Al patán postrado
Es estremecedor cuando, tras ser capaz de abstraerte de ti mismo, contemplas la inmensidad de lo que te rodea y lo comparas con tu diminuta porción de vida. Cuando comprendes que irás y vendrás al igual que otros como tú, mientras todo lo demás podrá seguir en su sitio o no independientemente de ti. Él lo sabía y lo odiaba. Por eso estaba ahí, el último gran hombre, para corregirlo.
Alto y fuerte, enorme,
un hombre de mirada fiera y cautivadora al mismo tiempo. Ojos de iris dorado
oscuro como los reflejos del amanecer sobre el océano. Cabellos y barba largos,
salvajes, negros. Ataviaba pieles de león gris y coraza de hierro, montado
sobre un caballo blanco también enorme pero de pasos extrañamente gráciles. En
aderezo, una espada; una espada de hierro negro y roja por la sangre, de hoja
larga y ancha, siendo el pomo y la guarda dos piezas idénticas, redondas, de
hierro también. Solo hierro, hierro y sangre. Es lo único que necesitaba.
Su caballo
saltó, liviano como un gran jirón de nube, sobre unos peñascos. El animal
piafaba y se resistía, pero sus riendas eran también cadenas de hierro. Llevó a
su jinete a lo alto de un peñón; trepando por los salientes y saltando
accidentes como si pudiera levitar. Desde arriba, el jinete observó. Al fondo,
un bosque con montañas más allá. Delante, un campo. Un campo de hierba verde y
fértil tierra negra. Pero más negros eran los cuajarones de sangre, las
expresiones en los rostros de los muertos y los cuervos y buitres que se
graznaban. Hombres bajos, de piel clara y cabellos castaños; túnicas cortas de
lana, escudos de madera y cuero y espadas cortas de bronce, muchas rotas o
fieramente melladas; el enemigo. Entre estos, alguno caídos de los suyos. Corpulentos
hombres de tez blanca y rubios o pelirrojos, barbados, que murieron con grandes
hachas de hierro en las manos y yelmos con máscara del mismo material,
atravesados por una lanza de bronce o un par de flechas. También otros morenos,
delgados y no muy altos, de barba rizada negra y afilada, con curvas espadas de
hierro y túnicas azules como sus turbantes, así como escudos de mimbre y piel
de cabra. Los que menos había, hombres con espadas largas de hierro y cascos de
hierro adornados con cobre bruñido y piedras preciosas, ataviados de blanco y
corazas de cuero tachonadas. Todos muertos, aunque de los suyos apenas uno
entre cada diez de los otros.
Era medio día y
sólo rompían el silencio las aves carroñeras y el viento que mecía las copas de
los árboles. Siguió observando y de entre el bosque del fondo emergió un
ejército. Los mismos; los hombres bajos de piel clara y espadas de bronce. En
el centro, un hombre mayor, imberbe, con un arnés de guerra que sujetaba piezas
de bronce circular a modo de armadura. Iba tocado con una corona de hojas de
parra y plumas de faisán albino. Lo flanqueaban dos hombres con el mismo arnés
de guerra y espadas de bronce al cinto, solo que además portaban unas largas
astas de castaño con una placa de cristal de roca encima; estos estandartes
parecían capturar la luz del sol del medio día. En total, lo acompañarían tres
mil soldados, todos espaderos y lanceros; seguramente habría otros tantos con
arco en el bosque. Él clavó su mirada en ellos, desde el peñón conquistado; y
sonrió.
El enemigo
estaba desesperado. Sólo un hombre avanzó, esquivando cadáveres. No era
demasiado alto, como todos los enemigos, y tampoco especialmente fuerte, pero
en forma. No llevaba armadura alguna, solo un cuchillo largo en el cinturón de
cuero fino que le ceñía la túnica corta de lana. Caminaba con sus pies vestidos
por sandalias mientras apartaba a buitres y cuervos con la mirada. Las bestias
se apartaban cegados, pues sobre su cabeza, flotando como una estrella en la
noche, un diminuto lucero arrojaba haces de luz pura y blanca alrededor. Él,
desde el peñón, escupió con desprecio. El individuo continuó caminando, sereno,
hasta que se detuvo en el centro del campo de batalla. Había encontrado un claro
enmarcado de cuerpos inertes. Manipulaba una honda y un guijarro, mientras
lanzaba con su mirada el duelo impulsado por un rayo de esperanza.
Él, fiero, alzó
su espada, aún sucia de la sangre derramada bajo el amanecer sobre los campos
verdes. En silencio, rodeando el peñón y en su respectivo lado de la liza,
estaba su ejército. Unos dos mil hombres: unos altos con máscaras de hierro en
sus cascos, los bajos y morenos con sus espadas de hierro. Al pié del peñón, su
guardia: doscientos hombres de blanco, con largas espadas de hierro y yelmos
decorados. Ninguno a caballo y todos deseando de volver a la lucha. La hueste
de conquistadores había remontado un gran río desde su salida al mar hasta el
centro de esta tierra, donde habían establecido el campamento para sus mujeres
e hijos. No había distinciones de raza o clase y los niños y niñas crecían
mestizos, felices, sin que sus padres lucharan entre sí por ningún motivo
superior a ellos.
En respuesta al
movimiento de la espada, un guerrero respondió al duelo. Un guerrero
formidable, casi tan alto como el jinete del peñón pero de hombros y torso
mucho más fornidos; sin duda el hombre más fuerte del ejército. Emergió de
entre las tropas como una bestia desatada. Un verdadero coloso, ataviado con
poco más que unos pantalones de lana sucia y unas gigantescas botas de cuero.
Su equipo, un yelmo de hierro con máscara que vibraba con el trueno de su voz
mientras enarbolaba un gigantesco hacha de guerra de hierro enastada en un
vástago de roble. Una enorme y frondosa barba pelirroja le brotaba en cascada
bajo la máscara y se agitaba al viento durante la carga. En su carrera pisó
cadáveres, hizo saltar costras de sangre y barro del suelo y todos los buitres
lo saludaron con sus alas negras. El ejército de hombres dispares coreaba a su
campeón, mientras la gente al linde del bosque observaba expectante, con una
plegaria en los labios y el corazón encogido.
El joven se postró en el suelo, murmurando susurros
con el guijarro pegado a los labios. El lucero mágico que pendía sobre su
cabeza comenzó a brillar de tal forma que todos tuvieron que apartar la mirada.
La sombra que proyectaba el guerrero furioso era titánica. El joven se puso en
pie, cuando apenas quedaban unos veinte pasos para que lo alcanzara su
aterrador enemigo. Con suma maestría, hizo bailar su honda y soltó el místico
proyectil.
La piedra
recorrió una línea recta dejando tras de sí una estela de luz nívea y se
estrelló contra la máscara de hierro de su enemigo. De repente, un estallido de
luz cegadora, y nadie vio nada. El mismo muchacho se tapó los ojos. Todos,
salvo uno en su peñón, dejaron de ver.
El joven abrió
los ojos, y la imagen coreada por las alabanzas de unos y los llantos de otros
lo paralizó. Delante suyo estaba el terrible guerrero. Ya no tenía yelmo, su
nariz estaba partida y su ojo derecho derretido; su barba humeaba medio
quemada. Con las piernas temblando, el coloso infló sus pulmones y lanzó un
grito brutal que resonó por todo el campo haciendo que las aves alzaran el
vuelo. Y, de un golpe, partió al joven en dos con su hacha. El lucero se apagó;
una estrella que tanta luz había dado que a pesar de ser medio día a la gente
del joven le pareció que anocheciera.
Sin esperar un
segundo, él bajó a galope por la roca y saltó de su caballo frente a sus
tropas. Con el odio en la mirada, la horda de hombres libres se lanzó a por el
ejército de indígenas presos del pánico. Habían logrado otra victoria; habían
derrotado a otro dios.
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