La mañana clara confortaba a Abraham con una cálida manta solar. Esperaba apoyado en el rústico muro de piedra ancestral del monasterio. Los brazos cruzados, la espada pendiendo a la vista, la casaca sin abrochar mostrando el coleto de piel búfala. Su tricornio ceñido sobre el pañuelo anudado en la cabeza y el mentón bien rasurado en contraste a sus espesos bigotes fundidos con las patillas, olor a cuero, seguramente luego a sudor y con suerte al final del día también a vino. En definitiva, todo él un semblante bravo y seco, pero sereno.
Se rascaba el impecable mentón con las manos enguantadas, cuando vio salir a un monje por la puerta monacal. No muy alto, delgado, cabeza tonsurada, sayo marrón, ojos oscuros y nariz chata, mirada de poco torpe. Se dirigió a este el buen Blutbad:
-Ave maría purísima.
-Sin pecado concebida -dijo automáticamente.
-Usted dirá, fray Tomás, vos me hicisteis llamar.
-Lo sé, lo sé -respondió molesto el hombre de dios- eso es evidente. El Santo Oficio tiene más labores para su siervo. Otra vez deberás surcar los mares en pos de la divina palabra.
Por un momento pensó “es el divino quien se haya por doquier, no un servidor”, pero se abstuvo y concretó:
-Sea pues.
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El olor a mar no le molestaba a Abraham, pero sí el de puerto. El pescado, por muy fresco que fuese, le repugnaba, más si no lo era, por mucho que se empeñasen en berrear y gañir las pescaderas. A parte había demasiada gente en los puertos, atestados, gente entrando y saliendo, un torrente desvencijado de marranos y fulanas torpedeando la ciudad con su ser. “Si es que algo malo se cuela o se nos escapa, es por el mar” murmuraba Abraham. Llevaba su habitual atuendo, esta vez con el añadido de un saco bien anudado a su espalda, no especialmente grande, con las pocas provisiones que iba a necesitar.
Debía embarcar en una balandra. Catorce cañones, vela cangreja, varios foques y al menos una veintena de almas para su correcto funcionamiento, sin contar con los artilleros. Su misión era acabar con una embarcación turca en las aguas entre el mar Jónico y el de Creta, en el Mediterráneo.. En definitiva, salitre y sarracenos.
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Si hay algo peor en alta mar que haber almorzado unas galletas de manteca y aguantar un sol de justicia, era perder el sombrero mientras uno se aferra a la borda del barco para regurgitar lo anteriormente ingerido. Definitivamente, no fue un buen día para Abraham, y menos aún lo estaba siendo ahora, pues los centellazos de un acero de damasco no mejoraban la situación.
Fue todo bastante rápido: Justo después de haber recogido la nave que venía de Venecia y había atravesado el Adriático, se habían aprovisionado por última vez en Malta, e iban ya hacia la costa española. Fue entonces cuando les dieron caza. Un navío ligero otomano de mayor longitud que la balandra. Cuando fueron a abrir fuego los cañones solo uno disparó correctamente, acertando en la borda enemiga con no demasiados daños y menos bajas, otros cuatro estaban mal cargados y no llegaron, y dos estallaron por defectuosos o sobrecarga de pólvora. Antes de darse cuenta, los ganchos ya estaban sujetos a la borda y los piratas con alfanjes ponían pié en madera católica.
Abraham se defendió bien del primero; sujetó su bracamarte con ambas manos y de un golpe vertical con fuerza inusitada desarmó al enemigo de tez morena, para sacarle las tripas al aire con el de retorno. En el corto espacio de tiempo de tregua siguiente vio a la marinería de abordo defenderse torpemente, y se percató de la ausencia de tres o cuatro guardias que estaban a bordo y no vio más desde la parada en Malta, al igual que al capitán.
Pronto vino otro más, este con un par de dagas curvas y mango de bronce brillante; como el resto, vestía bombachos y alpargatas, ropilla de trapo encima. Pues aquí que este turco se arrojó contra él, y con mediana maestría se defendió del primer sablazo de Abraham, que esquivó con una finta, para luego acuchillarle el costado, causando una herida no muy seria pero sí a tener en cuenta, a lo que Blutbad respondió con un rodillazo en la entrepierna y un golpe con los gavilanes de la espada en la cara, lo que hizo al moro escupir sangre y un par de dientes, y tener el tiempo justo para tener como última visión del mundo el filo de la blanca de Abraham.
Nada más arrancar la espada del cráneo vencido, Abraham oyó una detonación contundente, a bordo, y contempló asombrado a varios turcos salir despedidos unos cuantos metros, humeantes y ennegrecidos, con las astillas de la puerta a la bodega esparramadas y unos cuantos de abordo lamentándose por haberlas acogido en carne, al igual que otros tantos moros. Definitivamente decidido a no volver a pisar un barco, contempló Abraham salir de la humeante bodega a un tipo gordo, ataviado con un remendado traje de soldado de los tercios, sin distinciones algunas, y calzando un morrión en la testa, y un cinturón con unos doce apóstoles bien cebados. En las manos, un garrafal trabuco humeante, que arrojó al suelo, y pronto sacó una pistola jamás vista: era un abanico de cañones de pistola, como un órgano tubular dispuesto de forma radial. Justo cuando la hubo amartillado, le sorprendió desde arriba, desde el castillo de popa, un moreno, que se le abalanzó encima. El gordo de barbas sucias y negras, como sus ropas que se confundirían con las de un carbonero, echó mano del infiel, que le sacó el morrión desabrochado de un espadazo, y justo después de malgastar el tiro de la pistola debido a la emergencia, otro le sorprendió por detrás y de un garrotazo con una maza de madera con bandas de metal lo dejó boca abajo.
A todo esto, Blutbad sacó el puñal del costado del tercer moro en la cuenta. Este le alcanzó con el alfanje en un muslo, el derecho, y le estorbaba para moverse, buena faena le hizo el turco antes de morir. Sudado y sanguinolento, contempló lo mal que iba la contienda, pues ya más que lucha, algunos turcos remataban ya a los, según ellos, infieles en el suelo.
Empezó Blutbad a rezar, de cabeza, pues mal veía la cosa, mientras iba decidido a por otro que vio distraído, cuando sintió más que vio un disparo en su carnes, más concretamente en el hombro derecho, y cayó al suelo. Se intentó reincorporar, con la otra mano, sin soltar aún el puñal, pero la visión se volvió oscura y acabó boca abajo en la sucia cubierta, mientras oía unas órdenes de ese enrevesado idioma y unas manos lo sujetaron pos las axilas.
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