miércoles, 16 de abril de 2014

Constantinopla, 29 de Mayo de 1453



Al hoplita de los Oklahoma City Thunder


INTRODUCCIÓN

Un profesor mío decía que la historia es la maestra de la vida, yo creo que es cierto. El ejemplo de lo mismo que vengo a contar es que da igual lo alto que sea un muro, cómo de nutridas estén las arcas o el acero con que se hagan las espadas; todos los hombres mueren y todas las rocas se hacen polvo. Un consejo vital. La caída de Constantinopla, a mi juicio, es un claro ejemplo de la gloria y derrota del ser humano, pues tanto como los cristianos (católicos y ortodoxos) fracasaron por sus intrigas y codicias, los otomanos del islam y sus aliados dejaron escrito con grana y oro su nombre en las páginas del tiempo venidero. No soy un académico, ni un periodista; sólo me apetece contar, tal como bien o mal lo veo, lo que sé y creo de este inmortal día del 29 de Mayo de 1453.

Por supuesto, antes debemos saber qué era Constantinopla. En griego, Κωνσταντινούπολις, Konstantinúpolis, o la Ciudad de Constantino. De cultura y herencia griega y con sistemas de política y administración romanos, Constantino el Grande fundó su ciudad entre el Cuerno de oro y el Mármara. Nova Roma, Bizancio,Stamboul, Basileousa Polis, Encrucijada del Mundo o Miklagaðr han sido los nombres para la mayor ciudad de toda la Edad Antigua y Medievo en el occidente. Hipódromo, circo, templos paganos, la gloriosa Santa Sofía y la primera universidad del mundo donde se estudiaba desde Matemáticas hasta Teología y que contaba con unos treinta y un profesores. Treinta, como los kilómetros de muralla que la salvaguardaron siglos de godos, alanos, ostrogodos, hunos, visigodos, búgaros, rus y otros tantos. 


RELACIÓN ENTRE AMBAS POTENCIAS

Los musulmanes en las fronteras orientales del mundo ortodoxo, y concretamente en la Península de Anatolia, fueron un problema para el Imperio Bizantino desde que el mundo árabe musulmán comenzó a expandirse. La Guerra Santa o yihad, manipulada por los líderes árabes, lanzó a estos pueblos a las luchas expansivas. Abrazaron, literalmente, el mediterráneo. Sus furiosos puños de piratas del desierto se estamparon contra dos muros: el norte de la Península Ibérica con los astures y francos (cada cual por su lado) y la Península de Anatolia, una tierra herida, marchita tras las guerras contra los persas sasánidas y los ávaros; con un corazón antaño vigoroso, aún potente y eternamente bello: Constantinopla. Hablamos del período entre s. VII-VIII. Y como todo corazón, se emplazaba en el lugar más protegido de todo el antiguo cuerpo: en la otra costa de Anatolia respecto al Bósforo, en una diminuta entrada de tierra que separaba el Mármara del Cuerno de Oro. No obstante, el Islam la supo rodear, haciendo tope en Hungría y dominando a los búlgaros, así como servios y valaquios; esto ya en época turcomana.

Muchos llamaron a las puertas de San Romano antes y después de los árabes de Mahoma; los ya mencionados persas, avaros y eslavos (que, confiados, valerosos e ignorantes pensaron que sería de utilidad atacar empleando sus monóxilos), varegos (de gran valía una vez asimilados como guardia)… el más llamativo fue el del 1204, perpetrado por los cruzados. La excusa: el imperio Bizantino, alicaído, se mostró neutral entre Saladino y la cristiandad; el motivo: los centenarios tesoros de la Ciudad de Constantino. Este fue el primer asedio exitoso para los enemigos de la Gran Urbe, instaurando cincuenta y siete años de Imperio Latino, cincuenta y siete años de grandes maeses y nobles sobrados de la vieja Europa gastando bota en el Gran Palacio. Esto explica, creo yo, la animadversión automática de los ortodoxos hacia los latinos que, guiados por el general Alejo Estrategopoulos, la retomaron en el 25 de Julio de 1261 siendo Miguel VIII Paleólogo reconocido como nuevo emperador y restaurándose así el imperio de Bizancio. Durante la época cruzada la ciudad fue sobradamente expoliada y mercadeada.

Continuaron los conflictos, ya con los turcos. Seis asedios (1390, 1395, 1397, 1400, 1422 y 1432) padecieron las Murallas de Teodosio. Y es que, para el Islam, Constantinopla se había convertido en una verdadera medalla con la que debían adornar su turbante. Pero, ¿cómo se produjo el último y viral ataque?

Es indispensable mencionar a dos individuos, otomanos, que jugaron papeles antagónicos y cruciales: Mehmet II y el Gran Visir Halil Pasha. Abreviando, Murad II, padre de Mehmet, se hartó de pifostios de aceros y se retiró a Manisa dejando como heredero a su hijo Mehmet y de gran visir al tal Halil Pasha; este último tenía en común con Murad un aspecto: la mesura, o al menos, el sentido común. Mehmet II, por otro lado, era una bomba de relojería: qué esperar de un zagal de trece años a la cabeza del Imperio Otomano. No se le ocurrió otra cosa que pretender asediar Constantinopla, siendo por suerte disuadido entre Halil Pasha y su padre Murad, quien hubo de volver de su retiro; fracasó su corto reinado emplazado entre el 1444-1446. Fue enviado a Manisa, donde se dedicó en cuerpo y alma a la tarea que lo inmortalizaría: preparar la toma de Constantinopla.

A los 21 años, en el 1451, Mehmet II fue sultán. Con Adrianápolis (Edirne) como centro de operaciones, comenzó a preparar la toma de la famosa ciudad. Uno de sus pasos más determinantes a la hora de sitiar un lugar de forma efectiva es cercarlo, valga la redundancia. Con el fuerte Bogazkesen (“La tenaza del estrecho”) cortaba el Bósforo al norte; también conocido como Rumeli Hisari (Castillo de Rumelia). Para cortar el paso por el otro lado, en la costa del Mármara, se hizo con una flota de casi cien veleros, quizá inferiores en tamaño respecto de los barcos latinos y ortodoxos, pero superiores en número a razón de cinco a uno. Estos veleros fueron construidos en Galípoli o junto al Rumeli Hisari durante su edificación. Por supuesto, hizo acopio de armas de fuego, pesadas y semipesadas, fijas y portátiles; plantó el elenco de armas de fuego más grande jamás visto en un asedio occidental. Su pieza más famosa, claro, sería la titánica bombarda de Orbón (también llamado Urbano, un ingeniero de Valaquia presumiblemente), capaz de disparar bolas de hasta seiscientos kilos, necesitándose sesenta bueyes para su transporte y dos horas para cargarlo; colosal bestia.

Mehmet II a su aire

Detrás de todo esto o mejor dicho, contra todo esto, estuvo siempre el Gran Visisr Halil Pasha. Moderado, como Murad II, procuró obrar diplomáticamente de principio a fin. Ya conspiró contra Mehmed II haciendo que volviera su padre, y seguía tratando con “aliados” constantinopolitanos para mediar una solución viable, pues era costumbre en el Islam que los pueblos sometidos pudieran mantener hasta cierto punto su religión, costumbres y leyes; tal ocurrió con judíos y cristianos en las ocupaciones omeyas de la Península Ibérica. Del mismo modo, argumentaba que tomar la ciudad abriría una puerta de Oriente a Occidente, y viceversa, tentando a los europeos; numerosos ulemas le dieron la razón a esto. Tantas posibilidades de huir de la sangre y las palabras de Halil no sirvieron; Mehmed II era un joven terrible y avasallador.

Frente a esto en el bando cristiano encontramos, primero, al emperador Constantino XI Paleólogo. Cuarto hijo de Manuel II Paleólogo y Helena Dragas, heredó el trono de su hermano Juan VIII Paleólogo al morir este sin descendencia en el 1444. Fíjense qué curiosidad, que muriera el mismo año en que Mehmet II subió al trono por primera vez; ¿augurio? Obviando los problemas heredados al dominar un imperio en clarísima decadencia, y sin hablar aún del problema turco (que lo era, y grave) está el asunto religioso.

Constantinopla padeció muchas y muy cruentas revueltas religiosas a lo largo de su historia, aunque esta vez más que revuelta lo que se daba era un malestar generalizado. Y es que la decisión tomada en el concilio de Basilea (en el que participó Juan VIII) de asumir la confesión del Papa de Roma levantó ampollas, tantas como espadazos dieron los cruzados allá por 1203-1204. Se explica que hubiera incluso constantinopolitanos que preferían darse a los turcos que a los latinos. Los themas ortodoxos no le apoyaban, y el nuevo patriarca Gregorio III Mammis tuvo que exiliarse a Roma. No obstante, y ante la necesidad de ayuda del oeste, Constantino medió y consiguió evitar una guerra civil entre la minoría católica y la mayoría ortodoxa. Cuando Europa era una jauría de lobos atados por los rabos con el mismo nudo, el paraíso cultural de Constantinopla hubo de mendigar su ayuda. Una ayuda pobre, que no llegó bien ni a tiempo. O no llegó.

En cuanto al casus belli, hay varias ideas. Aún estando en un relativo tratado de paz, los turcos extorsionaban o expoliaban a los bizantinos. Durante la construcción del Rumeli Hisari (que ya de por sí era una provocación clara) se exigieron pagos en especias desorbitados (sobre todo alimento), o la imposición de un barrio turco en Constantinopla. Del otro lado, en el bando bizantino se encontraba Sehzade Orhan, un príncipe otomano exiliado, una espina calvada en la zarpa del brutal turco.

Sea como fuere, Mehmet II estaba dispuesto a provocar a Constantino XI. No buscaba una capitulación, quería tomar la ciudad a fuego y acero, pues era la Espada del Islam y no conocía el miedo. Curiosamente, una actitud muy de la Roma Clásica. Constantino respondió, con el corazón atado por las cadenas del honor pasado.


LÍDERES CRISTIANOS Y SUS HOMBRES

Por suerte, Constantino XI no estaba solo, aunque ciertas compañías se dieran más por obligación y deber que por simpatía; como el Archiduque Lucas Notaras, uno de los partidarios a “vender la ciudad”, acérrimo escupidor a latinos; el homólogo del Gran Visir en el bando defensor (en cuanto a lo de llevar la contraria al que manda se refiere, solo que hacía manifiesta su animadversión). La ciudad contaba con una guardia urbana a caballo, así como una encargada de guardar las murallas. Por supuesto, los nobles y oligarcas locales, relacionados con el Hipódromo (principalmente los equipos Verde y Azul, auténticas divisiones urbanas) disponían de una caballería (permitan el chiste) al galope entre ligera y pesada, diestros con el arco.

De derecha a izquierda: Constanino XI, un local bien pertrechado y un soldado latino acorazado. El águila bicéfala era el emblema de la casa real.

Como ayuda propiamente latina, italiana, destacarían genoveses y venecianos. Estos dos grupos, enfrentados en el Mediterráneo tenían grandes intereses comerciales en el Mármara, Bósforo y Egeo. Creta, Argos, Modon, Coro, Butrinto, Negroponte y Tesalónica en manos de Venecia, así como Samos y Quíos en manos genovesas. Ambos, además, tenían perdonado el peaje por orden de Constantinopla. De todo esto se deduce que, como dijo un inmortal, “poderoso caballero es don dinero”, quedándonos claro por qué estos metieron la espada en el asunto.

Sea como fuere, Génova mandó al ilustre condottiero Giovanni Giustiniani Longo (emparentado con la familia Doria y anterior embajador genovés en Crimea, así como experto general católico en la defensa de plazas fuertes) acompañado de setecientos hombres (cuatrocientos de los cuales acorazados genoveses y trescientos reclutados en la isla de Quíos). La fuerza veneciana, a la zaga, fue encabezada por Girolamo Minotto; estos contaban con cierta ventaja ya que en Constantinopla había una colonia mercantil veneciana; se estima que llegaron también unos setecientos soldados de refuerzo aproximadamente. Además, quizá por el qué dirán, llegó un arzobispo Isidoro de Kiev con unos cuatrocientos ballesteros napolitanos (las tropas de ballesteros italianos fueron apreciados y conocidos mercenarios en toda la Edad Media, que ya en el 1066 tiraron a matar en Hastings). Y, claro, un ibérico peninsular, Pere Juliá, de presumiblemente modesta tropa por lo poco que se menciona de ellos. Como ingeniero militar, destaca John o Johan, de apellido Grant, tenido tanto por inglés como por germano.

Giovanni Giustiniani Longo. Pintura aproximada a su época.

En total se estima aproximadamente que hubiera unos treinta mil defensores, de los cuales decir que ocho mil eran soldados profesionales es en mi opinión aventurar mucho. En aquella época Constantinopla contaría quizá con unos cincuenta mil habitantes, de los cuales tantos como fueran capaces de sujetar un arma fueron llamados a la defensa de la ciudad y contados por un censo ordenado por el mismo emperador. Cosa distinta, claro, es que supieran defenserse. Los incapaces de combatir harían de obreros encargados de la reparación de murallas y otros menesteres.

Pero, sin duda, Constantinopla poseía a un defensor inigualable. Un verdadero espíritu santo, un fénix alquímico, una mítica creación: el fuego griego. Y es que para los enemigos de los constantinopolitanos, estrujarse en un grupo cerrado ya fuera por mar o tierra suponía un terrible peligro: ser blanco del fuego griego. La mítica invención de esta sustancia (también llamada fuego marino, romano, de guerra, líquido o procesado) se atribuye a un tal Calínico de Heliópolis. Su receta se ha extraviado; según la novela de Mika Waltari (que no deja de ser una novela), eso se explicaría porque sus fabricantes estaban vigilados celosamente con unos guardias armados que los aislaban del exterior, matando a quien se acercase a hablar con ellos o a ellos mismos en caso de que la información pudiera caer, al parecer la receta solo se transmitía de forma oral. Teniendo en cuenta que el fuego griego, capaz de arder sobre el agua, constituía la punta de lanza de Bizancio en todo el mediterráneo desde su invención en el s. VI estas historias no son difíciles de creer. Se disparaba desde sifones a presión o en proyectiles arrojadizos y para apagarlo era necesario taparlo con arena, vinagre u orina (eso solo si caía en superficie sólida, como la cubierta de un barco). Hoy en día se piensa que llevaba nafta, cal viva, azufre, nitrato y otros condimentos de alquímico potaje.

Empleo del fuego griego contra embarcaciones, destaca el sifón de bronce.


Barco bizantino sirviéndose del fuego griego para repeler un ataque rus. A juzgar por los escudos en la borda del navío, la guardia varega estaba en pleno funcionamiento. Datable en torno al s. XI.


Como apunte, recordar que la famosísima Guarda Varega compuesta por suecos, daneses, noruegos, anglos y sajones ya no existía, o quizá quedasen sus descendientes en forma de tropas regulares locales. Ya no llegaban aventureros del norte; la conversión de todos los buenos paganos y el odio a los latinos desde los asedios cruzados supusieron una terrible losa que las más terribles hachas jamás conocidas no pudieron superar.

Los mercenarios más famosos de la historia, la Guardia Varega de Constantinopla. En el del fondo se aprecia el uniforma de gala.


EL TERRENO

Al tratarse de un asedio (sitio), trataré básicamente Constantinopla y sus alrededores inmediatos. Primero, Pera.

Antaño, cuando el imperio bizantino estaba en bonanza, a esta porción de terreno al otro extremo de la boca del Cuerno de Oro se la conocía como Sykai y era una región constantinopolitana. Teatro, foro, iglesias, muralla…una auténtica ciudad comprimida; incluso se la rebautizó como Justinianópolis, aunque al siglo siguiente entró en decadencia. Hablando en plata, las obras de Justiniano eran como el viento de un fuelle: duraron lo que estuvo apretando. El caso es que cuando los cruzados se hicieron con estas nobles tierras en torno al 1261, cedieron este distrito a los genoveses en compensación por su apoyo; estos establecieron una colonia. Así Pera llegó a ingresar en el s. XIV unas siete veces más dinero que la misma Constantinopla. Como habrán adivinado, el interés de dominar este resquicio urbano es poder tender la ya legendaria cadena que cerraba el paso a los curiosos. Esta titánica cadena se sujetaba sobre el agua con enormes bollas de madera, desde Constantinopla a la Torre Gálata (que conservó el nombre).

En cuanto al emplazamiento de la ciudad, es el más ventajoso que jamás he conocido. Sabiamente dispuesta en un pequeño cabo entre el Cuerno de Oro y el mar del Mármara, guarda tanto el paso del Bósforo al Mar Negro como el paso de tierras orientales al Mediterráneo o Europa. La ciudad llegó a superar sus murallas dos veces: sobrepasó a las de la misma Bizancio (antigua polis griega) que se construyeron en el s. IV a.C., y superó las murallas severianas de los s. II/III hasta cercarse finalmente con las murallas de Teodosio. . La obra pertenece a la época del emperador Teodosio (408-450), comenzándose su construcción en torno al 412 y usando como obreros a duros y fornidos esclavos godos, terminando su construcción en el 447; posteriormente se fueron manteniendo, mejorando o empeorando en función de las capacidades de cada emperador. Se extendían desde el Mármara al Cuerno de Oro, en una especie de curva de unos seis kilómetros de longitud contando con una doble línea amurallada y un enorme foso con parapeto.

La ciudad de Constantino poco antes de su final. Destaca el lamentable estado de Pera.


El foso contaba con unos veinte metros de ancho y profundidad considerable (difícil de determinar) de entorno a tres o cuatro metros quizá; por supuesto, era inundable. Tras el foso, había un espacio abierto de unos quince metros  hasta llegar a la primera línea de muralla: dos metros de espesor y ocho de alto con ochenta torres para defenderla. Los valientes (y titanes) que superasen esto, tendrían un pasillo mortal de dieciocho metros de ancho, despejado, antes de toparse con unos muros de trece metros de altura y cinco de grosor con un centenar de torres de hasta veintitrés metros. Muros y torres estaban recubiertos de caliza y barro para fortalecerlos. Por otro lado, unos trece kilómetros de muro único con doce metros de altura cerraba el cerco por la línea costera, protegido por la friolera de ciento noventa y dos torres. Respecto a puertas, contaba con once puertas, donde destaca la Puerta Áurea (por donde entraba simbólicamente el emperador) y la puerta de San Romano, que por su posición central frente al Valle del Lico (pequeño arroyo que entra en la ciudad) sufrió brutales ataques en cada asedio. Estas murallas contaban con su propia guarnición, la Teicheitoai, antes mencionada

Planta y perfil del amurallado

No obstante, para los bizantinos existía un defensor supremo para sus muros: el Dios cristiano. Se lee en una de las puertas:

Cristo, Señor nuestro, guarda tu ciudad de toda inquietud, de toda guerra; rompe victoriosamente la fuerza de los enemigos.
Estas murallas fortificaban incluso los seis o siete puertos de los que disponía la ciudad, algunos de ellos de uso privado para los militares o el Emperador. En total, estas formidables murallas que Teodosio II construyó entre los años 408-450 contaban con unos seis kilómetros de recorrido solo ya por tierra, y demostraron su utilidad durante siglos hasta un ataque superior numérica y tecnológicamente. Y es que, una de las lástimas de Constantinopla, fue su pérdida de población por las inclemencias de las eras. El maestro Ladero Quesada refleja en su “Historia Universal. Edad Media” (edición de 2010) esta idea, habiendo recopilado una carta de Ruy González de Clavijo, emisario español en la zona:

E como quier que la çiudat sea grande de grand cerca, no es tan bien poblada, ca en medio de ella ha muchos oteros e valles en que ha labranças de panes e de viñas e muchos huertos, e do están estas dichas huertas hay casas commo barrios e esto es en medio de la çiudat.
Impresionante este grado de despoblación, de repercusión directa en la capacidad de ofertar hombres para el ejército. Cómo de despoblada habría de estar, pienso, como para roturar ni más ni menos que el interior urbano. Desde luego, las zonas más antiguas eran las mejor pobladas.

Por no hablar sólo de con qué contaban los defensores, diré que los atacantes tenían ciertos buenos lugares desde los que disponer un asedio. Frente a las puertas de San Romano, en el margen izquierdo del río Lico (Bayrampaça para los otomanos) se encontraba la colina de Maltepe, donde Mehmet II emplazó su majestuosa tienda campal. Quepa mencionar que este emplazamiento fue el mismo, por ejemplo, empleado por los Ávaros en su ataque del 626, quienes dejaron a los eslavos rodear la muralla exterior con sus guerreros semidesnudos y atacar ridículamente los puertos fortificados yendo montados en monóxilos. Los turcos que atacarían Pera en esta campaña de Mehmet irían liderados por Zaganos Pasha, quien tendría a su disposición las crestas de Pera y Kasimpasa (llamado también Valle de los Manantiales), cuya misión era castigar los muros que defendían el Cuerno de Oro a base de morterazos.


LÍDERES TURCOMANOS Y SUS HOMBRES

Mehmet II llevaba años planeando este asalto; la joya principal en la corona de su memoria. Por ello supo rodearse de militares competentes y disciplinados que pastoreasen a sus hombres hasta la batalla. Todos Pasha: Mahmud e Ishak atacarían la mitad de la muralla desde San Romano al Mármara, Mehmet II con sus jenízaros (y el diplomático Halil cerca para vigilarlo) arrasarían el centro comprendido entre San Romano y Carisio (zona defendida por Giustiniani), Karaca el resto hasta el Cuerno de Oro; destaca Zaganos Pasha y sus morteros en la zona de Pera, encargado de hacer posible el transporte de embarcaciones por tierra y anular las murallas costeras que guarnecían el Cuerno.

En cuanto a las tropas, muchos acudieron a la llamada de su ambicioso señor; unos cien mil individuos aproximadamente. No obstante, quepa aclarar que la mayoría de ellos eran soldados no profesionales. La cultura musulmana y próximo oriental suele contemplar la idea de echarse a las armas; especialmente los pastores y gentes del desierto, nómadas. El nomadismo ha sido fuente de guerreros desde tiempo inmemorial: los bárbaros guti que asolaron regiones norteñas de Mesopotamia, los hunos que hicieron zozobrar a la joven Europa, esos insurrectos bereberes empujados por los Omeyas a la conquista de Hispania. Así pues, muchos fueron los pastores y piratas del desierto que acudieron, con poco más que una espada, lanza o escudo de cuero; llevando consigo esclavos, camellos y mulas con sacos vacíos para llenar de los tesoros prometidos.

Añadir a esto que entre la caballería que hacía de guardia personal, los jenízaros y los soldados de élite del ejército turco sumaban en torno a diez mil individuos. La caballería que ejercía como guardia personal estaba concebida para dar el golpe de gracia; se contaba además con unos veinte mil jinetes reclutados en las provincias.

Spahi excelentemente equipado, seguramente miembro de la guardia personal de Mehmet II

Esa caballería eran, principalmente, los spahis, o cipayos (nada que ver con los más tarde nombrados por los ingleses). Provenían normalmente del Magreb y eran un potente cuerpo de caballería. Aunque el caballo fuera probablemente desprovisto de armadura, el jinete solía llevar un escudo redondo, lanza, cimitarra e incluso arco compuesto. En tiempos de paz, se dedicaban a recaudar impuestos. Su cuerpo de caballería fue fundado, precisamente, con Mehmet II.

Para mí lo más característico del ejército turco fueran los jenízaros y los derviches. Lo jenízaros eran la infantería de élite. Se componía de niños cristianos (griegos, albaneses y más tarde húngaros) capturados o tomados mediante la práctica de la devshirme (impuesto que se pagaba con humanos). Su vida era similar a la de cualquier otro monje guerrero (como los templarios) pero con un toque de fanatismo religioso tan característico del Islam. Reconocían al sultán como a su padre, obviamente todos se hacían musulmanes y no podían salir de la orden; sus bienes pasaban a la misma al morir ellos. No se les tenía permitido llevar barba, sólo bigote, a diferencia del resto de musulmanes libres. Eran, pues, un cuerpo armado dedicado al Sultán, una verdadera mano derecha sometida a una doctrina educativa desde el principio. Decir que Mehmet II tuvo ciertos problemas con algún jenízaro insurrecto, pero los supo dominar. Como novedad en la época, para la toma de Constantinopla a muchos se les equipó con armas de fuego de mano; práctica habitual a posteriori de esta tropa y que quedaría reflejada en numerosas ilustraciones.

Ilustración de un jenízaro del s. XVII. Aún conserva la costumbre de afeitar todo salvo el bigote. Vemos como las armas de fuego fueron adoptadas de forma característica por esta tropa, habiendo demostrado su eficiencia en Constantinopla contra las armaduras de los acorazados venecianos y genoveses.


Los derviches, por otro lado, eran una especie de ascetas itinerantes con voto de pobreza. Se dedicaban a arengar continuamente a las tropas y a alentarlas a favor de la destrucción del enemigo infiel; muchos participaron en el combate de forma activa entre las multitudes pero desde luego tenían una presencia residual y anecdótica, aunque llamativa. A su vez se veían coreados, al igual que el resto del ejército, por una gran cantidad de músicos que no cesaban de hacer sonar sus instrumentos durante todo el evento armado. Abogaban por la destrucción de la ciudad.

Finalmente, se estima la participación de unos mil quinientos minadores serbios, alemanes, bohemios y húngaros que obraron activamente en el derrumbe de las fortificaciones constantinopolitanas; encontraron la muerte en túneles que los defensores llenaron de polvo de azufre, fuego griego o contraminas; recintos subterráneos preparados para que los ingenuos tuneladores se encontraran de cara con enemigos armados.

LA BATALLA

El 2 de Abril de 1453 el ingeniero genovés Bartolomeo Soligo tensó la enorme cadena del Cuerno de Oro; Aproximadamente, unas veintisiete embarcaciones (entre galeras sin equipar y veleros, así como otras bien pertrechadas de Italia) aguardaban en el puerto de Constantinopla cuando el turco llamó a las puertas. Comenzaron los últimos preparativos. Ya Mehmet II hizo acondicionar las calzadas para permitir el desplazamiento de sus tropas y aún más importante: de su tren de sitio, formado por las armas de pólvoras de mejor calidad de la época. También a primeros de Abril llegó Mehmet II a las puertas; se dice que de noche se oían las toses y estornudos de miles de turcos, pues no había suficiente tela para que todos dispusieran de una tienda de campaña.

Como si fueran chatarra, las cadenas que una vez guardaron el paso del Bósforo ahora acumulan polvo en una esquina del museo del ejército de Estambul

El 5 de Abril plantó Mehmet II su tienda de campaña en la colina de Maltepe y se dispusieron entre nueve y catorce baterías, con algunos cañones gigantes (como el de Orbón). Igualmente se comenzaron a preparar las torres de asedio y demás parafernalia. En mayor o menor medida, el enemigo abarcó desde la Puerta Áurea hasta el giro costero que tomaba la muralla al llegar al Cuerno de Oro; tal como se explica en la disposición del ejército turco. Los jenízaros y la caballería estarían con Mehmet estaban frente a San Romano y Carisio, donde la lucha sería más cruda; San Romano estaba vigilada por el cerbero Giustiniani y Minotto se encargaría de la del Palacio de Porfirogénitos, así como cuatro destacamentos venecianos lo harían de cuatro puertas principales de la zona.

Con el apoyo de Zaganos Pasha en Pera, debilitando las murallas costeras con sus morteros, el almirante turco Baltaoglu Suleyman Bey patrullaba las mismas esperando la oportunidad de penetrar. Ante semejante despliegue militar, los bizantinos que aún pensaban vender a los latinos a cambio de mantener su ciudad dentro del Imperio Otomano cambiaron de opinión y comprendieron que llegó la hora de galopar por el camino de la sangre y el acero. Un camino triste, pues ningún monarca occidental se quiso comprometer. Constantino XI, solo, decidió defender hasta la muerte el último reducto de lo que una vez fue el mayor imperio occidental.

Cronológicamente se cuenta como “principio del fin” el día 6 de Abril, cuando el gran cañón de Orbón tronó por primera vez, atemorizando a la población de Constantinopla. Comenzó el asedio por tierra y mar. El 9 de Abril hubo una fallida intentona de los turcos por atravesar la cadena del Cuerno de Oro; dos días más tarde la artillería fue emplazada frente a las puertas de San Romano y Carisio, teóricamente las más vulnerables. Pese a que el gran cañón resultó averiado, su poder hizo mella en las murallas y moral bizantinas. El 12 de Abril unos ciento cuarenta y cinco veleros volvieron a intentar atravesar la cadena, en vano. El 18 de Abril los otomanos arrimaron a los muros unas torres de asedio, cuyo verdadero fin, más que tomar al asalto las defensas, era tapar el foso con arena y ramajos así como “allanar” el camino para un próximo asalto; estas torres de asedio fueron incendiadas y derribadas.


Un poderoso dragón turco a punto de vomitar roca sobre las murallas de Constantino
El poderoso Cañón de Orbón, esperemos que por siempre silenciado
En el marco presentado por esta agónica resistencia se produjo un hecho que señalaría un verdadero punto de inflexión. El 20 de Abril, tres galeras genovesas y una bizantina (de los prometidos refuerzos), sortearon el bloqueo otomano y arribaron a puerto constantinopolitano. Mehmet II sufrió de los insistentes consejos de Halil de levantar el cerco; el sultán necesitaba un plan maestro para impulsar una bocanada de esperanza a sus planes, y lo concibió. En la noche del 21 al 22 de Abril, sesenta pequeños veleros pasaron del Mármara al Cuerno de Oro, siendo arrastrados por un arroyo con leños rodantes y trineos engrasados, empujados por fuerza brutal y el viento en sus velas. Los defensores vieron a estas embarcaciones “navegar por la tierra”, dando al traste con la alegría que supuso la llegada de refuerzos.  El 23 de Abril el emperador Constantino trazó un plan para incendiar barcos venecianos con los que destruir naves otomanas, pero terminó en fracaso. Asimismo, los sesenta veleros introducidos en el Cuerno de Oro cumplieron con su misión principal de construir un pontón flotante sobre el que situar más cañones para hacer presión en las murallas.

Mapa del asedio

El 4 de Mayo llegó a los cuarteles otomanos la noticia de que el Emperador Constantino XI se negaba a rendir la ciudad y la defendería hasta su último aliento. Los morteros hacían estruendo en las colinas de Gálata mientras hundían un barco genovés. El 6 de Mayo Mehmet II lanzó un infructuoso ataque con treinta mil hombres a la zona más castigada por la artillería, pero los bizantinos lo reparaban todo de noche con maderos y sacos de arena. La segunda oleada fue nocturna, de otros treinta mil individuos, y atacó la zona que iba desde el Palacio de Porfirogénitos hasta la puerta de Carisio; no se pudo reparar nada. Los días 16, 17 y 21 continuaron maniobras turcas para romper la cadena; infructuosas.

El 16 de mayo, los minadores serbios cavaron túneles bajo las murallas en torno a la puerta de Carisio, pero estos túneles fueron sabiamente detectados y destruidos. Se cree que se empleaban enormes toneles de agua dispuestos sobre el suelo o encima de arcos arquitectónicos; así las reverberaciones de los picos hacían vibrar el agua y se podían detectar.

Dos días después, el 18 de Mayo, otra torre pretendió tapar el foso y vencer la defensa, pero fue destruía con fuego griego; que por otro lado comenzaba a agotarse. Aún así, las ruinas de la torre y el montículo resultante eran útiles para superar los muros. Para curiosear el estado de la defensa, el 23 de Mayo Mehmet II mandó a un embajador; sabía que la respuesta sería negativa. Lo empleó para obtener información sobre la cual comenzar a preparar el último ataque.

La noche del 24 fue fatídica de murallas adentro. Se produjo un eclipse lunar, atemorizando a los defensores con el cumplimiento de una profecía consistente en que Constantinopla solo resistiría mientras la luna brillase en el cielo. Además, al día siguiente, durante una procesión una de las figuras se cayó y rompió, bañado todo esto con una lluvia de granizo totalmente inesperada. Los ánimos decayeron. Ya sólo lucharían por sobrevivir.

El 26 de Mayo llegó al campamento otomano un emisario húngaro que advertía de la llegada de un ejército cruzado si no deponía las armas y al que  Mehmet no hizo caso alguno. Esa noche los turcos celebraron grandes banquetes bajo la triste mirada de los defensores griegos. La noticia del ejército cruzado dio poder a los argumentos de Halil, pero Mehmet II estaba decidido; incluso recorrió el campamento dando ánimos a oficiales y soldados.

El 28 de Mayo los preparativos estaban listos. Mehmet prometió los tres días de saqueos que permitía la ley islámica. El material de asedio se apiló frente a las murallas, y los bizantinos repararon lo que pudieron.

Aleo e polis. El ataque final dio comienzo con las primeras luces del 29 de Mayo de 1453. Tres terribles oleadas de turcos fueron imposibles de resistir por los defensores. Lo peor de todo, al gran Giovanni Giustinianni Longo lo hirieron de un arcabuzazo. Este noble comandante, nombrado protostátor y al que el mismísimo emperador le prometió la isla de Lemnos, fue montado en su barco anclado en el Cuerno de Oro y transportado a la isla de Quíos, donde vería el fin de sus días. Comenzó la huida generalizada en la que los griegos más ricos ofrecían todo cuanto tenían por ser montados en un barco que huyese.

Aleo e polis. La ciudad cae


Irregulares y jenízaros entraron por la montaña de escombros humeantes que era ahora una de las torres de San Romano (derruida con una carga explosiva dispuesta en un túnel bajo ella) así como sus muros hechos polvo a cañonazos. El contingente jenízaro alzó su bandera en las murallas como señal de que la defensa había caído. Constantino XI se retiró a la Puerta Áurea, resultando herido y muerto por infantería ligera otomana en el transcurso. Pronto comenzó el saqueo. Botín y esclavos fueron los trofeos de los turcos, aunque muchos aceptaron sobornos y se respetaron varias inglesias, quizá por orden de Mehmet o por el origen cristiano de numerosos jenízaros.

Mehmet llegó a Santa Sofía. Prometió seguridad a los que se refugiaron en ella, sacerdotes o profanos. Los días 30 y 31 fueron invertidos por los otomanos en poner en orden a las tropas desbocadas y reorganizar a la población local en sus hogares; las recuperaciones y puestas en funcionamiento de las plazas fuertes tomadas debían ser rápidas para ahorrar gastos. Se estima la muerte de unos cuatro mil individuos entre militares y civiles. Incluso Mehmet pagó el rescate de cristianos poderosos capturados por sus hombres, pues harían falta ciudadanos de valía para administrar la ciudad. Su plan, como es sabido, era convertirla en la nueva capital de su imperio. A Santa Sofía la perdonó, volviéndola mezquita; la destrucción fue mínima, pues incluso a los frescos simplemente los tapó con algo de yeso.

El primer día de junio Mehmet el Conquistador entró en fastuoso desfile a su nueva Ciudad y se dirigió a Santa Sofía para realizar sus oraciones y escuchar el sermón sobre sus victorias. Se vio a sí mismo como heredero del testigo imperial anterior, tanto que los cronistas lo llamarían Emperador de Romanos. Ahora, elevaría de nuevo a Constantinopla a su estatus de polis imperial y magnífica. Mehmet II fue relativamente respetuoso con los locales, tanto que reinstauró la religión ortodoxa y en cierto modo asumió su patronazgo.

Pero una cosa deberá quedar clara; ya no sería nunca más Constantinopla. Había nacido Estambul, la capital de un imperio que duraría hasta el año 1922.


CONCLUSIÓN

Como he pretendido narrar, la Caída de Constantinopla supuso un verdadero hito histórico. A mi juicio, la verdadera pena del asunto es que desapareciera Bizancio por completo. Es triste, como estudiante de historia, ser testigo mudo de los avatares de la vida humana; llega un punto en el que te acostumbras ver alzarse y caer imperios, e incluso le pillas el gusto. Por supuesto, son numerosos los “y si…” que se le vienen a uno a la cabeza. ¿Y si occidente hubiera ayudado presentando batalla? ¿Y Constantino XI hubiera contado con la ayuda del Papa como un cristiano, y no como un cabeza de la iglesia a la que se vio obligado a formar parte?

Desde luego, queda claro y pueden llamarme materialista, que el dinero y el interés económico siempre estuvo presente en el conflicto. De hecho, los venecianos pudieron mantener, a base de negociar, cierto control en Pera. De todos modos, los otomanos cerraron las vías a oriente al poco, eso explica las expediciones navales por mar abierto. No obstante, algo de idealismo tiene el asunto, pues la conquista se volvió cuestión de honor, fe y deber para los del turbante.

Quepa concluir al pobre de Pere Juliá. Catalán, él y todos sus hombres murieron durante el asalto final. Este hombre, como ha sido costumbre en todos los armados de Hispania, luchó hasta las últimas consecuencias, sin que se contara uno huido y lejos de la tierra patria. Aunque Aragón aún cabeceaba en otra dirección, creo que viene al caso mentar un vetusto refrán:

“No hay puñado de tierra sin una tumba española”


La historia, maestra de la vida y siempre ignorada.

3 comentarios:

  1. ¡Enhorabuena, maese Durán! Ha sabido tratar con rigor un episodio tan especial, casi mítico. Pero, como así pienso que debe ser, no ha dudado en añadir también elementos de dramatismo y leyenda, pues en mi opinión el buen historiador ha de manejar también esos aspectos, artísticos si se quiere. Personalmente le guardo un intenso cariño, y también una gran pena, a este asunto. Un emperador romano en el siglo XV, que si dice pronto, viéndose solo y casi anacrónico, defiende hasta el último aliento la joya del mundo conocido. Pero como dijo cierto escritor, "¡Así llega la nieve tras el fuego, y aun los dragones tienen su final!"

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    1. ¡Me alegro que guste! En cierto modo, por eso lo escogí como mi primer "artículo sobre batallas". Por la trascendencia del episodio. Quizá el siguiente sea Hastings, o los Campos Cataláuricos.

      Honrado de ser leído.

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  2. Demonios, Capitán, que pequeño se siente uno cuando lee estas cosas; más cuando están escritas por mano talentosa. Simplemente sublime.

    El trabajo, la redacción... Todo. Un aplauso de manos de alguien que, cada vez que le lee, siente que tiene mucho que aprender.

    Además de Patán Mayor, eres un tío grande y mejor escritor. ¡Un abrazo fuerte, amigo!

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