viernes, 25 de mayo de 2012

La Batalla por los Medianos Libres

 El cálido Sol bañaba las verdes lomas cuajadas de florecillas amarillas. Corría una fresca brisa veraniega que hacía a los pendones y ligeros estandartes ondular perezosos. Pero no todo era tranquilidad en las onduladas tierras de los Medianos. Un grupo de estas alegres y rechonchas criaturas que no levantaban cuatro pies del suelo estaban reunidas en algo parecido a una formación militar.

Un frente de mozos y adultos orondos, con sus barrigas y torsos cubiertos con sencillas armaduras de cuero, gorros de pieles adornados con coloridas plumas de gallos y faisanes tapándoles sus cabezotas peludas y unas patillas rizadas y abundantes recorriéndoles sus mofletudas caras. Grandes cuchillos de carnicero, rodelas de hierro pintadas en verde y astas de madera rematadas en una pesada hoja, también de un estilo rústico. Algunos sujetaban entre dos o tres grandes cerdos rosados, con colmillos como navajas asomando por el hocico y rizadas colas. En el centro de la primera línea, tres figuras hablaban.

-Vaya, este pollo a la pimienta está realmente bueno-decía un tipo especialmente gordo. Iba ataviado con un jubón púrpura sobre un peto de cuero tachonado, y un tocado llamativo le adornaba la cabeza. Un fino estoque descansaba en su cintura, adornado con algunas gemas verdes, como sus dedos-Deberías probarlo, Don Malasiesta-concluyó antes de seguir mordisqueando el muslo que sujetaba entre sus dedos.

-No, gracias, Mayor Chascabayas-espetó, seco, el segundo. Un tipo algo más enjuto y musculado, aunque también provisto de barriga protuberante. Su traje era más marcial, con calzas sucias y botas remendadas, y un jubón de cuero acuchillado y mangas gastadas, Portaba un casco con un llamativo adorno en forma de cresta de gallo. Sus armas, un martillo de guerra especialmente grande, de talla humana, con un pico en el anverso al estilo de los caballeros-Vaya, tardan tus muchachos, eh, Buscacelgas?

-¿¡Eh!?-dijo otro congénere, vestido todo de verdes y marrones, con un tocado de pieles adornado con las grandes orejas de una liebre-¿¡Que vienen unas jamelgas!?

-Maldigo el día en que ese poni te coceó en una oreja ¡¡Que tus muchachos tardan!!-espetó Malasiesta.

-¡Ah, sí! ¡Tardan, tardan!-chilló Buscacelgas, mientras tironeaba de la cuerda de su arco, distraído.

Pronto, un grupo de Medianos vestidos como Buscacelgas llegaron corriendo, casualmente, desde un bosquecillo cercano. Iban de frente al pequeño contingente. Aquí cabe recordar, que todos los Medianos van descalzos, con sus peludos pies pataleando y luchando por dar velocidad a sus orondos cuerpos.

-¡Señor! ¡Ya están aquí!-las últimas sílabas del Mediano fueron ahogadas por un sonido de cuerno procedente del bosque. Pronto, Buscacelgas se los llevó consigo y se escondieron tras una loma. Chascabayas recogió una inadvertida lanza del suelo y se sumergió en la muchedumbre. Malasiesta permaneció expectante, como todos a su alrededor.

Del primer bosque emergió otro, pero de lanzas y ajados trapos a modo de banderas. Infinidad de trasgos, con sus andares simiescos, se movían como una gran criatura con mil patas y púas. Las lanzas, sencillas cañas de bambú rematadas en una punta de hierro, constituían el único armamento de los trasgos,  salvo una especie de turbante de tela y tiras de cuero y unos uniformes de rojo granate incrustado de roña. Encadenados por sus encorvados amos, grandes simios, de morro largo y faz temible caminaban, varias cabezas sobre el resto, tironeando y chillando, algunos incluso arañándose el rostro de azul brillante. En el centro, en un gran carro de ébano y bambúes trenzados, una gran figura, cubierta de pelo cobrizo y adornado con trenzas y collares y con un gran turbante cuajado con piedras y metales preciosos, gritaba órdenes. Su cara, extremadamente redonda provista de unos mofletes exagerados y angulosos, recordaba a un primate obeso, pero en sus ojos residían inteligencia y crueldad a partes iguales.

Se detuvieron a unos trescientos metros de los Medianos. Sonaron trompetas de bronce y un gran cuerno, y se intuyó un restallar de látigos. Nueve grandes simios, los babuks antes mencionados, emergieron como fieras de la multitud de trasgos, hiriendo y aplastando a los que se encontraron antes de llegar a campo abierto. Sus colas se agitaban con furia primitiva y enseñaban sus colmillos durante la carrera, mientras chillaban como brujas enloquecidas.

-¡Fuera cerdos!-bramó Malasiesta, con la cabeza torcida hacia la muchedumbre y señalando con un dedo hacia las criaturas.

“¡Vamos Betsy!” y otras palabras de cuidadores sonaron entre la nerviosa masa de Medianos, amén de palmear sobre porcinos traseros. De repente, una veintena de gordos cerdos como ponis corrían, berreando como mil demonios, para estamparse contra los nueve grandes simios, menos del doble de grande que los marranos. 

Algunos de los babuks saltaron, entrenados, sobre el cuello de sus víctimas, derribando a los marranos (la mayoría tatuados con docenas de marcas, símbolo de las veces que han pasado de manos en el mercado, pues la mayoría eran sementales). Mientras estos chillaban al tiempo de que la sangre les brotaba de las yugulares, otros cargaron contra los babuks. Era un auténtico espectáculo digno de los Pozos de Truequeciudad. Los cerdos trituraban los huesos que mordían y arrancaban tiras enteras de tendones y músculo, y los babuks, convertidos en muestras terrenales de la furia, asestaban mordiscos, se revolcaban y arañaban sin parar, como si tuviesen el doble de extremidades.

 Tras una media hora de combate, y ante la llamada de sus cuidadores, los cerdos volvieron corriendo. Apenas sobrevivieron seis, de los casi veinticuatro que fueron. Siete de los babuks habían caído, y dos perseguían a los cerdos heridos en retirada.  Algunos Medianos, de lo alto de una loma, parecían haber olvidado la contienda, pues estaban ociosos comiendo embutidos y algo de buen queso especiado, pero pronto reaccionaron y abatieron a las dos criaturas con un torrente de flechas.

Una vez más, las trompetas anunciaron movimiento en el bando contrario. El contingente de trasgos comenzó el avance, con las lanzas puestas al frente. En el centro, se distinguía el gran estandarte del Caudillo Orango con el blasón de su lejano reino: Un arca dorada emitiendo rayos del mismo color sobre un fondo verde.

Malasiesta comenzó a dar órdenes mientras aferraba el martillo con ambas manos. Pronto se rodeó de Medianos armados con astas provistas de pesados machetes en la punta, y a estos los flanqueaba el resto: guerreros con escudos, rodelas y armas de manos. Una vez así, permanecieron quietos.

Ya casi tenían encima a los trasgos. Se oían sus voces chirriantes y se percibía su hediondo aroma. Cuando apenas quedaban cincuenta metros, del bando de los Medianos se escuchó un “¡Freídlos!”, y el centro del contingente constituido por Malasiesta y sus alabarderos se abrió en canal, dejando pasar unos extraños artefactos. Eran unas ollas hirviendo y chisporroteando, con un extraño olor alquímico, montadas sobre armatostes de madera con ruedas. Debajo, un caótico nudo de tubos, válvulas y llaves desembocaba en una boca de latón dispuesta como un embudo al revés que apunta con su parte más fina hacia el frente, dispuesto así para aumentar la presión del chorro. Eran dos los artefactos.

Rápidamente, unos medianos ataviados con mandiles de cuero y rústicas herramientas empezaron a bombear unos fuelles que se disponían en aparentemente aleatorios lugares de la maquinaria, y conforme lo hacían, se notaba el zumbido de la presión y el silbar de los escapes. De repente, las bocas vomitaron chorros de líquido flamígero, que salió disparado hacia los trasgos más cercanos. Tras un segundo escape de fuego, que dejó al chorro sin fuerza y estuvo a punto de provocar un grave accidente, los Medianos cargaron contra la confundida masa.

Malasiesta atravesó como un rayo el centro de la formación enemiga, desestructurada, y junto a sus alabarderos sembró el caos entre los trasgos aún en llamas. Sus compañeros abrían tajos en la carne de los sucios siervos del Imperio Orango, a pesar de que alguno caía presa de más de media docena de punzadas. Los trasgos se distraían ensañándose con sus víctimas, y esto a menudo les costaba la vida. Malasiesta hendió el cráneo de un trasgo con su martillo, y de retorno clavó el pico de este en el costillar de otro. Apoyó el pié en la criatura para extraer a tiempo (con un sonido de succión y chapoteo) el martillo para bloquear un mal lanzazo dirigido a su cara, aunque el contraataque vino de un alabardero próximo que, viendo oportuno que el trasgo miraba en otra dirección, le clavó el arma en la cara.

Los Medianos con rodelas consiguieron el objetivo perseguido por Malasiesta: separar al ejército trasgo. Debido al fuego, todos los enemigos huyeron del centro, y la pronta arremetida de Malasiesta consiguió detener al núcleo, mientras los dos flancos huían en sus respectivas direcciones. Como un cuchillo que filetea un solomillo, los rodeleros se encargaron de estos flancos.

Aún con la contienda fresca, de una de las colinas del flanco derecho emergieron Buscacelgas y sus Guardahuertas. Cortos en estatura (como el resto, aunque los trasgos dada su predisposición a andar jorobados les quedaban cara a cara en tamaño) y bastante perezosos, empezaron a descargar sus proyectiles, pero al ver que hacían efecto (como si fuera eso una sorpresa) siguieron, con el ánimo por las nubes.

La batalla era cruda, pero no estaba perdida. Malasiesta estaba ya a menos de veinte metros del nervioso Caudillo Orango. Para su sorpresa, los trasgos de su alrededor eran de mayor tamaño y fuerza, y armados con cimitarras. Sus alabarderos hacían bien el trabajo, pero a duras penas. El avance comenzó a frenarse. Con el sudor chorreando por su cara y las frondosas patillas negras despeluchadas por la agitación, Malasiesta paraba golpes de dos trasgos que lo atacaban con furibunda rabia, con la suerte de que un golpe fallido de un compañero suyo se desviara hasta el tobillo del trasgo de su derecha. Este, al flaquear, dejó desprotegida la cara, donde se estrelló el martillo del héroe Mediano, y de retorno, hizo una maniobra de giro para desarmar al trasgo restante y después romperle una rodilla. Saltó por encima de este, ya en el suelo, dándolo por inofensivo, y embistió contra otros tantos. La batalla se estaba haciendo tediosa y asfixiante, se le estaban cansando los brazos de hacer girar el martillo continuamente. De vez en cuando se producía un fogonazo aislado, para separar a los trasgos de los arqueros en el flanco derecho, por medio de uno de los Lanzazufre que fue trasladado hasta allí.
Malasiesta tenía ya una herida en el costado derecho, y empezaba a flaquear. Justo cuando retrocedió un paso para evitar un golpe brutal de una cimitarra (estaba empezando a cansarse y prefería esquivar antes que bloquear), un chorro de Medianos entró en acción: La guardia del Ayuntamiento. Un montón de Medianos ataviados de verde chillón y armados con espadas cortas y escudos con el blasón de esas tierras: Un pavo negro sobre un fondo verde. En el centro, el Mayor Chascabayas sujetaba melindrosamente su lanza, asqueado y temeroso del enemigo, escondido tras tres o cuatro de sus guardas.

Este era su momento, y tenía que aprovecharlo. Malasiesta se giró hacia el trono del gran primate, pero lo encontró vacío. La consternación se hizo presa de él, pero un tremebundo golpe que lo hizo salir volando lo sacó del ensimismamiento. El Orango se había echado abajo, se había quitado el sombrero y en sus manos lucía dos guanteletes de bronce, convirtiendo sus puños en dos grandes mazos de metal.

Malasiesta se puso aprisa en pie, y se dio cuenta de que, al perder su martillo en el aire, había aferrado instintivamente una de las rústicas alabardas. El Orango era paticorto y barrigudo, pero sus enormes y largos brazos lucían amenazantes, como dos grandes columnas, estiradas hacia el cielo, para dejarlas caer con fuerza demoledora. Malasiesta rodó para esquivar el golpe, que hundió un palmo de tierra. Con toda la prisa del mundo, le asestó un tajo en una pierna al orango, dirigido hacia la rodilla, pero que dio como blanco en el muslo. El primate súper desarrollado  rugió de rabia y se dio la vuelta, pero la pierna se venció y quedó cojeando. Aún así, con un avanzar renqueante, se abalanzó sobre el Mediano. Este rodó por el suelo para evitar uno de los grandes golpes, y aún en el suelo le clavó la alabarda en un costado. El caudillo enemigo volvió a proferir un grito infernal, y se arrancó la alabarda, solo clavada por la punta. En ese momento, quedó mirando la sangre que emanaba y pringaba su pelaje de color anaranjado, y se alarmó al ver su pierna en mala postura y chorreando sangre. Esa raza, la de los orangos, es muy altiva, y su furia se apaga rápido cuando descubren a alguien que es capaz de dañarles, salvo que sean grandes guerreros, y no era el caso el de este mero esclavista. Cuando volvió a mirar al Mediano, solo tuvo tiempo de ver la cabeza de un martillo acerado dirigirse hacia una de sus gigantescas mejillas de color azabache. El golpe lo tumbó boca arriba, semiinconsciente. Sus brazos se movieron espasmódicamente cuando observó trepar sobre su corpachón a esa pequeña criatura, cuatro veces más chica que él, erguirse sobre su pecho, con la cara contorsionada por una mueca de furia y cubierta de la sangre de sus guerreros trasgos. Lo último que sus oídos escucharon fue:

-¡Y aún no he almorzado!

Luego, el martillo descendió, clavándole el pico en la frente.


Así, el pequeño contingente de Medianos habitantes del extremo oriental de La Marca Esmeralda derrotó otra partida esclavista del Imperio Orango.