que padecemos hoy en día, unos u otros, con normalidad. Estamos hasta los topes de química, no se imaginan cuanto, y ya no hay absolutamente ningún remedio.

Cada vez dependemos más de trastos, chismes nos hacen la vida más fácil. ¿Dependemos? Nos hacen depender, o creer que dependemos, de una infinidad de artefactos. Y cada vez falta menos para que tengamos robots y otras chatarras pululando por la casa. “¿Más té, señor?” dirá una cafetera con tres ruedas. Después de eso, quién sabe. Tal vez inventen realidades virtuales. Nos pondremos un casco y fliparemos con lo que queramos ver, porque veremos lo que queramos. Nuestros anhelos serán satisfechos. Las máquinas harán nuestro trabajo y las manejaremos desde casa. O serán automáticas, ¿por qué no? Así no tendremos que desenchufarnos del casco mágico, y alguna compañía inventará un fantástico sistema de alimentación y cuidados intensivos que nos permitirán olvidarnos del mundo.

Quién sabe, tal vez terminemos metidos en un cubículo, enchufados a nuestro subconsciente, hasta las trancas de sustancias químicas placenteras, alimentos pseudosólidos suministrados cada 6 horas y un buen montón de otras mierdas. Cada X tiempo la máquina extraerá un espermatozoide o un óvulo, según el sexo del desgraciado post-humano,  y unos brazos mecánicos construirán otro cubículo, injertarán ese embrión dopado, y el ciclo vuelve a empezar. ¿Matrix? No, aquí la realidad no tiene mucho más de 2 metros cuadrados y un nudo de cables, tubos, sondas y agujas. Al morir, por ejemplo, el cubículo podría abnegarse en alguna sustancia extremadamente ácida, lo limpiase todo, y tras un reacondicionamiento, volvería a quedar operativo. Al final, seremos sacos gelatinosos realmente felices, ¿No?

Espero estar totalmente equivocado.

miércoles, 6 de junio de 2012

Ecos en la Jungla


El cálido Sol, una brisa fresca, una mañana clara o una noche estrellada. No existen. En la Selva Tenebrosa la frondosidad de los árboles no permitía discernir más que algunos destellos de luz si mirabas muy arriba justo a mediodía o la total negrura durante la noche. En esta selva se llama horizonte al árbol más lejano que ves y se tiene por espacio abierto el hueco que queda si levantas una de las pocas piedras que verás en el tupido suelo de hojas marrones.

Los árboles, que parecían milenarias columnas con arrugas de veteranía, se extendían hasta el cielo, donde chocaban con el techo que suponían sus propias copas, como si sustentaran un inmenso artesonado de hojas verdes. Estos titanes del vegetal emergían de la tierra provocando bultos en el suelo, rebosantes de raíces las cuales tenían por oficio acunar entre sus huecos toda suerte de setas, hongos y champiñones.

El canto de los pájaros podía resultar ensordecedor a tempranas horas del día o cuando se reúnen en sus ramas preferidas antes de dormir. Toda clase de animales podían verse reposar en los árboles durante sus inquietos sueños y si se miraba con buen ojo, desde divinidades de plumaje dorado y rojo a caricaturescos monos de cola larga y velluda, pasando por tenebrosos murciélagos del tamaño de un lobo si uno se aventuraba a los más oscuros rincones del lugar.

Solo una criatura, en esta tarde bochornosa, se atrevía a perturbar la escandalosa tranquilidad de la jungla. Era una muchacha.

Tez y piel morenos, de un tono suave, como si fuera azúcar tostado. Su melena, alborotada, le caía hasta casi la cintura, desparramada en torno a su cuerpo como si fuera una cascada zaína, negra. Como vestiduras, unos pellejos de capibara cosidos con esparto, dejándole libres brazos desde el hombro y piernas a partir del muslo. Descalza, sus dedos finos se clavaban en la hojarasca al caminar de puntillas y despacio. Como único equipo una lanza de bambú, fina y larga, más que ella, lo cual se situaba en aproximadamente la estatura de un hombre adulto para el objeto. En la punta, un hasta de ciervo afilada y unida con más esparto y algo de resina quemada. Un arma ligera para alguien más ligero.
Esta muchacha, de ojos negros profundos, era una Ma’gal, la tribu habitante del extremo oriental de la Selva Tenebrosa. Era una tribu guerrera y cazadora, experta en los combates entre los árboles, sobre ellos o en emboscadas. Habitaban cabañas de bambú, que situaban sobre un río bien adentro de la jungla.

Esta tribu, los Ma’gal, se dividían en tres castas: La guerrera, la chamánica, y la recolectora. La casta chamánica, líder de la tribu, era separada del resto por el patriarca chamán nada más nacer: Solo eran chamanes los albinos, lo cual conseguía que apenas apareciese uno cada veinte o treinta años. Se les instruía en las enseñanzas de la jungla y los poderes místicos de la selva desde retoños, y a la edad de dieciséis periodos estacionales, eran soltados en la jungla, donde debían rastrear algún Lagarto Rojo, una fiera criatura del tamaño de un perro, con una piel escamosa de color escarlata rugiente y temidos por su capacidad para escupir fuego por sus orificios nasales. Cuando derrotase a esta criatura sin par, debería de sustraerle su apreciada piel. Esta es la característica seña de los chamanes Ma’gal, o Mu’lashe como se les conoce; sus atavíos rojos fuego conjugado con su cabello los distingue del resto, además de protegerlos del mismo elemento.

Pero también a esa edad, aunque siempre durante la estación veraniega, los demás niños con dieciséis periodos estacionales a sus jóvenes espaldas, eran dispuestos a orden de la naturaleza para decidir su suerte como recolector o guerrero. Su tarea consistía en conseguir una pieza de caza impresionante, y las mejores de estas serían escogidas por los chamanes de la tribu para hacer a sus dueños guerreros, fueran hombres o mujeres; si no traían pieza alguna o algo de menos valor, como alguna planta medicinal, una roca preciada o demás cosas de utilidad, pasaban inmediatamente a ser recolectores. El premio de ser guerrero consistía en rapar la cabeza del sujeto, dejando una cresta en medio y una coleta por detrás, pues la melena, ya sea en un hombre o mujer, es signo de bajo nivel social; a esta casta se la llamaba, según su idioma, Mu’Lakak y solo estos portaban la armadura de cuero de cocodrilo y tenían el derecho de empuñar y fabricar armas. Los recolectores, por su parte, pasaban a dedicarse a las demás labores necesarias en un campamento sin distinción de si eran hombres o mujeres; se les reconocía por tres o más trenzas en las mujeres y una sola en los hombres, y se les llamaba Mu’Lamar.

Las criaturas víctimas de esta tradición solían ser tres, normalmente. La primera, más fácil de encontrar, es la serpiente martillo o titán. Su piel es buena y con ella se confecciona la ropa de los guerreros, además de tener una carne sabrosa. Al carecer de veneno, esta serpiente de enormes proporciones (un largo tal como cinco hombres son en alto uno sobre otro) se defiende empleando su gran cabeza para asestar mortíferos golpes, pues se lanza a toda velocidad y con el espolón en que acaba su faz puede partir en dos a un caballo adulto. Son muy territoriales, y solo se encuentran en zonas pantanosas, donde acechan a venados. Para matarla, lo mejor es asestarle un lanzazo en su vientre cuando se alce antes de atacar o conseguir calvarle el arma en un ojo cuando están dormidas y abotargadas por una copiosa comida.

La segunda criatura es el jabalí dientes de sable. De vez en cuando, un jabalí nace especialmente grande, y si consigue una buena alimentación, en su primer celo puede desarrollar colmillos comparables a alfanjes del tamaño de un antebrazo. Estos se encuentran muy separados unos de otros, solitarios, buscando trufas al pie de los grandes árboles o retozando en el lodo a la horilla de los ríos. Son peligrosos en extremo si vas a pie, por ello la forma usada por los Ma’gal para enfrentarse a ellos es subirse a un árbol no muy alto, que han de localizar antes de ver a la criatura. La artimaña consiste en provocar al animal, muy temperamental, para que ataque. Cuando intente morder, usando como cebo un pie o una mano, se le debe asestar un golpe certero en el paladar o la garganta. Son acogidos con grandes honores aquellos que traen estos trofeos pues sus férreos colmillos de marfil son muy apreciados para confeccionar los famosos garrotes magalitas.

Pero el oro de la competición, el gran orgullo y pie hacia el colectivo guerrero por excelencia, son los babuks. Los babuks son una especie de mono que roza lo simiesco. Tienen grandes y largos brazos sobre los que se apoyan al caminar a cuatro patas. Su pelo, rudo y tieso, es de color gris, muy enervado en la espalda donde se vuelve azul negruzco. Poseen garras fenomenales en sus zarpas. Su cabeza, con un largo morro donde no les crece el pelo y es de color turquesa, termina en unos pronunciados orificios nasales y una boca que muestra permanentemente unos grandes y afilados colmillos. El peso de estos animales, de proporciones que casi doblan a un hombre adulto, les impide subirse a los árboles cuando son adultos, por ellos suelen vivir en las montañas que limitan la pared occidental de la Selva Tenebrosa, donde compiten con aún peores criaturas desconocidas por las gentes de bien. Son temibles en combate, pues atacan a zarpazos y mordiscos capaces de destripar a cualquiera protegido con menos de una coraza de cuero. Su furia es apabullante, y sus gritos infernales, gañidos sobrenaturales, hacen que el más ferviente corazón se vuelva de hielo frío. Para derrotarlos se les debe hacer frente en combate cuerpo a cuerpo a no ser que te acompañe un cazador semigigante o seas hechicero. Las trampas son inútiles porque nunca se sabe cuando te encontrarás con uno, y llenar el lugar de artefactos o dispositivos dañinos solo servirá para que mientras huyas, un lazo te ate a tu final en manos de su furia primitiva, pues cuando un babuks ve algo vivo en su ruta o territorio, si no lo mata, es porque él mismo está muerto.

Caminando lentamente y enervada, la cazadora avanza entre los matojos y helechos, observando con sus ojos negros cada hoja, oliendo cada brizna de brisa y atendiendo a cada susurro. Unos pájaros cantores chismorreaban en la copa de los árboles mientras algunos monos de cola larga se desparasitaban los unos a los otros, en tranquilidad. De estos dedujo la joven que no había ningún carnívoro en las inmediaciones. Viendo que sus ojos nada veían, su nariz nada olía y sus oídos nada oían, se detuvo un momento a sentir. Sí, a sentir. Los Ma’gal llevan milenios habitando la naturaleza, viviendo en consonancia con ella y defendiéndola de invasores malévolos. De esta manera, los Espíritus del Bosque, según la leyenda, les concedieron un sexto sentido para su alma, mediante el cual pudieran guiarse y rastrear en la jungla.

La muchacha se concentró, en armonía con su entorno, y dejó fluir su aliento con parsimonia. Pronto, en la oscuridad de su mirada, se reflejaron senderos invisibles, y tras un leve rastreo, encontró lo que buscaba. Un jabalí dientes de sable. No supo porqué, pero le costó centrarse en la criatura, parecía que algo atraía su atención también, pero es difícil no prestarle atención a un animal tan ruidoso, maloliente y grande como un jabalí adulto, incluso en el plano del alma.

La muchacha cambió de rumbo hasta un pequeño desnivel que terminaba en un arroyo. Agazapada entre los arbustos, fue deslizándose sibilinamente hasta la orilla, y allí observó a su presa. Un gran jabalí dientes de sable, con un lomo enorme y unos colmillos largos y astillados, cicatrices perennes de su edad. Hundía una y otra vez su morro en el suelo de guijarros del río buscando crustáceos. Sus enormes colmillos apartaban rocas con total tranquilidad, todo ello mientras emitía un sonido gorrino y chascaba de vez en cuando algún molusco.

La chica pronto divisó un árbol que le serviría de utilidad, con una bifurcación a la altura de sus hombros que le serviría para la estratagema que le enseñaron antes de partir. Una vez lo dispuso todo y calculó su ruta de huida al árbol, esquivando alguna raíz especialmente nudosa o alguna roca húmeda y resbaladiza del río, se arrastró hasta el arbusto más cercano a la corriente, y se preparó para lanzarle una piedra al animal. Cuando iba a estirar el brazo para tirársela, escuchó un crujir de ramas en la orilla de enfrente. Maldiciendo, observó cómo reaccionaba el jabalí.

De un rápido movimiento, el animal levantó su pesada cabeza y se encaró al otro linde del río, el opuesto a la chica. Bufó un poco y separó las piernas, naturalmente preparado para el combate. Justo cuando iba a volver a aplicarse a los moluscos, algo grande y peludo saltó desde la otra orilla para aterrizarle encima. Una silueta simiesca, de largos brazos, con una gran cresta peluda azul en su espalda, se abalanzó sobre el jabalí. Con una gran zarpa provista de pulgar se aferró a un colmillo, y con la otra le rodeó el cuello. Un salto pudo dar el cerdo gigante antes de que dos afilados incisivos se le clavaran en la garganta y no se oyera más que un lastimero chillido coreado por un gorgoteo de sangre. La faz de piel azul del atacante se manchó de rojo y su morro se hundió en la herida para comenzar a devorar a su presa. Este animal era un babuk, uno enorme, con canas en su pelo gris y un azul oscuro en los mechones de su espalda. Uno de sus frontales ojos de cazador estaba vacío y le faltaban dos dedos de la zarpa derecha.

Cuando hubo saciado parte de su apetito con la garganta y parte de una pierna, emitió un sonido ronco hacia la orilla, e increíblemente, un grupo de congéneres emergieron de la espesura. Se contaron al menos cuatro machos más, ninguna hembra ni cría: era una partida de caza. Uno de ellos traía un capibara en la boca y otro arrastraba un gran racimo de plátanos.

Se revolcaron en el agua del río, sucia de sangre, mientras mostraban sus dientes y agitaban la cabeza, felices. La chica, anonadada, cometió el error de pisar un arbusto espinoso en su retirada. Casi se le escapa el alma cuando vio cómo el más veterano de los cazadores miraba en su dirección. A una orden bramada en forma de chillido grave y ahogado, todos saltaron al bosque, rodeando a la chica en un instante. Esta, con la espalda apoyada a en un árbol, observó de qué forma se presentaron en semicírculo a su alrededor, con el gran simio en medio. Todos bufaban, menos él. Este la miró, y se percató de la lanza en su mano. Con un chillido, se la arrebató de entre sus dedos y la partió golpeándola contra un árbol. Golpeó el suelo varias veces con el resto del mango que le quedaba y luego lo lanzó por la espalda. Todos los babuks cabriolaron a su alrededor y le practicaron rudimentarias reverencias. En medio de esta algarabía monstruosa, le arrancó a la niña su pelliza de un zarpazo, dejándola desnuda, sin ningún otro abalorio. Destrozó la pelliza de un bocado y arrojó los restos a sus tropas, que tironearon de ellos para luego restregarlas por el suelo y diseminarlas por ahí. Finalmente, el Gran Babuk se puso sobre dos piernas, y alzando los brazos al cielo, chilló ante la cría, salpicándola con sus babas y restos de la sangre del jabalí. Cuando cesó, dio media vuelta y todos los babuk salieron corriendo, arrastrando al jabalí y recogiendo al capibara y los plátanos. La chica, confusa, pero no asustada, corrió a recuperar la valiosa punta de su lanza y a buscar algún junco de tallo fino para remendar lo que quedaba de su ropa. Ya sabía dónde podía encontrar los mayores trofeos para su aldea.