lunes, 27 de mayo de 2013

Tekvarr, Señor de los Desgraciados

De noche. El salón estaba concurrido. Rectangular y algo abombada, la estancia contenía con sus muros de madera y tepe a un nutrido grupo de guerreros, ya fueran jóvenes o veteranos, bien atendidos por briosas mozas de servicio. Las mesas y sus bancos estaban orientadas en tres filas ordenadas a lo largo, en contraposición con una mesa al fondo dispuesta a lo ancho, para los comensales importantes. En total, unos sesenta asientos ocupados. Todos los hombres tanto del Clan Leiftak como del Jikier que pudieron aportar las aldeas de Jhor y Kanm, vecinas. El objetivo: armar dos barcolongos para la guerra. Eran pues norvingos, hombres del norte.

Presidiendo la mesa principal estaba Vinei Leiftak. Ojos glaucos, barba y melena blancas, sujetadas con trenzas y adornadas con detalles de oro y plata. Piel cuarteada. Iba ataviado, además de las típicas ropas de lana abrigadas, con un ropón de piel de oso adornado con una fíbula de oro. Era el jarl de la aldea, señor y custodio de sus gentes. Dio un sorbo de su jarra de cuerno y aclaró su voz con un carraspeo.

-Es hora de contar una historia –dijo en voz alta, para todos. Evidentemente, tardó en hacerse oír. Los norvingos pueden ser muy escandalosos en sus banquetes. Algunos viejos mandaron a callar a los jóvenes, así como varios que se dieron codazos para prestar atención al veterano jefe. Cuando se hizo el silencio, se oyó el ronquido de algún mozo que hace tiempo sucumbió al fuerte hidromiel especiado.

-Bien. Bien, –decía Vinei- porque os he llamado a las armas, y estáis aquí. Las caras conocidas significan guerreros comprobados. Promesas apuntan los nuevos rostros –muchos jóvenes alzaron sus cuernos por Vinei  y vociferaron. Vinei asintió, serio- Espero que se cumplan esas promesas, y vuelvan con la próxima llamada –y volvieron a vitorearle. Esta vez golpeó en la mesa para ordenar silencio.

Una moza acudió diligente a llenarle su jarra de cuerno. A Vinei le gustaba empezar las historias con buenas expectativas. Se volvió a dirigir a los convocados:

-Una buena historia no debe caer en un oído vacío, así que…¿cuál os he de contar, mis hermanos? –preguntó. Vinei era un buen narrador de historias, de las cuales se servía para adoctrinar a sus espectadores en la senda del honor y el bien. No obstante, hoy le apetecía complacer al público, así que les dejó que ellos mismos escogiesen qué historia contar y así todos disfrutaran.

-¡La de Rufabrás el Anciano y su lucha contra el oso Cabello de Sangre! –bramó un fornido miembro del clan Jikier.

-¡No! ¡La de cómo Rúekrin Serpiente-Azul engañó a los Volkarr del este! –exigió un joven casi lampiño desde el fondo de la sala.

-¡Tekvarr! ¡Tekvarr y sus penas! –gritó un anciano calvo y con la barba resumida en una larguísima trenza.

-¡Sí! ¡La de Tekvarr! ¡Eso enseñará a los jóvenes! –comenzaron a gritar otros veteranos por la sala. Las caras de los más mozos se volvieron mohínas: los que no conocían la leyenda auguraban un sermón.

-La de Tekvarr me parece una excelente lección –argumentó, complacido, el anciano Vinei. Los veteranos gruñeron conformes. Los jóvenes que emitieron alguna queja fueron rápidamente silenciados bajo la fría mirada del anfitrión- Es la de Tekvarr el Señor de los Desgraciados una historia triste, que nos ha de recordar que existe fuerza más allá del brazo que sostiene el hacha en la batalla o la ola que vuelca nuestro barco. También es una historia sobre el sacrificio, el honor y la injusticia, pese a que no estén estos tres en perfecta comunión. Pues bien…

Muchos son los valores que han de ser reunidos para engendrar un héroe, y pocos son los hombres escogidos para recibirlos. Esta es la historia de Tekvarr el Señor de los Desgraciados, y de cuál fue el precio impuesto para convertirse en leyenda.

Ocurrió hace ya demasiadas estaciones, cuando nosotros, los hombres libres al Oeste de la Morada del Diablo (esa funesta montaña hueca donde yace encerrado Zog, el padre de todos los trols) podíamos cazar a los peces leviatán en nuestras costas sin tener que viajar días al norte. Cuentan que por aquel entonces nuestros dioses aún moraban con nosotros, compartiendo el hogar, probando nuestro hidromiel y enseñándonos el secreto del poderoso acero. Así pues, sus designios eran respetados.

Nuestro padre era el gran Borwalf, creador de la tierra, el mar y el cielo; con nosotros vivía antes de sumergirse en las entrañas de la roca a la espera del Juicio de Sangre. Pero era su hijo, Rhutgar, quien nos dirigía en la batalla. Así pues, muchos eran los guerreros viejos o jóvenes que pretendían agradar al poderoso: eran tiempos de guerra. Rhutgar escogería a los más fieros hombres de los campos de combate, siempre aquellos que sobrevivieran a las más cruentas batallas de forma honorable sin caer en vilezas ni perjurios. Rhutgar dirigiría a los elegidos hasta el Salón Cavernario, donde serían sumidos en un sueño a la espera del despertar de Borwalf, y así hacer frente a las diabólicas huestes que Zog lanzaría contra nosotros. Así lo contaban los antiguos oráculos.

Y era Tekvarr uno de estos formidables guerreros. Su hacha Glaciar-de-Montaña, forjada en las lejanas fraguas de los Nobles Osos, había dado muerte a cientos y nunca luchó contra alguien desarmado ni temeroso. Así fue como Tekvarr, que tantas ganas tenía de demostrar al fin que merecía un lecho en el Salón Cavernario, pidió a todos los dioses un enemigo digno. Rogó primero a Rhutgard, pero este atendía la guerra civil entre los bárbaros Volkarr. Rogó luego a Fhir, la diosa de los vientos, pero esta y sus pájaros del trueno estaban ocupados escudriñando desde la bóveda celeste, rondando siempre la Morada del Diablo. Acudió también a Funfhar, señor de las bestias y la fronda, pero este estaba ocupado labrando en los bosques. No obstante, y para su desgracia, una de sus plegarías se perdió en los susurros de la noche. Izbel, el taimado y fugitivo hermano de Zog, lo había oído.

Izbel se escabullía en la noche de los tiempos, hurgaba en la desidia de los ignorantes, asaltaba las alcobas para musitar terribles designios a los hombres; vivía en las entrañas de los pesares y moraba en la confusión terrenal. Ni siquiera Fhir podía verle, pues era tal su poder de persuasión y tamañas sus trampas, que a los mismos dioses engañaba.

-¡Que Rhutgar alimente la fragua con sus huesos! –gruñó un viejo de arrebolados mofletes.

-¡Sí! ¡O que vuelva! ¡Abrigaremos nuestras espadas con el pellejo de sus tripas! –bramó un joven alto y robusto, ovacionado por los amigos sentados junto a él.

-¡Silencio! –bramó el jarl- ¡Aquel que ose tentar al infortunio a caer sobre mi tierra, será sustento de alimañas! ¡Oíd, callad y bebed!

Así pues, se presentó ante el joven Tekvarr, disfrazado como un jabalí, símbolo del agreste Funfhar. Tekvarr, que además de joven estaba cegado por sus ansias de grandeza, no se percató del engaño, y así habló:

-¡Oh, señor del bosque y padre de las fieras, único en velar por mi gloria! ¿Serás tú quién me proporcione a un enemigo digno, lejos de los taimados Volkarr, que ya probados tengo? ¿Qué no sea un trol, a los que Fhir prohíbe tentar a salir de sus grutas? –imploró Tekvarr, que pisó el plano de su hacha y se postró ante la aparición.

-Yo habré de proporcionarte un gran oponente, una descomunal bestia –bisbiseó a su oído el taimado Izbel- mas algo yo habré de percibir en ganancia.

-Tu siervo seré –se apresuró a decir Tekvarr, con la mirada iluminada y el corazón acelerado- hasta yacer en mi lecho del Salón Cavernario.

-A la bestia vencerás, pues mía es y yo así lo dispongo. A cambio, como dices, te tomaré como siervo; ese será el trato.

Tekvarr, incapaz de ver la mentira en los ojos del vil Izbel, aceptó, pues creyó en realidad haber tratado con el buen Funfhar, dios de la tierra fértil. De esta manera el ruin Izbel comenzó a tramar su treta, pues era un ser infernal. El trato se había pronunciado de clara forma pero con sombrías intenciones: Tekvarr vencería a una cruenta bestia, y sería luego el siervo de aquel que ello consintiera.

Encargó Izbel un bebedizo a las brujas de las ciénagas. El licor compuso a base del orgullo de una montaña, la codicia de un enano y la voracidad de un huargo. Luego Izbel cambió de forma y fue en busca de Rhutgar. Ese día hubo una encarnizada batalla entre los dos bandos Volkarr, y el dios reposaba en su tienda tras un banquete con los elegidos para acudir al sueño junto a Borwalf. El mejor hidromiel y los más jugosos manjares habían sido pitanza. Se postró Izbel, oculto en la falsa piel, ante Rhutgar. Le ofreció una jarra de cuerno, continente del bebedizo. Rhutgar bebió, complacido, pues estaba contento de haber elegido a buenos hombres.

-Grande eres, Rhutgar, hijo de Borwulf. De tu yunque nace el rayo y en tu forja brota el trueno –comenzó Izbel, con alabanzas superiores.

-Cierto es –dijo Rhutgar. Su visión se nublaba; orgulloso, codicioso y hambriento.

-Tu creas el temporal, tu agitas los mares, tu hiendes los yelmos y rompes los escudos –continuó Izbel.

-Cierto es –apostilló Rhutgar.

-Acaso tú, señor de la Fragua Celeste, no podrías crear una criatura más poderosa que el oso, más fiera que el jabalí y más voraz que el lobo? –pronunció Izbel, tentando al dios.

-¡Puedo! –bramó Rhutgar. Se levantó, tembló el suelo y las nubes en la noche oscura arroparon a la Luna - ¡Y te lo demostraré! –los guerreros Volkarr quedaron expectantes y se levantaron de sus asientos y lechos también -¡Y no necesitaré más de lo que aquí ves! –dijo, ciego de orgullo, señalando las herramientas de guerra y menaje militar que le rodeaban. Izbel, impaciente, le dejó hacer.

Rhutgar dio órdenes que fueron atendidas por los Volkarr. Hizo que le trajeran las veinte lanzas más recias y todos los cinturones del cuero más firme: así construyó un esqueleto y los cartílagos que lo mantendría unido; el lomo era poderoso como el de un buey y los brazos largos y robustos como el mástil de un barcolongo. Hizo que le trajeran las cotas de malla de todos los presentes y con estas cubrió la osamenta guerrera: así conformó los músculos y la piel, de acero sin par; con los arneses de guerra inherentes de los corceles en propiedad de los escogidos ató las cotas, conformando así poderosos tendones. Pidió los umbos de los más sólidos escudos, y con dos de ellos hizo las dos pezuñas sobre las que la criatura se mantendría. Hizo acopio de las espadas que a la vista había, las cuales trenzó, dobló y percutió hasta convertir en fuertes manos de afiladas garras: así hizo las manos de la criatura.

Coronó la mole con el cráneo de un carnero, limpio, que quedó del estofado principal de la cena; por verlo de poco adorno, añadió también el cráneo de un viejo chivo que halló en las brasas. La criatura, inerte y bicéfala, estaba compuesta casi en su totalidad. Era corpulenta como dos hombres y tan alta como un jinete sobre su montura. Los hombres la contemplaban temeroso, Rhutgar la observaba orgulloso e Izbel, complacido. Rhutgar tomó un tonel de hidromiel, lleno, y lo fue vaciando alternativamente por las dos bocas, hasta que lo vació entero. Así, otorgó a la criatura de sangre y valor, con lo que cobró vida. Las cuatro negras cuencas oculares brillaron con el dorado resplandor del poder divino, parpadeando intermitentemente con la negrura del mal propósito.

-¡Vive, criatura, pues yo que soy tu padre, te lo ordeno! –vociferó Rhutgar. Un rayo cruzó el firmamento y un trueno vibró sobre sus cabezas, pues había nacido la bestia Brundrel. Los hombres, sobrecogidos, se tiraron al suelo y rindieron alabanzas al poderoso dios, ebrio de orgullo y aún bajo los efectos de la pócima. Este se dirigió, regio y solemne, hacia el vil Izbel:

-Toma y muéstralo, hombre Volkarr, pues todos han de saber que Rhutgar es tan poderoso como el padre Borwulf y que todo lo puede.

Izbel, contento, se llevó a la criatura Brundrel al encuentro de Tekvarr. Cuentan que cuando Rhutgar recobró su natural estado se arrepintió de lo sucedido, puesto que no era su deber crear la vida, ni tampoco hizo bien al compararse con su padre. Además la contienda de los Volkarr lo mantenía afanado, por lo que no quiso atender otros problemas.

Izbel supo esconder a la criatura de los atentos ojos de Fhir y sus pájaros del trueno. Viajaron solo de noche, por sendas oscuras, al amparo de la luna muerta; Izbel introdujo negros deseos y hambre viral en el monstruo. Así, durante un neblinoso crepúsculo invernal, Izbel desató a la fiera en la aldea del joven Tekvarr. El endiablado tahúr de almas rió y se deleitó, pues la criatura Brundel campó a sus anchas matando y devorando.

La temible criatura irrumpió en la primera casa, de golpe. Derribó la puerta y arrancó los goznes. Sus dos bocas bramaban al unísono, haciendo chasquear sus marfileños molares. Llegó a la alcoba, donde destripó y devoró al matrimonio ante la atónita mirada de sus hijos, que corrieron la misma suerte. Dio un potente salto y atravesó el techo con las cornamentas, para caer fuera.

Todos acudían por el escándalo, y Brundel fue a los establos, donde hizo trizas a los caballos y estrujó a los mozos de cuadras bajo sus pezuñas de metal. A un soplo de su aliento se apagaban todos los fuegos y la negra noche palidecía ante el vil pozo de su mirada, superado por la pútrida oscuridad de sus propósitos: era imparable.

Pronto se unieron hombres para frenarla. Las lanzas rebotaban en su piel, las hachas eran inútiles en su cráneo y las espadas se doblaban ante su presencia. Por el contrario, sus garrafales zarpas crujían el hueso, doblegaban al escudo y torturaban a los valientes. Brundrel devoraba con una quijada mientras la otra bramaba estertores del inframundo. Izbel comenzaba a arrepentirse del trato, pero hasta los seres sobrenaturales obedecen algunas (aunque caprichosas) normas. No tardó hasta que apareció Tekvarr.

-¡El héroe! ¡Tekvarr derrotará a la bestia! –bramó un joven exaltado, impaciente.

-¡Si vence será por el arma, el acero forjado con magia! –corroboró un guerrero barbudo y melenudo que enarboló un pesado hacha.

-¡No, el arma da igual! ¡Son el alma del guerrero y su entereza ante el peligro las que determinan la victoria! –le imprecó un veterano lleno de cicatrices desde la mesa adyacente.

-Sabios os creéis en todas vuestras afirmaciones. Que alguno suba aquí, me levante de mi asiento y narre él la leyenda, si es lo que buscáis –dijo, sereno y rotundo, Vinei, escudriñando en el corazón de los presentes con sus gélidos ojos. Todas las voces callaron- tal y como pensaba. Pues bien…

Resoluto e indomable ante los temores mundanos, el joven Tekvarr corrió a hacer frente a la criatura. Empuñó a Glaciar-de-Montaña y plantó cara al enemigo. La bestia se giró, curiosa, por ver al recién llegado. Cuando observó al joven amenazador, el cráneo de carnero escupió cáscaras de hueso, para luego unirse al de chivo en una grotesca risa rechinante. Le dio la espalda al muchacho y siguió haciendo desmanes: ahora pasaba literalmente por encima de un hombre que luchaba por mantener las tripas en su sitio tras recibir un brutal zarpazo.

Tekvarr, ciego de ira, no lo pudo creer. La vil monstruosidad le ignoraba. No podía permitirse perder una situación como esta atacando por la retaguarda a la criatura, sin que esta presentara batalla. Debía henchir de honor sus actos y derrotarla justamente. Pero era en vano. El monstruo cambiaba de dirección cada vez que el joven le cortaba el paso, dejando tras de sí la más abominable destrucción.

Hombres, mujeres y niños clamaban auxilio, y la mente de Tekvarr se nublaba. Sólo su hacha, forjada allende los mares y obsequio del destino, podría detener al terrible diablo. Sólo precisaría un golpe, tal vez dos, en la cerviz. Igualmente podría partirle el cráneo, pero el monstruo practicaba un salto increíble o le daba un soberano empujón para quitarlo de en medio cada vez que Tekvarr lo tenía de frente. Sólo obtenía de la criatura su insidiosa, macabra y avernal risa, un carcajeo enloquecedor que crecía con cada intento. La noche se consumía, bañada en sangre y desesperanza.

No pudo más, no quiso permitir más desastre y finalmente actuó. De un fulminante golpe, el acero del norte penetró en la columna del monstruo. Se desjarretaron los arneses, la cota se hizo trizas y los nudos de los cinturones se deshicieron. La criatura Brundrel, perturbada y enloquecida, comenzó a zozobrar y agitarse con agresivos espasmos. Arrojaba trozos de metal, cuero y madera en un frenético baile autodestructivo, en el que los cráneos cantaban al unísono un lamento ensordecedor, que provocó a todos los presentes liberar las manos para taparse los oídos. El alba despuntaba en el horizonte tras la infernal noche.

Pronto el monstruo no fue más que un montón de herrumbre, leños y polvo de hueso. La gente corría de un lado a otro: quien no pretendía prender una luz procuraba apagar un fuego, los había que se lamentaban por los muertos y quienes recomponían a los heridos. Tekvarr estaba de pie, erguido y lúgubre. Había matado a su enemigo por la espalda. No sabía qué sería de él ahora. Tal vez esto quedase como un combate entre tantos y el dios Funfhar decidiera ignorarle. O, por otro lado, podría cumplir el trato, cosa que él esperaba.

De repente, una voz negra se filtró en su mente sobresaltándolo. Miró en derredor y a nadie vio, tras lo cual la voz dijo:

-Bien, Tekvarr. Tú has tenido a tu monstruo, y yo ahora quiero al mío.

Tekvarr cayó de rodillas, soltó a Glaciar-de-Montaña y sintió como hervían sus tripas. Sus huesos se deformaban, la visión se le inyectó en sangre y los primeros rayos de sol le quemaban en el desfigurado rostro. Se retorció entre estertores de vil magia, cojeó y se puso en pié. La gente volvió a gritar aterrorizada. Ahora Tekvarr era un monstruo, una corpulenta y terrible criatura, con los brazos tan largos que sus garras rozaban el suelo y la mandíbula desencajada por unos colmillos desmesurados. Quiso llorar, bramar e implorar, pero de su garganta solo brotó un vil rugido. Ya se acercaba el día.

-Huye, busca la sombra, pues si sobre ti cae el día, Fhir y los suyos harán presa en tu carne, mi carne, para torturarte –habló la voz de su cabeza.

Tekvarr, o de lo que él quedaba, huyó al bosque, en dirección contraria al amanecer, para perderse en las tinieblas del crepúsculo, condenado a ser una terrible criatura hasta que terminase el capricho de un sobrenatural señor de los engaños.

-¿Qué fue del arma? –preguntó instantáneamente un lampiño que había estado embelesado hasta ese momento. Vinei le reprochó con una severa mirada casi paternal, pero tuvo a bien decirle:

-Cuentan que Funfhar la enterró bajo un gran fresno blanco, pues reclamaba como suya el arma que enarboló en su día aquel joven en su nombre –explicó, complacido. Antes de suscitar más preguntas, continuó- Y así, por culpa del ciego deseo de gloria, Tekvarr se condenó a sí mismo. Porque son la codicia, el orgullo y la voracidad en los actos tres peligrosos adalides de las enfermedades que nublan la mente honorable, y donde prosperan estas dolencias existe el reclamo del infortunio. El maldito Izbel solo acude ante la mella de la resoluta voluntad, pues en todo engaño hay deseo del engañado.

-¿Y así se perdió Tekvarr? –preguntó una voz anónima, que no le dio tiempo a identificar.

-No. Tekvar, Señor de los Desgraciados, va un paso atrás de su oscuro señor Izbel y un paso delante de la gran Fhir. En el albor tras la ruina recoge a los desdichados presos de la pena. Y a estos, mientras se lamentan por sus actos, los encierra en galerías subterráneas, donde sirven de alimento a los hijos de Zog.


Nadie quiso hablar. Vinei observaba a todos desde su posición privilegiada, orgulloso de su discurso, a la vez que apesadumbrado por el mismo. Pensó que era buena idea espitar unos cuantos barriles más de hidromiel.

miércoles, 15 de mayo de 2013

Proyecto Génesis. Capítulo Tercero.


Saludos a los lectores. Este relato forma parte de una historia en conjunto, de una sucesión de relatos ordenados, con el mismo protagonista, que estamos alumbrando el presente escriba y unos buenos compañeros. La idea sido bautizada como Proyecto Génesis, por ser el primero que desempeñamos juntos. Pueden ver la primera entrega en los Mundos en Creación , seguida de la segunda en El Zoberao . 

Sin más, buen provecho.

---x---

“Es innegable, joven humano, que hay poderes que excederán a tu comprensión. Hay potencias que rigen los universos, para quienes lo que entiendes por dios no es más que un lugarteniente. Está en tus manos ser una leyenda en todos los mundos, o no vivir para grabar tu nombre en las estrellas. Adelante.”

Como un ahogado al que se le insufla un poderoso y último hálito de vida, despierto sobresaltado. No estoy en mi sofá, no estoy en mi piso. Es una celda, solo paredes de piedra; suelo y techo de madera. Arriba, en la pared opuesta a la de la puerta, un ventanuco alto por el que entra algo de luz. El único mueble, mi cama, hecha con tablones. Llaman a una puerta, a golpes, que no es la mía. Es una puerta gruesa y pesada, reforzada con bandas de metal.

-¡Número siete! ¡¡Numero siete!! –bramaba una voz ronca al otro lado.

Desesperación. Empecé a hiperventilar. ¿Me habían secuestrado? Lo último que recuerdo es abrir esa caja. Me llevo la mano al corazón, y el susto se triplicó ¡Tenía una cicatriz! Una cicatriz, ¡¿Dorada?! ¡Justo en mi corazón! Me hierve la sangre en la cabeza. El corazón me palpita fuerte. Esto último resulta extrañamente tranquilizador.

-¡¡Se acabó, entraré yo a buscarte!!

¡¿Qué?! ¡¡Porqué!! ¡¡Quién me viene a buscar!! ¡¡Qué es esto!! Y la puerta se abre de un golpe seco ¡Quién diablos es ese! Es…es…¿eso es una persona? Tremendamente robusto y bajo, con una barba negra ridículamente larga y poblada. ¿Es un disfraz? Tiene una nariz bulbosa y rojiza, con una argolla de oro como las vacas; su piel es bronceada como la de los árabes. Viste cueros y tiene un sinfín de grilletes y llaves en el cinturón, además de un látigo enrollado. Estoy paralizado.

-¡¡Ah!! ¡¡Qué pasa aquí!! –exclamo, y me incorporo como puedo. Me doy cuenta que solo estoy vestido con una especie de pañal medieval o yo que sé.

-¡¡Es tu hora, número siete!! –y acto seguido me agarra. La presa de su enorme mano es apabullante. Me pone en pie y me arrastra. Forcejeo inútilmente.

-¡¡Yo no soy un número!! ¡¡Lo denunciaré!! ¡¡Socorro!! –grito, en vano.

Me saca de mi celda. Estamos en una especie de presidio. Efectivamente, mi celda es la número siete ¡¿Qué hago aquí?! Me cruzo con más carceleros como él. Fornidos, barbudos y muy morenos. ¡¡Dónde puñetas estoy!! Esto es de película, ¿son enanos? Estoy loco, loco perdido. Me lleva trastabillando hasta una sala repleta de cacharros ¿Armas? ¿¡Qué!? Eso es broma. La sala tiene dos entradas: la que hemos usado, y una al final de unas escaleras ascendentes.

-¡¡Venga!! ¡¡Escoge!! ¡¡No hay tiempo!! – me espeta. Entonces sí me suelta.

-¿Qué? –pregunto. Al darme la vuelta, compruebo que tras nuestra hay otros dos como él, pero armados con unas arcaicas armas de fuego: algo así como unos arcabuces, pero más pesados. Me apuntaban. Esto parece una historia de fantasía. Me va a devorar un dragón.

-¡¡No esperarás salir a la arena desnudo!! ¡¡Rápido!!

Y no sé bien por qué, pero de repente sé qué hacer. Trasteo entre las armas y armaduras. Veo artefactos que se me antojan inútiles por sus proporciones: hachas con un mango grueso como mi brazo y tan altas como yo que ni siquiera soy capaz de mover, petos de cuero ridículamente estrechos y cortos…como si fueran de otras gentes. Gentes que no son humanos. Puaj, esta espada de medianos es ridícula. ¡¿Cómo?! ¿Cómo se que esto es de un mediano? ¡¿Qué es un mediano?! Da igual. He encontrado una armadura de cuero ligera que me es útil. Ningún casco me sirve. Había uno de buena calidad, seguramente de los enanos de Norva – Minarr, pero pesa demasiado. ¡¿Qué?! ¡¿Qué diablos he pensado?! ¡¡Qué cojones es Norva –Minarr!!

Finalmente, me hago con una rodela de metal, de unos cincuenta centímetros de diámetro. La espada es corta y ancha, pero muy manejable: es de los humanos de Karogundia. No sé porqué se esas cosas. Es como si de repente, siempre hubiera vivido en este mundo. El insidioso carcelero me saca de mi asombro. Me siento extrañamente cómodo con mi nuevo aspecto.

-¡¡Bien!! Espada y escudo, ¿no quieres arriesgarte, mhm? Aunque al público le encanta cuando los contendientes tienen un aspecto más exótico. En fin, ¡andando!

¡¿Soy una especie de gladiador?! Me doy cuenta de que, aunque todo esto parezca una locura, no he intentado realmente huir, suplicar o llorar. Noto un candor en el corazón, un ritmo tranquilizador. Cierro los ojos y veo un horizonte confortable y dorado. No presento resistencia y voy tras el enano, escaleras arriba, a la otra puerta.

Llego a una especie de portal que da a una reja, y esta, a la arena. La visión, indescriptible. Violencia, aplausos, sangre, vítores, muerte y victoria. Un grotesco espectáculo de cruentas proporciones entretiene a un público vocinglero. Antes de darme cuenta, la reja se abre, me empujan al ruedo, y se cierra tras de mí, todo con un crujir de engranajes rechinante y atronador ¡Ojalá pudiera detenerme a verlo todo!

Cuatro medianos (mi cerebro es bombardeado por conocimientos ajenos a mí), gentes ridículamente rechonchas y bajitas, pretenden acorralar con sus tridentes a un gigantesco simio de morro alargado y colmilludo, de piel zaína y de cuya garganta no paran de brotar gañidos ensordecedores. Observo cómo dos trasgos de brazos largos y robustos con cuerpo encorvado, vestidos de colores llamativos, apuñalan con sus largas dagas a un hombre alto, rubio y corpulento que yace boca abajo, con la barba sucia de sangre y arena. A golpe de vista vislumbro más cuerpos, inertes o agonizantes, en el suelo. Pero no me dio tiempo.

Inconscientemente, me giro a la izquierda y alzo mi escudo para defenderme de un golpe. Un hombre delgado, moreno de piel, cabello y barba, ataviado con túnica y turbante púrpuras, al que identifiqué como un jiferino (en mi mundo, bueno, el mundo real, habría pasado por un disfraz de árabe) me intenta asestar un golpe con la cimitarra que esgrime con la diestra. ¡Ah! ¡El golpe en el escudo se siente en el brazo! ¡En las películas parecía más sencillo!

No sé cómo ni por qué, pero de repente, mi espada es una prolongación de mi brazo. Y sé usarla. Chocamos aceros, repelo ataques con el escudo e incluso hago una finta. Lo pillo distraído ¡Desgraciado! Acierto en su muslo izquierdo, renquea a un lado. Es ducho con su arma. De retorno, me da un tajo en la coraza; no sé si me la ha atravesado, ahora mismo no siento dolor, solo una poderosa energía interior y el corazón ardiendo. Expongo mi torso, cae en la trampa, doy un giro y le amputo la mano de la espada. Aplausos. No dejo que caiga de frente, le asesto una patada en el estómago y cae de espaldas. Algo dice, ¿reza? ¡Muere! ¡Sus labios besan mi espada, le parto la lengua en dos y la sangre brota! ¡¡He vencido!!  ¡Vítores! ¡He vencido! Estoy sudando. ¡He matado a alguien! ¡¿Qué?! ¡He matado a alguien! ¡¡Soy un asesino!! Desde que he entrado a combatir no he abierto la boca salvo para acompañar mis golpes y sufrimientos con un grito. La gente pide más.

¡No tengo tiempo! Los trasgos vienen a por mí. Uno cojea, ¡El otro corre! Parece un payaso avernal, con esa nariz y orejas puntiagudas, sumado a la estrafalaria vestimenta. Trata de acuchillarme ¡Lo esquivo! Es rapidísimo ¡Ah! Le golpeo con el escudo, cae de espaldas, pero da una voltereta y se recompone ¡Carga y me agarra la rodela! Le acuchillo en el…¡Dolor! ¡Me ha dado un tajo en la frente! ¡Muere, bastardo, muere! ¡La sangre me taba el ojo izquierdo! Cada vez me cuesta más respirar. No lo remato. Una corriente de dolor lacerante me atraviesa el lomo: me han apuñalado, aunque la armadura me ha salvado de unos centímetros asesinos, seguro ¡El patán cojo se me ha acercado por detrás! ¡Toma, centella! Me giro tan rápido como mi cuerpo me lo permite y le incrusto la espada en la sien. Su cráneo se parte y cae inerte al suelo, temblando. Hago fuerza para no soltar la espada, y del retorno, cruzo desde el hombro derecho al lado izquierdo de la cadera al otro trasgo, que pretendía imitar a su difunto congénere. Cae, seco. El público enloquece. Aún no he visto nadie en el palco, ni si hay palco.

No sé quién soy. No quepo en mí. Adrenalina, nervios, pasión y terror. Quiero desaparecer pero no huir. He de luchar ¡Ahí viene! El simio al que intentaban acorralar y ensartar los medianos se ha librado de ellos (tiene el hocico y las garras llenas de sangre). Corre ágilmente. Calculo que será medio metro más alto (si se irguiese) y pesará unos cuarenta kilos más. Tiene una cola larga y peluda, rematada en un penacho; golpea el suelo como un látigo mientras corre y me grita, mostrando los incisivos. Salta sobre mí. Lo sabía, y pretendo esquivarle. Calculo mal. No me da de lleno, pero su zarpa izquierda sí. Pierdo la espada. Tarde, se ha dado la vuelta y me va a atacar. Oigo otra vez la reja subir y bajar, como cuando yo entré, pero no puedo mirar. Uso el escudo de canto, giro como un lanzador de discos y no le doy tiempo a reaccionar ¡Le he golpeado en la boca! Se le han roto los dientes de delante. Ahora no sé si chilla o llora. Aprovecho y me tiro a por mí espada.

Llego y, de repente, el monstruoso mono se desploma. Su cabeza es ahora una masa sanguinolenta. Veo descender una terrible maza de roca (muy tosca) que, por rematar, le parte las costillas. Inmóvil. Sobre el nuevo cadáver, impera una figura colosal: un ogro. Lleva poco más que un taparrabos. Musculoso, inmenso: casi me duplica en altura y a saber cuánto pesa más que yo. Su cuerpo está lleno de escarificaciones. La cara es de bruto: nariz rota, chirlo guiñándole el ojo derecho, rapado. Maneja la maza con una mano. Se ríe. Adora los aplausos. Es un artista. Viene a por mí. Valiente, cargo. Se pone serio.

Grito. Bramo. Desgañito. Espada en ristre. Se agacha un poco, gira en redondo y hace un barrido de trescientos sesenta grados con la maza. Inconscientemente, pongo el escudo. No soporto el impacto. Mi brazo cruje, el escudo se dobla y sale despedido. Doy una vuelta en el aire y caigo boca arriba ¡¿Qué?! ¡No! Me intento incorporar. Tarde. Su enorme pié, desnudo, me aplasta contra el suelo, está pisándome el pecho. Alza los brazos. El público no cabe en sí. Estamos aparentemente solos. Me dedica una sonrisa: dientes rotos y amarillos. Carcajea: grotesco. Entrelaza las manos sujetando el pesado garrote. Se relame.  ¡¡No puedo morir!! Mi corazón bombea fuerte, demasiado. Pierdo el conocimiento. No, pierdo la conciencia de mí mismo. Estoy hirviendo. ¡¡¡No voy a morir!!!

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Espero haya sido una digna lectura para los presentes. Si no, ¡Al diablo! Y no pierdan de vista el Blog de Lord Matraka , donde la semana que viene aparecerá el siguiente relato.

Buen viento y buena vela.