De noche. El salón estaba concurrido.
Rectangular y algo abombada, la estancia contenía con sus muros de madera y
tepe a un nutrido grupo de guerreros, ya fueran jóvenes o veteranos, bien
atendidos por briosas mozas de servicio. Las mesas y sus bancos estaban orientadas
en tres filas ordenadas a lo largo, en contraposición con una mesa al fondo
dispuesta a lo ancho, para los comensales importantes. En total, unos sesenta
asientos ocupados. Todos los hombres tanto del Clan Leiftak como del Jikier que
pudieron aportar las aldeas de Jhor y Kanm, vecinas. El objetivo: armar dos
barcolongos para la guerra. Eran pues norvingos, hombres del norte.
Presidiendo la mesa principal estaba Vinei
Leiftak. Ojos glaucos, barba y melena blancas, sujetadas con trenzas y
adornadas con detalles de oro y plata. Piel cuarteada. Iba ataviado, además de
las típicas ropas de lana abrigadas, con un ropón de piel de oso adornado con
una fíbula de oro. Era el jarl de la aldea, señor y custodio de sus gentes. Dio
un sorbo de su jarra de cuerno y aclaró su voz con un carraspeo.
-Es hora de contar una historia –dijo en voz
alta, para todos. Evidentemente, tardó en hacerse oír. Los norvingos pueden ser
muy escandalosos en sus banquetes. Algunos viejos mandaron a callar a los
jóvenes, así como varios que se dieron codazos para prestar atención al
veterano jefe. Cuando se hizo el silencio, se oyó el ronquido de algún mozo que
hace tiempo sucumbió al fuerte hidromiel especiado.
-Bien. Bien, –decía Vinei- porque os he
llamado a las armas, y estáis aquí. Las caras conocidas significan guerreros
comprobados. Promesas apuntan los nuevos rostros –muchos jóvenes alzaron sus
cuernos por Vinei y vociferaron. Vinei asintió,
serio- Espero que se cumplan esas promesas, y vuelvan con la próxima llamada –y
volvieron a vitorearle. Esta vez golpeó en la mesa para ordenar silencio.
Una moza acudió diligente a llenarle su
jarra de cuerno. A Vinei le gustaba empezar las historias con buenas
expectativas. Se volvió a dirigir a los convocados:
-Una buena historia no debe caer en un oído
vacío, así que…¿cuál os he de contar, mis hermanos? –preguntó. Vinei era un
buen narrador de historias, de las cuales se servía para adoctrinar a sus
espectadores en la senda del honor y el bien. No obstante, hoy le apetecía
complacer al público, así que les dejó que ellos mismos escogiesen qué historia
contar y así todos disfrutaran.
-¡La de Rufabrás el Anciano y su lucha
contra el oso Cabello de Sangre! –bramó un fornido miembro del clan Jikier.
-¡No! ¡La de cómo Rúekrin Serpiente-Azul
engañó a los Volkarr del este! –exigió un joven casi lampiño desde el fondo de
la sala.
-¡Tekvarr! ¡Tekvarr y sus penas! –gritó un
anciano calvo y con la barba resumida en una larguísima trenza.
-¡Sí! ¡La de Tekvarr! ¡Eso enseñará a los
jóvenes! –comenzaron a gritar otros veteranos por la sala. Las caras de los más
mozos se volvieron mohínas: los que no conocían la leyenda auguraban un sermón.
-La de Tekvarr me parece una excelente
lección –argumentó, complacido, el anciano Vinei. Los veteranos gruñeron
conformes. Los jóvenes que emitieron alguna queja fueron rápidamente
silenciados bajo la fría mirada del anfitrión- Es la de Tekvarr el Señor de los
Desgraciados una historia triste, que nos ha de recordar que existe fuerza más
allá del brazo que sostiene el hacha en la batalla o la ola que vuelca nuestro
barco. También es una historia sobre el sacrificio, el honor y la injusticia,
pese a que no estén estos tres en perfecta comunión. Pues bien…
Muchos son los
valores que han de ser reunidos para engendrar un héroe, y pocos son los
hombres escogidos para recibirlos. Esta es la historia de Tekvarr el Señor de
los Desgraciados, y de cuál fue el precio impuesto para convertirse en leyenda.
Ocurrió hace ya
demasiadas estaciones, cuando nosotros, los hombres libres al Oeste de la
Morada del Diablo (esa funesta montaña hueca donde yace encerrado Zog, el padre
de todos los trols) podíamos cazar a los peces leviatán en nuestras costas sin
tener que viajar días al norte. Cuentan que por aquel entonces nuestros dioses
aún moraban con nosotros, compartiendo el hogar, probando nuestro hidromiel y
enseñándonos el secreto del poderoso acero. Así pues, sus designios eran
respetados.
Nuestro padre
era el gran Borwalf, creador de la tierra, el mar y el cielo; con nosotros
vivía antes de sumergirse en las entrañas de la roca a la espera del Juicio de
Sangre. Pero era su hijo, Rhutgar, quien nos dirigía en la batalla. Así pues,
muchos eran los guerreros viejos o jóvenes que pretendían agradar al poderoso:
eran tiempos de guerra. Rhutgar escogería a los más fieros hombres de los
campos de combate, siempre aquellos que sobrevivieran a las más cruentas
batallas de forma honorable sin caer en vilezas ni perjurios. Rhutgar dirigiría
a los elegidos hasta el Salón Cavernario, donde serían sumidos en un sueño a la
espera del despertar de Borwalf, y así hacer frente a las diabólicas huestes
que Zog lanzaría contra nosotros. Así lo contaban los antiguos oráculos.
Y era Tekvarr
uno de estos formidables guerreros. Su hacha Glaciar-de-Montaña, forjada en las
lejanas fraguas de los Nobles Osos, había dado muerte a cientos y nunca luchó
contra alguien desarmado ni temeroso. Así fue como Tekvarr, que tantas ganas
tenía de demostrar al fin que merecía un lecho en el Salón Cavernario, pidió a
todos los dioses un enemigo digno. Rogó primero a Rhutgard, pero este atendía
la guerra civil entre los bárbaros Volkarr. Rogó luego a Fhir, la diosa de los
vientos, pero esta y sus pájaros del trueno estaban ocupados escudriñando desde
la bóveda celeste, rondando siempre la Morada del Diablo. Acudió también a
Funfhar, señor de las bestias y la fronda, pero este estaba ocupado labrando en
los bosques. No obstante, y para su desgracia, una de sus plegarías se perdió
en los susurros de la noche. Izbel, el taimado y fugitivo hermano de Zog, lo
había oído.
Izbel se
escabullía en la noche de los tiempos, hurgaba en la desidia de los ignorantes,
asaltaba las alcobas para musitar terribles designios a los hombres; vivía en
las entrañas de los pesares y moraba en la confusión terrenal. Ni siquiera Fhir
podía verle, pues era tal su poder de persuasión y tamañas sus trampas, que a
los mismos dioses engañaba.
-¡Que Rhutgar alimente la fragua con sus
huesos! –gruñó un viejo de arrebolados mofletes.
-¡Sí! ¡O que vuelva! ¡Abrigaremos nuestras
espadas con el pellejo de sus tripas! –bramó un joven alto y robusto,
ovacionado por los amigos sentados junto a él.
-¡Silencio! –bramó el jarl- ¡Aquel que ose
tentar al infortunio a caer sobre mi tierra, será sustento de alimañas! ¡Oíd,
callad y bebed!
Así pues, se
presentó ante el joven Tekvarr, disfrazado como un jabalí, símbolo del agreste
Funfhar. Tekvarr, que además de joven estaba cegado por sus ansias de grandeza,
no se percató del engaño, y así habló:
-¡Oh, señor del
bosque y padre de las fieras, único en velar por mi gloria! ¿Serás tú quién me
proporcione a un enemigo digno, lejos de los taimados Volkarr, que ya probados
tengo? ¿Qué no sea un trol, a los que Fhir prohíbe tentar a salir de sus
grutas? –imploró Tekvarr, que pisó el plano de su hacha y se postró ante la
aparición.
-Yo habré de
proporcionarte un gran oponente, una descomunal bestia –bisbiseó a su oído el
taimado Izbel- mas algo yo habré de percibir en ganancia.
-Tu siervo seré
–se apresuró a decir Tekvarr, con la mirada iluminada y el corazón acelerado-
hasta yacer en mi lecho del Salón Cavernario.
-A la bestia
vencerás, pues mía es y yo así lo dispongo. A cambio, como dices, te tomaré
como siervo; ese será el trato.
Tekvarr,
incapaz de ver la mentira en los ojos del vil Izbel, aceptó, pues creyó en
realidad haber tratado con el buen Funfhar, dios de la tierra fértil. De esta
manera el ruin Izbel comenzó a tramar su treta, pues era un ser infernal. El
trato se había pronunciado de clara forma pero con sombrías intenciones:
Tekvarr vencería a una cruenta bestia, y sería luego el siervo de aquel que
ello consintiera.
Encargó Izbel
un bebedizo a las brujas de las ciénagas. El licor compuso a base del orgullo
de una montaña, la codicia de un enano y la voracidad de un huargo. Luego Izbel
cambió de forma y fue en busca de Rhutgar. Ese día hubo una encarnizada batalla
entre los dos bandos Volkarr, y el dios reposaba en su tienda tras un banquete
con los elegidos para acudir al sueño junto a Borwalf. El mejor hidromiel y los
más jugosos manjares habían sido pitanza. Se postró Izbel, oculto en la falsa
piel, ante Rhutgar. Le ofreció una jarra de cuerno, continente del bebedizo.
Rhutgar bebió, complacido, pues estaba contento de haber elegido a buenos
hombres.
-Grande eres,
Rhutgar, hijo de Borwulf. De tu yunque nace el rayo y en tu forja brota el
trueno –comenzó Izbel, con alabanzas superiores.
-Cierto es
–dijo Rhutgar. Su visión se nublaba; orgulloso, codicioso y hambriento.
-Tu creas el
temporal, tu agitas los mares, tu hiendes los yelmos y rompes los escudos
–continuó Izbel.
-Cierto es
–apostilló Rhutgar.
-Acaso tú,
señor de la Fragua Celeste, no podrías crear una criatura más poderosa que el
oso, más fiera que el jabalí y más voraz que el lobo? –pronunció Izbel,
tentando al dios.
-¡Puedo! –bramó
Rhutgar. Se levantó, tembló el suelo y las nubes en la noche oscura arroparon a
la Luna - ¡Y te lo demostraré! –los guerreros Volkarr quedaron expectantes y se
levantaron de sus asientos y lechos también -¡Y no necesitaré más de lo que
aquí ves! –dijo, ciego de orgullo, señalando las herramientas de guerra y
menaje militar que le rodeaban. Izbel, impaciente, le dejó hacer.
Rhutgar dio
órdenes que fueron atendidas por los Volkarr. Hizo que le trajeran las veinte
lanzas más recias y todos los cinturones del cuero más firme: así construyó un
esqueleto y los cartílagos que lo mantendría unido; el lomo era poderoso como
el de un buey y los brazos largos y robustos como el mástil de un barcolongo.
Hizo que le trajeran las cotas de malla de todos los presentes y con estas
cubrió la osamenta guerrera: así conformó los músculos y la piel, de acero sin
par; con los arneses de guerra inherentes de los corceles en propiedad de los
escogidos ató las cotas, conformando así poderosos tendones. Pidió los umbos de
los más sólidos escudos, y con dos de ellos hizo las dos pezuñas sobre las que
la criatura se mantendría. Hizo acopio de las espadas que a la vista había, las
cuales trenzó, dobló y percutió hasta convertir en fuertes manos de afiladas
garras: así hizo las manos de la criatura.
Coronó la mole
con el cráneo de un carnero, limpio, que quedó del estofado principal de la
cena; por verlo de poco adorno, añadió también el cráneo de un viejo chivo que
halló en las brasas. La criatura, inerte y bicéfala, estaba compuesta casi en
su totalidad. Era corpulenta como dos hombres y tan alta como un jinete sobre
su montura. Los hombres la contemplaban temeroso, Rhutgar la observaba
orgulloso e Izbel, complacido. Rhutgar tomó un tonel de hidromiel, lleno, y lo
fue vaciando alternativamente por las dos bocas, hasta que lo vació entero.
Así, otorgó a la criatura de sangre y valor, con lo que cobró vida. Las cuatro
negras cuencas oculares brillaron con el dorado resplandor del poder divino,
parpadeando intermitentemente con la negrura del mal propósito.
-¡Vive,
criatura, pues yo que soy tu padre, te lo ordeno! –vociferó Rhutgar. Un rayo
cruzó el firmamento y un trueno vibró sobre sus cabezas, pues había nacido la
bestia Brundrel. Los hombres, sobrecogidos, se tiraron al suelo y rindieron
alabanzas al poderoso dios, ebrio de orgullo y aún bajo los efectos de la
pócima. Este se dirigió, regio y solemne, hacia el vil Izbel:
-Toma y
muéstralo, hombre Volkarr, pues todos han de saber que Rhutgar es tan poderoso
como el padre Borwulf y que todo lo puede.
Izbel,
contento, se llevó a la criatura Brundrel al encuentro de Tekvarr. Cuentan que
cuando Rhutgar recobró su natural estado se arrepintió de lo sucedido, puesto
que no era su deber crear la vida, ni tampoco hizo bien al compararse con su
padre. Además la contienda de los Volkarr lo mantenía afanado, por lo que no
quiso atender otros problemas.
Izbel supo
esconder a la criatura de los atentos ojos de Fhir y sus pájaros del trueno.
Viajaron solo de noche, por sendas oscuras, al amparo de la luna muerta; Izbel
introdujo negros deseos y hambre viral en el monstruo. Así, durante un
neblinoso crepúsculo invernal, Izbel desató a la fiera en la aldea del joven
Tekvarr. El endiablado tahúr de almas rió y se deleitó, pues la criatura
Brundel campó a sus anchas matando y devorando.
La temible
criatura irrumpió en la primera casa, de golpe. Derribó la puerta y arrancó los
goznes. Sus dos bocas bramaban al unísono, haciendo chasquear sus marfileños
molares. Llegó a la alcoba, donde destripó y devoró al matrimonio ante la
atónita mirada de sus hijos, que corrieron la misma suerte. Dio un potente
salto y atravesó el techo con las cornamentas, para caer fuera.
Todos acudían
por el escándalo, y Brundel fue a los establos, donde hizo trizas a los
caballos y estrujó a los mozos de cuadras bajo sus pezuñas de metal. A un soplo
de su aliento se apagaban todos los fuegos y la negra noche palidecía ante el
vil pozo de su mirada, superado por la pútrida oscuridad de sus propósitos: era
imparable.
Pronto se unieron hombres para frenarla. Las lanzas rebotaban en su piel, las hachas eran
inútiles en su cráneo y las espadas se doblaban ante su presencia. Por el
contrario, sus garrafales zarpas crujían el hueso, doblegaban al escudo y
torturaban a los valientes. Brundrel devoraba con una quijada mientras la otra
bramaba estertores del inframundo. Izbel comenzaba a arrepentirse del trato,
pero hasta los seres sobrenaturales obedecen algunas (aunque caprichosas) normas.
No tardó hasta que apareció Tekvarr.
-¡El héroe! ¡Tekvarr derrotará a la bestia!
–bramó un joven exaltado, impaciente.
-¡Si vence será por el arma, el acero
forjado con magia! –corroboró un guerrero barbudo y melenudo que enarboló un
pesado hacha.
-¡No, el arma da igual! ¡Son el alma del
guerrero y su entereza ante el peligro las que determinan la victoria! –le imprecó
un veterano lleno de cicatrices desde la mesa adyacente.
-Sabios os creéis en todas vuestras
afirmaciones. Que alguno suba aquí, me levante de mi asiento y narre él la
leyenda, si es lo que buscáis –dijo, sereno y rotundo, Vinei, escudriñando en
el corazón de los presentes con sus gélidos ojos. Todas las voces callaron- tal
y como pensaba. Pues bien…
Resoluto e
indomable ante los temores mundanos, el joven Tekvarr corrió a hacer frente a
la criatura. Empuñó a Glaciar-de-Montaña y plantó cara al enemigo. La bestia se
giró, curiosa, por ver al recién llegado. Cuando observó al joven amenazador,
el cráneo de carnero escupió cáscaras de hueso, para luego unirse al de chivo
en una grotesca risa rechinante. Le dio la espalda al muchacho y siguió
haciendo desmanes: ahora pasaba literalmente por encima de un hombre que
luchaba por mantener las tripas en su sitio tras recibir un brutal zarpazo.
Tekvarr, ciego
de ira, no lo pudo creer. La vil monstruosidad le ignoraba. No podía permitirse
perder una situación como esta atacando por la retaguarda a la criatura, sin
que esta presentara batalla. Debía henchir de honor sus actos y derrotarla
justamente. Pero era en vano. El monstruo cambiaba de dirección cada vez que el
joven le cortaba el paso, dejando tras de sí la más abominable destrucción.
Hombres,
mujeres y niños clamaban auxilio, y la mente de Tekvarr se nublaba. Sólo su
hacha, forjada allende los mares y obsequio del destino, podría detener al
terrible diablo. Sólo precisaría un golpe, tal vez dos, en la cerviz.
Igualmente podría partirle el cráneo, pero el monstruo practicaba un salto
increíble o le daba un soberano empujón para quitarlo de en medio cada vez que
Tekvarr lo tenía de frente. Sólo obtenía de la criatura su insidiosa, macabra y
avernal risa, un carcajeo enloquecedor que crecía con cada intento. La noche se
consumía, bañada en sangre y desesperanza.
No pudo más, no
quiso permitir más desastre y finalmente actuó. De un fulminante golpe, el
acero del norte penetró en la columna del monstruo. Se desjarretaron los
arneses, la cota se hizo trizas y los nudos de los cinturones se deshicieron.
La criatura Brundrel, perturbada y enloquecida, comenzó a zozobrar y agitarse
con agresivos espasmos. Arrojaba trozos de metal, cuero y madera en un
frenético baile autodestructivo, en el que los cráneos cantaban al unísono un
lamento ensordecedor, que provocó a todos los presentes liberar las manos para
taparse los oídos. El alba despuntaba en el horizonte tras la infernal noche.
Pronto el
monstruo no fue más que un montón de herrumbre, leños y polvo de hueso. La
gente corría de un lado a otro: quien no pretendía prender una luz procuraba
apagar un fuego, los había que se lamentaban por los muertos y quienes
recomponían a los heridos. Tekvarr estaba de pie, erguido y lúgubre. Había
matado a su enemigo por la espalda. No sabía qué sería de él ahora. Tal vez
esto quedase como un combate entre tantos y el dios Funfhar decidiera
ignorarle. O, por otro lado, podría cumplir el trato, cosa que él esperaba.
De repente, una
voz negra se filtró en su mente sobresaltándolo. Miró en derredor y a nadie
vio, tras lo cual la voz dijo:
-Bien, Tekvarr.
Tú has tenido a tu monstruo, y yo ahora quiero al mío.
Tekvarr cayó de
rodillas, soltó a Glaciar-de-Montaña y sintió como hervían sus tripas. Sus
huesos se deformaban, la visión se le inyectó en sangre y los primeros rayos de
sol le quemaban en el desfigurado rostro. Se retorció entre estertores de vil
magia, cojeó y se puso en pié. La gente volvió a gritar aterrorizada. Ahora
Tekvarr era un monstruo, una corpulenta y terrible criatura, con los brazos tan
largos que sus garras rozaban el suelo y la mandíbula desencajada por unos
colmillos desmesurados. Quiso llorar, bramar e implorar, pero de su garganta
solo brotó un vil rugido. Ya se acercaba el día.
-Huye, busca la
sombra, pues si sobre ti cae el día, Fhir y los suyos harán presa en tu carne,
mi carne, para torturarte –habló la voz de su cabeza.
Tekvarr, o de
lo que él quedaba, huyó al bosque, en dirección contraria al amanecer, para
perderse en las tinieblas del crepúsculo, condenado a ser una terrible criatura
hasta que terminase el capricho de un sobrenatural señor de los engaños.
-¿Qué fue del arma? –preguntó
instantáneamente un lampiño que había estado embelesado hasta ese momento.
Vinei le reprochó con una severa mirada casi paternal, pero tuvo a bien
decirle:
-Cuentan que Funfhar la enterró bajo un gran
fresno blanco, pues reclamaba como suya el arma que enarboló en su día aquel
joven en su nombre –explicó, complacido. Antes de suscitar más preguntas,
continuó- Y así, por culpa del ciego deseo de gloria, Tekvarr se condenó a sí
mismo. Porque son la codicia, el orgullo y la voracidad en los actos tres
peligrosos adalides de las enfermedades que nublan la mente honorable, y donde
prosperan estas dolencias existe el reclamo del infortunio. El maldito Izbel
solo acude ante la mella de la resoluta voluntad, pues en todo engaño hay deseo
del engañado.
-¿Y así se perdió Tekvarr? –preguntó una voz
anónima, que no le dio tiempo a identificar.
-No. Tekvar, Señor de los Desgraciados, va
un paso atrás de su oscuro señor Izbel y un paso delante de la gran Fhir. En el
albor tras la ruina recoge a los desdichados presos de la pena. Y a estos,
mientras se lamentan por sus actos, los encierra en galerías subterráneas,
donde sirven de alimento a los hijos de Zog.
Nadie quiso hablar. Vinei observaba a todos
desde su posición privilegiada, orgulloso de su discurso, a la vez que
apesadumbrado por el mismo. Pensó que era buena idea espitar unos cuantos
barriles más de hidromiel.