Las
desavenencias del Cabo Negro se habían cobrado otra víctima, o casi un centenar
de ellas. El Spicechest, un navío
mercante antes grueso y de tres palos, ahora se convertía en astillas contra el
Muro de Líbar, unos terribles acantilados, empujado por una legión de olas grises
y furiosas. En el cielo rayos y truenos aplaudían la danza del océano mientras
las nubes volvían ciega a la mañana.
Percy Banner aferraba
su violín mientras se encogía en la proa de un largo bote de remos que
milagrosamente salvó varias olas y se alejó de los peñascos, justo cuando el Spicechest estaba trabado en un enorme
banco de arena antes de estrellarse contra el Muro de Líbar. Unos llorando y
otros maldiciendo, cuatro hombres remaban; Tarugo Hank (marinero de segunda),
Lewis Pitt (ayudante de carpintero), Fitz el Rata (marinero de segunda) y
Darren el Cazuelas (cocinero). El bote se sacudía entre las olas como una hoja
seca atada al bufido de un titán.
-No cantan
ya…no cantan –decía Tarugo. Era un hombre bajo, corpulento, de rostro vulgar-
ya no cantan.
-¡Calla y rema,
Tarugo, rema por la puta que nos parió y las estrellas del cielo! –Lewis Pitt,
un joven alto y delgado, dejaba correr hileras de lagrimones por sus mejillas,
con la desesperación brillando en sus ojos azules y los mechones de pelo rubio
pegados a su frente por el sudor.
Los cuatro
hombres de mar se afanaban en remar mientras el joven Percy clavaba su vista en
las rocas salientes que rodeaban los restos del barco. <<Sus asientos,
son sus asientos>>, murmuraba para sí, <<el mar es su teatro, los
acantilados la escena y nosotros los actores de una tragedia>> murmuraba
el joven. Segundo hijo del mercader de especias Maximilian Hatcherthry Banner,
Percybald Banner solo representaba los ojos de su padre en el trayecto comercial
por castigo a su vida licenciosa. Solo era un retoño arrepentido en su cuna,
atrapado entre un mar de lágrimas y la ira del cielo. <<Al menos, ya no
cantan>>.
Los recuerdos
recientes sacudían su mente como tábanos furiosos bajo la piel; deseaba con
toda su alma que se fueran pero no sabía cómo sacarlos. Estaba en la bodega,
conversando con Lewis Pitt y Fitz el Rata sobre ciertos locales del Puerto
Franco de Werthry, lejos en su Arlandia natal, cuando comenzaron a bombardear
sus oídos. Antes de darse cuenta, Lewis paró de reír, Fitz dejó en el aire el
final de un chiste picante y los tres andaban contra su voluntad a cubierta.
Quería parar, quería mirar a su alrededor, quería gritar, pero solo veía un
escalón de madera detrás de otro, hasta que una terrible sacudida lo derribó y
perdió el conocimiento por un instante.
Con los
músculos de plomo y la mirada perdida, se reincorporó como pudo e instó a sus
compañeros a hacer lo mismo. Encontraron saliendo de la cocina a Darren el
Cazuelas, pringado entero de gachas y con una expresión en su cara de luna
llena que preguntaba <<¿Cómo hemos podido chocar?>>
Y, de nuevo,
ese arrebatador sonido invadió sus oídos. Reanudaron la marcha hacia cubierta,
tropezando como peleles animados con todos los objetos que se desparramaron por
el suelo debido al choque. Cuando Percy llegó a la salida a cubierta, solo pudo
sacar la cabeza: un conjunto de jarcias, cajones y aparejos cayó obstruyendo el
recorrido. Haciendo acopio de todas sus fuerzas, inútilmente, se ahogaba en la impotencia
de no ser dueño de sus actos, mientras con rostro bobalicón veía como los
hombres se arrojaban cual borregos desnortados por la borda. Así, hasta que
dejó de oír nada y volvió a ser él, como si despertara de un horrible sueño.
Se giró un
instante y vio como el Cazuelas, Lewis y el Rata se miraban confusos; Tarugo
Hank había aparecido tras ellos, compartiendo con sus compañeros un rostro de
horror y consternación. Rápidamente se dispusieron a despejar la salida a
cubierta para intentar resolver el misterio. Pese a ser todos, salvo Percy,
dignos hombres de mar, subieron a trompicones debido a que el barco se había
encallado en un banco de arena y rocas; unas furiosas olas lo empujaban poco a
poco como para liberarlo…solo que lo empujaban en dirección al Muro de Líbar,
unos grandes acantilados de roca gris y escarpada.
Pesarosos,
miraron por doquier, no viendo a camarada alguno. Prestos se asomaron por la
borda al oír voces en peligro, y comprobaron horrorizados el espectáculo que se
producía. Toda la tripulación desde el capitán al grumete, salvo ellos mismos,
se debatía entre las olas clamando socorro. Tarugo Hank se giró presto a tomar
algún cabo que lanzar al mar con tal de socorrer a los afligidos, pero Lewis y
el Rata se ocuparon de detenerlo e instarlo a que mirara bien; en cuanto
observó, Hank cerró los ojos en gesto temeroso y se le vencieron las rodillas.
Los marinos, indefensos,
se debatían entre la furiosa tormenta mientras tentáculos gruesos como brazos
de labriego los arrastraban a las rocas. Criaturas grotescas, nauseabundas,
ahogaban a los hombres en la mar negra para luego reptar hasta una roca, como
si las olas fueran brisa para ellas. En su mitad inferior tenían un incierto
número de tentáculos rematados en duros garfios en lugar de ventosas con las
que aferraban los cadáveres mientras trepaban a una roca, del mismo modo que un
halcón aferra a un ratón con su garra mientras se acomoda en una rama.
Pero lo más
horrible era su mitad superior: tronco, brazos y cabeza. Muchos marinos se tienen
en aprecio a sí mismo por haber visto tritones: criaturas antropomorfas,
elegantes, solitarias y de buenos modales, siempre prestos a dar un buen
consejo, advertir de un peligro o comerciar con joyas y especias; habituales en
las cortes de los señores almirantes o en peñones de alta mar donde tenían lista
agua dulce y pescado en salazón para que los barcos hicieran un alto. Pero esto
no eran tritones; eran diablos del mar. Su piel era verdosa, salpicada de
escamas negras y grises. Los brazos, largos y escuálidos, terminaban en garras
duras y frías que empleaban para encaramarse a las rocas. Su rostro era una
abominación entre pez y hombre, privada de nariz y con inertes ojos acuosos
haciendo competencia en repugnancia a una enorme boca de dientes como agujas.
Por corona, un amasijo de jirones de piel muerta y aletas desgarradas que les
brotaban de la supuesta nuca, a modo de pútrida melena.
Pero no quedó
ahí, aunque solo Percy y Darren siguieron mirando; uno petrificado por el
espanto y el otro presa de la curiosidad morbosa. Una vez las criaturas
arrastraban al cadáver a la superficie, sobre una roca, lo tomaban entre sus
brazos como una viuda que llora al esposo muerto mientras sus cuerpos sufrían
una metamorfosis increíble, haciendo que los espectadores se creyeran en la
locura.
Los tentáculos
salvajes se tornaron dos piernas de muslos carnosos mientras la anterior unión
antinatural entre su vil tronco y la fétida parte de depredador abisal se
transformaba en torneadas caderas y delicada cintura. En el vientre surgió un
gracioso ombligo a la par que se manifestaba el sexo femenino y brotaban unos
senos juveniles. Las zarpas se volvieron manos delicadas sujetas a brazos
delgados, y la testa de sabandija depredadora se convertía en una cabeza menuda
y proporcionada dotada de faz inocente flanqueada y coronada por una mata de
suaves cabellos dispuestos en gracia salvaje. En un santiamén, el monstruo pasó
a doncella; para luego fundirse en un beso con el difunto amante y succionarle
todos los humores…antes de parpadear tres veces, Percy se dobló sobre la borda
para devolver la comida al comprobar como Humphrey Doorman, el antaño vigoroso
ayudante del contramaestre, quedaba reducido a un pellejo con frondosas
patillas y atavío de marinero. Percy gritó cuando una mano le aferró el brazo.
Fitz el Rata lo
instaba a correr hacia un bote de cuatro remos que se hallaba pendido de la
borda. Las doncellas del diablo se saciaban en el rocaje, así que los iluminaba
la estrella de la esperanza: quizá no los vieran. Percy corrió presto hacia el
bote que sus compañeros disponían como almas temerosas ante el reclamo de los
diablos. En un despiste sus pies se trabaron con un girón de vela rota por el
temporal y el joven cayó de bruces. Mientras se levantaba entre maldiciones y sollozos,
se percató de que junto a él, como dispuestos por mano ajena, estaban su violín
y arco para hacer sonar al mismo. Por un instante, recordó que se lo prestó al
bueno de Budden, un velero amigo de la música. Se lamentó por Budden, echó mano
del instrumento y se subió al bote. Antes de darse cuenta, observaba el barco
de lejos, zozobrando como una cuna gigante mecida por la furiosa mano del mar,
sentado en la proa del bote mientras sus compañeros resoplaban de esfuerzo
bogando.
Con horror vio
como las mozas de carne descubierta y corazón podrido ya no reposaban en los
peñascos, de donde las olas barrieron los cueros vacíos de sus víctimas. Lo que
si vio fueron unas sombras verdosas y amorfas bajo la superficie que se
dirigían a toda velocidad hacia el bote.
Los
supervivientes surcaban las aguas por la cara interior del banco de arena, de
tal forma que las olas, aunque aún impetuosas, llegaban mermadas. Aún así, el
esfuerzo era mayúsculo y los cuatro se empeñaban en vencer al temporal,
espoleados por el mejor látigo que podía conducir a un hombre: el miedo.
Temeroso,
Percybald Banner hizo lo único que podía, lo único tan potente como para
evadirlo de sus temores. Se acomodó el violín en el hombro y arrancó una
tonadilla de sus cuerdas, una melodía gritona y agresiva, festiva y alegre,
nacida en mil tabernas de Arlandia.
Sus compañeros
parecieron no darse cuenta, pero si vieron algo peor. Provocando un grito de
horror en los marineros, una criatura abordó la embarcación. Mientras se
aferraba a la popa con sus tentáculos relampagueantes, siseó una baba roja
(quizá por la pitanza) mientras lanzó sus zarpas contra Darren. Darren,
espantado, pataleó y logró zafarse en los primeros intentos, hasta que una de
las garras se le cerró en torno al tobillo. El hombre, un gordo patán famoso
por rebañar las ollas más que limpiarlas, sacudió una coz que dejaría en
evidencia a las más fieras mulas de la Marca Verde e hizo saltar la mitad de
los dientes al monstruo, que se perdió entre chillidos.
Asombrados, los
otros tres seguían remando, mientras Darren el Cazuelas se recomponía los
calzones recién ensuciados.
-¡Están
cantando! –gritó Fitz- ¡Vuelven, vuelven a cantar! –y soltó el remo para
taparse los oídos. Los monstruos volvían a lanzar al aire su melodía
embaucadora, opresiva.
-¡Sí, cantan!
–gritó Percy- ¡Pero no nos detenemos! –y dio un puntapié a Tarugo- ¡Lewis sigue
remando! ¡Y yo tocando! –Tarugo quedó mirando espantado a Percy- ¿Eres amo de
tus actos como yo, Lewis? ¿O estás embrujado?
-¡Amo cruel soy
de mí, pues se me va a partir el lomo de tanto ordenarme remar, Percy!
–gritaba Lewis, entre desesperado y asombrado.
-¡Pues remad,
remad amigos! –gritó Percy, mientras tocaba el violín con toda su alma- ¡Remad
y oíd, pues seréis testigo de un duelo jamás presenciado! –con los temblores
fruto de la lucha entre el miedo y el renovado arrojo, Percy hablaba a sus
camaradas- ¡Darren ha metido en vereda a esa criatura a base de golpes,
preparaos para hacer lo propio si se tercia, que yo haré lo mío! –y comenzó a
cantar von voz de rufián ardiente:
>>¡Brinden!, por lo que les vengo a
contar,
¡Brinden! Por quién nació en el muladar
Percy entonaba
tan alto como podía, desafiando a rayos y truenos con sus pulmones de hijo
rebelde y habituado a tabernas y descalabros.
>>¡Brinden! Por la más sucia fulana,
pues no hay hierro que atienda esa lana
Una de las
criaturas horribles asomó por el lado de Tarugo Hank. Pese a ser un hombre
corpulento, soltó el remo de un grito. Lewis, adelantado, manoteó para sacar su
inseparable cuchillo (con el que se entretenía haciendo tallas) e hincárselo al
monstruo en un ojo para devolverlo al mar.
>>¡Brinden! Por la de torcida napia
y revirados ojos de sepia
Tarugo recibió
otro puntapié, y se hizo cargo de los dos remos, dejando libre a Lewis.
>>¡Brinden! Por la tullida de una pata
que se cura si bien ve la plata
Fitz el Rata,
de constitución consumida y dientes atropellados, se deshizo en gritos y voces
cuando un monstruo echó zarpas en la borda, a las que Fitz machacó cual herrero
frustrado a golpe de cabilla. Ya ninguno oía los truenos, las olas rompiendo
contra el acantilado ni la canción del diablo.
>>¡Brinden! Por la de fétido aliento,
y gorda de culo sin asiento
Darren mantenía
a raya a dos monstruos haciendo oscilar su remo como una guadaña, mientras su
fofa y redonda cara de luna se teñía de arrebol a causa de la ira y el desquite
contra los verdugos de sus compañeros.
>>¡Brinden! Por la vaga cual marrano
Y sus dedos de menos por mano
Estaban a punto
de bordear un cabo; Tarugo remaba como si no hubiera un mañana, al igual que
sus compañeros que se turnaban según la circunstancia.
>>¡Brindad! Por la de brazo de herrero
y de lengua ruin de carretero
Lewis se
sujetaba un corte, fruto de un zarpazo, de un costado mientras cosía a
puñaladas a uno de los monstruos, aferrado a la borda.
>>¡Brindad! Por la mal vista por un
tuerto
y negras orejas de muerto
Estaban a punto
de pasar un cabo y poder refugiarse en una cala. La tormenta amainaba, y la
última de las criaturas se limitó a sisear algo ininteligible en una lengua
maldita mientras se perdía entre las olas.
>>Pero aún brindando lo acordado
Como para un burro haber ahogado
Ni por el oro de los enanos
a su piel arrimarás las manos,
Cantaban los
hombres a viva voz ya, mientras olas menos salvajes los empujaban a una cala
perdida y observaban al Spicechest
colisionar contra el acantilado, lejos, casi ocultado ya por un cabo.
>>Pues es por Bonda, la del muladar
por lo
que los hombres se van al mar
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