Un frente de
mozos y adultos orondos, con sus barrigas y torsos cubiertos con sencillas
armaduras de cuero, gorros de pieles adornados con coloridas plumas de gallos y
faisanes tapándoles sus cabezotas peludas y unas patillas rizadas y abundantes
recorriéndoles sus mofletudas caras. Grandes cuchillos de carnicero, rodelas de
hierro pintadas en verde y astas de madera rematadas en una pesada hoja,
también de un estilo rústico. Algunos sujetaban entre dos o tres grandes cerdos
rosados, con colmillos como navajas asomando por el hocico y rizadas colas. En
el centro de la primera línea, tres figuras hablaban.
-Vaya, este
pollo a la pimienta está realmente bueno-decía un tipo especialmente gordo. Iba
ataviado con un jubón púrpura sobre un peto de cuero tachonado, y un tocado
llamativo le adornaba la cabeza. Un fino estoque descansaba en su cintura,
adornado con algunas gemas verdes, como sus dedos-Deberías probarlo, Don
Malasiesta-concluyó antes de seguir mordisqueando el muslo que sujetaba entre
sus dedos.
-No, gracias,
Mayor Chascabayas-espetó, seco, el segundo. Un tipo algo más enjuto y
musculado, aunque también provisto de barriga protuberante. Su traje era más
marcial, con calzas sucias y botas remendadas, y un jubón de cuero acuchillado
y mangas gastadas, Portaba un casco con un llamativo adorno en forma de cresta
de gallo. Sus armas, un martillo de guerra especialmente grande, de talla
humana, con un pico en el anverso al estilo de los caballeros-Vaya, tardan tus
muchachos, eh, Buscacelgas?
-¿¡Eh!?-dijo
otro congénere, vestido todo de verdes y marrones, con un tocado de pieles
adornado con las grandes orejas de una liebre-¿¡Que vienen unas jamelgas!?
-Maldigo el día
en que ese poni te coceó en una oreja ¡¡Que tus muchachos tardan!!-espetó
Malasiesta.
-¡Ah, sí!
¡Tardan, tardan!-chilló Buscacelgas, mientras tironeaba de la cuerda de su
arco, distraído.
Pronto, un
grupo de Medianos vestidos como Buscacelgas llegaron corriendo, casualmente,
desde un bosquecillo cercano. Iban de frente al pequeño contingente. Aquí cabe
recordar, que todos los Medianos van descalzos, con sus peludos pies pataleando
y luchando por dar velocidad a sus orondos cuerpos.
-¡Señor! ¡Ya
están aquí!-las últimas sílabas del Mediano fueron ahogadas por un sonido de
cuerno procedente del bosque. Pronto, Buscacelgas se los llevó consigo y se
escondieron tras una loma. Chascabayas recogió una inadvertida lanza del suelo
y se sumergió en la muchedumbre. Malasiesta permaneció expectante, como todos a
su alrededor.
Del primer
bosque emergió otro, pero de lanzas y ajados trapos a modo de banderas.
Infinidad de trasgos, con sus andares simiescos, se movían como una gran criatura
con mil patas y púas. Las lanzas, sencillas cañas de bambú rematadas en una
punta de hierro, constituían el único armamento de los trasgos, salvo una especie de turbante de tela y tiras
de cuero y unos uniformes de rojo granate incrustado de roña. Encadenados por
sus encorvados amos, grandes simios, de morro largo y faz temible caminaban,
varias cabezas sobre el resto, tironeando y chillando, algunos incluso
arañándose el rostro de azul brillante. En el centro, en un gran carro de ébano
y bambúes trenzados, una gran figura, cubierta de pelo cobrizo y adornado con
trenzas y collares y con un gran turbante cuajado con piedras y metales
preciosos, gritaba órdenes. Su cara, extremadamente redonda provista de unos
mofletes exagerados y angulosos, recordaba a un primate obeso, pero en sus ojos
residían inteligencia y crueldad a partes iguales.
Se detuvieron a
unos trescientos metros de los Medianos. Sonaron trompetas de bronce y un gran
cuerno, y se intuyó un restallar de látigos. Nueve grandes simios, los babuks
antes mencionados, emergieron como fieras de la multitud de trasgos, hiriendo y
aplastando a los que se encontraron antes de llegar a campo abierto. Sus colas
se agitaban con furia primitiva y enseñaban sus colmillos durante la carrera,
mientras chillaban como brujas enloquecidas.
-¡Fuera
cerdos!-bramó Malasiesta, con la cabeza torcida hacia la muchedumbre y
señalando con un dedo hacia las criaturas.
“¡Vamos Betsy!”
y otras palabras de cuidadores sonaron entre la nerviosa masa de Medianos, amén
de palmear sobre porcinos traseros. De repente, una veintena de gordos cerdos
como ponis corrían, berreando como mil demonios, para estamparse contra los
nueve grandes simios, menos del doble de grande que los marranos.
Algunos de los
babuks saltaron, entrenados, sobre el cuello de sus víctimas, derribando a los
marranos (la mayoría tatuados con docenas de marcas, símbolo de las veces que
han pasado de manos en el mercado, pues la mayoría eran sementales). Mientras
estos chillaban al tiempo de que la sangre les brotaba de las yugulares, otros
cargaron contra los babuks. Era un auténtico espectáculo digno de los Pozos de
Truequeciudad. Los cerdos trituraban los huesos que mordían y arrancaban tiras
enteras de tendones y músculo, y los babuks, convertidos en muestras terrenales
de la furia, asestaban mordiscos, se revolcaban y arañaban sin parar, como si
tuviesen el doble de extremidades.
Tras una media hora de combate, y ante la
llamada de sus cuidadores, los cerdos volvieron corriendo. Apenas sobrevivieron
seis, de los casi veinticuatro que fueron. Siete de los babuks habían caído, y
dos perseguían a los cerdos heridos en retirada. Algunos Medianos, de lo alto de una loma,
parecían haber olvidado la contienda, pues estaban ociosos comiendo embutidos y
algo de buen queso especiado, pero pronto reaccionaron y abatieron a las dos
criaturas con un torrente de flechas.
Una vez más,
las trompetas anunciaron movimiento en el bando contrario. El contingente de
trasgos comenzó el avance, con las lanzas puestas al frente. En el centro, se
distinguía el gran estandarte del Caudillo Orango con el blasón de su lejano
reino: Un arca dorada emitiendo rayos del mismo color sobre un fondo verde.
Malasiesta
comenzó a dar órdenes mientras aferraba el martillo con ambas manos. Pronto se
rodeó de Medianos armados con astas provistas de pesados machetes en la punta,
y a estos los flanqueaba el resto: guerreros con escudos, rodelas y armas de
manos. Una vez así, permanecieron quietos.
Ya casi tenían
encima a los trasgos. Se oían sus voces chirriantes y se percibía su hediondo
aroma. Cuando apenas quedaban cincuenta metros, del bando de los Medianos se
escuchó un “¡Freídlos!”, y el centro del contingente constituido por Malasiesta
y sus alabarderos se abrió en canal, dejando pasar unos extraños artefactos.
Eran unas ollas hirviendo y chisporroteando, con un extraño olor alquímico,
montadas sobre armatostes de madera con ruedas. Debajo, un caótico nudo de
tubos, válvulas y llaves desembocaba en una boca de latón dispuesta como un
embudo al revés que apunta con su parte más fina hacia el frente, dispuesto así
para aumentar la presión del chorro. Eran dos los artefactos.
Rápidamente,
unos medianos ataviados con mandiles de cuero y rústicas herramientas empezaron
a bombear unos fuelles que se disponían en aparentemente aleatorios lugares de
la maquinaria, y conforme lo hacían, se notaba el zumbido de la presión y el
silbar de los escapes. De repente, las bocas vomitaron chorros de líquido
flamígero, que salió disparado hacia los trasgos más cercanos. Tras un segundo
escape de fuego, que dejó al chorro sin fuerza y estuvo a punto de provocar un
grave accidente, los Medianos cargaron contra la confundida masa.
Malasiesta
atravesó como un rayo el centro de la formación enemiga, desestructurada, y
junto a sus alabarderos sembró el caos entre los trasgos aún en llamas. Sus
compañeros abrían tajos en la carne de los sucios siervos del Imperio Orango, a
pesar de que alguno caía presa de más de media docena de punzadas. Los trasgos
se distraían ensañándose con sus víctimas, y esto a menudo les costaba la vida.
Malasiesta hendió el cráneo de un trasgo con su martillo, y de retorno clavó el
pico de este en el costillar de otro. Apoyó el pié en la criatura para extraer
a tiempo (con un sonido de succión y chapoteo) el martillo para bloquear un mal
lanzazo dirigido a su cara, aunque el contraataque vino de un alabardero
próximo que, viendo oportuno que el trasgo miraba en otra dirección, le clavó
el arma en la cara.
Los Medianos
con rodelas consiguieron el objetivo perseguido por Malasiesta: separar al
ejército trasgo. Debido al fuego, todos los enemigos huyeron del centro, y la
pronta arremetida de Malasiesta consiguió detener al núcleo, mientras los dos
flancos huían en sus respectivas direcciones. Como un cuchillo que filetea un
solomillo, los rodeleros se encargaron de estos flancos.
Aún con la
contienda fresca, de una de las colinas del flanco derecho emergieron
Buscacelgas y sus Guardahuertas. Cortos en estatura (como el resto, aunque los
trasgos dada su predisposición a andar jorobados les quedaban cara a cara en
tamaño) y bastante perezosos, empezaron a descargar sus proyectiles, pero al
ver que hacían efecto (como si fuera eso una sorpresa) siguieron, con el ánimo
por las nubes.
La batalla era
cruda, pero no estaba perdida. Malasiesta estaba ya a menos de veinte metros
del nervioso Caudillo Orango. Para su sorpresa, los trasgos de su alrededor
eran de mayor tamaño y fuerza, y armados con cimitarras. Sus alabarderos hacían
bien el trabajo, pero a duras penas. El avance comenzó a frenarse. Con el sudor
chorreando por su cara y las frondosas patillas negras despeluchadas por la
agitación, Malasiesta paraba golpes de dos trasgos que lo atacaban con
furibunda rabia, con la suerte de que un golpe fallido de un compañero suyo se
desviara hasta el tobillo del trasgo de su derecha. Este, al flaquear, dejó
desprotegida la cara, donde se estrelló el martillo del héroe Mediano, y de
retorno, hizo una maniobra de giro para desarmar al trasgo restante y después
romperle una rodilla. Saltó por encima de este, ya en el suelo, dándolo por
inofensivo, y embistió contra otros tantos. La batalla se estaba haciendo
tediosa y asfixiante, se le estaban cansando los brazos de hacer girar el
martillo continuamente. De vez en cuando se producía un fogonazo aislado, para
separar a los trasgos de los arqueros en el flanco derecho, por medio de uno de
los Lanzazufre que fue trasladado hasta allí.
Malasiesta
tenía ya una herida en el costado derecho, y empezaba a flaquear. Justo cuando
retrocedió un paso para evitar un golpe brutal de una cimitarra (estaba
empezando a cansarse y prefería esquivar antes que bloquear), un chorro de
Medianos entró en acción: La guardia del Ayuntamiento. Un montón de Medianos
ataviados de verde chillón y armados con espadas cortas y escudos con el blasón
de esas tierras: Un pavo negro sobre un fondo verde. En el centro, el Mayor
Chascabayas sujetaba melindrosamente su lanza, asqueado y temeroso del enemigo,
escondido tras tres o cuatro de sus guardas.
Este era su
momento, y tenía que aprovecharlo. Malasiesta se giró hacia el trono del gran
primate, pero lo encontró vacío. La consternación se hizo presa de él, pero un
tremebundo golpe que lo hizo salir volando lo sacó del ensimismamiento. El
Orango se había echado abajo, se había quitado el sombrero y en sus manos lucía
dos guanteletes de bronce, convirtiendo sus puños en dos grandes mazos de
metal.
Malasiesta se
puso aprisa en pie, y se dio cuenta de que, al perder su martillo en el aire,
había aferrado instintivamente una de las rústicas alabardas. El Orango era
paticorto y barrigudo, pero sus enormes y largos brazos lucían amenazantes,
como dos grandes columnas, estiradas hacia el cielo, para dejarlas caer con fuerza
demoledora. Malasiesta rodó para esquivar el golpe, que hundió un palmo de
tierra. Con toda la prisa del mundo, le asestó un tajo en una pierna al orango,
dirigido hacia la rodilla, pero que dio como blanco en el muslo. El primate
súper desarrollado rugió de rabia y se
dio la vuelta, pero la pierna se venció y quedó cojeando. Aún así, con un
avanzar renqueante, se abalanzó sobre el Mediano. Este rodó por el suelo para
evitar uno de los grandes golpes, y aún en el suelo le clavó la alabarda en un
costado. El caudillo enemigo volvió a proferir un grito infernal, y se arrancó
la alabarda, solo clavada por la punta. En ese momento, quedó mirando la sangre
que emanaba y pringaba su pelaje de color anaranjado, y se alarmó al ver su
pierna en mala postura y chorreando sangre. Esa raza, la de los orangos, es muy
altiva, y su furia se apaga rápido cuando descubren a alguien que es capaz de
dañarles, salvo que sean grandes guerreros, y no era el caso el de este mero
esclavista. Cuando volvió a mirar al Mediano, solo tuvo tiempo de ver la cabeza
de un martillo acerado dirigirse hacia una de sus gigantescas mejillas de color
azabache. El golpe lo tumbó boca arriba, semiinconsciente. Sus brazos se
movieron espasmódicamente cuando observó trepar sobre su corpachón a esa
pequeña criatura, cuatro veces más chica que él, erguirse sobre su pecho, con
la cara contorsionada por una mueca de furia y cubierta de la sangre de sus
guerreros trasgos. Lo último que sus oídos escucharon fue:
-¡Y aún no he
almorzado!
Luego, el martillo
descendió, clavándole el pico en la frente.
Así, el pequeño
contingente de Medianos habitantes del extremo oriental de La Marca Esmeralda
derrotó otra partida esclavista del Imperio Orango.